Castillo Fuerte
1. Castillo fuerte es nuestro Dios,
Defensa y buen escudo;
Con su poder nos librará
En todo trance agudo.
Con furia y con afán
Acósanos Satán,
Por armas deja ver
Astucia y gran poder;
Cual él no hay en la tierra.
2. Nuestro valor es nada aquí,
Con él todo es perdido;
Mas con nosotros luchará,
De Dios, el escogido.
Es nuestro Rey Jesús,
Él que venció en la cruz,
Señor y Salvador,
Y siendo él solo Dios,
Él triunfa en la batalla.
3. Y si demonios mil están
Prontos a devorarnos
No temeremos, porque Dios
Sabrá cómo ampararnos.
¡Que muestre su vigor
Satán, y su furor!
Dañarnos no podrá,
Pues condenado es ya
Por la Palabra Santa.
4. Esa palabra del Señor,
Que el mundo no apetece,
Por el Espíritu de Dios
Muy firme permanece.
Nos pueden despojar
De bienes, nombre, hogar,
El cuerpo destruir,
Mas siempre ha de existir
De Dios el reino eterno.
Una de las tradiciones más antiguas y ricas del mundo cristiano es, sin duda, la de sus himnos. Desde los tiempos del Antiguo Testamento, el pueblo de Israel cantaba y celebraba las bendiciones de Dios; los Salmos no solo son poesía inspirada, sino también una expresión musical elevada hacia el Creador.
La Iglesia, como pueblo de Dios, ha recibido la bendición de acercarse al Señor mediante la alabanza congregacional, expresada en salmos e himnos durante el culto. Estos cantos contienen poesía, Escritura y teología; sus letras inspiran, consuelan y fortalecen al creyente en prácticamente todos los momentos de su caminar cristiano.
Lamentablemente, en los últimos treinta años esta práctica ha cambiado notablemente, especialmente en América Latina. El llamado "nuevo canto evangélico", centrado más en el ser humano —en lo que siente, desea y emociona— que en Dios mismo, bien podría considerarse una forma de canto humanista, hábilmente revestido de un lenguaje de piedad que le da apariencia de espiritualidad cristiana.
Así, la música actualmente denominada "cristiana" ha reemplazado en muchas iglesias nuestros hermosos himnos por cantos que apelan principalmente a la emoción. Como consecuencia, el acto litúrgico y congregacional ha perdido profundidad teológica y belleza doctrinal, convirtiéndose muchas veces en una expresión subjetiva de unos pocos, en desmedro de la riqueza sacramental y la noble tradición himnológica que ha nutrido a la Iglesia por siglos.