Breviarium

Aquí no hay quien viva

La vivienda, la casa, el hogar es un fiel reflejo del estatus social alcanzado, de la cultura, del carácter y de las relaciones sociales de un pueblo. Las líneas que siguen a continuación nos ayudarán a comprender mejor la civilización romana y hará que nos demos cuenta de que, después de tanto tiempo, no han cambiado mucho las cosas.

La propiedad, para un romano, era un símbolo de éxito social. Sin embargo, como ocurre a día de hoy, donde es afortunado el que puede comprarse una domus y ser dominus (dueño), había en Roma una gran diferencia entre las élites aristócratas y la inmensa mayoría de la población, que se ve obligada a pagar un alquiler elevado por un paupérrimo cubículo o una incómoda buhardilla en el sexto piso de una insula. En Roma, la especulación inmobiliaria alcanzó cuotas salvajes por la fuerte presión demográfica, lo que suponía una alta demanda y una oferta que se aprovechaba de ello. Así, se construían como churros altos bloques de pisos (o insulae) con materiales baratos y, por tanto, poco resistentes, para dar cabida a toda esa gente y cobrarles alquileres abusivos por unos mini-pisos que, en su mayor parte, se hallaban en un estado lamentable y corrían el riesgo de salir ardiendo o derrumbarse.

No dejaban de llenarse los bolsillos de denarios muchas personalidades romanas aprovechándose de esta situación y especulando de forma fraudulenta. Es el caso de Marco Porcio Catón, considerado como paradigma de moral intachable y defensor de las vetustas tradiciones romana de austeridad, modestia y autosuficiencia agrícola, sin embargo, en su vida privada dedicó sus fincas a la explotación de productos de exportación y abusó de inversiones inmobiliarias y bancarias que aportaban dinero más rápidamente y corriendo menos riesgo, para lo que utilizó a veces a testaferros que le permitiesen eludir las propias leyes romanas que a la vez él mismo defendía en el Senado. Más a las claras amasó una gran fortuna el tercer componente del primer triunvirato, Marco Licinio Craso, quien, mientras los propietarios lloraban amargamente de impotencia ante sus viviendas en llamas o a punto de ser alcanzadas, les hacía ofertas de compra muy por debajo del precio real para luego derribarlas, construir nuevos edificios sobre los solares y venderlos a precio de mercado. Y ejemplificante es la rivalidad de César y Cicerón por ver quién conseguía ganar más a base de operaciones especuladoras de carácter inmobiliario. El primero no se cortó un pelo a la hora de expropiar fincas con el pretexto de agrandar el foro de todos los ciudadanos, donde, casualmente, él residía, mientras que El Arpinate se favorecía de los derrumbamientos de establecimientos comerciales suyos para reconstruirlos y recibir pingües beneficios.

Esto hacía que el precio de los alquileres fuera excesivamente alto. En época imperial se equiparaba el precio de un año de alquiler con la cantidad suficiente para adquirir una casa fuera de Roma. Por una planta baja de una insula podían pagarse 30.000 sestercios al año, aproximadamente el cincuenta por ciento más que una renta anual cómoda en provincias.

Como en nuestros días, esta burbuja inmobiliaria procedente de la especulación también estalló en la antigua Roma. En el 33 d. C., siendo emperador Tiberio, se produjo una gran queja pública contra los prestamistas, quienes prestaban dinero a unos intereses elevadísimos y difíciles de pagar (lo que se llama “usura”), ganando más de lo permitido por la ley que había fijado César. Se encargó al pretor que se hiciese cumplir la ley, pero, curiosamente, puesto que la mayoría de los senadores también incumplía las normas y se enriquecía practicando más que nadie la usura, se solicitó a Tiberio que diera una moratoria de un año y medio a cada prestamista para acomodar sus cuentas a lo establecido. ¿Qué ocurrió? Pues que como todos quisieron ejecutar los créditos que tenían pendientes, el sistema se colapsó. El nivel de deudas de una buena parte de los ciudadanos era tan elevado que sólo podían hacer frente a sus acreedores vendiendo propiedades, y las ventas masivas provocaron el hundimiento de los precios. Exactamente igual a lo que ha ocurrido en España.

¿Cómo se solucionó? Tiberio prestó dinero sin usura de su propio capital (del de todos los ciudadanos), una medida excepcional para paliar los efectos de la crisis. Pero el emperador recuperó rápidamente lo prestado acusando falsamente y condenando a Sexto Mario, el hombre más rico de Hispania, propietario de una parte de las minas de oro situadas en la antigua "Sierra Morena", a ser arrojado desde la roca Tarpeya. Sus minas fueron confiscadas y pasaron directamente a manos de Tiberio.

Por otra parte, los que vivían en las insulae estaban expuestos a serios riesgos. Y es que los incendios constituyeron un factor de primer orden en la renovación de los inmuebles urbanos. Cuanto más alto fuera el piso, menos se pagaba de alquiler, pero más riesgo corrían los inquilinos de morir abrasados por las llamas: los que vivían bajo el tejado, al declararse un incendio en las plantas inferiores, no oían los gritos y advertencias de los afectados hasta que las llamas los devoraban. Roma sufrió más de cuarenta incendios de importancia, sobre todo el que se produjo en época de Nerón, que dejó intactas sólo cuatro de las catorce regiones.

La frecuencia de incendios era debida, principalmente, a la existencia de numerosas medianeras que favorecían el rápido contagio del fuego y de calles estrechas, a lo que hay que sumar el uso abusivo de la madera en las construcciones y de braseros como sistema de calefacción y la ausencia de chimeneas, lo que impedía que se expulsaran junto con el humo las cenizas incandescentes de la madera que ardía. Y si un edificio no era consumido por las llamas, tampoco se iba a librar fácilmente de quedar en ruinas o derrumbarse por el mal estado de los materiales utilizados. Juvenal se queja amargamente: vivimos en una ciudad sostenida en gran parte por puntales esmirriados, pues es así como el casero previene un hundimiento. Cuando ha tapado la rima de una grieta antigua, dice “podéis dormir tranquilos”. ¡Y el derrumbe está encima! (Juv. 3, 193-6). Todo ello está relacionado con la especulación anteriormente tratada: viviendas de poca calidad, pequeñas pero muy numerosas, rápidamente construidas y siempre con la intención de lograr la mayor rentabilidad posible, a lo que hay que añadir el poco grosor de los muros, que los hacía poco resistentes.

Como ocurre en cualquier comunidad de vecinos actual, la casa aparece para el propietario como una fuente de fricciones con los vecinos y con el interés público. Por ejemplo, Híbero ha construido un baño y hace circular el agua y el calor por tuberías pegadas a la pared del vecino, que tiene un almacén al otro lado y que está con la mosca detrás de la oreja. O Urso Julio, que se ha encontrado de repente aspirando en casa los vapores del baño de Quintila y que no sabe si demandará. Pero peor olor debe soportar el propietario del piso que está encima de la fábrica de quesos arrendada por Cerelio Vital, al que aquél puede denunciar si no está sometido a una servidumbre de humos.

También se daba el caso de que no conocieras a tu vecino. Era el caso de un vecino de Marcial llamado Novio, que, aunque vivían justo al lado, a sendos lados de un tabique, sin embargo no se veían nunca (1, 86). Por lo demás, los balcones o ventanas con macetas establecieron una vía de comunicación entre esclavas, o esclavos, y también entre mujeres libres vecinas, en una sociedad netamente patriarcal pero más tolerante y aperturista que la griega respecto a las mujeres. En cualquier caso, las relaciones sociales se anudaban mejor, bien dentro de la propia casa, o bien en marcos extradomésticos como el foro o las termas para el caso de los hombres.

Pero había que tener cuidado al pasear por las vías y, sobre todo, de noche. Así lo advierte Juvenal: considera ahora otros peligros diversos, los de la noche. El espacio que queda hasta el nivel de los tejados, desde el que un tiesto te hiere el cráneo cada vez que por una ventana se caen vasijas rotas y desportilladas; mira con qué potencia marcan la losa en la que dan (Juv. 3. 268-72). Eran bastantes los que no parecen tener reparos en arrojar inmundicias a la calle. La resolución de las necesidades higiénicas de la población en los inmuebles de pisos no parece haber quedado satisfactoriamente resuelta en todos los casos y, aunque hubiera letrinas públicas y en la planta baja se dispusiera alguna gran tinaja, muchos sucumbían a la tentación de deshacerse desde los pisos de excrementos, orines y todo tipo de basura.

Según parece, lo de Roma por las noches era peor que la Plaza Mayor cacereña con el botellón en sus mejores tiempos. Simplemente, era imposible conciliar el sueño, porque un borracho o un carro pasaban por delante de tu puerta. Desde que César promulgó una ley que no permitía circular los carros por las calles de la ciudad desde la salida a la puesta del sol, los suministros que entraban a las ciudades por transporte rodado debían hacerlo de noche. Juvenal se queja amargamente de no poder pegar ojo (Juv. 3, 232-7). Pero es que a plena luz del día, tampoco había tregua: el bullicio de los transeúntes, los maestros y los alumnos, los carros de obras y, sobre todo, los talleres continúan el estrépito. (Mart. 9, 68; 10, 74; 12, 57 y 68, Sen, Ep. 56.2-5). ¿Y cuál era la solución? Tener mucha pasta para aislarse en una casa amplia, mejor con finca alrededor, vivir en las afueras o, en última instancia, huir a un pueblecito de provincias o a la rústica soledad campesina (Mart. 12.57, 18-20; 4, 64). Beatus ille...

La casa queda presentada, bajo esta perspectiva socioeconómica, como una fuente incesante de operaciones inmobiliarias y de disputas y problemas, tanto por lo que la relaciona con el interés público como con el interés privado de los vecinos. Pero no muy distante de la realidad cotidiana de una vivienda en medianas y grandes ciudades europeas del s. XXI. Quizá no hemos cambiado tanto. Juzguen ustedes cómo eran los romanos y cómo somos nosotros, cómo, con las variantes particulares de cada época, la historia se repite una y otra vez.