Vol. I

Guillermo Alonso Menchero

© Maya Caravella Castillo, por la entrevista.

macarave@ucm.es

© Claudia Alea Parrondo, por la digitalización.

calea@ucm.es



A las cinco de la tarde el viento hiela la sangre. Las ramas de los árboles se mueven con furia y las aceras se han convertido en un almohadillado sendero de colores ocres que absorben la luz de un Sol de otoño que se prepara para irse a dormir. Ante mí, las escaleras del hall de la Facultad de Filología de la Complutense de Madrid, y a su alrededor, una veintena de estudiantes se amontonan, dilatando las caladas que les quedan de sus cigarrillos con el único propósito de alargar, si eso es posible, los minutos antes de volver a las aulas.

«Estoy fuera», escribo en un mensaje fugaz. En cuestión de segundos aparece. Chaqueta oscura, jersey de cuello vuelto y una sonrisa que espero a partes iguales que sea tanto de entusiasmo como de nerviosismo, por el motivo único y egoísta de que quede empatado conmigo.

Desbordando simpatía, me abre las puertas de la que ha sido su casa durante cuatro años, sumándole un quinto por la nostalgia y la ambición de hacer un máster que le habilitase ser profesor de Educación Secundaria. Graduado en Estudios Ingleses, me guía hasta uno de los lugares más emblemáticos del Edificio A de la facultad: la cafetería.

Excelente anfitrión, me ofrece algo de beber: «¿Te apetece una cerveza? Yo invito». Pensar en la costra de hielo de un botellín y la aún permanente sensación de rigidez en las puntas de los dedos y la nariz me llevan a rechazar su amable oferta. «Pues yo sí voy a cogerme una. La necesito para la siguiente clase». Sin intentar hacer un balance del porcentaje de humor o cruda realidad que contiene su comentario respondo con una risilla cómplice al tiempo que me lleva a una de las mesas donde finalmente nos sentamos.

Nuestra conversación se diluye entre las conversaciones ajenas, rodeados por algo menos de una veintena de estudiantes que luchan contrarreloj para alargar los minutos que les quedan para entrar a clase, o que directamente han sucumbido a la tentación de concederse un par de horas libres. Como nuestro invitado. Pero esto no ha salido de mí. Lo cierto es que el poco entusiasmo que muestra por el máster llama mi curiosidad y no puedo evitar interesarme. «Guille, ¿realmente te gusta?». El no es tan rotundo y sincero que no puedo sino preguntar entre risas: «¿Y entonces por qué te matriculaste?». Una parte de mí intuye que toda respuesta que reciba de él va a ser pura honestidad.

«La verdad es que no lo sé. Esta no era mi primera opción y está siendo un poco decepcionante». Entonces se explica y me cuenta que le hubiese gustado hacer un Máster de Narrativa de Videojuegos, pero que a mediados de año le mandaron un correo comentándole que al no llegar al número suficiente de alumnos quedaba cancelado. «Así que por eso estoy aquí». Un suspiro de resignación corona su frase, consciente de que a estas alturas no tiene escapatoria y solo le queda seguir adelante. Su frustración es más que palpable y, desde luego, es fácil sentirse identificado con ella. Guillermo no es más que uno de nosotros, un joven al que la sociedad acosa para que tome decisiones instantáneas. No hay tiempo para pensar ni esperar. No puedes hacer el máster que quieres, empiezas otro. Enlazas una actividad con otra para no quedarte quieto, para ser productivo. Da igual que luego te arrepientas, da igual que no sea lo que quieres realmente. No es como si tu futuro dependiese de ello.

Guillermo, aun así, acaba sacando una sonrisa. «Si te soy sincero quedar ahora contigo ha sido una alegría. Y una excusa estupenda». Su buen humor es refrescante y me abre las puertas a hablar de lo que quiera con él. Y eso hago. Le explico qué vamos a hacer y yo me preparo. Un cuaderno, mi pilot favorito y el deseo arrollador de presentar a este joven y prometedor escritor al mundo. «Miscelánea te ofrece su voz, así que vas a poder utilizarnos de espacio publicitario gratuito. ¿Te parece?». Esta vez obtengo un sí por respuesta.

A partir de ese momento me disfrazo de detective, dando comienzo a una investigación de la que espero obtener más resultados que el protagonista de su primera y reciente novela, El banquete de los extraños, y de la que nos comentará un poco más adelante. Pero de momento, lo primero es lo primero:

«¿Quién es Guillermo?».

Es lo que más me interesa averiguar.

«Soy de Getafe, de toda la vida». Es lo primero que me dice, encogiéndose de hombros y dando una respuesta clara y concisa, sin perder tiempo, para aclarar a continuación que cursó Estudios Ingleses, pero con una clara inclinación hacia la literatura. «He huido todo lo que me ha sido posible de la lingüística». Rotundo, niega con la cabeza, siendo muy explícito en que en lo que a él respecta esa rama es una auténtica tortura. Ya desde el principio dedicó su tiempo libre a la primera, y participó incluso en un grupo seleccionado por uno de sus profesores en el que se reunían para hacer una serie de lecturas críticas de algunos textos de Borges, entre otros, culminando con Rayuela.

Lo considera una de las experiencias más instructivas que ha tenido: «Al fin y al cabo estábamos discutiendo en un ambiente más íntimo y privado con un doctor sobre textos que a lo mejor no hubiese planteado de esa forma yo solo. Entiendes que un texto puede significar más o que la intención del autor no es la palabra de Dios. Me di cuenta de que yo puedo decir una cosa, pero si el lector es capaz de entender otra… bienvenido sea. Eso lo carga de riqueza». También asegura que lo ayudó en su forma de escribir. «Antes de empezar la carrera había leído un tipo de literatura que toma al lector por tonto, que se lo deja muy claro. He llegado a la conclusión de que no debe ser así. Sobre todo, en textos cortos donde puedes engordar cada palabra de significado e ir escondiendo cosas. No dejar las cosas claras al lector es satisfactorio en un doble sentido. Para el lector es interesante averiguar cómo de listo puedes ser para ir descifrando las pistas, y para el escritor lo es ver cómo de lejos puede llegar una historia que puede tener significados que ni tu esperabas».

Quizá inconscientemente, Guillermo nos deja claro qué tipo de literatura prefiere. Sorprendente, que incite a ir más allá y reflexionar, que tenga una profundidad que satisfaga las exigencias que seguramente él mismo se aplique a la hora de sentarse frente al ordenador y escribir. Prueba de ello son los autores que menciona como sus referentes: Faulkner, Vonnegut, Plath, Auster, Jeanette Winterson, Toni Morrison. Y Capote. Cuando menciona al autor de A sangre fría se le ilumina la mirada. Embargado por la admiración confiesa en un susurro tímido que le gustaría llegar a compararse algún día con él, aunque es tajante asegurando que nunca le superaría: «Lo que quiero es que se note la influencia que ha tenido en mí, que al leer un libro mío digan: vale, no solo veo a Guillermo sino que leyendo un poco más profundamente también puedo ver trazas de Truman Capote. Como los pijos cuando beben vino, que son capaces de distinguir todos los matices».

Es curioso cómo tarda en referirse a sí mismo con la temible palabra: escritor. Quizá por humildad, quizá por respeto al término, desde que empezamos esta conversación se define como «alguien que lleva escribiendo toda la vida» y me pregunto si esa será la primera barrera que todo joven escritor debe romper, el considerarse a sí mismo como tal y no como un simple aspirante que debe ganarse de alguna forma el título. Supongo que el problema viene de entender solo como escritor «de verdad» a los más aclamados por la Historia. Me confiesa que no ha sido hasta los dos últimos años que se dio la oportunidad de escribir seriamente a pesar de haber participado en un grupo de escritura que se organizó entre algunos alumnos de la Facultad y que le permitió publicar en la revista Journal of Artistic Creation and Literary Research algunos relatos. Comenta que este grupo le dio disciplina para escribir, un motivo. Planteándose la presentación de los textos como si fuesen deberes algo dentro de él, se sentía con la obligación de sentarse y hacerlo, y se convirtió en el empujón que necesitaba. El confinamiento fue el golpe definitivo que le lanzó por el precipicio.

«No me quedaba otra que escribir o volverme loco». Fue en este último periodo cuando rompió con su propia inseguridad, atreviéndose a desarrollar una idea que ya había germinado en su cabeza, pero nunca había permitido que aflorase del todo. «Es lo típico que escribes 20 páginas y dices esto es horrible, y paras. Pero supongo que con el confinamiento la idea que luego fue El banquete de los extraños salió adelante».

El banquete, del que nos ha prestado un fragmento que podréis curiosear al final de nuestra conversación, aparece como su gran triunfo después de meses de trabajo. Una potente declaración de intenciones para un veinteañero que ha dado sus primeros pasos metiéndose de lleno en la novela negra queriendo derribar los estereotipos que se le achacan. Guillermo nos presenta a un detective agotado como protagonista, que sufre su soledad y quiere mejorar su vida. Es imposible no sentir empatía con un personaje que, intentando ser mejor, decide comprarse unas cuantas piezas de fruta. En la novela se narra un caso imposible de resolver en el que las heroicidades surrealistas no tienen cabida: «Ese detective que te imaginas con la gabardina no me gusta. Tampoco la idea de tipo duro, malote, fumador, que bebe whiskey en el bar y se acuesta con cada mujer que le viene al paso. Mi personaje no bebe, tiene una buena relación con su exmujer (nos aclara que, simplemente, no pueden estar juntos porque ambos trabajan mucho pero que eso no supone automáticamente que deban odiarse). «Y está especialmente cansado». Guillermo da mucha importancia a esto. Al cansancio. Comprende que un caso de las características que se le plantean al protagonista, una red de trata infantil internacional, es drenante. En sus palabras, cuando llega el ecuador de la novela ni siquiera le importa que le hayan desbalijado la casa; solo le preocupan los papeles de la hipoteca, el anillo de matrimonio y una foto con su madre. Le han disparado, y simplemente está exhausto.

El joven escritor quería hacer algo diferente, y eso ha ha hecho que el título destaque en la editorial con la que trabajó, Libros Indie, con quien asegura haber tenido una experiencia bastante satisfactoria. Resulta sorprendente y esperanzador escucharle hablar de su primera experiencia frente al mundo editorial, aunque insista en que todo ha sido cuestión de suerte. Nos comenta que es consciente del abandono que sufren muy buenos autores, obligados a publicar por su cuenta a través de Amazon porque nadie les da una oportunidad, y que acaban quedando en nada. Por otra parte, nos habla de la diferencia entre editoriales.

«Hay algunas que te obligan a pagar por adelantado. Esas me cabrean. Solo quieren tu dinero, no tu obra, no trabajan para que sea algo bueno porque ellos ya han cobrado, así que lo bonito del proceso, la interacción editorial/escritor, se pierde por completo. Tras buscar 200 millones de editoriales, varias de estas me respondieron y lo rechacé. Por suerte me contactó Indie. Que, por cierto, justo iba en el coche… y con pésima cobertura. Pensaba: “No me puedo creer que esté recibiendo la llamada más importante de mi vida y no pueda oír”, pero al final fue todo bien. Me llamaron porque les gustó y querían ponerse a trabajar cuanto antes. Eso sí, luego fue un proceso larguísimo». Que valió la pena, indudablemente. Relaciona su éxito, también, a las redes sociales, sugiriendo que de haber sido una cuenta mucho más pequeña (la suya cuenta con 5000 seguidores) no habría tenido la misma repercusión. De hecho, se muestra completamente agradecido con su comunidad twittera, quienes con un simple RT, garantiza, han hecho más de lo que imaginan por él.

En este punto localizo la brecha entre los escritores jóvenes y sus predecesores más «maduros». Guillermo es el ejemplo de que las nuevas generaciones nadan en las redes sociales, saben utilizarlas como herramienta y, es más, las consideran imprescindibles para hacerse un nombre o, al menos, hacer una declaración pública de quién eres y qué haces porque nadie va a echarte una mano. Nuestro acompañante lo tiene claro: «Es ridículo aferrarse a la idea del escritor victoriano que está encerrado en su cuarto escribiendo la novela y se lo manda a su mecenas y su mecenas se encarga del resto. Tienes que ser un poco perspicaz y aprovecharte de los medios que tienes. Cuando estás empezando tienes que ser listo y, si no tienes TikTok, usa Twitter, y si no Instagram, o un blog. Muy poca gente apuesta por lo nuevo». «Por suerte, no en tu caso». «Yo es que siempre diré que estuve en el momento y lugar adecuado». Y es su inexperiencia lo que le obliga a hacer de esa su única respuesta. Aun tanteando el terreno editorial, ni siquiera puede decir si su próxima novela tendrá la misma acogida o si será completamente distinto.

Por el momento, el único consejo que puede dar es tener paciencia y, aunque suene ridículo, escribir. De nuevo, otra palabra tabú para los jóvenes escritores, cuyas mentes elaboran ideas a velocidad de la luz, pero tienen pánico al folio en blanco y se convierten a sí mismos en uno de los mayores muros que deberían derribar. No obstante, Guillermo asegura que hay muchos otros que escapan al control individual.

«Lo primero es el sesgo de género». Le pregunto si cree que, de haber presentado yo exactamente la misma novela, hubiese encontrado más problemas. «Creo que sí. Por mucho que algunos usen de excusa todo el asunto de Carmen Mola para decir lo contrario». Por otra parte, nos habla de diferencia de clases, de cómo la estabilidad económica y el trabajo que se desempeña puede jugar un papel fundamental en el desarrollo de una persona como escritor o escritora. «Obviamente una persona que tenga que trabajar durante 10 horas al día cuando llega a casa está tan cansada que no puede escribir y, si al mismo tiempo tienes que pensar en que no llegas a fin de mes, tampoco lo coges con demasiadas ganas. Yo he podido escribir porque estoy estudiando y me pilló la pandemia».

Sin embargo, a pesar de los problemas, parece que nuestro primer escritor en Cuenta talento va a aprovechar este gran momento en el que se encuentra con la pronta publicación de otra novela. Cuando me comenta que habiendo empezado a escribir en mayo está casi lista, a falta de alguna revisión más, abro los ojos absolutamente perpleja. «Es que tengo mucho tiempo libre, Maya». Nos reímos juntos, pero me sigue pareciendo toda una hazaña. Intento sacarle alguna información, picada por la curiosidad, y sin entrar en detalles, me desvela que se queda con la novela negra pero, esta vez, explorando un género que le apasiona desde que lo descubrió en la carrera: el gótico sureño. «Está ambientada en el sur de los Estados Unidos, por la zona de los pantanos de Alaska. Quería usar a mi favor lo que investigué para el TFG. La estética me fascina, me parece que se puede sacar muchísimo y puedes lidiar con muchos aspectos del alma humana. Además, es muy interesante construir las comunidades sureñas, o al menos el imaginario colectivo que se tiene de ellas».

Indudablemente, está muy influenciado por la cultura estadounidense y admite que en más de una ocasión le han preguntado que por qué no escribe sobre España. «Pero es que he estudiado inglés. Parece la respuesta coña pero es que durante cuatro años de mi vida he estado leyendo literatura estadounidense o inglesa. Y no es que me gusten los yankees, pero sí la desfamiliarización que Estados Unidos me ofrece. Todos conocemos la España profunda y no me puedo explayar ni crear un imaginario. Cruzando el Atlántico me puedo meter en los bosques de Pennsylvania y contar cosas que aquí no tendrían sentido».

Llegados a este punto de la conversación, la hora y media ha pasado sin apenas darnos cuenta. Guillermo se terminó su cerveza hace un buen rato y yo miro el reloj buscando, igual que los estudiantes que había a nuestro alrededor, la fórmula que me permita alargar los minutos antes de que la clase que tiene a las 19:00 empiece. Desgraciadamente, igual que la ya inminente puesta de sol está clausurando el día, me temo que ha llegado el momento de que, yo también, dé por acabada la entrevista con una última pregunta.

«¿Y cuáles son tus sueños?». En un primer momento me mira, y deduzco un ligero desconcierto que se desvela con una sonrisilla. Se toma unos segundos para pensar y entonces concluye: «Yo simplemente quiero poder dedicarme a esto. Levantarme un día y decir: "vale, a esto me dedico". Desde las 10 a la hora que sea voy a escribir porque sé que la gente me lee y puedo vivir de ello. Además…» Parace dudar durante unos instantes. Frunce el ceño ligeramente, como si estudiase cómo continuar la frase sin tacharse de engreído. Finalmente se decide: «Me gustaría aportar algo. Que mis libros ayuden a alguien. Que cuando muera no digan solo “este libro lo escribió Guillermo”, sino: “Ah, Guillermo… era un buen tío. Y además eso que escribió me sirvió mucho”. No sé, te metes en Escritores.org y hay una lista infinita de autores y no me suena ninguno. Yo… yo quiero sonarle a alguien». Y me parece un sueño más que loable.

Cuando finalmente nos despedimos y él se pierde por las escaleras de la Facultad hasta su aula, yo me siento más que satisfecha por encontrarme con un joven escritor que es consciente de las dificultades que se le plantean pero que está dispuesto a perseguir su sueño con humildad, con humor, manteniendo siempre los pies en el suelo y teniendo muy claro que es lo que le gusta y qué rechaza en rotundo. Salgo del edificio dejando atrás la cafetería, la mesa y la huella de agua que un botellín ya retirado ha dejado sobre ella, mientras sueño con la posibilidad de que Guillermo Alonso Menchero encuentre su sitio y deje, también, su huella.

Twitter: @drippysoap


La condena del detective

Aunque estaba seguro de los motivos por los que habían asaltado su casa, quiso asegurarse de que habían dejado las pocas posesiones de valor que tenía: el reloj de oro de su padre, la foto enmarcada en plata de él con su madre en unas vacaciones en Florida y el anillo que llevó los años que estuvo casado con Martha. Evidentemente todo seguía en su sitio porque la gente que había entrado a robar solo quería el caso del señor Stewart. Sabían que lo estaba investigando y sabían que Bram cada vez estaba más dentro, entendía más cosas y conocía más nombres. Pero de toda aquella situación había un par de cuestiones que Bram no llegaba a entender. ¿Por qué robarle? ¿No hubiese más sencillo asesinarle y ya? El detective siempre había temido a la muerte, contrario a lo que la gente pudiese pensar eso le hacía un buen detective. Sabía cuando retirarse, dónde pisar y qué decisiones eran las mejores tanto para su integridad como para la del caso. Bram odiaba la imagen del detective que recibía tres balazos y con una mano en el estómago y echando sangre por la boca sacaba su botella de bourbon, daba un trago y seguía caminando por el callejón oscuro. Puede que hubiese detectives así, pero jamás resolvían un caso.

La otra pregunta que asaltaba su mente era, ¿quién podría haber entrado en su casa? Lo más lógico es que fuese gente pagada, nadie importante se mojaría de aquella manera. Además, Bram por fin pudo sentirse un paso por delante de ellos. Si bien era cierto que había robado la caja con los archivos del caso, el detective se aseguró de guardar en el coche los datos más importantes. La cinta del interrogatorio, algunas fotografías y la agenda del señor Stewart. Lo que se habían llevado era puro papel mojado, eso le daba tiempo, pero cuando la caja robada llegase a las manos de quien tuviese que llegar se darían cuenta de que faltaba una cantidad importante de datos. Quizá entonces Bram debería sentirse amenazado.

De momento no era algo que le preocupase, quería descansar de todo aquello, al menos unos días. Se metió en la ducha donde se quitó aquella barba que había empezado a invadir su labio superior. La herida del abdomen tenía un aspecto horrible. A parte del pus, ofrecía una gama de colores que alternaban entre el verde y el negro además de un olor nauseabundo que logró camuflar con algo de colonia y cambiando las vendas. A pesar de todo, no quiso ir al médico a que le revisasen la herida porque temía que le volviesen a ingresar. Se miró en el espejo y al probarse uno de sus pantalones de chándal se dio cuenta de la cantidad de peso que había perdido. La cara sin barba parecía mucho más chupada y hasta el pelo, con más canas que al principio de todo aquello, estaba más fino. Ya recuperaría el peso cuando terminase con el caso, pensó Bram, no era la primera vez que una investigación le resultaba tan estresante que acababa repercutiendo en su físico.

Pidió comida india a domicilio y dejó una buena propina al repartidor. Hacía bastante que no comía comida caliente y aunque no fuese casera le sentó genial, igual que los analgésicos que tomó de postre. Llevaba una temporada larga sin tomarlos con el estómago lleno y le ayudó bastante a dormir. Aunque estando en la cama se sentía inquieto, lo único que tenía para avanzar ahora eran las declaraciones de la madre del señor Stewart. Debería encontrar a aquel amigo que le visitaba en la cárcel, David Aarons, pero claro, ¿cómo tratar con él? La impresión que sacó de la charla con la señora Stewart fue que aquel hombre no estaba metido en ninguno de los asuntos del señor Stewart, pero la madre del empresario no era de fiar, al menos la impresión que tenía de su hijo. Para ella, el señor Stewart era un santo varón cuyas amistades eran las culpables de que su hijo hubiese acabado de aquella manera. Lo más sensato sería seguir con la versión que le dio a la madre: Bram era un buen escritor que quería limpiar el nombre de su hijo y si después de tantear un poco al hombre descubría que era alguien en quien confiar, le diría la verdad, pero no contaba con ello.

La mañana llegó pronto y aunque Bram se había prometido unos días de descanso, temía que estando en casa sin hacer nada volviese a viejos hábitos y terminase en aquella espiral. Pero ¿qué más podía hacer? ¿Salir a dar paseos? ¿Ir al cine? No eran cosas que quisiera hacer él solo, lo único que le quedaba era seguir investigando, así que se puso enseguida con la búsqueda de aquel tal David.

Desayunó café como siempre, pero añadió algo de sólido e incluso compró unas manzanas en una frutería que había cerca de casa aunque no le sentaron demasiado bien, quizá su cuerpo no estaba acostumbrado y tuvo ardores el resto de la jornada. Se acercó a una oficina de Correos donde compró una guía de teléfonos de todo el Estado de Nueva York. Empezó con la búsqueda a la antigua usanza pues aquel nombre no estaba en la libreta del señor Stewart. Había un total de 6 David Aarons en el estado de Nueva York. Bram esperaba un número más alto así que sintió bastante animado. Con todos siguió el mismo método de investigación. Bram se presentaba como un joven escritor lleno de ganas de limpiar la imagen de una pobre persona que fue empujada al suicidio. Salvo a uno de los David Aarons que vivía en el barrio de Queens y que había leído sobre el caso del señor Stewart en un foro sobre conspiraciones en Internet, ninguno sabía de quién hablaba. Con el tipo de Queens charló largo y tendido, pensó que quizá aquellos locos de Internet, como se los imaginaba Bram, supiesen algo que él no llegaba a descubrir. Pero no tenían nada real, sólo invenciones y teorías que le relacionaban con una raza de humanos superiores. Al final de la llamada Bram se sentía bastante estúpido y frustrado, sobre todo porque aquel tipo creía fervientemente aquellas teorías.

No encontraría a David en Nueva York, eso estaba claro. Después de haberse colado en la mansión del señor Williams la posibilidad de ponerse en contacto con la señora Stewart en la residencia para preguntárselo no era una opción viable. Buscó en Internet el nombre de David Aarons y solo en la costa este había trescientas personas que tenían aquel nombre y eso contando con el hecho de que viviese allí. Buscando en Facebook, aunque entró con una cuenta falsa porque él no tenía, el asunto era más complicado. Al no poder filtrar la búsqueda por país los resultados parecían infinitos. Bajaba y bajaba y los David Aarons no parecían terminar. Aquellas personas podían ser perfectamente de Inglaterra o Australia, aunque claro, Bram estaba asumiendo que David vivía actualmente en Estados Unidos.

Tras servirse un vaso de café y cerrar el ordenador portátil, Bram tuvo una especie de revelación. Obviamente no podría acercarse a David directamente, le estaban pisando los talones y todo apuntaba a que el señor Aarons estaría tan vigilado como lo estaba él. Pero si todo había ido bien, si de verdad el detective había sido, no más listo pero sí más rápido, habría una persona que todavía no había entrado en su ecuación: Robert. Sí, Robert era listo, y Bram, en el poco tiempo que pasaron juntos, se dio cuenta de que lo era. Habría dado una buena excusa para irse de repente y eso les daba una ventaja. El pitido del móvil de prepago empezó a sonar y cada segundo que pasaba era una espera interminable.