Vol. II

Rocío Simón

© Maya Caravella Castillo, por la entrevista.

macarave@ucm.es

© Claudia Alea Parrondo, por la digitalización.

calea@ucm.es



En uno de esos días en los que el sol parece ir esquivando nubes en una carrera de obstáculos, he quedado con Rocío, nuestra segunda invitada de Cuenta Talento. Esta vez he elegido yo el lugar de encuentro: la “cafebrería” Ad Hoc, muy cerca del Corte Inglés de Princesa (calle del Buen Suceso, 14).

Hemos quedado en la puerta, y cinco minutos antes de la hora prevista ya estoy frente a ella. Rocío no tarda en aparecer. Nos ponemos al día con un cigarrillo al sol antes de entrar, como si fuéramos viejas amigas, y durante la conversación, la escritora de 25 años me descubre los aspectos más básicos de su currículum: sevillana graduada en Filología Hispánica en la UCM, estudiante del máster de Literatura Hispanoamericana y con toda la intención de sacarse un doctorado. Es bailarina, poeta, performer y solo porque se atreve también con la novela y el teatro nos confirma que, en su caso, «No existen los géneros literarios».

La conversación se desata rápidamente y con una fluidez que me sorprende, pero lo cierto es que Rocío desprende tanta familiaridad que no es de extrañar que pase media hora sin darnos cuenta. Me encuentro tan cómoda que, de no ser porque estamos sentadas en el suelo de la acera frente a la cafetería, y porque el sol va y viene, no habría sugerido siquiera que entrásemos. Pero lo hacemos. Ella se pide un expresso afirmando que el sitio tiene pinta de hacer buen café y yo me pido un rooibos de chocolate y naranja que hacen ellas mismas. Saco mi móvil, enciendo la grabadora y entonces sí, comienzo con la entrevista.

«En principio todo esto es para que te conozcan mejor, así que voy a tener que empezar por la pregunta por la que siempre se debe empezar». La mirada de pánico de la escritora me saca una carcajada. A nadie le gusta. «¿Quién es Rocío?».

«Sabía que me ibas a preguntar esto. Es que lo sabía. Venía dándole vueltas a la respuesta en el metro». También se ríe, pero de todas formas se toma unos segundos para, imagino, ordenar sus pensamientos. «Rocío ahora mismo está intentando tener su mierda junta, básicamente». Y así, en una simple frase, pone en palabras los sentimientos de toda una generación. Sin embargo, continúa: «Yo creo que antes de escritora o antes que filóloga, he sido bailarina. He bailado durante muchísimos años. Siempre ha estado ahí y creo que ha sido muy importante para la forma que he tenido de acercarme a la literatura». Intrigada por este vínculo entre danza y escritura, me veo obligada a preguntarle exactamente cómo entiende ella que ambas se correlacionan, siendo aparentemente tan diferentes. «Bailar es un lenguaje. Yo, con mi cuerpo, he estado construyendo cosas aunque no fuese con lenguaje escrito». «¿Y en ti? ¿Cómo crees que te ha influenciado? ¿Eres consciente realmente?». Siendo la primera artista multidisciplinar con la que converso así, esta simbiosis entre disciplinas me resulta fascinante. «Creo que el acercamiento que tengo yo a las imágenes y la percepción del cuerpo y el espacio es distinta. Al final, pasa lo mismo con los músicos. Ellos no perciben la música de la misma forma que un bailarín o que una persona que no tiene nada que ver con las artes escénicas. Creo que a la hora de visualizar un cuerpo o una imagen en la que hay personas en un espacio, lo expreso de otra manera porque lo vivo de otra manera». Mientras se explica, me fijo en su lenguaje corporal y hay algo en la forma en la que gesticula que, efectivamente, manifiesta su identidad como bailarina. Sus manos se mueven siguiendo el ritmo de sus propias palabras. Trazan ondas en el aire que, con suavidad, acompañan a su voz y se intercalan como en una coreografía. Me pregunto si su poesía hará lo mismo, si su poesía bailará.

Rocío habla del baile como una parte fundamental en su vida. Sin embargo, esta relación que desde fuera podemos percibir con romanticismo es una herida abierta para ella que, poco a poco, está consiguiendo sanar.

Fotos realizadas por Alicia Arce

(ig: @das.alicia)

Me cuenta su historia: comenzó a bailar a los nueve años y no dejó de hacerlo hasta el verano pasado. Una losa de malas experiencias durante su formación, sobrecarga emocional y autoexigencia que, sumado a los estudios, la llevaron a tomar la decisión de concederse un año. Me habla de este momento como una especie de señal del destino. Teniendo que hacer aún el último año de carrera, decidió prepararse durante el verano las pruebas para entrar en la RESAD, dispuesta a cursar Teatro Gestual. Ya preparada y a pocos días de la prueba teórica, la confinaron por contacto con un positivo. «Parecía que el universo me decía: ¿puedes parar? Así que tuve un mental-breakdown y me dije: voy a estar un año sin bailar, voy a terminar la carrera tranquilamente, y no he vuelto a bailar. Me da pánico». A la pregunta de si sigue planteándose entrar en la RESAD su negativa es tajante. «Qué va. Es que piensa que yo ahora voy a hacer un doctorado. Y a parte, tía, es que prefiero apuntarme a clases de interpretación e ir dos días a la semana que ir a clases de esgrima. En la RESAD tienes clases de esgrima, de canto, de un montón de cosas que están muy bien, pero es que yo tengo 25 años y tengo que trabajar. En la RESAD no puedes, cada semana hay un horario distinto y no puedes comprometerte a nada más. Te ponen ensayos, talleres… con 18 años lo haces, pero yo ahora mismo… Y aparte, yo ya tengo una serie de herramientas, no parto desde cero. Además, luego es lo de siempre, tengo un montón de compañeros que han hecho la RESAD en Textual y Musical y han acabado malites. Y ya me pasó con la danza, no quiero que me pase con el teatro. Quiero que me siga gustando».

No deja de sorprenderme esto. El hecho de que una pasión acabe convirtiéndose en una pesadilla. La exigencia en el mundo de las artes se da por hecho. Todos tenemos en nuestro imaginario la rigidez de los instructores de danza que Hollywood nos ha inculcado. La lucha extenuante, la batalla de esfuerzo en la que solo los más resistentes al dolor (e incluso la humillación) se coronan como dignos. Rocío apunta que no debería ser necesario que un bailarín pase las veinticuatro horas del día bailando. Lo opina obsoleto. «Los bailarines no son atletas, ¿me entiendes? Son artistas. Y tienen que tener otros intereses además de la danza, tienen que hablar con la gente».

Sin embargo, es la propia institución de la danza la que sigue reforzando estas dinámicas. Además, nuestra invitada nos cuenta que, por norma general, este tipo de formación se dirige única y exclusivamente al bailarín de compañía, y que ese fue uno de los grandes problemas y limitaciones que encontró. «Yo no quería participar en Cats ni irme a una compañía de Contemporáneo en Alemania. Yo lo que quería era montar mis propias piezas. Y cuando lo proponía no me daban herramientas porque entendían que el crear no se aprende sino que son… las musas. Así que no tienes que entrenarlo. No hacíamos laboratorios, nada de creación, y yo no necesito saber hacer tres piruetas para montar una pieza. Yo quería adquirir ciertas herramientas que no me proporcionaban porque yo quería centrarme en una parte mucho más creativa que no sabían darme. Nadie sabía, por ejemplo, qué es una residencia artística. Nadie sabía qué decirme al no querer presentarme a audiciones o ser profesora». Para mostrarnos estas carencias, nos habla de un solo en el que estuvo trabajando: «Fui al director de mi escuela y le pregunté cómo podría hacer para moverlo y tenerlo en sitios. Y se me quedó mirando como que no sabía. Luego me dio un Post-it con tres nombres de teatros como Nave 73. Y yo en plan, sí, voy a ir a Nave 73 y voy a decir: ¿puedo hacer un solo? Es que no tenía ni idea. No tienen ni idea de cómo orientar a la gente que no quiere entrar en ese molde».

Que exista ese molde es, desde luego, algo que me deja atónita. Parece que la libre expresión en el mundo de las artes se da por hecho, que el arte es la canalización más sincera del “yo” reprimido y, sin embargo, siguen estableciéndose patrones de conducta que cortan las alas a los artistas como Rocío, que saben mirar más allá. Inconformistas, multidisciplinares, abiertos a absorber todos y cada uno de los estímulos que les rodean. Me confiesa que a ella la miraban por encima del hombro. . «Y es que era muy fuerte porque en Historia de la Danza dábamos a los pioneros de la danza moderna como Martha Graham y todos eran personas que habían estudiado una carrera. Tenían otros intereses, inquietudes, porque es que si no no puedes crear. No era gente a la que lo único que le gustase fuese bailar». Y entonces sentencia: «La verdad que siento que me entiendo mejor con escritores, o incluso con actores, que con bailarines». Y es que, al final, Rocío es también escritora, y ese eclecticismo a la fuerza rebelde la convierte en una artista multidisciplinar que, a día de hoy, trabaja incansablemente haciendo “lo que le da la gana”.

Durante la entrevista me habla de todos sus proyectos.

Conversamos sobre la redacción de la que es su primera obra de teatro y en la que explora, precisamente, por qué dejó de bailar. Quiere reunir todas las malas experiencias que pueden ensombrecer las Artes Escénicas y, para ello, pidió el testimonio anónimo de diferentes artistas. «Me ha llegado de todo: profesores que te tratan mal, competitividad, TCA, abusos sexuales… cosas hiperheavies. He volcado mis experiencias y las he mezclado con todo esto». Hay cierta de vergüenza en el aire cuando admite que se nota que ha escrito sobre todo poesía y que esto es completamente nuevo para ella, a pesar de haber preparado con anterioridad algunos solos de danza y haber iniciado un proyecto de danza-teatro junto a otros bailarines justo antes del Confinamiento. «Está quedando una cosa un poco extraña pero bailada». De todas formas, su brillo en los ojos habla por sí solo. Se me hace evidente la emoción que esconde esta pieza, y mi sospecha se confirma cuando me explica un poco más acerca de la obra: «Estoy revisitando muchas cosas de mí como bailarina y como escritora. Hay muchos paralelismos con todas esas cosas que yo me exijo que nadie me está exigiendo, en realidad. Creo que está siendo la mejor forma de cerrar el duelo con el baile». Y entonces matiza, con una sonrisa. «Con un poco de mamarracheo. Porque no quiero que sea una obra de llorar, quiero que sea de pasárselo bien. Que ya hemos llorado mucho». Habla en plural. Quizá esta sea su forma de curar sus propias heridas pero estoy convencida de que, al mismo tiempo, la obra de Rocío reconfortará a muchos artistas. El arte como un espacio de sanación comunitaria, de experiencias compartidas y desarrollo de vínculos invisibles entre personas en su mayoría desconocidas es una idea que me cautiva.

La joven escritora espera tenerla acabada para el verano, después llegará lo más difícil: buscar financiación y un lugar donde representarla. Aunque lo tiene claro: «No me hace falta ni que me paguen, ya la hago yo. Aunque sea en la puerta, en un cuadradito».

Otra de las facetas que me interesan sobre ella es la de poeta, en la que ya nos ha comentado que tiene mucho más recorrido. Lo resume en pocas palabras: «Yo siempre había escrito». Sin embargo, nos aclara que no fue hasta Bachillerato que empezó a tomárselo realmente en serio. «En mi casa nadie de mi familia lee. No había libros en mi casa, no se le daba realmente importancia. En Bachillerato me dio Lengua la profesora que, de hecho, me animó a que estudiase Hispánicas. Me gustaba mucho cómo analizaba los poemas, daba muy bien las clases y empecé a interesarme. Recuerdo un trabajo voluntario en el que teníamos que leernos cinco libros y hacer una reseña, y yo me volví loca. Dije: me voy a leer Rayuela. Empecé a leer muchísimo, conocí a gente que también escribía… no sé si es porque estaba en el Bachiller de Artes pero estaba como inspirada, y empecé a escribir». Y así ha seguido hasta ahora. A pesar de todo, opina que ha tenido auténticos vaivenes que han podido paralizar su producción, al haber priorizado desde el primer momento la danza. «Verdaderamente no creo que el escritor tenga que escribir todos los días, pero al final yo no tenía la cosa de sentarme y decir: voy a escribir. Yo escribía en el bus, en el metro, antes de irme a dormir… porque entre escribir y bailar yo elegía bailar.».

A raíz de esto, le pregunto sobre su evolución y sale a relucir una barrera que creo que la gran mayoría de las escritoras hemos tenido que aprender, no solo a saltar, sino también a derribar como si cargásemos con una bola de demolición: la influencia masculina, que va más allá de la falta de referentes o de identificación con las experiencias que absorbimos y adquirimos como nuestras al entrar en contacto con una literatura escrita por y para hombres. Hablamos, sobre todo como creadoras, de cómo nuestras fuentes de inspiración suelen estar condicionadas por nuestra relación con un hombre (en la mayoría de los casos). «Yo creo que a mí y a muchas mujeres nos ha influido el querer leer y escribir determinadas cosas para gustarle a este tío. Y también el escribir sobre este tío. Gran parte de mi escritura se ha articulado en torno a esto y me di cuenta durante el Confinamiento. Tuve una experiencia muy mala con un hombre en 2019 e inconscientemente dejé de escribir. Estaba bailando, iba a clase, no me salía sentarme. Pero durante la cuarentena volví a los diarios, a escribir poesía, y me di cuenta de que todo estaba muy vinculado a esa experiencia que había tenido. Asociaba escribir con esta persona. Fue una especie de revelación, y empecé a escribir sobre otras cosas». No lo cuenta con amargura. De hecho, se muestra bastante contenta afirmando que ese tiempo de parón en el que estuvo leyendo la sirvió para llenarse de otras muchas cosas que la han ayudado a distanciarse de esas cadenas que cargaba y mejorar considerablemente en cuanto a calidad. «Yo creo que es importante recalcar el hecho de que a veces no escribir te ayuda a escribir mejor».

Y en este momento comenzamos a divagar sobre qué es un escritor, el peso que parece cargar la propia palabra y que suele asfixiarnos a todos. Hablamos de auto-exigencia, capitalización de nuestro propio arte y de cómo parece que nos vemos obligados a producir en serie para obtener validación, no solo externa sino, peor aún, propia.

Siempre que hablo con escritores me gusta saber qué opinan con respecto a ese miedo que parece atormentarnos a todos de llamarnos a nosotros mismos escritores. Cuando introduzco el tema, su respuesta me saca una carcajada. «Todo este problema nos viene del Romanticismo porque Baudelaire nos ha hecho mucho daño. Se tiene la idea del escritor como un ser místico y maravilloso cuando en realidad es una persona que produce un contenido cultural. Es que por muchas “pajas mentales” que te quieras hacer, realmente eres exactamente lo mismo que un Youtuber. Hay una mitificación enorme en las Humanidades y, realmente, escritor es el que escribe. Luego si eres bueno o malo es otra historia». Y no me parece una opinión descabellada. Sin embargo, a pesar de esta sentencia tan coherente, la escritora confiesa que ella también sufre de este síndrome del impostor, especialmente cuando se refiere a sí misma como performer, a pesar de tener ya una experiencia consistente. «Dentro de poco voy a hacer una performance en una institución. Me van a pagar, lo voy a poder poner en mi currículum… y es ahora cuando he dicho, buah, ahora por fin voy a poder decir que soy performer. Ya me está legitimando el Estado, el capitalismo. Y yo me pregunto, ¿por qué? Si yo ya he hecho más cosas».

Foto cedida por Rocío Simón.

La sensación es que a los escritores jóvenes, a los artistas jóvenes en general, se nos obliga a mecanizar el arte. Rocío se queja fervientemente del mito del talento joven, que está directamente vinculado con esto: «Con veinticinco años estás en ese estado liminal en el que no eres ni demasiado joven como para formar parte de ese mito, ni demasiado mayor como para que se te respete por tu supuesta sabiduría. Pensar la poesía a través de la edad me parece que ya está muy desfasado.». Con esta perspectiva, parece que para ser considerado “escritor joven” solo tienes dos opciones: o ser un genio, o publicar una media de cinco novelas al año a la velocidad de la luz. Me habla de una mesa redonda que moderó Adri Fauro, en el Festival de Poesía Joven de Alcalá. Con la participación de Laura Rodríguez Díaz, Juanpe Sánchez López y Lana Neble, trataron el tema de la precariedad en la poesía. «Estás luchando constantemente por hacerte un hueco y al final la súperproducción, si eres joven, es lo que te legitima. Para entrar en espacios, cuantas más cosas hayas publicado mejor y en muchos casos prima más la cantidad que la calidad. No se valora el proceso sino el producto final, y tú puedes haber estado escribiendo todos los días pero si la gente no lo percibe, parece que no has hecho nada». En consecuencia, la escritora nos comenta que es testigo de cómo todos sus círculos dentro del mundo de la creación se obligan a sí mismos a publicar sin descanso, a ir enlazando concurso tras concurso para poder escapar del anonimato o, al menos, demostrar que vales a base de premios. Hace tiempo alguien me contó que incluso las empresas tienen en consideración esos premios a la hora de contratar a un candidato. Rocío reclama recuperar el «Escribir porque quieres escribir». No se debería poner una fecha límite al arte. «Hay fases de muchísima inspiración y fases en las que solo quieres escuchar a la gente hablar porque no tienes nada que contar. Yo veo a la gente sacando tres poemarios al año y es como… no sé, vive. Siento que no hay prisa, que toda la ansiedad de escribir parte de esta lógica mercantil. Y luego en realidad te pones a mirar cualquier escritor que te guste (y menos César Aira que tiene como cien libros publicados), y haciendo la cuenta no son tantos los libros que ha publicado a lo largo de su vida. Yo conozco a gente que con mi edad ya ha publicado dos o tres. Y no da tiempo».

Siendo este uno de los grandes problemas que Rocío ve en la escena poética actual, me resulta tremendamente incongruente que, al mismo tiempo, al escritor se le pida vivir. Más de una persona me ha dicho en alguna ocasión que lo que me toca ahora es hacer de todo: viajar mucho, leer mucho, hablar mucho, salir mucho, empaparme de todo lo que me rodea. Y es una idea fabulosa, es lógico pensar y decir que la inspiración viene de las experiencias, pero si al mismo tiempo me piden que escriba para llamarme escritora, ¿cómo habría de hacerlo, exactamente? Nuestra invitada recuerda una cita, cree que de Francisco Umbral: «Escribir es quitarte tiempo para vivir» cuando inquiere que si escribes no estás viviendo, pero al mismo tiempo si vivimos no escribimos ni publicamos, así que no somos escritores. Somos pescadillas mordiendo nuestra propia cola.

Rocío ha sido paciente, se ha concedido sus tiempos, está escribiendo lo que quiere. Y de momento no le está yendo nada mal. Hemos hablado de la obra de teatro que viene, pero no del poemario que está a punto de publicar. A falta de las correcciones, y a pesar de algún retraso, la autora espera que Contra el verano, editado por Editorial 16, esté listo para el verano. Irónicamente.

Con este libro nos abre las puertas a un espacio de intimidad y auto-reflexión que, de nuevo, ha ayudado a la poeta a sanar viejas heridas. «Según me adentré más en la adolescencia empecé a odiar el verano», me responde al preguntarle el porqué del título. «Era un momento que representaba no estar con mis amigos, no tener internet, estar siempre súpertriste, no bailar. Empecé a cogerle tirria, dejé de ir a la playa y me negué a todo lo que se vinculaba a ello». La Cuarentena fue, otra vez, un momento de inflexión. «Desde que me había mudado a Madrid no había vuelto a pisar Chipiona, el pueblo donde veraneamos, y cuando nos encerraron en casa empecé a darle vueltas a porqué odiaba el verano».

Sin embargo, no es esto lo único que explora en el poemario.

El libro comienza con una cita de Baudelaire: “ni siquiera él era sublime sin interrupción”, que Francisco Umbral recuperaría para desarrollar Las ninfas. Rocío menciona el prólogo, en el que se describe una habitación que es azul pero que tiene un reverso sepia. «Yo esto lo tomé como una habitación que tiene la intención de ser azul, de ser sublime, pero tiene esa interrupción». Además, añade Azul, de Rubén Darío, a la lista de referencias. «Siempre te explican en la carrera que es súpersolemne, que viene de la frase de Víctor Hugo que dice que el arte es azul. Todos estaban tan obsesionados con él que yo acabé obsesionada».

Partiendo de todo esto, comenzó a escribir sobre lo que yo interpreto como sus propias interrupciones en un intento por entenderse a sí misma. «Empecé a reflexionar sobre la idea de que yo no me considero una persona elegante, que quizá para ser poeta hay que ser elegante. Con todo este hilo me vi hablando de un montón de áreas de mi vida, de recuerdos de mi infancia. De mi madre. Al final me vi hablando de la maternidad, de ser hijo, de estas cosas que uno quiere hacer bien pero que es imposible hacer bien todo el rato».

Me habla de la playa como el escenario recurrente. Ese espacio que, a pesar de lo que el imaginario popular comparte, para ella no significaba descanso sino ansiedad e, incluso, perversidad. No obstante, el poemario trata de la aceptación de esas imperfecciones, de la dualidad existente entre la pureza y lo tenebroso. Así, consiguió cerrar el círculo de la que creo fue la forma más esperanzadora posible. «Lo bonito de esto es que a raíz del poemario me ha vuelto a gustar el verano. Me he reconciliado. Y de hecho lo terminé en Chipiona. Me fui el año pasado, estuve una semana con dos amigas mías, escribiendo».

Hay algo en la explicación de este proceso que me atrapa. Quizá los ojos de Rocío transmiten tanta verdad que simplemente embrujaría a cualquiera, o tal vez cómo ha hilvanado cada una de las fuentes de inspiración. El caso es que a pesar de ser una persona que suele esquivar la poesía, descubro en mí cierta impaciencia por que llegue el momento de que Contra el verano caiga en mis manos y poder leerlo.

En este momento miro el reloj del móvil: llevamos casi dos horas y el tiempo se nos echa encima para terminar. Lo tiro con desgana. Si fuera por mí, me habría quedado de charla toda la tarde, pero ninguna de las dos está libre y me veo obligada a hacer únicamente dos últimas preguntas rápidas.

«¿Quién crees que te ha influido más en tu escritura?». Me sorprende con una respuesta prácticamente inmediata. «Yo creo que la más clara y evidente es Berta García Faet, estoy obsesionada. Para este poemario en concreto el libro de Tatiana Tibuleac, El verano en el que mi madre tuvo los ojos verdes. Esa novela me destrozó la vida. Chantal Akerman también, que tiene un libro que se llama Una familia en Bruselas.» “Todo mujeres». Rocío asiente y ambas sonreímos. «¿Y cuáles son tus sueños, planes de futuro?» En esta ocasión duda unos segundos antes de preguntar: «¿Te lo puedo plantear como objetivos?”. Asiento. «Vale pues montar una obra de teatro, escribir más poemarios y… dentro de que también quiero que se me incluya en el mundo de la cultura, me gustaría abrir espacios para dar voz a otra gente. Crear una revista me gustaría mucho».

No me parecen sueños descabellados y si he averiguado algo de Rocío en esta pequeña charla es que le sobra disciplina, tesón y, desde luego, talento. Es una artista que no se conforma y que, desde luego, da la impresión de tener las cosas claras, de saber lo que quiere, y con un mundo interior fascinante que deseo que muchas más personas lleguen a descubrir. En lo que a mí respecta, es fiel representante de la escena poética (y artística) actual: una joven ecléctica construída desde las raíces a partir de la combinación de disciplinas. Abierta a conocer, a experimentar y a crear, no se pone límites. Y yo espero que la sociedad no lo haga tampoco.

Espero con ansia la publicación de Contra el verano, de su obra de teatro, de la performance que está por representar y de todos los proyectos en los que nos muestre su sublimidad interrumpida, y nos obsequie con su espacio de sanación.

Instagram: @rrociosimon


un bodegón vacío

a diario pienso en alimentar

a todos los hijos que no tendremos nunca

a las hijas que no tuve con mis amantes

quisiera besarte mientras estrujo un puñado de fresas

nutrir con su jugo

a toda la infancia no nacida

¿serás tú por fin mi único hijo?

¿me dejarás alimentarte con la carne de todos los pecados?

primer plato:

ojalá besarte mientras meto

la mano en el cocido de mi madre

la restricción me ha hecho comerme a todos mis maridos

quisiera

un collar con los talones de mis amantes

engordar de un amor tan maternal

dieta blanda para la purificación

tan felices qué alegres

forman un bodegón de muslos

se acarician con la suavidad

de la naturaleza muerta