ANE PRIETO BUSNADIEGO
Honradez
Era lunes, llovía y tocaba atletismo. Un suplicio.
—¡Andrés! ¡Levántate! ¡Siempre el último!
Era cierto, pero me aburría oír siempre la misma cantinela. «Daría una mano por tener alas en los pies, como Mercurio», pensé.
—¡Vaya! ¡Qué rápido! —se extrañó mi madre al verme en la cocina—. ¿Y eso? — exclamó señalando mis deportivas agujereadas por el talón.
— Ni idea —me excusé mientras me bebía la leche de un trago.
En un segundo estaba ante la puerta de casa, pero al disponerme a abrirla descubrí que no tenía mano.
«¿Dónde está mi mano?», me pregunté.
Ni rastro. Se había esfumado por arte de magia.
Y tuve una sospecha. Me miré los pies y ahí estaban las alas pequeñitas de Mercurio, dispuestas a llevarme adonde yo quisiera.
No podía ser cierto, pero lo era. Acababa de ver cumplido mi deseo de tener alas en los pies… aunque por el camino hubiera perdido una mano.
Situemos este hecho dentro de los acontecimientos de los que fui protagonista.
Era el 9 de septiembre de 2019 y allí estaba yo, nervioso en el comienzo de curso. Estaba pensando en todo lo que me esforzaría durante el año y las buenas notas que obtendría, pero en lo que no podía dejar de pensar era en el atletismo. Uno de mis objetivos había sido comenzar a hacer deporte y, después de pensarlo durante mucho tiempo, me había decidido por el atletismo.
Comencé a entrenar duro y con mucha motivación. Pasaron octubre, noviembre y diciembre y, poco a poco, veía cómo iba mejorando. Entrenaba con un grupo mixto en el que se podía apreciar el talento de muchos de los miembros. El grupo llamado ATLEWIN lo integraban quince estudiantes, junto con un fisio y dos entrenadoras. También contaba con su propio equipamiento, lo cual me encantaba.
Las entrenadoras vieron mi mejora y, después de un largo entrenamiento, me pidieron por favor que fuera a su despacho. Estaba un poco confuso porque no tenía ni la mínima idea de lo que me iban a decir. Al entrar al despacho, me indicaron con una señal que me sentara, me miraron a la cara y enseguida me preguntaron:
- ¿Quieres empezar a competir?
- ¡Sí! - contesté yo entusiasmado y sin ninguna duda.
De ahí en adelante, empezaron las competiciones, pero pronto llegó la más importante de todas. Era el 25 de abril y faltaba exactamente una semana. Las entrenadoras nos llevaron a todos los miembros a su despacho ya que tenían que anunciar quién sería la atleta o el atleta que representaría a nuestro grupo. Nos comentaron que había sido una difícil decisión. Con voz alta y clara nombraron al elegido. Yo no me lo podía creer: estaba demasiado emocionado. Todos mis compañeros me felicitaron y las entrenadoras me lanzaron una sonrisa.
De camino a casa me puse a pensar y caí en la cuenta de que tenía mucha responsabilidad. Todo el club dependía de mi actuación y eso me hacía sentir miedo.
Transcurrió esa eterna semana y llegó el día del campeonato. Fui a desayunar.
-Menudo suplicio: ahora tengo que hacer una carrera en la cual todo el equipo depende de mí. Daría una mano por tener alas en los pies como Mercurio. Así ganaría seguro - pensé aterrorizado, casi sin haberlo deseado.
Y así fue: pocos segundos después me di cuenta de que mi deseo se había convertido en realidad. Asustado, me dirigí a mi cuarto y comencé a prepararme para la competición. Estaba seguro de que la ganaría y, por esa razón, me tranquilicé.
Llegó la hora, las 10:00 de la mañana. A las 10:30 comenzaba la competición. Las entrenadoras ya me habían puesto al corriente de todo y, como me veían muy nervioso, me dijeron que fuera al baño, y que estuviera allí hasta el comienzo de la carrera. Me senté en uno de los estrechos bancos.
- ¿Qué estás haciendo? Llevas mucho tiempo preparándote tanto física como mentalmente. No debes ganar suciamente, sino demostrar todo lo que has aprendido- me dije a mí mismo-. Además, sin una mano, no conseguía atarme las zapatillas.
- ¡Ojalá volviera a la normalidad! - pronuncié en voz alta. En unos segundos mi deseo se cumplió. Me sentí mejor, más contenta, una atleta de verdad. Luego me dirigí a la zona donde daría comienzo la carrera. Mis compañeros me miraron con una sonrisa y me dijeron:
-Sabemos que tú puedes-. Les devolví la sonrisa y comenzó la carrera.
Pasaron unos diez largos minutos. La carrera había finalizado. ¡Había obtenido el primer puesto; estaba muy contenta! Los compañeros y compañeras nos abrazamos con todas nuestras fuerzas ya que en ese momento ATLEWIN era el equipo más feliz de todo el mundo.
Solo queda por contar una cosa. Mi breve transformación me había hecho adoptar la forma de Mercurio. Cuando terminó la carrera yo era una chica. Debe ser que los dioses no tienen sexo. Ahora soy chica, me llamo Andrea y lo vamos a dejar así.
Alaitz Alonso Usabiaga
DESTINO: GRECIA
Era lunes, llovía y tocaba atletismo. Un suplicio.
—¡Andrés! ¡Levántate! ¡Siempre el último!
Era cierto, pero me aburría oír siempre la misma cantinela. «Daría una mano por tener alas en los pies, como Mercurio», pensé.
—¡Vaya! ¡Qué rápido! —se extrañó mi madre al verme en la cocina—. ¿Y eso? — exclamó señalando mis deportivas agujereadas por el talón.
— Ni idea —me excusé mientras me bebía la leche de un trago. En un segundo estaba ante la puerta de casa, pero al disponerme a abrirla descubrí que no tenía mano. «¿Dónde está mi mano?», me pregunté. Ni rastro. Se había esfumado por arte de magia. Y tuve una sospecha. Me miré los pies y ahí estaban las alas pequeñitas de Mercurio, dispuestas a llevarme adonde yo quisiera. No podía ser cierto, pero lo era. Acababa de ver cumplido mi deseo de tener alas en los pies… aunque por el camino hubiera perdido una mano. Incrédulo ante aquella maravilla, salí a la calle a presumir de mis nuevos “pies” y a sobrevolar la pequeña ciudad. Sin embargo, según salí me di cuenta de que aquella no era mi ciudad. Me encontraba en la esquina de una calle repleta de gente, niños e incluso animales. Supuse que era un mercadillo, así que decidí echar una ojeada a ver si algo me llamaba la atención. Pero mientras avanzaba me di cuenta de que el que desentonaba era yo, y que la gente se arrodillaba a mi paso. ¿Sería por mis alas?
- Mercurio, Zeus te está esperando en el palacio - me dijo una mujer con una cesta llena de fruta en la mano. Después hizo una reverencia.
- Por supuesto… eh… a eso iba - contesté yo. El único Zeus que me sonaba de algo a mí era un dios de la mitología griega, el dios del cielo.
No, no podía ser. ¿Y si estaba en Grecia? Tenía sentido, pero no quería creerlo. El palacio estaba enfrente de mí. Tenía la fachada triangular y en la parte frontal había muchas columnas. Cuando entré, subí unas escaleras y arriba estaba, sentado en el trono, un hombre musculoso, con el pelo gris y con una túnica blanca encima. Llegué a la conclusión de que era Zeus. Pero estaba hablando con otra persona. La verdad es que se parecía mucho a mí. Los dos teníamos alas en los pies. La única diferencia era que yo no tenía mano, por razones desconocidas. Entonces se percataron de mi presencia. Los dos me miraron con el ceño fruncido.
- ¿Qué clase de juego es este, Mercurio? ¿Seguís tu hermano y tú haciendo bromas?
- No, padre, juramos haber terminado la batalla - dijo él un poco desconcertado.
- Ah, cierto, ¡y por eso hay dos tús en la sala! ¡Vete ahora mismo a donde él y tráemelo!
Permanecí inmóvil mientras mi hermano gemelo bajaba las escaleras en busca de nuestro otro hermano. Al cabo de unos minutos, volvió acompañado de un joven llamado Apolo.
- Apolo, explícate - le ordenó Zeus.
- No sé qué es esto, padre - y entonces fue a agarrarme de la mano, pero lo único que hizo fue sacudir el aire - ¡¿Qué?! ¡Ahora sí que no es obra mía, nos soy tan estúpido! ¡Por lo menos sé hacer reproducciones idénticas!
- En ese caso - Zeus se levantó - oh, santo cielo, dame tus poderes y destruye a…
Cuando me levanté tenía el rostro dolorido. La profesora no paraba de darme golpes en la cara.
- ¡Por fin! No has corrido ni medio metro, Andrés. ¡Espabila! - dijo.
Así pues, seguí corriendo. Pero ya no tenía alas (lo había comprobado). Bajo mi calcetín, lo único que quedaba era la leve marca de una pluma. Y mi mano ahí estaba, gracias a dios.
Izaro Del Olmo Basagoiti
Una performance, mi abuela y el diablo.
Era lunes, llovía y tocaba atletismo. Un suplicio.
—¡Andrés! ¡Levántate! ¡Siempre el último!
Era cierto, pero me aburría oír siempre la misma cantinela. «Daría una mano por tener alas en los pies, como Mercurio», pensé.
—¡Vaya! ¡Qué rápido! —se extrañó mi madre al verme en la cocina—. ¿Y eso? — exclamó señalando mis deportivas agujereadas por el talón.
— Ni idea —me excusé mientras me bebía la leche de un trago.
En un segundo estaba ante la puerta de casa, pero al disponerme a abrirla descubrí que no tenía mano.
«¿Dónde está mi mano?», me pregunté.
Ni rastro. Se había esfumado por arte de magia.
Y tuve una sospecha. Me miré los pies y ahí estaban las alas pequeñitas de Mercurio, dispuestas a llevarme adonde yo quisiera.
No podía ser cierto, pero lo era. Acababa de ver cumplido mi deseo de tener alas en los pies… aunque por el camino hubiera perdido una mano. (Continua el texto aquí) ... El día pasó, y me iba ya a dormir. Atletismo estuvo bien; lo disimulé lo mejor que pude, y mis compañeros ni se dieron cuenta.
- ¡Ah! - me desperté en medio de la noche; acababa de tener una pesadilla. Estaba en el infierno y el diablo me gritaba cosas sin sentido. Me volví a dormir, porque, al fin y al cabo, era una pesadilla.
Las semanas vinieron y fueron, pero todas las noches tenía el mismo sueño. Se lo dije a mi madre, pero siempre me decía lo mismo, “Es solo una pesadilla”. Aun así, había algo en mí que me decía que no era solo una pesadilla.
Había pasado un mes. Las alas seguían ahí, y la pesadilla también; me estaba empezando a hartar. Decidí ir a hablar sobre el tema con mi abuela; antes de jubilarse, era una especie de adivina.
Llegué a su casa y empecé a contarle todo.
-Llevo como un mes teniendo estas pesadillas donde el diablo me dice cosas de un trato y mi alma.
- ¿Desde cuándo la tienes? - me responde con una voz de preocupación.
-Desde que las alas de Mercurio me aparecieron en los pies.
-Chico, tienes un problema; creo que has hecho un trato con el diablo.
- ¿Con el diablo!
-No eres el primero al que le pasa. Cuando una persona desea algo con todo su corazón, el diablo se aprovecha de ella a cambio de su alma. Si sigues así, dentro de unos días acabarás sin ella.
- ¡Pero habrá una solución!
-Hay una, pero es un poco arriesgada. Esta noche te tendrás que quedar a dormir aquí. Cuando estés profundamente dormido, "performaré" un ritual en el que entrarás en una especie de batalla con el diablo. Si ganas, el trato se anulará; pero si pierdes, morirás y se quedará tu alma.
-No me importa morir. De todas maneras, se llevará mi alma. Lo voy a hacer.
Esa noche me quedé a dormir en casa de mi abuela. Me metí en la cama y al cabo de unas horas me quedé dormido. Ahí es cuando empezó el "ritual". Lo que hizo mi abuela no lo sé, ya que estaba dormido y ella decidió no contármelo, pero sí me acuerdo de lo que pasaba en mi cabeza. Estaba soñando con las alas; estaba en el cielo y había un cuadro con la cara del diablo. De repente todo arde en llamas. El diablo sale del cuadro y me empieza a gritar. Me estresé mucho y, como por arte de magia, me acordé de un libro que leí hace un tiempo. En la historia, el protagonista vencía al diablo con la risa. Como última esperanza, me empecé a reír. Rayos de luz brillantes aparecieron, y me desperté. Las alas no estaban y había ganado al diablo.
Uxue Ruiz Maroto
HOMELAND
Era lunes, llovía y tocaba atletismo. Un suplicio.
—¡Andrés! ¡Levántate! ¡Siempre el último!
Era cierto, pero me aburría oír siempre la misma cantinela. «Daría una mano por tener alas en los pies, como Mercurio», pensé.
—¡Vaya! ¡Qué rápido! —se extrañó mi madre al verme en la cocina—. ¿Y eso? — exclamó señalando mis deportivas agujereadas por el talón.
— Ni idea —me excusé mientras me bebía la leche de un trago.
En un segundo estaba ante la puerta de casa, pero al disponerme a abrirla descubrí que no tenía mano.
«¿Dónde está mi mano?», me pregunté.
Ni rastro. Se había esfumado por arte de magia.
Y tuve una sospecha. Me miré los pies y ahí estaban las alas pequeñitas de Mercurio, dispuestas a llevarme adonde yo quisiera.
No podía ser cierto, pero lo era. Acababa de ver cumplido mi deseo de tener alas en los pies… aunque por el camino hubiera perdido una mano. (Continua el texto aquí)...
Me puse las zapatillas de deporte de mi padre, ya que mis zapatillas ya no eran adecuadas para el tamaño de mi pie… Tuve que saltarme la clase de gimnasia, pero no me preocupó. Sara tenía que saber lo que me había ocurrido.
Sara era mi mejor amiga. ¡Tenía que contárselo! Así que me dirigí hacia su casa. En unos minutos me encontraba delante de su gran porche con los ojos abiertos como platos. Estaba tan emocionado que me temblaban las manos. Me decidí. Toqué el timbre y pregunté por Sara.
- ¿Quién es? -preguntó la madre de Sara
- Soy Andrés, ¿está Sara en casa?
- ¡Sí, pasa!
Sara estaba jugando a la consola. Era una de sus mayores aficiones. Pasábamos horas jugando juntos, nos lo pasábamos en grande.
- ¡Ay, Andrés, qué sorpresa! -dijo ella mientras que no quitaba ojo a mis zapatillas talla 49-. Vaya, parece que tu cuerpo ha decidido dar el estirón -añadió ella con la intención de burlarse de mi altura de gnomo de jardín.
- ¡Qué graciosa! - exclamé yo con un tono burlón-. No te vas a creer lo que me ha pasado…
- Cuenta- dijo sin darle mayor importancia, acostumbrada a tener que oír historias absurdas y aburridas.
- Esta mañana estaba, como todos los lunes, dispuesto a morir en el infierno con la profesora de atletismo cuando deseé tener alas en los pies y, de pronto, por arte de magia, me salieron estas.
- Ya estamos con otro de tus sueños…
- No, no. Esta vez es de verdad. Mira- dije mientras me disponía a quitarme la zapatilla.
- Espera, ¿dónde está tu mano?
- Ah, lo olvidaba. Verás, me salieron unas alas impresionantes, pero también desapareció mi mano…
- ¿Cómo?
- Sara, esto debe quedar entre nosotros.
Los dos salimos al parque para hablar de lo que haríamos ahora que uno de nosotros tenía alas en los pies.
- Espera. Tengo una idea. Ahora que tenemos alas podemos sobrevolar toda la ciudad, como si estuviéramos en ese videojuego al que tanto jugamos.
- Pero se te olvida un detalle insignificante… eres el único que tiene alas.
- Es verdad. Un momento. Todo esto ocurrió cuando deseé tener alas. A lo mejor, si deseo que tú también las tengas…
- Sería genial…
Así que pensé en lo divertido que sería poder volar con tu mejor amiga. Y al de poco tiempo…
- ¡Vaya! Parezco un pato.
- Bueno, te acostumbrarás.
- ¿Cuántos deseos tendremos?
- En todas las películas los protagonistas suelen tener tres deseos…
- En ese caso nos queda uno más…
No fue difícil aprender a volar. En un abrir y cerrar de ojos estábamos los dos sobrevolando nuestra pequeña ciudad.
- Esta imagen desde aquí arriba me resulta muy familiar- dijo Sara un poco extrañada.
- Sí, a mí también.
- Espera, nuestra ciudad es muy parecida a “Homeland”- dijo refiriéndose a nuestro videojuego favorito.
- Todavía nos queda un deseo. ¿Y si pidiésemos entrar en nuestro videojuego?
- Es muy peligroso.
- No te preocupes. Además, será divertido.
- Está bien- añadió Sara poco convencida.
Así que nos detuvimos. Estábamos flotando en el aire gracias a nuestros extraordinarios pies. Era una sensación muy rara. Deseé entrar en “Homeland” y en un santiamén estábamos los dos disfrutando de los colores cálidos de la ciudad del asombroso videojuego. Los dos disfrutamos volando de nuestro mayor pasatiempo, y tuvimos que pellizcarnos varias veces para asegurarnos de que no estábamos soñando. ¡Era genial! Jugábamos a un montón de juegos divertidos que requerían rapidez, ya que los dos disponíamos de ella.
Pero de pronto todo se nubló entre Sara y yo. Ella parecía estar enfadada, y yo seguía intentando convencerla de que sería divertido.
- Se acabó. No aguanto un segundo más contigo. No te reconozco.
- Soy yo, Andrés.
- Te ruego que desees que me dejen salir de aquí.
- No podemos. Hemos gastado todos los deseos que teníamos.
Parecía que después de entrar en un videojuego, la idea de que no podríamos salir de allí empezaba a preocuparnos a los dos cada vez más. Después de una fuerte discusión entre los dos mejores amigos del planeta, todo parecía ir cuesta arriba. Entonces me vino una idea a la cabeza:
- ¿Y si pruebas tu a pedir algo?
- Pero no nos quedan oportunidades.
- No me quedan a mí, pero tú todavía tienes tus propios deseos. Como en uno de mis deseos te mencionaba a ti también…
- ¡Eres un genio!
Así que estaba dispuesta a pedir poder escapar de ese lugar que nos hacía sentir tan preocupados. ¡Funcionó! Sara y yo volvimos a nuestras casas sanos y salvos. Y, sobre todo, muy concienciados. Ninguno de los dos volvería a faltar a una clase de atletismo.
Sare Sorondo Tamayo
AVENTURA VERANIEGA
Me llamo Martin, tengo once años y vivo en un pequeño pueblo de Alicante. Tengo una hermana mayor de catorce años, Noa, a la que normalmente no suelo ver mucho. Si no está en el internado, está con sus amigas y si no, durmiendo. Y sí, habéis oído bien, durante el curso nos suelen mandar a un internado porque básicamente hemos salido a nuestro padre: muy pero que muy vagos y poco trabajadores.
A ella le mandan a un internado, para chicas, solo chicas. Es una pena porque es muchísimo mejor que el mío, que es solo para chicos. Además, no nos gusta mucho, porque, aunque casi no nos veamos, nos llevamos muy bien. Bueno, y volviendo al internado, me encanta. Llevo aquí metido desde los siete años y ya tengo los suficientes amigos como para poder decir que soy bastante popular: se me da bien el deporte, soy muy gracioso y todas esas cosas.
Me gustaría contaros una historia, sí, va sobre mí, pero sigue siendo una historia. Todo empezó el último día de curso. Todo iba bien hasta que los padres llegaron a recogernos, pero los míos no aparecieron; solo vi que Noa salía de un coche. Mientras nos acercábamos al coche, me explicó que nuestros padres se habían ido a Japón por el trabajo de nuestra madre, que ella sí que es trabajadora.
- ¿Y con quien vamos a estar todo el verano? - pregunté yo.
Antes de que Noa pudiese responder nada, detrás del cristal de la ventanilla del coche, vi una cara muy familiar y al otro lado otra. Resumiendo, que nos íbamos a quedar todo el verano con el tío Gerónimo y la tía Verónica. ¿Que qué hay de malo? Son los peores tíos que te puedas imaginar, son horribles, ¡además, podrían ser nuestros abuelos! Bordes, aburridos y nos tratan como si fuésemos bebés.
Noa y yo no hablamos en todo el viaje. Estábamos lo suficientemente asustados como para no hablar; sabíamos nuestro destino. Ninguno de los dos conocíamos el nombre del pueblo al que nos dirigíamos, por eso lo llamamos el Pueblo del castigo, porque siempre que vamos es un como un castigo.
Cuando ya llevábamos cuatro horas de viaje, por fin, vimos la entrada del pueblo, y después de aparcar fuimos a casa. Dejaron nuestras cosas en nuestra habitación y aquí empezó lo peor. Por mucho que yo dijera que no tenía hambre, la tía seguía empeñándose en que comiera, mientras el tío decía que no pasaba nada por no comer.
- Si no tiene hambre, déjale, que no coma. - solía decir. Y así pasaban horas y horas.
Noa y yo, de verdad, no sabíamos qué hacer: por una parte, nos alegrábamos de que el verano por fin hubiera llegado, pero, por otra parte, estábamos aterrorizados pensando que vivíamos con nuestros tíos en un pueblo casi desierto habitado solamente por personas mayores.
- Como no nos saquen de aquí ahora mismo, no sé qué va a ser de nosotros, ¡nos van a matar! - dijo Noa.
- No sé, pero si eso pasa, desde luego que será de aburrimiento; aquí no hay nada que hacer.
- ¿Y si nos escapamos? Es fácil, ya lo verás.
- ¿Estás loca? No podemos hacer eso, ahí sí que nos matan, y esta vez de verdad.
Para Alicia, todo el tema de fugarse, la poli y todo eso le parecía increíble y además era muy atrevida, todo le parecía tan fácil. En cambio, a mí eso me parecía una locura, ¡fugarse! Y conozco muy bien a mi hermana, y, nada más salir de casa, estaría muerta de miedo.
Pasó una semana; para nosotros fue eterno. Todos los días hacíamos casi lo mismo, pero si un día no íbamos al único bar del pueblo a tomar un pincho, otro día íbamos a casa de alguno de los amigos de los tíos. A las tardes siempre solíamos ir a los columpios (Un tobogán casi roto y dos columpios viejos.) No sé cómo, pero Noa siempre conseguía poner alguna excusa, pero tampoco hacía mucho. Tenía que tragarse todas las conversaciones y al final siempre acabábamos los dos sentados, uno en cada columpio. A las noches, a la hora de cenar, era como siempre: yo no quería comer y la tía me obligaba.
- Ya no puedo más. Qué verano nos espera - dije yo.
- Te recuerdo que hay una manera de evitar eso. El plan es muy fácil, anímate, vamos.
- Me lo voy a pensar, pero no estoy seguro, ¿No tienes miedo?
- ¡Pues claro que sí! Pero me da mucho más miedo quedarme aquí todo el verano. ¿No crees?
- Sí.
- ¿Entonces te apuntas?
- Vale, pero con una condición, que me prometas que vamos a llegar a casa, sanos y salvos.
- Te lo prometo -. Y con esa promesa empezó la aventura que nos cambió la vida.
Toda la semana siguiente estuvimos preparando el plan de vuelta a casa o, como nosotros lo llamábamos para que nadie lo descubriera, el P.V.C. Nadie sospechaba de nosotros porque nos comportábamos exactamente igual que antes. En cada tienda que veíamos, parábamos y buscábamos todos los mapas de la zona.
El plan consistía en quedarnos despiertos hasta medianoche, que era cuando estaban dormidos los tíos. Para eso teníamos una docena de Coca Colas. Luego. ir a la parada de autobuses más cercana y coger el autobús que nos llevaría a Alicante. Allí cogeríamos otro autobús que nos llevaría hasta nuestro pueblo. Y así hicimos. Seguimos todos los pasos a la perfección, pero cuando pensamos el P.V.C., se nos olvidó una cosa: el último autobús salía a medianoche. Alicia se puso a pensar otra salida, pero no se le ocurría nada.
- Podríamos hacer autostop - dije convencido de que aceptaría la idea rápidamente.
- Pero eso es peligroso, no me convence mucho.
- ¡Pero fugarte ha sido tu idea! ¿Te has dado un golpe en la cabeza?
- No, pero tienes razón. Si queremos salir de aquí tenemos que hacerlo.
Cuando ya no aguantábamos más por el cansancio y sueño, un coche nos paró. Un chico bastante joven conducía el coche y nos llevó a donde le pedimos, o eso creíamos. En el viaje, nos quedamos dormidos y cuando nos despertamos, estábamos tirados en una carretera. No sabíamos dónde estábamos, no se apreciaba nada en la oscuridad, solo una especie de montaña a lo lejos.
- ¡Lo hemos conseguido! - dijo Noa.
Estábamos en la entrada del parque de atracciones que había al final de nuestra calle. Por fin estábamos en casa.
Al día siguiente llegaron nuestros padres, bastante decepcionados, seguramente por el trabajo. Se quedaron bastante asombrados al vernos en casa. Pero no les importó: estábamos todos listos para disfrutar de lo que quedaba del verano.
NAIA FERNÁNDEZ DE LARREA RUIZ
LA APLICACIÓN MÁGICA
Alejandra era una niña muy competitiva que siempre tenía que ser la mejor en todo: concursos de clase, competiciones... Y muchas veces tenía muchos enfados con sus amigas porque ella quería mandarles, quería ser la líder y tenía que ser el centro de atención, pero ella no estaba de acuerdo. Cada dos por tres les hacía preguntas como: ¿Qué notas habéis sacado? ¿A dónde os vais de vacaciones? ¿Qué os han regalado por Navidades? ¿Qué ropa os habéis comprado?... y ese tipo de preguntas, para hacerles rabiar cuando sabía que sus cosas eran mejores que las demás.
Un día en su móvil le apareció un anuncio de un juego que se llamaba Tamagotchi mágico. En el anuncio ponía: ¿Quieres ser la o el mejor en todo? Pues descárgate esta aplicación y lo serás. Alejandra, al ver este anuncio, se sintió identificada y fue directamente al Apple store y se la descargó. Cuando entró en la aplicación, vio que como portada ponía que tenía que empezar desde ese momento a cuidar al Tamagotchi cada día y tendría buena suerte, pero cada vez que consiguiera una meta, ella sabría lo que una de las personas que la rodeaban opinaba de ella. Y ella lo aceptó. Todos los días lo cuidaba y el Tamagotchi le daba la buena suerte. Cada día se enteraba de cosas que la gente decía sobre ella. Alejandra no se daba cuenta, pero estaba cada vez dejando más apartadas a sus amigas de siempre porque estaba muy enganchada a la aplicación. Los días pasaban y cada vez había más gente nueva interesada por ella porque era muy popular por sus notas, por cómo jugaba a baloncesto... Alejandra se dio cuenta de que cada vez estaba más tiempo con la gente que opinaba de ella que era una borde, pero que estaban con ella por su popularidad, en lugar de estar con sus amigas de siempre, que estaban muy tristes por ella. Hacían fiestas sin ella, iban al parque sin avisarla…
Un día llegó a casa, empezó a reflexionar y a pensar todo lo que había hecho y decidió que la mejor manera de que todo volviera a la normalidad sería desinstalarse el juego. Cuando intentó hacerlo, el juego no le daba esa opción y empezó a llorar, pero de repente Alejandra dio un brinco del susto que se llevó cuando sonó el despertador. Al cabo de unos minutos su madre llegó dando los buenos días y abriendo las persianas de su habitación luminosa. Cuando Alejandra se despertó estaba muy contenta porque se dio cuenta de que todo había sido un sueño. Y cuando llegó a su clase, toda su vida era normal y les dio un abrazo muy grande a sus amigas. Y desde ese momento se dio cuenta de que es más importante estar con gente que te quiere en vez de ser popular.
Abisai De la Vega Cotero
UN DÍA MI ABUELO
Un día mi abuelo, que tenía una gran cantidad de libros, me dijo que fuera a buscarlo a las cinco de la tarde a su biblioteca para que lo acompañara a hacer unas compras. Allí estaba yo a la hora señalada. Toqué a la puerta y oí una voz que parecía venir de muy lejos. Abrí y recorrí con la vista la biblioteca de mi abuelo. Allí no había nadie, pero la voz de mi abuelo me llegaba como si se encontrara a una gran distancia. Al momento supe que mi abuelo se había perdido en la historia de alguno de los miles de libros depositados en las numerosas estanterías. Por eso, al primer libro al que acudí a buscarlo fue a Los niños de Rusia, al capítulo en que se narran los difíciles momentos en que las familias se despiden de sus hijos. Recordé que él solía hablarme de cuando él, de pequeño, con tres o cuatro años, estaba en una plaza esperando a que llegara un tren que le llevaría a Rusia, pero justo antes de entrar, su madre le agarró del brazo y tiró de él para que no se fuera en el tren. Su madre decidió llevarlo al internado de Palencia, a él y a sus hermanos. Entonces tuvo que estar comiendo lentejas durante cinco años. Y cuando venía la gente para adoptar a niños, las monjas lo escondían porque decían que era demasiado bueno y que se portaba muy bien. Y mi abuelo me relató que para él lo peor no fue el frío ni comer todos los días lo mismo, sino no recibir los besos y los abrazos de una madre y de un padre. La madre tuvo que dejarle a él y a sus hermanos en el internado porque ella tenía que ir a vender carbón.
Pero en aquel libro no encontré a mi abuelo.
Vi que debajo de ese libro, había tres libros más. Miré en ellos. Me acordaba de que mi abuelo solía contarme más historias de su vida. Una tenía que ver con el título de unos de esos tres libros: La felicidad en el peor momento. Una vez, de pequeño, en la posguerra su familia no tenía mucho de dinero para comprar comida y solo tenían alubias, lentejas y algunas verduras para comer. Un día su padre, mientras llegaba de trabajar, vio que se acercaba un camión con un montón de sacos llenos de tabletas de chocolate negro y duro, y, cuando pasó el camión, su padre se dio cuenta de que se había caído un saco. Entonces cogió el saco y se lo llevó a casa. El padre le contó a la familia lo que había pasado y entonces la familia se puso muy contenta y empezaron a comer chocolate. Pero comieron tanto chocolate que pasaron la noche con dolor de tripas.
Pero en aquel libro no encontré a mi abuelo.
Recordé entonces que, cuando él tenía nueve años, debía ingeniárselas para conseguir comida, a veces también para los demás: solía ir a cuidar a un niño muy pequeño de uno o dos años. Él le cambiaba y le daba su merienda para que consiguiera un poco de dinero. Mi abuelo también solía vender algunos huevos que conseguía en una casa abandonada donde solían meterse las gallinas. Vi entonces un libro titulado El hambre.
Pero en aquel libro no encontré a mi abuelo.
Entonces supe dónde estaba mi abuelo. Lo encontré triste, pero sereno. Muchas veces se le perdía la mirada en el horizonte mientras me contaba que, cuando tenía cinco años, durante la Guerra civil, llamaron a la puerta de su casa y se llevaron a su padre. Y al de un tiempo lo mataron. Entonces vi el libro, Lo que perdimos en la guerra.
Por fin había encontrado a mi abuelo.
Se nos hizo tarde y nos fuimos a casa. Y al día siguiente me pidió que después del colegio, a las cinco, le acompañara a hacer unas compras para la biblioteca. Naturalmente, le respondí que sí, pero le pedí que, si se perdía de nuevo entre sus libros, me llevara con él.
Andere Garabieta Oribe
EL COLGANTE
Amaia y Josu tocaron el timbre una, dos, tres veces.
- Ya vale, chicos.
- Jope, es que aitite (`abuelo’ en euskera) es muy lento.
Amaia se rio por lo bajo. En ese mismo instante la puerta se abrió.
- ¡Aitite! - gritaron Amaia y Josu. Abrazaron a su aitite con fuerza.
- Bueno, tranquilos, ¡que me tiráis! Yo también me alegro de veros- rio aitite.
- Gracias por cuidarlos aita; mañana vengo a recogerlos. Ya han cenado.
- Bien, hija, gracias. Hasta mañana.
- ¡Agur!
Después de tomar un vaso con leche, los niños se fueron a la cama, pero no podían dormirse. Se movían y reían. Y no paraban.
- Venga, es la hora de dormir...
- ¡Aitite! Cuéntanos un cuento.
- ¡Sí, sí!
- Solo si luego os dormís.
- Hecho.
- Está bien, érase una vez...
“...Hace muchos años, en un pequeño pueblo había un niño de vuestra edad, de unos diez o doce años. Le encantaban las aventuras y explorar sitios nuevos. Un día, encontró una torre abandonada, pero en buen estado. Crecía madreselva en las paredes y preciosas flores coloridas decoraban las ventanas. Decidió adentrarse en la misteriosa fortaleza de piedra y a partir de entonces desaparecía horas y horas mientras pasaba el tiempo en aquel maravilloso lugar. Las paredes estaban recubiertas de cuadros polvorientos y los muebles eran sofisticados. Parecía la residencia de algún aristócrata del siglo XIX. Se veía que faltaban las alfombras, lámparas y la mayoría de los muebles, aunque los pocos que antes he mencionado, por alguna razón los dejaron allí. Era un lugar hermoso, donde el tiempo parecía pararse. Pero un día, mientras el niño recorría las habitaciones de la torre, escucho que los portalones se abrían.
- ¿Quién anda ahí?
- ¡Hola! - una niña de su edad apareció delante de él. Era muy guapa, su pelo era color castaño y sus ojos verdes como la hierba. Tenía pecas, una nariz chata y labios gruesos color carmín. Su vestido parecía caro, y nuestro protagonista pensó que pertenecía a alguna familia adinerada, pero la niña no le daba importancia.
- ¿Qué haces aquí? ¿Quién eres?
- Me llamo Maite y he visto esta torre y me pareció buena idea investigar para ver si podía rescatar a algún caballero.
- ¡Las mujeres no rescatan a caballeros, es al revés!
- ¿Y eso por qué? Las mujeres somos tan valerosas y fuertes como los hombres e igual de capaces de rescatar a cualquiera. Me da igual lo que digan los cuentos rosados de hadas, ¡Yo no necesito que me rescaten! - dijo indignada la niña- Es más, seguro que puedo rescatarte a ti.
- ¿A mí?
- Sí, a ti. ¿Cómo te llamas?
- Jon
A partir de entonces, se hicieron íntimos amigos. Los años pasaron, y Maite y Jon se hicieron mayores. Poco a poco Jon se percató de que lo que sentía hacia Maite era algo más que amistad: se había enamorado. Al parecer, el sentimiento era mutuo y empezaron a salir juntos. Decidieron hacer un pacto de sangre.”
- ¿Qué es eso aitite?
- Dos personas se hacen un corte en la mano, las juntan y hacen una promesa.
- ¡Qué asco! Eso es antihigiénico.
- Ay, chico, es simbólico.
- Continúa, aitite.
“Al de unos años se casaron y tuvieron una hija juntos. Era preciosa, tenía la belleza de su madre y era graciosa y curiosa como su padre. Cuando la niña no tenía más de trece años, Maite cayó en una grave enfermedad que la dejó muy débil. Los médicos no le dieron muchas semanas. Jon estaba devastado y no se separó ni un solo día de su lecho.
- Escúchame, Jon- le dijo un día Maite- no me queda mucho tiempo...
- No digas eso, por favor, no digas eso.
- Tarde o temprano pasará, cariño, y tenéis que estar preparados. Prométeme que cuidaras de nuestra hija.
- Lo juro- dijo entre sollozos Jon- No me dejes, Maite, por favor, eres mi mundo, no sé qué haría sin ti. Sin ti, lo pierdo todo.
- No, Jon, no, tienes una hija preciosa por la que merece la pena luchar, por la que tendrás que pasar una vida sin mí.
- Te quiero.
- Y yo a ti, pero nunca me voy a ir del todo, siempre estaré en vuestra memoria y aquí- Maite extrajo del bolsillo del camisón un colgante, en el que había una foto donde salían los tres: Maite, Jon y su hija-Siempre que me necesites, siempre que notes mi ausencia, estaré en ese colgante con vosotros, al lado de tu corazón y lo único que tienes que hacer es llamarme, y yo te rescataré. Maite dibujó una última sonrisa antes de morir. Y murió tranquila, sin dolor, con un último ápice de felicidad en la comisura de los labios y con los recuerdos de su familia en su corazón. Jon y su hija lloraron abrazados amargamente toda la noche. Jon sintió un dolor que no había sentido en su vida: no era un dolor físico, era un dolor profundo que llegaba a lo más hondo de su ser. Había perdido a su mujer, a la persona que más había amado en toda su vida. Había perdido a su mundo, su felicidad, sus ganas de vivir. Sin ella no era nada, no era nadie. Se sentía débil, solo. ¿Qué sentido tenía la vida sin el amor de la suya? ¿Cómo era posible, que algo tan preciado le fuera arrebatado de aquella manera? Lo único por lo que sentía la necesidad de seguir en este mundo era su hija. Con el tiempo, Jon aprendió a convivir con aquel dolor, aunque nunca desapareciera del todo. Jamás volvió a casarse, ni a tener pareja. Su hija creció y Jon se dio cuenta de que Maite estaba en lo cierto: no se había ido del todo, cada vez que el orgulloso padre miraba a su hija, se daba cuenta de que era el vivo retrato de su madre. Su hija pronto tuvo dos preciosos hijos, que trajeron la luz a la vida de nuestro protagonista otra vez. Y siempre guardó el collar de su amada colgado del cuello, al lado del su corazón. Fin”
- ¿Es esta historia real, aitite?
- Todas las historias tienen algo que es verdad en ellas ¿no? - dijo aitite y cogió el colgante que colgaba de su cuello y lo estrechó entre sus manos.
Anne Sanz Sáenz de Tejada
LOS NIÑOS PERDIDOS.
Érase una vez una niña llamada Laura que iba a una escuela llamada American School of America. Su familia había pasado por esa escuela desde hacía 500 años. Un extraño día, Laura creyó ver, cada vez que pasaba por un pasillo del colegio o cuando estaba en la clase de inglés, que se movía la cruz de la pared hacia un lado. La profesora de inglés les contó que hacía muchos años, una poderosa monja llamada Grito vivió allí
Era una monja de pelo largo, rizado y marrón; con una verruga en la nariz; un solo ojo y una boca que nunca estaba feliz. A Laura se le ocurrió contárselo a Natalia, Daniel y Urko; sus amigos. Laura estaba muy asustada. Laura empezó a contarles lo que sabía, pero de repente se fijó en que por una ventana de la escuela pasaba una monja con pelo largo, rizado y marrón; una nariz con una verruga; un solo ojo y una boca que nunca estaba feliz. Laura corrió hacia donde los profesores para avisarles, pero en cuanto llegó, los profesores desaparecieron. Laura volvió hacia donde sus amigos, pero también estos se habían esfumado. Decidió marcharse a casa y esperar al día siguiente.
Un nuevo día. Laura se encontraba muy nerviosa y muy preocupada. Sus amigos habían aparecido, aunque ninguno tenía idea de que hubiera desaparecido. Laura deja el tema y les comenta que tiene un plan: el día de Halloween irán a la escuela y averiguarán cuál es el misterio de la monja. Llegado el día, entran por una ventana, pero la monja ya les está esperando. Todo en el pasillo adquiere movimiento. Los amigos tiritan de miedo.
Deciden que son un equipo y que todo tiene que salirles bien. Nada más entrar encuentran en el suelo un papel que dice: Si la verdad quieres hallar, la llave deberás buscar. Laura rápidamente se fijó en que la cruz del pasillo tenía forma de llave. La descolgaron entre todos y se dirigieron hacia el fondo del corredor. Este terminaba en una pared sobre la que se apoyaba un armario extraño. Llave y cerradura. Lo abrieron y vieron que dentro solo había un cordón del que pendía una llave de verdad junto con un nuevo papel: Alguien la llave deberá morder y. con la sangre que escupa, a la monja mataréis. Laura se prestó voluntaria para llevarlo a cabo. Y lo consiguió. Lo último que leyeron cuando su aventura terminó fue: Fin de esta historia. Habéis conseguido en este videojuego el premio al trabajo en equipo.
Dugen Bastidas Pérez
MIS NAVIDADES Y MIS REGALOS
Hola, me llamo Malik tengo doce años. Me encantan leer libros, ¡Me encanta! También me gustan los libros basados en hechos reales y los cuentos. He leído tantos... Pero los que más me gustan son los libros donde el ambiente está basado en la Navidad. ¡La Navidad es increíble! En Navidad, toda la familia se reúne: niños, tíos, primos abuelos amigos, etc... La Navidad es algo que nos une. Incluso en medio de una guerra, en Navidad, los combatientes se reunieron, comieron, rieron e incluso hicieron un hito histórico, un partido de fútbol. Ahora, esa Navidad es recordada como la tregua de la Navidad.
Siempre, después de leer esos cuentos y libros, recapacito y reflexionó. ¿Por qué yo no puedo celebrar la Navidad junto a mi familia, por qué? Para mí, la Navidad es poder reunirme con la poca familia que me queda. ¿Y mis regalos? Un regalo para mi es un día más de vida, poder encontrar algo de comida y que no bombardeen mi refugio. Lo que no entiendo es por qué hay gente que se merece tantos regalos: bicicletas, videojuegos, teléfonos móviles, televisores… ¿por qué? ¿Por qué yo no puedo tener tantos regalos, por qué no puedo salir a la calle con mis amigos? Mi bicicleta son mis piernas, mi videojuego es tirar piedras a latas que hay por el suelo de mi refugio, mi teléfono móvil es mi boca, mi televisor son unos libros. Siempre estoy aquí esperando a que alguien nos ayude o a que el sonido que emiten los aviones y las explosiones paren.
Pero solo os he contado lo que es una Navidad para mí. Ahora os contaré las Navidades de mis amigos. Mi amigo Muhammad se pasa las Navidades en un bote hinchable sin rumbo. Se pasa todos los días esperando llegar a tierra. Un regalo para él es no pasar hambre. Mi amigo Kike se las pasa en un hospital. Él, como la mayoría de niños de su pueblo, sufre de desnutrición. Sus regalos son un día más con comida. No sé por qué nosotros nos merecemos esto, ¿por qué yo, pero no tú? Espero que, después de leer esto, cambies.
Irune Salcedo Roque
La firma escondida
Retrocedamos al 21 de noviembre del año 1991. En un pueblo de Río de Janeiro, vivía un hombre llamado Richy Anderson. Puede que la palabra “vivir” no definiera muy bien lo que a Richy le pasaba. Richy era un ex-marinero, y su casa consistía en una cama de cartón en el borde de un portal y una almohada, que en verdad era su mochila con sus pertenencias: su monedero, su libro, y una foto de él con su familia: su mujer y sus dos hijas, las que le habían abandonado hacía cuatro años.
Richy escuchaba diariamente circular a los coches y veía grupos de personas pasar sin dirigirle la mirada, como si él no estuviera ahí, como si fuera un fantasma. Pero un día, notó que todo había cambiado en un solo segundo. Ni oía el ruido de los coches ni veía pasar personas. ¡No había nadie!
Fue en ese preciso momento cuando Richy miró hacia arriba y vio un ser gigante con alas y una boca inmensa. El ser le dijo a Richy:
-Hola, soy Valery Guggenheim y estoy aquí para mejorar tu vida. Solo tienes que subirte a mí. Lo demás será cosa mía.
Aterrizó suavemente
-Va...Va...Vale, Sup...Supongo - dijo Richy petrificado. Agarró su mochila y se subió encima de Valery.
Valery despegó.
Por el camino, Valery fue haciéndole preguntas a Richy, y él fue respondiendo a todas con normalidad hasta que se acostumbró. Sí, se acostumbró a estar volando encima de un supuesto dragón mientras le hacía preguntas personales. Richy decidió hacerle una pregunta:
-Por cierto, señora Guggenheim...
-Por favor, llámame Valery.
- Está bien, Valery, ¿a dónde vamos Valery? - inquirió Richy ilusionado.
-A un pueblo de España no muy conocido - respondió Valery.
-Está bien, gracias.
Cruzaron todo el mar Atlántico en tan solo una hora, y Richy se quedó dormido.
Cuando llegaron al pueblo, Valery despertó a Richy:
-Richy, Richy levanta, hemos llegado.
Richy se levantó y vio que un cartel enorme: BIENVENIDO A BILBAO. DISFRUTE DE SU ESTANCIA.
-Bilbao... ¡Que nombre tan...tan...exótico! - exclamó Richy.
Valery sonrió.
Fueron caminando por las vacías calles de Bilbao y llegaron a una plaza.
-Me has dicho antes que eres un ex-marinero y que mantienes una pasión enorme por los barcos, ¿verdad? - pregunto Valery a Richy.
-Sí, es cierto, tengo una pasión enorme por los barcos y los museos de arte, ya que lo estudié en la universidad. Recuerdo que también quería ser arquitecto, diseñar edificios, torres, cosas de ese estilo con formas extrañas. Ese siempre fue mi sueño.
-Bueno, pues creo que puedo hacer tu sueño realidad.
-¿En serio?
-En serio, -Valery le dio un papel y un lápiz a Richy y le dijo:
-Dibuja el museo de tus sueños.
-Está bien - respondió Richy.
Dibujo un barco, un barco precioso que, al mirarlo a simple vista, ni se sabía lo que era, Ya que no tenía colores, el dibujo quedó realizado a lápiz, en un gris oscuro.
-Creo que ya está - dijo Richy -. Bueno, espera - giró el papel y firmó su obra de arte -. Ahora sí.
Valery agarró el papel utilizando el dedo pulgar y el dedo índice.
- Adiós, Richy.
- ¡Espera! – gritó Richy y le dio un abrazo.
Valery sonrió y después chasceo los dedos, y una estela de luz salió hacia lo alto. Richy se quedó mirándola y cuando bajo la mirada vio un barco gris oscuro en medio de la plaza y miles de personas había alrededor del barco, y alrededor de él, decenas de periodistas haciéndole preguntas.
Una fue la que más le llamo la atención:
- ¿Qué nombre le pondrá a su museo, señor Anderson?
Eso le recordó a Valery y dijo:
-Por favor, llamadme Richy, y el nombre del museo será Guggenheim; sí, ese será su nombre - añadió satisfecho.
Su sueño se había hecho realidad por fin, y el único recuerdo que tenía de su gran amiga era su lápiz de color negro. Supo que nunca lo tiraría.
Richy tenía una duda, ¿cómo volvería a su casa? Fue en ese preciso instante en el que dos niñas gemelas vinieron corriendo a donde él gritando:
- ¡Papá, papá!
Y detrás de las niñas venía una mujer muy guapa, con un vestido blanco, y un gorro de paja, de unos cinco años más joven que él:
-Cariño, tenemos que irnos a casa ya, se está haciendo tarde y las niñas mañana tienen colegio.
Richy pensó que eran demasiadas cosas extrañas a la vez y lo primero que dijo fue:
-I..Ir...ye...yendo, ahora voy yo. - los nervios no le dejaban hablar a Richy. Él pensó que esas tres personas le resultaban conocidas, y cuando fue a coger su mochila, vio una maleta pequeña reemplazando su sucia mochila. En la maleta ponía: PRADA ORIGINAL.
- ¡Wow, Prada! - pensó. Se aseguró de que las cosas que tenía dentro eran las mismas, y sí, eran las mismas que solía llevar en su mochila. Cogió la foto de su familia y.… ¡Eran las mismas personas! Fue como si todo cambiara de repente. Richy se alegró mucho y fue corriendo a alcanzar a su nueva o antigua familia, ya que no sabía dónde vivía. Se fue con ellos a casa y todos los 21 de noviembre rezaba al lápiz que le había dado Valery para que algún día se reencontrara con ella.
Richy comenzó su vida normal, y hoy en día, él ya tiene 89 años. Su mujer falleció el año 2008 a causa de un cáncer de pulmón, y, aunque ya fuera muy mayor, seguía rezando para reencontrarse con Valery, y quién sabe, puede que aún se reencuentren. Pero el siempre que pasaba por la plaza donde se encontraba el inmenso barco, sentía la presencia de Valery, como si, aunque no se vieran, se sintieran.
Hoy en día, el museo Guggenheim sigue en pie, justo donde lo pusieron, y como Richy firmó en la parte inferior del plano, ahora mismo y en estos momentos, su firma se encuentra debajo de este museo, y aunque es imposible de ver, Richy siempre recordará que, aunque muera, una parte de él seguirá en esa plaza. Una parte de Richy Anderson y una parte de Valery Guggenheim.
Nora Gómez Tosantos
NO HAGAS QUE VAYA A MÁS
Me encontraba en las profundidades del océano. A causa de mi pesado caparazón, nadaba a un ritmo no muy veloz. Me junté con mi grupo y estuvimos un buen rato en busca de presas fáciles de engañar.
Mientras nadaba, noté que algo me rodeaba el cuello. No sabía exactamente lo que era, pero parecía de color blanco tirando a sucio. Al principio, no le di mucha importancia y seguí nadando, pero cada vez lo notaba más prieto y me empecé a agobiar. Les describí a mis amigos la angustia que sentía y ellos intentaron ayudarme tratando de romper con las patas traseras el extraño trozo blanco. Pero no sirvió de gran ayuda porque seguía apretándome.
Me vi obligado a parar porque me empezaba a costar respirar. Poco a poco la molestia aumentaba, convirtiéndose así en un dolor intenso. Ya no podía aguantar más cuando de pronto, me desperté. Mi cuerpo estaba empapado de arriba abajo, lleno de sudor. Como raramente me solía pasar, me empecé a acordar del sueño; más bien de la pesadilla. Me venían diferentes escenas: mar, tortugas, angustia. Me sentía muy mal y me di cuenta de cómo se sentían los animales en esas circunstancias. Por eso, ese mismo día ya tenía pensado el plan adecuado.
Desayuné, me puse algo cómodo, me preparé y salí de casa hacia el coche. Me esperaban veinticinco minutos de viaje para llegar a la playa más cercana. Iba con cinco bolsas de basura ya que mi intención era recoger la mayor cantidad de plástico posible. Cuando llegué, me percaté de toda la basura que había en la playa. Pasé tres horas recogiendo todo lo que pude. Ese día, de despertarme con una pesadilla pasé a sentirme muy orgullosa de mí misma.
Paula Olaeta Gabicagogeascoa
UN DÍA EN LA ORILLA DEL MAR
Esta es una historia de una familia humilde que se desarrolla en la costa. José, el abuelo, vivía junto a Carmen, su esposa, en un pueblo costero del norte. La nieta, llamada Ana, estaba con ellos porque sus padres se habían marchado a América a trabajar ya que eran pobres. Los abuelos se dedicaban a cultivar sus tierras para poder comer y vender esos productos.
Un día, Ana, aburrida, se marchó a pasear hasta llegar a una zona rocosa al lado del mar. De repente, vio un montón de moluscos que se podían coger con facilidad y que, además de servir para comer, podrían venderse para ganar un poco de dinero. Salió de allí corriendo entre piedras hasta llegar a casa de sus abuelos y les contó todo lo maravilloso que había visto en aquella zona rocosa.
A la mañana siguiente, Ana y su abuelo desayunaron para coger fuerzas y cogieron todo lo necesario: unas buenas botas para no resbalar y algunas herramientas por si acaso. Llegaron hasta la orilla del mar, pero no se dieron cuenta de que la marea seguía subiendo. Mientras tanto, siguieron recogiendo todos los moluscos en sus grandes cestas. De repente, una gigantesca ola tapó al abuelo y este desapareció. Ana tiró la bolsa y se puso muy nerviosa. No sabía qué hacer, pero pensó una solución rápida: ir a pedir ayuda. Salió corriendo y se dirigió hacia el pueblo. Avisó a un montón de gente para intentar ayudar a José, pero no lo veían.
Pasaron horas y horas, y Ana no aguantaba más. Se echó al agua y empezó a nadar. Nadó y nadó hasta que escuchó su nombre. Ana salió del agua y le dijo a todo el mundo que su abuelo estaba cerca de una roca. Pusieron en marcha un barco porque José estaba en un lugar muy peligroso: podía ser arrojado por el mar contra las rocas, pero unos minutos más tarde consiguió ser rescatado. El abuelo estaba inconsciente y tuvieron que llamar a una ambulancia. En el hospital le dijeron que solo había sido un susto y que se iba a ir a la tarde a casa.
Cuando llegó a su hogar, le contaron todo lo ocurrido a la abuela y también le dijeron que habían perdido la cesta de los moluscos. Cuando escuchó todo esto, la abuela se empezó a reír y les dijo que las cestas las tenía ella porque las había traído un vecino del pueblo.
Al final, vendieron los moluscos y con el dinero que sacaron celebraron una gran fiesta con la gente del pueblo. Todos se lo pasaron muy bien y cuando se terminó la fiesta, Ana volvió a juntarse con sus padres. Gracias al dinero que les había ofrecido el mar, pudieron celebrar una gran fiesta, comprar comida para vivir mucho mejor y, lo más importante, para salir de la pobreza.
Uxue Capel Ortueta
LA MIRADA SECRETA
Se oyó un ruido, fui a mirar a ver qué era y no había nada, absolutamente nada. Pensé que podría haber sido una ráfaga de viento o algo parecido y no le di importancia. Decidí volver a hacer lo que estaba haciendo, que era pintar un gato con una mirada secreta.
Luego empecé a tener miedo porque se oyó el mismo ruido en el mismo sitio. Pero al ir a ver que había, vi que todo seguía igual, excepto que había un gato, un gato igual que el que yo estaba dibujando, es decir, un gato con una mirada secreta.
Me salí al jardín a pensar que todo era mentira y me relajé... hasta que.... me apareció otro gato exactamente igual que el de antes. Empezó a repetirse sucesivamente y me asusté mucho.
Allí es cuando decidí llamar a mi amiga Sara, que vive enfrente, pero no me cogió, y al momento, a través de la ventana, me percaté de que mi amiga Sara estaba acariciando a un gato con una mirada secreta, que me señalaba.
Siempre era el mismo gato, los mismos gatos, que llegaron a invadir el jardín: marrones, peludos, muy peludos y con su mirada secreta dirigida hacia mí.
Decidí entrar a casa y tirar el dibujo, que se estaba haciendo realidad, a ver si conseguía algo… y.… de repente todos los gatos desaparecieron. Sara tampoco ya estaba allí, en su ventana. La llamé de nuevo para contarle todo y que viniese a casa. Al otro lado del teléfono solo oí un quejumbroso maullido.
Ane Imaz Arieta-Araunabeña
Los lápices y los bolígrafos.
Lucía era una niña de diez años que estaba acabando el curso de quinto de Primaria, pero todavía le faltaban unos cuantos días para finalizarlo. Vivía en un pueblecito pequeño e iba a un colegio pequeño: en su clase solo había ocho personas contando a la profesora. Hace mucho, al empezar el curso, se fue con su madre de compras para la vuelta al cole. A ella le gustaron unos bolígrafos BIC porque los veía especiales y se lo dijo a su madre, pero se dio cuenta de que también necesitaba unos lápices STAEDTLER y estuvo buscando hasta que encontró los especiales para ella y los compró junto con los bolígrafos y algunas cosas más. Ella los guardaba muy ordenaditos en su estuche enorme para que durmieran bien, como ella decía. Y fue avanzando el curso entre pitos y flautas.
Los lápices y los bolígrafos vivían tranquilamente en sus estuches. Algunos estaban en manos de Lucía y otros estaban descansando en el estuche. Durante el curso, los lápices y los bolígrafos se habían ido llevando de mal en peor, así que, en el estuche, hicieron dos pueblitos pequeños, uno para los lápices y otro para los bolígrafos. Los bolígrafos, por una parte, estaban descansando en sus casas y algunos estaban en la fábrica reponiendo la tinta azul, verde, negra, roja... En cambio, los lápices de la otra parte del estuche gigante estaban descansando, y otros, a su vez, en la fábrica afilando la punta. Todos hacían esto por Lucía, para que los lápices o los bolígrafos fueran los favoritos de ella.
Como se llevaban mal, hicieron una apuesta: al primero que cogiera Lucía el siguiente día a primera hora, ganaría la mitad del otro pueblo (por ejemplo, si los bolis ganaban, se quedaban con la mitad del pueblo de los lápices). Pero no se dieron cuenta de que, dependiendo de la asignatura, Lucía tenía que utilizar boli o lápiz.
El siguiente día, Lucía a primera hora tenía Lengua Castellana, así que los bolis serían los ganadores de la apuesta y de la mitad del pueblo opuesto. Cuando Lucía iba abriendo el estuche, estaba por coger un boli, pero, de repente, se oyó una voz que decía que no tenían Lengua Castellana, sino Matemáticas, que había habido un error en los horarios. Cuando iba a coger el lápiz para Matemáticas, de repente, sonó el timbre del simulacro, -en su colegio hacían simulacros cada mes para saber lo que había que hacer en el caso de haber fuego-, y aunque no hubo fuego, Lucía llevó sus lápices y sus bolis en las manos, por si acaso.
Allí los habitantes de su estuche se dieron cuenta de que Lucía quería por igual a los lápices y a los bolígrafos. Así que nadie ganó la apuesta y Lucía quiso a los lápices y a los bolis igual que a sus padres, es decir, muchísimo. Al final, nadie se adueñó de la mitad del pueblo opuesto, ni nada de eso, sino que todos compartieron el estuche entero para vivir mejor y en paz.
Nerea Gorbeña Garay
El ladrón de los cinco continentes
Cuando llegó la década de los setenta, se conoció en todo el mundo a un hombre llamado “El Ladrón”. Aunque parezca un apodo simple, pensadlo, no era conocido como el ladrón de diamantes, el ladrón del oro... Se le conocía por ese nombre ya que robaba cualquier cosa, desde archivos del gobierno de Estados Unidos hasta el oro que se conseguía en Sudamérica.
Hasta el día de hoy, nadie nunca ha sabido su verdadero nombre; lo único que se sabe de él es que era hijo de otro gran ladrón de los años cuarenta conocido como Boston. Nada más. Se hizo famoso en el año 1974 cuando robó el banco de Washington. Tuvo suerte y todo le salió bien. Con la seguridad de que todos los robos le saldrían bien, se recorrió Estados Unidos robando diamantes, oro y todo tipo de cosas relucientes. Alguna vez, simplemente por seguir con su lema de “Es necesario robar lo que a otros les parece indispensable”, se apoderaba hasta de las cartas de póker de los casinos. Durante dieciséis años se dedicó a robar todo tipo de cosas.
Año 2002. El Ladrón volvió a la carga con la idea de retirarse, pero antes de eso, pensó robar el banco más valioso de cada continente. En cada continente buscaba a los ocho mejores ladrones y los reunía en un café cuatro meses antes para organizar paso a paso el atraco. No tuvo ningún problema en todos los robos, si no tenemos en cuenta el banco de Europa. Los robos eran característicos porque los cinco comenzaron el 24 de mayo de los años correspondientes.
Como los demás sucesos, comenzaban el 24 de mayo haciéndose pasar por obreros, ya que, en el banco de Londres, estaban haciendo reformas en varias de las cajas fuertes. Para que nadie sospechara, los nueve atracadores no entraron el 24 como aprendices: empezaron en febrero y cada tiempo se incorporaba otro haciéndose pasar por aprendiz. Cuando llegó el viernes del atraco, llevaron a todos los trabajadores a una sala y los mantuvieron en ese lugar durante todo el atraco, el cual se estimaba que durase alrededor de seis horas. Como aquella vez las cajas fuertes estaban siendo reformadas, sustrajeron todos los archivos y el dinero. Aunque fue un fallo de principiante, a los atracadores se les olvidó quitarles los teléfonos móviles a los retenidos y estos pudieron contactar con el exterior, consiguiendo así que la policía y Scotland Yard estuviesen al tanto de todo. Julia, una miembro importante de la banda, se percató de las sirenas de la policía y avisó a los demás.
Una hora después, toda la prensa y los periodistas estaban esperando algún tipo de noticia en el exterior del Bank Of England. El tiempo pasaba y en el banco nadie sabía qué hacer: estaban dudando entre salir y rendirse (la cual era una idea que no consideraban) o quedarse y negociar de alguna manera con la policía. Mireya tuvo una gran idea: salir mediante un túnel que excavarían ellos mismos lo más rápido posible. Estuvieron diez horas trabajando en turnos de dos horas y media, y así todos tendrían el mismo tiempo de trabajo. El primer turno lo hicieron, El Ladrón, Amaia, Julia, Ana y Marta. El segundo turno lo cumplieron Mireya, Natalia, Alba, Noelia y Aitana y después el grupo uno, el grupo dos... Cuando terminaron aparecieron en un local: para su suerte, estaba completamente vacío.
Al final, Scotland Yard entró al edificio. Al ver que no estaban allí los ladrones, los persiguieron por su túnel. Este era subterráneo y estaba lleno de barro. Sobre este se veían huellas de botas, y en eso fue en lo que se fijó la policía. La banda fue lista y todos se cambiaron de calzado. No los cogieron en aquel año, pero quince años más tarde cogieron a El Ladrón. A la prensa le gustó mucho aquel acontecimiento y por eso todas, absolutamente todas las cadenas televisivas celebraron que el mejor ladrón jamás conocido había sido capturado.
Este, siempre iba con un pasamontañas y nadie le había visto la cara. Cuándo se lo quitaron, todo el mundo comprendió que a El Ladrón deberían haberle llamado La Ladrona desde hacía mucho tiempo. Antes de que la metieran en la cárcel, pronunció las siguientes palabras: Sé que he jugado bien durante estos años escondiéndome entre las sombras para que nadie supiese cuál era mi verdadera identidad, y, para quien le interese, me llamo Miriam Gómez, y sí, soy mujer y todas mis compañeras de los robos han sido mujeres. ¿Habéis visto qué bien lo hacemos? Simplemente lo he hecho porque ya sabía que este momento llegaría un día u otro. Quería deciros, que los robos los llevaba a cabo simplemente porque a la gente le encanta el papel que se usa para comprar, es decir el dinero, y me parecía que todo el mundo estaba más interesado en eso que en otra cosa. La segunda cosa es que las mujeres no necesitamos a ningún hombre en nuestra vida para hacer frente a las cosas, así que... ¡TODOS SOMOS IGUALES!
Alaitz Alonso Usabiaga, 1.C
I.B.O.
¿Alguna vez has pensado en la existencia de los extraterrestres? Déjate llevar con esta historia hasta 1974, cinco años después de la primera nave tripulada a La Luna. La misión de Apollo 11 Repair no era otra que reparar el satélite espacial Moon 04 que había caído tan sólo unos días antes en la cara oscura de la Luna. Una misión complicada, pero nuestros tres valientes aeronautas estaban preparados para afrontar cualquier complicación que se les pusiera por delante. No obstante, si hubieran llegado a saber lo que de verdad les depararía ese viaje, jamás se habrían subido a aquel cohete.
Lunes, 15 de mayo de 1974. Todos los trabajadores de la NASA aplaudían eufóricos. La nave había despegado correctamente. Ahora se dirigía hacia la Luna, el gran satélite de la Tierra. Pero, de pronto, saltó la alarma en el GRE, el Gran Radar Espacial. Un objeto de unos diez metros de diámetro se aproximaba amenazando con colisionar contra Apollo 11 Repair. Se trataba de una roca espacial que se había desviado de la órbita de Saturno y sus anillos, formados principalmente de trozos de hielo y roca de todos los tamaños.
La alarma sonaba repetidamente y los tripulantes estaban atemorizados. El asteroide chocó súbitamente, haciendo un profundo agujero en un depósito de gasolina, de modo que ahora el combustible se escaparía a no ser que alguien lo clausurara. Por otro lado, el cohete se había desviado de su ruta, y resultaba totalmente imposible retomar el contacto con la NASA, ya que la antena de comunicación del cohete se había averiado. Reanudar el rumbo era inviable, porque la gasolina restante iba disminuyendo en grandes cantidades y el impacto había lanzado la nave a más de un millón de kilómetros de distancia.
Entonces uno de los astronautas alzó la voz, titubeante, y sugirió aterrizar en el planeta más cercano antes de quedarse deambulando por el espacio. El resto asintió, y se prepararon para un aterrizaje de emergencia. Así pues, con un gran esfuerzo, al fin consiguieron tomar tierra. Sin embargo, ignoraban dónde habían aterrizado: no aparecía en los mapas.
Lunes, 15 de mayo de 1975. Había transcurrido un año entero desde la malograda misión de Apollo 11 Repair. La NASA estaba completamente en silencio. Todos los empleados guardaban un mutismo absoluto por respeto a los tres fallecidos de aquella misión. Pero estaban equivocados. Desde que llegaron al planeta desconocido, los tres astronautas trabajaban incesantemente. Resulta que, afortunadamente, las condiciones de ese planeta eran óptimas, lo que permitía que se pudieran plantar semillas que, a causa de la presión atmosférica adquirida en ese extraño planeta, crecían de manera precipitada. Los astronautas eran ingenieros, unos técnicos de primera. Aprovechando las piezas de Apollo 11 Repair, montaron un sistema de comunicación con el cual poder mandar señales a la tierra. Desgraciadamente, los humanos captaron señales ajenas, pero no alcanzaron a identificarlas.
Por el contrario, en la misma fecha, los alienígenas del planeta Nera convocaron una reunión de comité de crisis: habían captado señales provenientes del planeta deshabitado I.B.O.
Beñat Knörr Mardaras
El verano de mi vida
Siempre he sido un niño diferente, por decir algo. La verdad es que daba por saco. Nunca he tenido más de dos amigos, y casi nunca salía a la calle porque no me atrevía a salir de mi zona de confort (nunca me ha gustado el frío… jeje), vamos que no arriesgaba nada. Me resultaba mucho más fácil quedarme en casa leyendo. Siempre fui el niño que pasaba las horas del recreo sólo en las escaleras del patio con un libro. Los libros me protegían del resto del mundo, conseguían que tuviera un mundo interior muy enriquecedor. Obviamente sacaba muy buenas notas, se me daba bien, me gustaba y no tenía muchas distracciones. No me pasaba la tarde enganchado al móvil como el resto de mis compañeros. Siempre había algo que consultar en internet, pero nada que me distrajera de mis estudios.
No era capaz de dar un paso al frente yo sólo. Viéndolo hoy en día me da una pena terrible. No te voy a decir que era infeliz, pero tampoco sé hasta qué punto era feliz. Supongo que me conformaba con mi situación, no veía que hubiera otra posibilidad. Hasta ahora, siempre he pensado que no me hacían falta los amigos, pero este verano he empezado a pensar de manera diferente.
Nunca he sufrido bullying, y menuda suerte, supongo que ha sido suerte, ¿no? Porque no sé si raro, pero diferente era un rato. Y esa diferencia suele ser la que se convierte en objeto de burla para todos. Así que he de decir, en favor de mis compañeros, que siempre han sido super respetuosos conmigo. Lamentablemente, tampoco he podido presumir de tener muchos amigos. Nunca tenía, precisamente, cinco cumpleaños al mes, y tampoco celebraba el mío con nadie. Celebrarlo en casa con mi familia era más que suficiente, y era así porque mi madre insistía siempre en hacer una merienda cena especial para los de casa. Ella dice que hay que celebrarlo todo y, hoy en día, lo pienso y me encanta la idea. No te puedes imaginar lo que ha cambiado mi forma de vivir y de ver la vida.
Espera, que me tengo que presentar soy Jon, tengo doce años y acabo de pasar a primero de la ESO. Bueno, sigo con mi historia. El verano pasado lo pasé -como cada verano de mi vida- haciendo castillos de arena con mi amigo Xabi. Este era hijo de unos amigos de mis padres; así que estábamos destinados a ser amigos, por lo menos en verano, ya que veraneábamos en el mismo sitio. Xabi, el verano pasado, empezó a juntarse a una cuadrilla de niños que también veraneaban en Lekeitio y que conocíamos de toda la vida. Simplemente, nunca habíamos tenido trato con ellos. Eran de nuestra edad y eran muchos.
Una noche Xabi y yo fuimos invitados por las madres de los nuevos amigos de Xabi a cenar; supongo que por educación me invitaron a mí también. En el momento en que Xabi me lo comentó, mi respuesta fue rotundamente no. Solo de pensar en sentarme en una mesa con un montón de gente que apenas conocía, me parecía un suicidio. Prefería estar en casa “aburrido”, pero tenía muy claro que pasar por ese mal trago, ni de coña. Incluso, me acuerdo oír a mi madre pidiendo por favor que no insistieran más, que era peor. ¿Te imaginas que invitan a una cena a un montón de niños, aunque no los conozcas, y dices que no? Pues sí, era un planazo, ¿en qué estaba pensando?
Me acuerdo de que mis padres también formaban parte del plan, a ellos les parecía bien que me quedara en casa, pensaban que así también podía ser feliz. El curso pasado fue algo mejor, hice mis primeros comentarios irónicos en clase. Y la gente se rio, se dieron cuenta de que Jon podía ser uno más de clase, así que muy poco a poco fui haciéndome un sitio en el grupo. Pero el salto al vacío llegó en Lekeitio, tenía que aprovechar que Xabi tenía un montón de nuevos amigos. Era mi gran oportunidad. Así que con un impulso infinito desde el primer día de verano me puse la camiseta, las zapatillas, los vaqueros y salí a triunfar. Algún día tendría que aprender a dar un paso más hacia adelante, al “Nuevo mundo”, a enfrentarme a mis miedos, a madurar y ese día había llegado.
Hoy es el último día de verano, y ya no soy solo Jon: soy una mejora de Jon, soy “Jon3”. No te puedes imaginar lo que he disfrutado, lo que he exprimido los días. Y he podido aprovecharme de mis padres diciéndoles que, por favor, ahora no me podían cortar las alas. Y no lo han hecho, están orgullosos de mí y han dejado de tener miedo. Así que he hecho todo y más, teniendo en cuenta que tenemos doce años, claro. Sigo siendo el mismo de siempre, pero ahora dejo que la gente me vea como soy. Y es una sensación alucinante, a la gente le gusto como soy.
En la vida me ha ido bastante bien; ahora tengo 87 años y celebro cada día aquel momento en el que decidí cambiar y ser “Jon”. Básicamente, salí de mi zona de confort y saqué todo lo que llevaba dentro. Por cierto, cada verano fue mejor todavía que el anterior; así que imagínate…
Beñat Subinas Villanueva
EL HUÉRFANO
En los comienzos de un caluroso verano, había una vez un niño huérfano al que no le gustaba nada dormir porque pensaba que si dormía mucho moriría como sus padres, de un ataque al corazón. Eso fue lo que les había ocurrido a los dos, pero no el mismo día.
Ahora vivía en casa de sus abuelos y era querido. El niño era muy trabajador por lo que sus abuelos le dejaban hacer lo que quisiera. Él se dormía siempre a las dos y se despertaba a las siete para que no le pasara lo que les había ocurrido a sus padres. Sus abuelos eran compasivos por lo que siempre le dejaban irse a la cama muy tarde. Él era feliz, y sus abuelos también: si el niño era feliz, ellos también lo eran.
Vivió así durante dos años, pero un día, en casa de un amigo, se durmió como siempre a las dos, pero cuando se despertó, allí estaban sus abuelos y amigos. Miró la hora y vio que eran las siete: faltaban tres meses para su cumpleaños por lo que no se podía explicar qué hacían allí tantas personas. Él, incrédulo, preguntó qué pasaba y sus abuelos le dijeron que había dormido más de 29 horas seguidas, que habían intentado despertarlo de todas las maneras posibles. En ese momento, el niño se sintió con frío y mojado, su abuela empezó a llorar y le dijeron que incluso pensaron que había muerto.
En aquella casa también se encontraban varios médicos que, para que no le pasara lo mismo, intentaban enseñarle a dormir más, pero él era un niño y los niños no hacemos caso a nadie a no ser que haya un castigo en medio y, además el niño seguía teniendo miedo a dormir por lo que tuvo que engañar a sus abuelos para no dormir. Por lo que empezó a quedarse dormido todo el día con más frecuencia y sus abuelos, por primera vez, empezaron a enfadarse con él. Pero él siempre ponía la misma excusa, que él se iba a muy temprano y se despertaba muy tarde, y eso era lo que sus abuelos sabían. Lo que no sabían era que el niño dejaba su Ipad escondido debajo de la cama y que, cuando sus abuelos se iban, empezaba a jugar con él.
Un día sus abuelos empezaron a sospechar y colocaron una cámara en la habitación del niño: al día siguiente vieron que no dormía ni cuatro horas. Los abuelos le dijeron que a él no le ocurriría lo que a sus padres y le ayudaron a que se durmiera.
Irati Montón Gómez
La niña del puente
Había una vez unos niños que vivían en un pueblo llamado Centenario, un pueblo muy pequeño cuya construcción más importante era el puente.
Los niños siempre se reían con una historia de terror que se solía se contar en el pueblo: a la noche, por el puente de Centenario salía una niña misteriosa. Contaban que la niña era un espíritu, al que la gente le llamaba La niña maldita, misteriosa o fantasma.
En el pueblo nadie se lo creía y un día, a la noche, los niños fueron a investigar. Cuando llegaron al puente, empezaron a oír sonidos raros debajo del mismo, se asustaron y echaron a correr, cada uno a su casa, a pesar de que solo reinaba la oscuridad.
Al día siguiente, un niño del grupo llamado Fausto, el niño más asustadizo del grupo, se despertó y vio toda su habitación desordenada. Quiso mandar una foto a sus amigos de cómo estaba la habitación, pero sus amigos veían en la imagen una habitación perfectamente ordenada. Fausto se asustó y llamó a sus padres, pero estos no vieron qué podían hacer. A Fausto se le empezó a poner la piel de gallina por la situación que estaba viviendo.
Un día más tarde, la niña fantasma comenzó a comunicares con Fausto por wasap. Él no comprendía qué estaba pasando, pero la niña manipulaba al niño diciéndole que tenía que hacer.
A partir de ese momento, Fausto empezó a hacer cosas inadecuadas, empezó a maltratar a su familia, a pegarles, a insultarles... Siempre que quedaba con sus amigos se reían de él, porque pensaban que era mentira. Pero él empezaba a insultar a sus amigos y los amigos se enfadaban. Al final, se quedó sin amigos por la niña maldita. Fausto quería bloquear a la niña a través del wasap, pero era imposible. Cada vez que lo intentaba, le ocurrían cosas más raras.
Un día, la niña le mandó un código SDP. Fausto no sabía qué significaba. Se le ocurrió ir al puente porque allí había sido donde había empezado esta trágica situación. Cuando llegó, Fausto se dio cuenta del que código se traducía: S sangre D del P puente. El código estaba escrito con sangre en una pared. Fausto siguió el reguero de sangre que había en el suelo hasta que llegó a un túnel muy oscuro y frío, lleno de esqueletos. Cada vez se encontraba más asustado, pero tenía que vencer su miedo. Así que fue fuerte y luchador. A cada minuto le hablaba la niña, le empezaba a amenazar y él caminaba por el túnel sin miedo. De repente, empezó a oír sus amigos riéndose. Fausto se acercó a la niña repitiéndole que no era real, que no existía. Y cuanto más lo repetía, menos miedo sentía. Al final, la niña desapareció del túnel, y al momento, sus amigos dejaron de reír.
De repente, Fausto se despierta de su cama, y se da cuenta de que todo ha sido una pesadilla. Fausto va a todo correr a contarles la pesadilla a sus amigos. Cuando termina de hacerlo, los amigos le confiesan que todos han soñado lo mismo, algo muy extraño.
Itsaso Ibarguen Aberasturi, 1.E
COMPAÑEROS DEL ALMA
Me llamo Elizabeth, pero me gusta que me llamen Eli. Tengo dieciséis años y voy al colegio Saint George de Bristol. Aunque a algunos les fastidie, me gusta vestir de negro, con los pantalones rotos y escuchar música rock. No aguanto al grupo de niñas pijas de mi clase, siempre hablando de sus nuevos modelitos y nuevos polvos de maquillaje. Pero si hay algo que me enfada de verdad es el insoportable chico que se sienta en el pupitre de al lado, John. Este chico, junto con su grupo de amigos, siempre anda criticando a todos y eso es lo que más me saca de quicio. Además, siempre que tenemos que hacer un trabajo juntos nos peleamos mogollón.
Y seguía así todo, hasta que el otro día tuvimos que hacer una presentación por parejas sobre nuestro deporte favorito. Como él es el número 11 de la lista y yo, el 12, nos tocó juntos. Decidimos preparar el trabajo en el colegio y por eso nos quedamos una hora más allí. Todo empezó cuando John me dijo que él prefería ir a la biblioteca situada en el piso de arriba y, como no quise discutir, fuimos los dos en el ascensor. Una vez dentro, vimos que una luz roja se encendía y, como sabíamos, eso solo podía significar una cosa: que el detector de humo había saltado. Yo pensé que sería una broma de los amigos de John, pero, al ver la cara de preocupación de este, supe que no se trataba de ninguna broma.
Como los dos nos llevábamos igual de mal, quisimos hacernos los valientes, pero, al escuchar los gritos de fuera, no pudimos contener nuestras caras de asustados. La primera idea que tuve fue pulsar el botón de ayuda que debe haber en todos los ascensores. Pero ya era tarde: el humo fue ocupando todo el ascensor hasta el punto de que no se distinguían bien los botones. Por eso, le di sin querer al botón de abrir las puertas y, sin saber la razón, escuchamos un fuerte ruido indicando que el ascensor había caído de golpe. En ese mismo momento, John no tuvo nada mejor que hacer que echarme la culpa y ahí fue cuando no pude contener mi ira y le conté todo lo que yo pensaba sobre él.
Después de un gran discurso por mi parte, los dos decidimos pensar en un plan para salir de allí ya que, de otra manera, los dos acabaríamos muertos. Los dos coincidimos en que lo mejor sería intentar subir al tejado y después saltar por la ventana. Eso hicimos. Primero, subí encima de él y conseguí abrir el techo del ascensor. Después, trepando por las paredes y trabajando juntos, conseguimos llegar a la segunda planta. Y, finalmente, llegó la parte que más miedo me daba: saltar desde el segundo piso de nuestro colegio. Vimos que el incendio venía desde la cocina, pero no tuvimos más remedio que acercarnos a la ventana y abrirla. En ese mismo momento tuve que confesar que mi mayor miedo eran las alturas y además tuve que saltar delante de él. Para mi sorpresa, su respuesta fue muy agradable ya que él me dijo que también le daba mucho vértigo estar a gran altura. Por eso, nos ayudamos mutuamente y nos intentamos consolar uno al otro. Fue uno de los mejores momentos de mi vida ya que era la primera vez que alguien me intentaba consolar. Pero este bonito momento, fue interrumpido ya que era hora de saltar. Para ello, contamos hasta tres, y nos lanzamos los dos juntos de la mano. Por suerte, no nos pasó nada grave, pero todos nuestros compañeros de clase se sorprendieron al vernos a los dos tan felices y hablando amistosamente.
June Ezpeleta Larrazabal
EL DESTINO.
Era una tarde soleada, y en un pequeño pueblo sin muchos habitantes, rodeado por montañas vivía la familia López. Eran cuatro hermanos: Imanol, Juan, Victoria y Oscar, y jugaban como todas las tardes a su juego favorito, El Destino. Este era un juego bastante peculiar, pero que les resultaba bastante entretenido. Consistía en tirar el dado y, según en qué casilla cayera, tenían que hacer el reto que les propusiera. Los niños nunca se aburrían ya que cada día el juego cambiaba de retos misteriosamente. No sabían cómo, a pesar de estar toda una noche mirando el juego a ver cómo variaba, pero no consiguieron ninguna información.
Era el turno de Imanol. Este tiró el dado y le tocó el número 3. Movió su ficha tres casillas más y el reto que le tocó fue el siguiente: Imagina que estás un mundo mágico. Imanol se levantó de la mesa, cerró los ojos y, tras sentir un pequeño cosquilleo, se adentró en un mundo mágico. Los abrió de nuevo: ya no estaba en el salón de su casa, sino en un bosque donde los animales paseaban y por el que pasaba un río. Sus hermanos estaban boquiabiertos: ¡Imanol había desaparecido del salón! No sabían qué había pasado y estaban muy asustados. De repente Victoria cerró los ojos y, de pronto, se dio cuenta de que estaba en un bosque. Oscar y Juan estaban aterrorizados y decidieron hacer lo mismo que sus hermanos, cerrar los ojos. De un momento a otro estaban en el bosque, pero no estaban juntos: ellos no lo sabían, pero cada uno de los cuatro hermanos estaba en una punta del bosque. Cerca de donde se encontraban cada uno de ellos había una casita, que, andando un poco, todos encontraron. Dentro no había nadie, solo una mesa sobre la que se encontraba una mochila, un walkie-talkie y una hoja con una frase escrita. Oscar era el único que entendía de walkie-talkies y encendió el suyo. Victoria fue la única que leyó lo que ponía en la hoja y sintió como si una energía positiva se adentrará en su cuerpo: Confía en el destino. Los cuatro recogieron las cosas y las guardaron en la mochila. Sin saber a dónde ir, siguieron andando hasta que empezaron a cansarse y se sentaron en un tronco de un árbol. Abrieron la mochila y se encontraron con el walkie-talkie; decidieron juguetear un rato con él, a ver para qué servía, y pulsaron el botón de ON. Empezaron a hablar por si alguien les oía: los cuatro hablaron y decidieron seguir caminando junto al río para así encontrarse. Después de un buen rato, se encontraron en un cruce. Estaban muy contentos y, como se estaba haciendo de noche, decidieron meterse en una cueva cercana. Cuando el último de los hermanos se había adentrado en la oquedad, una enorme roca tapó la entrada. Imanol se aproximó hacia ella y en ese momento un círculo de fuego rodeó a los cuatro; el fuego les impedía salir de allí y cada vez se hacía más grande. Victoria no sabía qué hacer y miró hacia arriba. Recordó: Confía en el destino, y entonces fue cuando se dio cuenta de que en el techo había algo escrito. Era un reto: tenían que decir en voz alta las cuatro frases. Se lo dijo a los demás, y entonces Victoria se dio cuenta de algo…
- ¡Claro! Ya sé cómo solucionar el acertijo. ¿Qué ponía en vuestros papeles? Los que había dentro de la mochila…
Miraron los papeles que anteriormente no habían leído y leyeron los cuatro en voz alta el suyo mientras se daban las manos y cerraban los ojos: Confía en ti, confía en los otros, confía en mí, confía en el destino. Abrieron los ojos y estaban otra vez en el salón de casa. De pronto apareció su madre, ordenándoles que fueran a cenar porque ya llevaban tres horas jugando. Los niños le empezaron a hablar sobre el bosque y la madre les dijo:
- ¿Y quién escribió Confía en mí?
-No sabemos- respondieron los niños.
Y entonces la madre les guiño un ojo.
Leire Ramírez Ruiz-Longarte
SÍ, PERO NO.
Seguro que nunca has leído este cuento; no es un cuento normal. Trata de un niño que intentaba salvar la vida de su madre.
Rilds no era un niño cualquiera; era más listo que todos los niños de su edad, es decir, era superdotado. Estaba en primero de Bachillerato cuando tendría que estar en tercero de ESO. Su madre sufría una enfermedad no muy común y, desgraciadamente, mortal, que de momento no tenía cura. Rilds quería estudiar medicina para encontrar la cura de la enfermedad de su madre.
Investigaba a todas horas, en los ordenadores de la escuela, incluso se pasaba toda la noche sin dormir, buscando información en libros que había cogido en la biblioteca. Su madre cada vez iba a peor y, cuando llegó la Navidad, tuvieron que ingresarla porque vomitaba a todas horas y perdió el conocimiento.
Rilds cada vez estaba más desesperado y no paraba de pensar en su madre. No quería que todo el esfuerzo que había hecho fuera en vano. Hasta sus amigos se preocupaban por él, cuando nunca le habían hecho mucho caso.
Llegó febrero y Rilds no había avanzado en su investigación y, encima, le dijeron que a su madre sólo le quedaba un mes de vida. Cada vez sacaba peores notas en clase, algo curioso ya que era superdotado. No dormía ni comía, y estaba enfadado con todo el mundo. Hasta que tuvo una idea brillante que podía permitirle lograr la cura para la enfermedad de su madre, pero le faltaba un ingrediente, y él no sabía cuál era.
Un día, a Rilds le llegó un mensaje, en el que le informaban de que a su madre le quedaba menos de una semana de vida. Rilds se puso a añadir ingredientes a su fórmula, pero no había manera de encontrar la solución. Y de repente, por casualidad, lo consiguió, la mezcla le salió y encontró la cura. ¡Qué contento estaba!
Salió corriendo de casa porque quería llegar lo antes posible al hospital. Cogió el primer autobús que vio, se montó, y… se dio cuenta de que el autobús que había cogido no llevaba al hospital. Rilds, muy nervioso, bajo del autobús rápidamente, y se subió en otro. Llegó exactamente a las cinco y treinta y dos de la tarde al hospital. Corrió y les dijo a los médicos que tenía el remedio para la enfermedad de su madre. Estos no le dejaban pasar y le querían explicar a Rilds que... Pero cuando entró a la habitación, se le cayó el alma a los pies. Su madre había muerto. Rilds no podía asimilar lo que acababa de ver.
Pasaron veinte años y Rilds se convirtió en un investigador muy famoso a nivel mundial, ya que descubrió el remedio para la enfermedad de su madre y, aunque salvó a mucha gente, nunca pudo olvidar que no consiguió salvarla a ella.
Leire Ramírez Ruiz-Longarte
SÍ, PERO NO.
Seguro que nunca has leído este cuento; no es un cuento normal. Trata de un niño que intentaba salvar la vida de su madre.
Rilds no era un niño cualquiera; era más listo que todos los niños de su edad, es decir, era superdotado. Estaba en primero de Bachillerato cuando tendría que estar en tercero de ESO. Su madre sufría una enfermedad no muy común y, desgraciadamente, mortal, que de momento no tenía cura. Rilds quería estudiar medicina para encontrar la cura de la enfermedad de su madre.
Investigaba a todas horas, en los ordenadores de la escuela, incluso se pasaba toda la noche sin dormir, buscando información en libros que había cogido en la biblioteca. Su madre cada vez iba a peor y, cuando llegó la Navidad, tuvieron que ingresarla porque vomitaba a todas horas y perdió el conocimiento.
Rilds cada vez estaba más desesperado y no paraba de pensar en su madre. No quería que todo el esfuerzo que había hecho fuera en vano. Hasta sus amigos se preocupaban por él, cuando nunca le habían hecho mucho caso.
Llegó febrero y Rilds no había avanzado en su investigación y, encima, le dijeron que a su madre sólo le quedaba un mes de vida. Cada vez sacaba peores notas en clase, algo curioso ya que era superdotado. No dormía ni comía, y estaba enfadado con todo el mundo. Hasta que tuvo una idea brillante que podía permitirle lograr la cura para la enfermedad de su madre, pero le faltaba un ingrediente, y él no sabía cuál era.
Un día, a Rilds le llegó un mensaje, en el que le informaban de que a su madre le quedaba menos de una semana de vida. Rilds se puso a añadir ingredientes a su fórmula, pero no había manera de encontrar la solución. Y de repente, por casualidad, lo consiguió, la mezcla le salió y encontró la cura. ¡Qué contento estaba!
Salió corriendo de casa porque quería llegar lo antes posible al hospital. Cogió el primer autobús que vio, se montó, y… se dio cuenta de que el autobús que había cogido no llevaba al hospital. Rilds, muy nervioso, bajo del autobús rápidamente, y se subió en otro. Llegó exactamente a las cinco y treinta y dos de la tarde al hospital. Corrió y les dijo a los médicos que tenía el remedio para la enfermedad de su madre. Estos no le dejaban pasar y le querían explicar a Rilds que... Pero cuando entró a la habitación, se le cayó el alma a los pies. Su madre había muerto. Rilds no podía asimilar lo que acababa de ver.
Pasaron veinte años y Rilds se convirtió en un investigador muy famoso a nivel mundial, ya que descubrió el remedio para la enfermedad de su madre y, aunque salvó a mucha gente, nunca pudo olvidar que no consiguió salvarla a ella.
Marina Quijano Iruretagoiena
SIEMPRE CONTIGO
Me desperté después de salir de una fábrica de goma. Me llevaron a un colegio en el que diferentes tipos de estudiantes me utilizaban. Nicolás me usaba para fastidiar a un compañero. Yo me sentía fatal, pero no podía evitarlo.
- ¡A ver, tú!, ¡qué te crees! - le decía Nicolás lanzándole el balón.
Lucía me llevaba a clase y me ponía detrás de la silla para pasar el tiempo.
-Joe, qué chapa da esta profesora. ¡Puffffff! - rezongaba ella.
En cambio, Paul, un niño de trece años, dedicaba la mayoría de su tiempo a entrenar porque era lo que más le gustaba. Y le encantaba ver a sus jugadores preferidos en la televisión.
Yo pasaba por manos de muchos niños y niñas, hasta que un día, en un entrenamiento de infantiles, sin que nadie se diese cuenta, lanzaron un tiro bombeado. Justo en ese momento, sonó el timbre del colegio y me olvidaron allí. Me fui botando hasta que me paré en una esquina.
Paul era muy humilde. Se dirigía a su sencilla casa, pero de repente, al ver que me encontraba en su camino, fue corriendo a por mí ya que seguramente no tendría a ningún otro como yo. El niño estaba muy contento y se sentía muy afortunado. Llegó a casa y me dejó al lado de su almohada, y por primera vez me sentí importante.
A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, antes de que el timbre de clase sonase, Paul practicó y prácticó, pero ese día no le fueron las cosas como quería: tuvieron examen de Matemáticas y suponía que no lo había hecho muy bien, y también tuvo una pequeña bronca de la profesora de historia porque estaba mirando a las canastas del patio en vez de prestar atención. Todo lo escuchaba yo desde su mochila.
Llegaron los últimos partidos de la de la temporada y Paul me dejó detrás del banquillo, pero de repente vi algo que no me esperaba: me di cuenta de que había un ojeador de la Universidad de Ucla. Me puse muy nervioso e hice todo lo posible para que el partido le saliera a Paul lo mejor posible. No fue el mejor partido, y supo que había perdido su oportunidad.
Con el paso del tiempo, yo veía como Paul iba creciendo y disfrutaba del juego cada vez que se esforzaba entrenando y jugando partidos. En uno de ellos giré la mirada y volví a ver a un ojeador de la Universidad de Texas. Esta vez, no le di tanta importancia.
Y llegó el día. Se encaminaba de vuelta a casa y pasando por el buzón, allí la vio. Era una carta deslumbrante, con el escudo de la Universidad de Texas. Su mirada se quedó unos larguísimos segundos clavada en el mensaje.
Ha sido el momento que más he disfrutado en mi vida. Y lo recuerdo cada vez que, desde nuestro salón, veo cómo juega Paul todos los partidos en la televisión.
Sare Etxeandia Elgezabal
JOSELONTXO Y SU DUEÑA.
Ane era una niña muy feliz que vivía en Bilbo. Pero ya que su ‘amama’ tenía una casa en Zamudio, ella pasaba los veranos allí. A sus cuatro años, en la víspera de su cumpleaños se empezó a empeñar en que ella quería un hámster. Se lo pedía a sus padres un millón de veces, pero la respuesta de ellos no cambió. Un par de días o tres antes de su cumpleaños, su único tío y, por tanto, su preferido le preguntó qué regaló era el que quería que le hiciera, y ella como no contestó que quería un hámster. Su tío habló con los padres de la niña y le dijeron que no, pero para que se le quitara ese capricho le compraron una tortuga: su nombre fue ‘Joselontxo’
Ella pasó unos buenos años junto a él, pero ya se había hartado un poquito del animal. Porque aún que fuera una vez al año, la obligaban a que limpiara la pecera ya que había sido su capricho. No lo hacía muy contenta, pero cumplía sus quehaceres. La tortuga fue creciendo y, como ya no cabía en su pequeño hogar, la tuvieron que trasladar a una bañera que usaban para duchar a Ane cuando era un bebé. ‘Joselontxo’ pasaba allí tanto el invierno como verano y un día, cuando Ane volvió a las vacaciones de verano a Zamudio, vio que la tortuga no estaba y la bañera tenía el agua desbordada.
Todos los veranos hacía una pequeña ruta junto a su hermana pequeña y su abuela al borde de un riachuelo pequeñito. Y allí se encontraron a ‘Joselontxo‘ extremadamente grande. No se lo llevaron a casa y lo tuvieron que meter en una piscinita para niños pequeños. Los veranos seguían pasando; los inviernos también pasaban, pero Joselontxo no moría. Hasta que un verano volvió a desaparecer.
La madre de Ane era la que se encargaba de cortar el césped y quitar las malas yerbas. Un día, mientras estaba quitando una mala hierba, encontró a ‘Joselontxo’. Al final, la pobre tortuga se murió y Ane tuvo dos sentimientos: sentía tristeza porque al cabo de los años le había cogido cariño, pero también se alegró un poco, ya que no tendría que limpiar más aquella asquerosa pecera.
Pensaréis que esto es un cuento, pero esto son hechos reales.
Uxue Ruiz Maroto
VOLVER A EMPEZAR
En 2018, en una ciudad muy lejana, en Groenlandia, vivía un bibliotecario llamado Bob. Todo el mundo acudía a él cuando necesitaban ayuda ya que la biblioteca de Bob era diferente. Sus libros eran biografías totalmente reales de personas a las que en un momento les afectaron cosas como, por ejemplo, que tuvieran que vivir con otra familia o sin sus padres o que hubieran sufrido un accidente... durante su infancia o en la actualidad. Pero a todas aquellas personas, Bob, les había ayudado en todo porque era un hombre tranquilo bastante mayor, que siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás. ¡Era genial! Todo el mundo lo adoraba.
Pero una mañana, Bob se despertó y se dirigió hacia la biblioteca. Allí lo esperaban tres hombretones de mediana edad con muchas canas acusándole de haber falsificado todas las historias de su biblioteca. Pero él sabía que no era verdad. En la ciudad, aparecieron muchos carteles coloridos en los que se podía leer claramente: “Bob el bibliotecario es acusado de haber falsificado sus biografías”. Pensó que sería alguna broma que le había gastado algún amigo o un programa con cámara oculta. Bob no lo sabía. El caso es que tenía que justificar que no mentía, diciendo nada más y nada menos que venía del futuro, lo cual era cierto. Pero Bob no era tonto, por lo que sabía que nadie lo creería, y fue entonces cuando se le ocurrió una magnífica idea: se defendería a sí mismo hasta que no le quedara más remedio que admitir que había sido él.
Fue a la cárcel y allí aprendió de todo, pero no le bastaba. Él sabía que era inocente y no dejaría que nadie dijera lo contrario, con lo que se inventó que era adivino y que sabía todo sobre todos y cada una de las personas que vivían en esa ciudad. Aprovechó el hecho de que sabía cómo serían las personas en el futuro ya que él vivía en el futuro. La gente empezó a ir a ver a Bob y como el sabio hombre había dicho, sabía todo sobre todos: sus aficiones, su trabajo, su familia, sus amigos... Y así fue como Bob el bibliotecario se convirtió en un gran hombre en todos los sentidos.
Y así siguió hasta que toda la ciudad hubo acudido a él. Bob era ya muy pero que muy viejo. Tenía 104 años y estaba muy contento porque una nueva criatura llegaría dentro de poco a su ciudad. Para Bob una nueva persona era un nuevo montón de billetes por adivinar el futuro y el presente de cada uno. Pero algo no iba bien. Bob sintió que la nueva personita era especial. Y al recitar su futuro se dio cuenta de que era él. El nuevo niño era Bob y le ocurriría lo mismo que a él. En ese momento Bob se desmayó y no volvió a abrir los ojos. Nadie supo nada más sobre Bob el antiguo bibliotecario.