AQUÍ NO HAY QUIEN VIVA

Introducción

La vivienda, la casa, el hogar en Roma es, como sucede a lo largo de la historia en mayor o menor grado en todas las civilizaciones, un fiel reflejo del estatus social alcanzado. Pero también es un reflejo de la cultura, del carácter y de las relaciones sociales de un pueblo. Y como en la actualidad, mutatis mutandis, el entramado inmobiliario en suelo itálico respondía a un sistema económico especulativo, amparado y aprovechado por la casta política, que agrandaba poco a poco las diferencias entre ciudadanos. Aquí vamos a tratar, por tanto, la casa romana como una síntesis a la menor escala posible de unas determinadas circunstancias sociales, económicas, políticas y culturales que nos ayudará a comprender mejor la civilización romana y hará que nos demos cuenta de que, después de tanto tiempo, no han cambiado mucho las cosas.

¡Qué suerte que tengo casa!

Al griego, por lo general, el bienestar y la alegría del hogar le llamaban muy poco la atención y estaba más preocupado por el bien común de la polis. Por ello, se contentaba, generalmente, con un hogar modesto para hacer ostentación del lujo de su ciudad, por medio de una admirable acrópolis y unas pomposas fiestas dedicadas a sus dioses. Normalmente, las casas ordinarias se componían de un piso bajo dividido en dos piezas muy pequeñas y de un piso alto, al que se subía ordinariamente por una escalera exterior. La parte inferior estaba abierta en la roca y las paredes eran de madera, de ladrillos o de argamasa. Por ello, los ladrones, en vez de forzar las cerraduras, perforaban el muro.

Para los romanos, en cambio, el hogar era mucho más importante y así lo demuestra el término dominium, que en los primeros años del II d. C. se usaba para designar la propiedad. Llama la atención el uso que se le confiere a un término derivado de domus en el sentido de propiedad en general. Y es que ésta comienza por lo elemental, un sitio donde guarecerse, donde habitar y vivir. Así lo recoge nuestra Constitución. Dominus significa, por tanto, antes que nada, señor de la casa.[1] Una casa no es sólo un ente arquitectónico, sino un domicilio, una posesión que puede ser la única, pero muy valiosa fortuna personal de la que otros no disfrutan. Por ello, para un romano, la adquisición de tierras, solares e inmuebles era una estrategia que le permitía consolidar sus ganancias en unos bienes que difícilmente podían perder valor y lo encumbraba al grupo de los propietarios, con el consiguiente prestigio que ganaba con su nueva situación. La propiedad, por tanto, era un símbolo de éxito social.

Sin embargo, como ocurre a día de hoy, donde es afortunado el que puede comprarse una domus y ser dominus, que no es lo mismo que ser semidominus con el banco, en Roma un amplio espectro media entre las élites aristócratas y de poder corporativo y la inmensa mayoría de la población, que se distribuye rellenando el espacio social, progresivamente menos acomodado o más mísero y que la separa de los esclavos peor tratados o de los plebeyos sin recursos ni patronos, que acaban quizá perdiendo su paupérrimo cubículo o la incómoda buhardilla en el sexto piso de una insula y quedan en la calle, pernoctando entre las tumbas de las afueras o bajo los puentes, o en los pórticos del foro o del anfiteatro.

Roma: paraíso de la especulación y corrupción inmobiliaria

La especulación inmobiliaria era más salvaje cuanto mayor fuera la presión demográfica en el núcleo urbano. Eso suponía, en Roma, una densificación del poblamiento mediante la construcción en altura en forma de insulae. Por ello, la especulación fue una constante y son muchas las grandes personalidades romanas que han pasado a la historia por su continuo juego sucio para llenarse los bolsillos de denarios a pesar de predicar la defensa del bien público. Situaciones que nos resultan familiares.

Digna de haber sido inmortalizada en los anales fue la conducta de Marco Porcio Catón, considerado a través de los tiempos como paradigma de moral intachable. Mientras pregonaba que el deber de cualquier senador romano era el servicio al Estado y defendía, como la base moral del éxito de Roma, en sus lacónicos discursos, las tradiciones romanas de austeridad, vida rural modesta, autosuficiencia agrícola (esto es, que nada de lujos y a apretarse el cinturón), sin embargo, en su vida privada no hacía otra cosa que lucrarse de forma fraudulenta. Así, dedicó sus fincas a la explotación de productos de exportación (como el vino y aceite), pero, además, se fijó en inversiones inmobiliarias y bancarias que aportaban dinero más rápidamente y corriendo menos riesgo, para lo que utilizó a veces a testaferros que le permitiesen eludir las propias leyes romanas cuyo cumplimiento defendía, en público, a capa y espada.[2]

Tan despiadado en su especulación pudo llegar a ser un componente del primer triunvirato, Marco Licinio Craso, que, mientras los propietarios lloraban amargamente de impotencia ante sus viviendas en llamas o a punto de ser alcanzadas, les hacía ofertas de compra muy por debajo del precio real para luego derribarlas, construir nuevos edificios sobre los solares y venderlos a precio de mercado. No es casualidad que Craso, que heredó como noble un patrimonio de algo menos de 1,8 millones de denarios, lo multiplicara hasta llegar a los 42 millones. ¡Menos mal que no pintaba nada en el triunvirato al lado de César y Pompeyo!

Dos enemigos acérrimos como César y Cicerón tenían en común su enriquecimiento a base de operaciones especuladoras de carácter inmobiliario. El primero, que se hizo fuerte pregonando el fin de los desmanes y del despilfarro de la aristocracia romana a expensas del pueblo, en su condición de dictator, no se cortó un pelo a la hora de expropiar fincas con el pretexto de agrandar el foro de todos los ciudadanos, un foro en el que, casualmente, él residía. No resulta extraño que se permitiera el lujo de regalar a sus amantes joyas por valor de 1,5 millones de denarios. El Arpinate, por su parte, tampoco le iba a la zaga y, sin que se atisbe una gota de tristeza en sus palabras, más bien todo lo contrario, le comunica a Ático en una carta que se le han derribado dos establecimientos comerciales que han obligado a salir de él hasta a las ratas y que su reconstrucción le reportará pingües beneficios (Att. 14.9).

Ya en época imperial, se lleva la palma Séneca, ese gran filósofo moralista que afirmaba que para ser feliz es conditio sine qua non vivir de forma austera y con un nivel de renta que no alejase demasiado al ciudadano de la pobreza. Pues bien, parece ser que su patrimonio alcanzó los 300 millones de sestercios, pero lo peor es que consiguió gran parte de esas riquezas por medio de operaciones financieras poco transparentes, como la que provocó la revuelta de los britanos en el año 61 d. de C. ¡Qué daño hizo a la figura de Séneca el que inventó el dicho de “Hay que predicar con el ejemplo”!

¿Compro piso o alquilo?

Las prácticas anteriores estaban de moda. Así, hubo también ciudadanos con muchos menos recursos que las figuras anteriores y que querían sacar partido de especulaciones inmobiliarias. En uno de sus epigramas, Marcial desenmascara a un tal Ameno, quien, habiendo comprado una casa que parece tener que vender a toda costa (probablemente, porque los intereses de los préstamos lo están ahogando), pero que no pasa de ser una casucha pretenciosa, ostentosamente engalanada, pretende obtener el doble de lo que le costó, 200 mil sestercios (12.66). ¿Les suena aquello de “para estar pagando alquiler, con este dinero pago la hipoteca de un piso”? Pero hombres como Ameno no proliferaban en Roma. La gran mayoría era el ciudadano de a pie que no podía permitirse más que vivir para comer y para alquilar un piso en una insula. Es el caso de Euclión, personaje de Plauto, que cuando acudía al mercado sólo hallaba productos caros, fuera del alcance de su bolsillo, o Megadoro, presionado por sus acreedores: "Vas y haces cuentas con el banquero [...]. Luego, cuando has hecho las cuentas con el banquero, resulta que eres tú quien le debe a él". Y eso que no sufrieron la subida del IVA al 18%.

Y es que, evidentemente, como ha ocurrido ahora, asociado a esta especulación producida por la alta demanda sobre el mercado inmobiliario en una ciudad que creció desmesuradamente, se produjo, al mismo tiempo, un crecimiento constante en el precio del alquiler.[3] El precio de los alquileres era excesivamente alto y en época imperial se equiparaba el precio de un año de alquiler con la cantidad suficiente para adquirir una casa fuera de Roma. Por ejemplo, cuando ya Marcial gozaba de una consolidada fama, afirmaba seguir teniendo problemas para pagar el alquiler de su apartamento (7, 92).

Pero si las rentas de los pisos debían de ser altas, mucho más caras se cotizaban las de las casas. Tanto era así que Vitelio, poco antes de llegar a ser emperador, tuvo que costearse su viaje a Germania inferior desplazando a su familia a un cenáculo y alquilando su casa de Roma. Por supuesto, cobraría por adelantado (Suet. Vit. 7,2). Y, si se continúa retrocediendo en el tiempo, se sabe de un senador al que Tiberio despojó del distintivo de su rango, la laticlavia, porque... supo que se había ido a vivir al campo hacia las calendas de julio para alquilar a un precio más bajo una casa en Roma pasada esta fecha (Suet. Tib. 35.2). Una actitud poco decorosa para un senador pero que, indudablemente, muestra el comportamiento del mercado de alquileres en la ciudad: los precios subían en el momento habitual de fijar los contratos de arrendamiento cuya vigencia se iniciaba en las calendas de julio, y en los días siguientes las viviendas no alquiladas disminuían su cotización, una vez satisfecha mayoritariamente la demanda.

Este panorama era un caldo de cultivo privilegiado para los abusos y la especulación inmobiliaria urbana, como el caso de un rey de Bitinia exiliado en Roma que debió compartir el alquiler con otro vecino para poder hacerle frente. Por una planta baja de una insula podían pagarse 30.000 sestercios al año, aproximadamente el cincuenta por ciento más que una renta anual cómoda en provincias. Más allá del coste de una domus señorial, verdaderamente prohibitivo, incluso el precio de los apartamentos era elevadísimo. Las ventanas carecían de cristales, por lo que las habitaciones permanecían casi siempre cerradas y en penumbra. El frío en invierno solo podía combatirse con hornillos (para cocinar) y braseros, dado que no existían en una insula sistemas de calefacción como en la domus. Todo ello contribuía a un gran hacinamiento. Vamos, unos mini-pisos que podían asemejarse a lo que hoy llamaríamos pisos patera.

Cicerón asegura que la mayoría de los habitantes de Roma vivía "suspendida en el aire". Ya en el siglo III a. C. eran frecuentes las insulae de tres pisos, pero posteriormente esta altura alcanzó las cinco o seis plantas, porque cuanto más alto fuera el piso, menos se pagaba de alquiler. Augusto limitó la altura a setenta pies romanos (unos veinte metros), y parece que Trajano lo redujo a sesenta (diecisiete metros), probablemente sin demasiado éxito. En realidad, cuanto más alto era el edificio más inquilinos podía albergar, cosa que aprovechaban los especuladores carroñeros... No es de extrañar entonces el comentario de Juvenal, quien señalaba que "vivimos en una ciudad que, en su mayor parte, está apuntalada por raquíticos tablones. El encargado del edificio se encuentra situado delante de una casa a punto de derrumbarse y, mientras trata de cubrir una larga grieta, te desea felices sueños, aunque el hundimiento sea inminente" (Juv. 3.193-6).

Parece mostrarse de forma obvia la verificación de procesos especulativos en el campo de los alquileres en Roma y, por tanto, en la planificación de inmuebles, como puede deducirse de la reglamentación de alturas máximas en construcción de bloques de pisos dictada por los emperadores. Por otro lado, tampoco faltaba legislación que intentara frenar los procesos especulativos, pero su efectividad tuvo que ser limitada, a juzgar por la continuidad de un fenómeno que hundía sus raíces en una constante necesidad de viviendas para una población en crecimiento (Dig. 18, 1, 52). La demanda era alta y los precios de la oferta, por tanto, eran altos.

Para certificarlo, sirve un pasaje de Aulo Gelio, en el que narra cómo avanzando en el cortejo de un tal Juliano, él y un grupo de amigos hacia la colina Cispio, encontraron un bloque de pisos ardiendo. Uno del grupo comentó que él se apresuraría a vender sus propiedades rurales y a comprar inmuebles en Roma, que proporcionaban altas rentas si no fuera por la frecuencia de los incendios (15, 1, 2-3). El pasaje quizá esté reflejando perfectamente la mentalidad de una persona de clase acomodada en la Roma del pleno s. II d. C. El mercado inmobiliario constituía una inversión lucrativa pero también podía tener sus riesgos, ya que no existían compañías de seguros que dieran más confianza a los compradores en casos de accidente. La afirmación respondía, pues, a una auténtica realidad de cuyo alcance es difícil hacerse una idea justa.

Esta burbuja inmobiliaria procedente de la especulación también estalló en la antigua Roma. Allá por el 33 d. C., durante el reinado de Tiberio se produjo una gran queja pública contra los prestamistas de dinero, que tenían por bandera la usura, con una ganancia mayor a la permitida por la ley que había fijado César para limitar los intereses y obligar a invertir los beneficios en tierras itálicas. Se encargó al pretor que se hiciese cumplir la ley, pero, curiosamente, puesto que la mayoría de los senadores también incumplía las normas y se enriquecía practicando más que nadie la usura, se solicitó a Tiberio que diera una moratoria de un año y medio a cada prestamista para acomodar sus cuentas a lo establecido. ¿Qué ocurrió? Pues que como todos quisieron ejecutar los créditos que tenían pendientes, el sistema se colapsó. El nivel de deudas de una buena parte de los ciudadanos era tan elevado que solo podían hacer frente a sus acreedores vendiendo propiedades, y las ventas masivas provocaron el hundimiento de los precios. Exactamente igual a lo que ha ocurrido en España. ¿Por qué nadie aprende de la historia, que se repite una y otra vez?

¿Cómo se solucionó? Tiberio prestó dinero sin usura de su propio capital (bueno, del de todos los ciudadanos, como ha ocurrido con el capital inyectado a los bancos en nuestro país), una medida excepcional para paliar los efectos de la crisis. Pero eran otros tiempos y Tibero pudo recuperar rápidamente lo prestado, pero manchándose las manos de sangre: Sexto Mario, el hombre más rico de Hispania, propietario de una parte de las minas de oro situadas en la antigua "Sierra Morena", fue acusado por el emperador con un vano pretexto y condenado a ser arrojado desde la roca Tarpeya. Sus minas fueron confiscadas y pasaron directamente a manos de Tiberio. Y es que ésta era otra de las posibles medidas económicas ante la crisis del estado: la incautación de bienes a las grandes fortunas y la aplicación del terror a las élites económicas y sociales. Como diría Suetonio, algunos emperadores permitieron que sus colaboradores más cercanos se enriquecieran como esponjas, para poder exprimirlos después... Este profundo crac del 33, más allá de su tajante resolución, reveló los límites de un sistema que concentraba en la ciudad de Roma las grandes riquezas del Imperio.[4]

Roma: un coloso en llamas

Como hemos dicho, cuanto más alto fuera el piso, menos se pagaba de alquiler, pero más riesgo corría la vida de los inquilinos. Juvenal, que tenía pánico a morir quemado, recordaba la desesperada situación de los que vivían bajo el tejado, quienes, al declararse un incendio en las plantas inferiores, no oían los gritos y advertencias de los afectados hasta que las llamas los devoraban... Y según Ulpiano, todos los días se producía un incendio en Roma.

Parece que Roma sufrió más de cuarenta incendios de importancia. Las fuentes nos recuerdan, por supuesto, el que se produjo en época de Nerón, de cuyas consecuencias devastadoras da cuenta Tácito: Dividíase la ciudad de Roma en catorce regiones, de las cuales sólo cuatro quedaron intactas, tres asoladas del todo, y en las otras siete algunos restos de las casas en ruinas, y medio quemadas (Ann. 15, 40, 2). Casi tan grave fue el gran incendio durante el reinado de Antonino Pío, que arrasó “trescientas cuarenta manzanas de edificios o casas particulares” (HA, Ant. P. 9, 1), una amplia porción de la ciudad pero no tanta si se considera que, a mediados del s. IV d. C., se registraban 46.602 insulae y 1.797 domus.[5]

Y es que las referencias literarias a incendios son constantes y de hecho llega a convertirse en un tópico literario como metáfora de la contingencia de la vida cotidiana y de los cambios de la fortuna. La frecuencia del fenómeno llegó a ser fuente de preocupación constante para los habitantes de Roma, especialmente para aquellos que podían perder todo lo que tenían en unos momentos. Sin embargo, como ocurre y ocurrirá eternamente, cuando la posición social era más elevada, existía una especie de “fondo de solidaridad” entre las clases altas para este tipo de infortunios. Marcial nos proporciona un testimonio muy valioso: Habías comprado una casa, Tongiliano, por 200 mil sestercios: un accidente demasiado frecuente en la ciudad te dejó sin ella. Se hizo una colecta de un millón de sestercios. Dime, ¿no puedes parecer, Tongiliano, que tú mismo has incendiado tu casa? (Mart. 3, 52).[6]

Aparte de este “seguro” basado en las amistades de las altas esferas privilegiadas, tan sólo se dieron algunas medidas de prevención y de vigilancia como las arbitradas por los emperadores sobre las reglamentaciones de altura de los bloques que ya hemos comentado arriba. Para que no se produjera de nuevo un incendio como el del 64, Nerón hizo reconstruir la ciudad con calles amplias y pórticos en las fachadas, sustituir la madera por piedras ligeras en la construcción de techos, suprimir paredes medianeras entre edificios separando así los bloques, y estableció el auxilio para la limpieza de los escombros y la sufragación por el Estado de los pórticos (Tac. Ann. 15.39). Con la normativa quedan evidenciados los problemas urbanísticos que propiciaban los continuos incendios, pero en cualquier caso los riesgos siguieron existiendo.

Por ello, existía un “cuerpo de bomberos” en la antigua Roma. A finales de la República, encontramos a los llamados triunviros nocturnos, que, a veces, operaban ayudados por los ediles y tribunos de la plebe, y también una brigada de esclavos que se encargaba de extinguir los incendios con la máxima celeridad posible (Dig. I, 15, 1; Vell. 2, 91). Pero Augusto creó una medida más operativa: un sistema de rondas de vigilancia nocturna contra los incendios (Suet. Aug. 30, 2). De su efectividad y de que el problema de los incendios no era cosa únicamente de Roma, da testimonio el hecho de que Claudio estableciera en Pozzuoli y en Ostia la creación de una cohorte para los casos de incendio (Suet. Claud. 25, 3).[7]

Es evidente que los incendios constituyeron un factor de primer orden en la renovación de los inmuebles urbanos, pero ¿a qué se debe su frecuencia? Principalmente, porque había muchas medianeras que favorecían el rápido contagio del fuego, calles estrechas o no tan amplias como fuera deseable, a lo que hay que sumar el uso casi abusivo de la madera en las construcciones y de braseros como sistema de calefacción y la ausencia de chimeneas, lo que impedía que se expulsaran junto con el humo las cenizas incandescentes de la madera que ardía.

Si un edificio no era consumido por las llamas, tampoco se iba a librar fácilmente de quedar en ruinas o derrumbarse por el mal estado de los materiales utilizados. Tanto es así que estaba instituida la demolición por interés público, sobre todo por la necesidad de habilitar espacios para bien común, pero, la mayor parte de las veces, se trataba de insulae con muchos bloques cuya escasa calidad y frecuente vulnerabilidad habían acelerado el inexorable paso del tiempo. El denunciante nuevamente podría ser Juvenal: nosotros vivimos en una ciudad sostenida en gran parte por puntales esmirriados, pues es así como el casero previene un hundimiento. Cuando ha tapado la rima de una grieta antigua, dice “podéis dormir tranquilos”. ¡Y el derrumbe está encima! (Juv. 3, 193-6; Dig. 19, 2, 27 ó 30; también 39, 2). La causa del problema debe relacionarse indudablemente con la especulación anteriormente tratada: viviendas de poca calidad, pequeñas pero muy numerosas, rápidamente construidas y siempre con la intención de lograr la mayor rentabilidad posible del solar, a lo que hay que añadir el poco grosor de los muros, poco resistentes, porque eran, unas veces, de tierra, otras, de adobe y, especialmente, tapial con estructuras de madera. Ya Vitruvio advirtió de la peligrosidad de estos muros[8]. Claro que si se hacían de más calidad y más gruesos, no pocos habrían aprovechado para construir auténticos rascacielos y ganar aún más dinero.

Cuando se daban circunstancias catastróficas, se observa una clara voluntad, por parte de los emperadores, de una rápida reconstrucción no sólo en Roma, sino también en colonias y municipios, ya que se sancionaba por el valor de la obra a realizar para quien habiendo destejado, destruido o demolido, no recompusiera el edificio en el año siguiente, y esto, habiendo solicitado el permiso previo de los decuriones. Un aspecto urbano vivo era prioritario y las ruinas eran sinónimo de insalubridad. Por tanto, el afán de los emperadores no se asociaba a la preservación de los edificios, sino más bien para reconstruirlos con celeridad, a no ser que los permisos de los permisos de los decuriones (especie de concejales de urbanismo) no se concedieran para evitar la obra, algo que parece poco probable, ya que ellos mismos debían de ser, en gran medida, los principales promotores de operaciones inmobiliarias. A la manera en que la cultura y la ciudad de Roma, míticamente, había nacido de las cenizas en ruinas de Troya, una y otra vez en cada solar, el ave Fénix de la reconstrucción renacía a costa del bolsillo del propietario y bajo la atenta y apremiante mirada del decurión o del edil. Una poco disimulada plutocracia urbana. Resulta muy llamativo el contraste del pueblo romano que, por un lado, se erigió en modelo a seguir en los campos de la ingeniería y la arquitectura pública, como se deduce de la construcción de monumentales puentes o acueductos que han soportado estoicamente el paso de los siglos, pero que, por otro, debido al escaso gasto de los promotores de las obras, las viviendas, en especial las insulae, llegaban a convertirse en un disimulado matadero tanto literal como económicamente.

Mis adorables vecinos

El primer y más importante vecino es la propia comunidad en su conjunto, la ciudad, el interés público que se materializa en una calzada que pasa por delante de la fachada y esa acera que hay que reparar. El edicto del pretor no deja lugar a dudas sobre la salvaguardia de lo público (Dig. 43,8, 2, pr), pero hubo muchas infracciones en este sentido. En principio, el edicto establece ya la posibilidad de conseguir privilegios y exenciones para construir en lugares públicos, pero al margen de estas licencias (que ya sabrán a quiénes se les concedía), lo prohibido se transgredía realmente, y una vez realizada la edificación, los hechos consumados pueden más: si alguno hubiere edificado en lugar público sin que nadie se lo prohibiera, no ha de ser obligado a demolerlo, para que no se afee la ciudad con ruinas (Dig. 43, 8, 2, 17). La apariencia urbana inmediata, no la permanente, es una vez más razón de primer orden, además de la salubridad que se pone en peligro con las casas en ruinas. Eso sí, se habrá de pagar un canon, a no ser que se obstaculice seriamente el uso público porque el edificio en ese caso se podrá demoler. En cierto modo, cabe entenderlo como una contraprestación, porque cada vecino debía construir las vías públicas que tenía delante de casa, y eso incluía también las aceras (Dig. 43, 10, 1, 3). Y no sólo construirlas, también mantenerlas, y limpiar los acueductos. Todo bajo la atenta mirada de los ediles que deben velar por el cumplimiento de estas obligaciones y por la limpieza (Dig. 43, 1, 5).

Como la calle no sólo se invade con inmuebles, los juristas también tratan la regulación de otras prácticas frecuentes de listillos que construían balcones, un modo de ganar espacio en la casa a costa de aminorar la luz de la calle o de un vecino (Dig. 43, 8, 2, 6), o de aquellos que exponían las mercancías en las aceras si no se impedía el paso de vehículos (Dig. 43, 10, 1, 4), de lo que se quejaba amargamente Marcial.[9]

Además de considerar los derechos públicos, el propietario del solar debe respetar los intereses y derechos de sus vecinos sin entrar en conflicto. Por ello, si hay dudas, Vitruvio aconsejaba utilizar al arquitecto también como asesor.[10] Y para protestar por las posibles lesiones que sufra en sus derechos un vecino por la edificación, demolición o remodelación en el predio de al lado, cuenta con la llamada denuncia de obra nueva que debe formalizar él mismo de viva voz ante el promotor de la obra, sus albañiles o las personas que se encuentren en el solar. A continuación, el magistrado prohibía al denunciado comenzar o continuar en tanto no se resolviera el litigio, que debía iniciarse inmediatamente (Dig. 39).

Por otro lado, el Derecho también protege al vecino con una garantía de aquel propietario cuya casa está en una situación calamitosa y corre un riesgo inminente de desprenderse, tarea de vigilancia que, en principio, pertenece al edil (Dig. 43, 10, 1, 1). Si esa garantía no se deposita, el denunciante se puede quedar con el edificio.

Atendido por el Derecho a edificar y remodelar, y asesorado y conducido por el arquitecto, el propietario del solar inicia las obras. Se incumple la ley al poco de comenzar: a pesar de las ordenanzas de Nerón tras el incendio de Roma, lo correcto hubiera sido, para evitar numerosos problemas y rehuir mayores riesgos, que los edificios no se adosaran. De hecho, existía lo que se llamaba ambitus, un espacio de dos pies y medio de ancho dejado entre edificios vecinos. Con el paso del tiempo, no obstante, la práctica cayó en desuso, puesto que se crearon, generalmente, paredes medianeras, una práctica que permitía economizar costes y ganar espacio, no mucho, ciertamente, pero en suelo urbano, por lo común caro.

Sin embargo, esto tenía un precio: la servidumbre, una relación de dependencia o sumisión entre dos predios, siendo uno beneficiario o dominante y el otro sirviente, lo que se traduce en estar obligado a permitir o a no poder hacer algo. Hay muchos tipos de servidumbre. Por ejemplo, la de acceso, típica de los fundos rurales, consistente en dejar acceder a alguien a su propiedad a través de la propia.

En el momento de construcción, están las de apoyo y carga. La primera consiste en apoyar la viga en la pared del vecino y la segunda, aún más gravosa, en cargar todo o parte del edificio sobre la casa vecina que hace de soporte, generando así una gran dependencia y reduciendo el margen de operatividad al predio sirviente si desea hacer remodelaciones. Así, la ruina de un edificio podía acarrear consecuencias fatales en las casas vecinas. En este ámbito, podía establecerse un tercer tipo, consistente en hacer sobresalir de modo aéreo sobre el solar vecino un balcón o una terraza.

Hay otras que se relacionan con el agua y su evacuación, que contaba con una amplia reglamentación. La servidumbre más degradante era, sin duda, la de cloacas, que, como se están imaginando consistía en permitir el desagüe de aguas residuales. Pero mayor conflictividad causaron las tuberías, habitualmente de baños y los canalones, que provocaban humedades en las paredes medianeras y que además no debían estar alojadas en tal tipo de pared común.

Se establecieron otros tipos de servidumbres que demuestran lo evolucionado tanto del Derecho como de la sensibilidad romana, que no se quedó en lo puramente práctico y material. Es el caso de las servidumbres de altura, que supone para el predio dominante la posibilidad de elevarse cuanto quiera, siempre y cuando los sirvientes no se vean afectados con “más onerosa servidumbre de la que puedan soportar” (Dig. 8, 2, 11).

Encontramos también la servidumbre de luces, que consiste en que el predio dominante reciba una correcta iluminación, que no se le obstaculice la luz, “que se vea el cielo” dice el Digesto. Si no existiera la servidumbre, nada se puede hacer para evitar el quedarse sin luz. Se llega incluso a contemplar la posibilidad de que si un árbol puede o no ser motivo de incumplimiento de la servidumbre, concluyéndose que sí si se tratara de un ejemplar tan tupido que no dejara pasar la luz, y que no, si solo diera sombra.[11] Relacionada con ésta, existía la servidumbre de vistas, consistente en establecer que no se ponga nada delante que pueda obstaculizar la vista y la panorámica. Esto, por supuesto, sólo afectaría a las mansiones edificadas en zonas elevadas que aspiraban a no ser molestadas en su campo de visión y a que toda la ciudad pueda contemplarlas a su vez con admiración, ya que la servidumbre supone un espacio libre de edificaciones, sin estorbos a la vista. Como ejemplo de este factor puede citarse un caso célebre, el de Claudio Centúmalo, allá por el 194 a. C., en el que las vistas son absolutamente necesarias para las prácticas adivinatorias oficiales: Claudio Centúmalo recibió de los augures la orden de rebajar la altura de su casa, situada en el monte Celio, porque les estorbaba cuando tomaban los augurios desde el Capitolio (Dig. 8, 2, 1).

Contemplada desde la órbita del Derecho en sus facetas pública y de servidumbres, la casa aparece así para el propietario como una fuente de fricciones con los vecinos y con el interés público.[12] De ellos, las fuentes literarias nos han dejado divertidos testimonios. Por ejemplo, Híbero ha construido un baño y hace circular el agua y el calor por tuberías pegadas a la pared del vecino, que tiene un almacén al otro lado y que está con la mosca detrás de la oreja. O Urso Julio, que se ha encontrado de repente aspirando en casa los vapores del baño de Quintila y que no sabe si demandará. Pero peor olor debe soportar el propietario del piso que está encima de la fábrica de quesos arrendada por Cerelio Vital, al que aquél puede denunciar si no está sometido a una servidumbre de humos (Dig. 8, 2, 13, pr. Ep. 2 / 8, 5, 8, 7 , Pomp. y Ulp. Ed. 17).

También se daba el caso, como ocurre en muchos bloques de pisos actuales, de que no conocieras a tu vecino. Era el caso de un vecino de Marcial llamado Novio, que, en cuanto que vivían justo al lado, a sendos lados de un tabique, y sin embargo no se veían nunca (1, 86). En cualquier caso, las relaciones sociales se anudaban mejor, bien dentro de la propia casa, o bien en marcos extradomésticos como el foro o las termas para el caso de los hombres. Los vecinos de las obras de Plauto o de Terencio y sus conversaciones ante la puerta de casa no parecen muy representativos porque sus relaciones se explican por necesidades escénicas. Por lo demás, esos balcones o ventanas con macetas establecieron una vía de comunicación entre esclavas, o esclavos, y también entre mujeres libres vecinas, en una sociedad netamente patriarcal pero más tolerante y aperturista que la griega respecto a las mujeres.

Una ciudad demasiado caótica para vivir sin sobresaltos

Tampoco eran infrecuentes los accidentes paseando tranquilamente por las vías y, sobre todo, de noche. Así lo advierte Juvenal: considera ahora otros peligros diversos, los de la noche. El espacio que queda hasta el nivel de los tejados, desde el que un tiesto te hiere el cráneo cada vez que por una ventana se caen vasijas rotas y desportilladas; mira con qué potencia marcan la losa en la que dan (Juv. 3. 268-72).

Aunque resulta inverosímil que esto ocurriera con frecuencia, indica un nuevo tipo de precaución a adoptar, así como una práctica que pone un detalle de humanización y de ornato, las decoraciones florales en las ventanas, en ese aspecto abigarrado y confuso de la ciudad que se acaba de describir. Pero no constituye una simple anécdota. Los peligros de las cosas que caen existían y se hace responsable a quien allí habita, sea el inquilino o el propietario, habiéndose fijado por el pretor una cantidad de diez sueldos. Esto incluye cualquier cosa que estuviera colocada en el cobertizo o en el alero del tejado, aunque debe entenderse como lo que caiga sobre la vía, sin más, desde una vivienda (Dig. 9, 3, 5, 6-12). Cuando el pretor promulga un edicto que penaliza que se arrojen o derrame algo a la calle y fija una indemnización por el doble del daño, o de 50 aúreos si el resultado es muerte, o variable según los gastos que se le ocasionen al herido para su recuperación y el tiempo que pierda de trabajo, o de entrega del esclavo si él fuese el responsable, se regula una práctica que debía ser cuando menos repetida (Dig. 9, 3, 1, 4 ss.) y mucho más peligrosa a medida que subimos los pisos de la insula.

Eran bastantes los que no parecen tener reparos en arrojar inmundicias a la calle. La resolución de las necesidades higiénicas de la población en los inmuebles de pisos no parece haber quedado satisfactoriamente resuelta en todos los casos y, aunque hubiera letrinas públicas y en la planta baja se dispusiera alguna gran tinaja, muchos sucumbían a la tentación de deshacerse desde los pisos de excrementos, orines y todo tipo de basura. No en vano son constantes las alusiones a la suciedad y al fango en las calles de Roma, a lo que contribuirían en buena medida las caballerías. La presencia de servicios nocturnos de limpieza que sacaban el estiércol de la urbe, confirma, por su función, unos comportamientos poco salubres, pero resulta curioso observar cómo en ningún momento de todo este título del Digesto, se alude a la necesidad de tener limpias las calles, sino en todo caso a la seguridad. En definitiva, no se pretende acabar con esta práctica por que sea antihigiénica, sólo limitarla por el riesgo físico del transeúnte.

Según parece, lo de Roma por las noches era peor que la Plaza Mayor cacereña con el botellón en sus mejores tiempos. Simplemente, era imposible conciliar el sueño, porque un borracho o un carro pasaban por delante de tu puerta. El segundo fue un problema generalizado en todas las ciudades desde que César promulgó una ley que no permitía circular los carros por las calles de la ciudad desde la salida a la puesta del sol.[13] En consecuencia, los suministros que entraban a las ciudades por transporte rodado debían hacerlo por la noche. Juvenal se queja amargamente: en Roma muchísimos enfermos mueren por no dormir; los mismos alimentos malos que se quedan en el estómago ardiente producen la enfermedad, porque ¿qué habitación alquilada permite conciliar el sueño? ¡El dormir en la ciudad cuesta mucho dinero! He aquí la causa principal de la enfermedad. El paso de los grandes carros por las estrechas curvas de los barrios de la ciudad, el clamoreo de los rebaños (Juv. 3, 232-7).

En cuanto a los borrachos, también el poeta latino se despacha a gusto: ... y la agitada vida de la crápula, los que volvían borrachos de las cenas, los panaderos, los asaltantes y ladrones, las patrullas de vigilancia o los jóvenes aristócratas en sus correrías (Juv. 3, 274-88; Dig. 1, 16, 3, 1-4; Sen. Ep. 122). ¡Y eso que no existía la tuna!

Pero es que a plena luz del día, tampoco había tregua: el bullicio de los transeúntes, los maestros y los alumnos, los carros de obras y, sobre todo, los talleres continúan el estrépito. Y las quejas no sólo proceden de la sátira o el epigrama (Mart. 9, 68; 10, 74; 12, 57 y 68). También la correspondencia privada, poco sospechosa de exageración, lo atestigua. Una carta de Séneca a Lucilio, tras describir pormenorizadamente todos los ruidos identificables desde su cenáculo provenientes de las termas que tiene debajo añade cómo ha conseguido inmunizarse contra otros muchos (Sen, Ep. 56.2-5). ¿Y cuál era la solución? Tener mucha pasta para aislarse en una casa amplia, mejor con finca alrededor, vivir en las afueras o, en última instancia, huir a un pueblecito de provincias o a la rústica soledad campesina (Mart. 12.57, 18-20; 4, 64).

Nihil novum sub sole

La casa queda presentada, bajo esta perspectiva socioeconómica, como una fuente incesante de operaciones inmobiliarias y de disputas y problemas, tanto por lo que la relaciona con el interés público como con el interés privado de los vecinos. Pero no muy distante de la realidad cotidiana de una vivienda en medianas y grandes ciudades europeas del s. XXI. Quizá no hemos cambiado tanto. Juzguen ustedes cómo eran los romanos y cómo somos nosotros, cómo, con las variantes particulares de cada época, la historia se repite una y otra vez.