Estos días, los autores se quejan de que la circulación de obras en internet beneficia sólo a las compañías telefónicas y de que no reciben nada a cambio. Las compañías telefónicas dicen que su infraestructura beneficia a los buscadores de información y que estos deberían pagar parte de los costes de mantenimiento. Finalmente, las empresas como Google pueden argumentar que si no fuera por ellas,internet se usaría únicamente para fines militares y científicos; así que, al aumentar extraordinariamente el impacto de la red, están creando grandes oportunidades de negocio para todos los demás. Así, mientras los peces grandes se enseñan los dientes, no se comen al chico, que navega por internet a sus anchas (aunque, en España, a precios superiores que en la mayor parte de la Unión Europea)
Conviene recordar en esta discusión que los derechos de autor son un invento relativamente reciente (regulados con carácter general hace poco más de 200 años) del que no disfrutaron, por ejemplo, los autores del siglo de oro de la literatura española. Por ello, no tenemos la perspectiva histórica suficiente para evaluar la eficacia con la que han promovido la creación cultural. Tampoco estos derechos han generado grandes ingresos en todos los ámbitos; piénsese, por ejemplo, en los intérpretes de música clásica o en los autores de teatro). De lo que pocos dudan ya es de que la forma de protección vigente es difícilmente aplicable en el mundo sin fronteras de internet.
Hace unos meses, nos contaba un profesor americano que una cadena de comida rápida estaba sustituyendo en Estados Unidos a los empleados que anotaban los encargos realizados desde el coche por un micrófono. Gracias a la red, las peticiones podían ser atendidas a distancia (por ejemplo, desde la India con los salarios de allí) y enviadas de vuelta a la cocina donde se preparaba el pedido que se servía en la siguiente ventanilla. Este ejemplo muestra lo difícil que es establecer normas de protección (salarial en este caso) en un mundo interconectado.
Aunque es muy difícil defender que algunos se enriquezcan gracias al trabajo de otros como lo hacen algunos sitios de intercambio de
archivos -por cierto, ¿por qué no las crean y gestionan los autores o productores?; el éxito de iTunes demuestra que es posible-, conviene pensar también en nuevas estrategias para promover la creación que sean más eficaces que las actuales. Para ello, debe tenerse en cuenta que en una sociedad capitalista, el dinero sirve para recompensar el trabajo que unos hacen por otros y, por tanto, para orientar su actividad hacia las necesidades reales de los ciudadanos. Sin duda, es una tarea titánica intentar cobrar por servicios que casi nadie solicita (como imprimir música en un disco).
Por ejemplo, nunca hemos pagado por prestar un libro o un disco a un amigo (fundamentalmente porque es inviable el control del préstamo entre particulares). Internet ha eliminado la necesidad de desplazarse para realizar estos préstamos y tampoco aquí es posible controlar estas actividades privadas sin violar derechos fundamentales. Por eso es tan difícil que los clientes acepten pagar 20 o 30 euros a una empresa para que imprima la música en un disco sin ningún valor añadido. En cambio, muchos estarían dispuestos a pagar porque se les ayudase a seleccionar en el océano de la red aquello que deben ver, oír o leer en función de su perfil y de sus gustos (quizá incluso por recibirlo en casa ya organizado o empaquetado). La búsqueda de estas nuevas oportunidades de negocio debería ser prioritaria para todos.
Aunque casi todos deseamos que nuestros autores favoritos sigan produciendo las obras de arte que nos entusiasman, sospechamos que sólo una parte muy pequeña del beneficio llega al autor cuando compramos un disco, un libro o una película. Sin embargo, cabe imaginar nuevas formas de mecenazgo a través de la red (grandes proyectos, como wikipedia, se financian así), o la venta productos que añadan interés a la obra (¿por qué no acompañar la obra de la firma auténtica del autor o de objetos que refuercen la conexión emocional entre el autor y su audiencia?). La mera impresión de la música puede no resultar suficientemente valiosa pero un disco puede complementar el interés de un libro, o un libro el de una película, y para la mayor parte de los lectores la literatura impresa sigue teniendo un atractivo superior a la literatura digital.
Por supuesto, es irracional argumentar que cada descarga equivale a una pérdida económica. Primero por que muchos de los que se descargan obras jamás las comprarían (algunos coleccionistas recopilan más archivos digitales de los que podrán ver u oír en su vida; si cada libro descargado fuese leído nuestro país estaría entre los más culltos del mundo). Segundo, por que a menudo ocurre al revés: la red sirve para descubrir, conocer y comparar, lo que anima, finalmente, a comprar. De hecho, algunas editoriales reconocen que han aumentado sus ventas desde que sus libros están accesibles gratuitamente a través de la red.
Finalmente, la protección tan larga que la legislación actual da a las obras (70 años tras la muerte del autor, esto es, normalmente más de un siglo después de su creación) hace que la mayor parte de las que pasan al dominio público, especialmente en el ámbito científico y técnico, ya no tenga interés. Como consecuencia, gran parte de la producción artística y científica actual puede quedar enterrada para siempre por los derechos que se crearon para protegerla.
En resumen, las redes comerciales, la legislación que regula la propiedad intelectual y el comercio internacional de los productos culturales no garantizan el acceso a la cultura en el siglo XXI ni la justa retribución a los creadores de contenidos porque la tecnología y los usuarios van muy por delante de los modelos de negocio de los proveedores. La solución a este problema requiere más creatividad e imaginación y menos demagogia por parte de todos. A nuestros representantes, a los gestores de las empresas afectadas debemos decirles: piensen; se les paga por ello.