Preámbulo - SDRS

SACRIFICIO Y DRAMA DEL REY SAGRADO

Genealogía, antropología e historia del mito de Cristo

PREÁMBULO

Los orígenes y antecedentes del cristianismo, desde una perspectiva alternativa y crítica

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© Eliseo Ferrer

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1. Otro enfoque de los orígenes del cristianismo.

Vaya por delante que ésta no es una obra de consenso académico; y tampoco una obra guiada por la fe religiosa, ni por los presupuestos decimonónicos del ateísmo antirreligioso y anticristiano. Decía el mitólogo Joseph Campbell que la humanidad se divide entre quienes creen literalmente los textos sagrados (creyentes) y quienes no creen en ellos (ateos). Pero, como en su caso, aquí nos separamos de esta disyuntiva para adoptar una postura diferente, pues de lo que se trata no es de afirmar o de negar las creencias cristianas, sino de estudiarlas, entenderlas y comprenderlas. No se trata de aceptar sin más esta dicotomía y de tomar postura, sino de proponer una posición fundamentada en postulados ajenos a la fe que nos desmarcan también tanto de las posiciones seculares del ateísmo militante como de los planteamientos y los lugares comunes de cierto agnosticismo académico encadenado a la ideología de la Iglesia. Nos encontramos ante una obra guiada por la seducción y la perplejidad frente al fenómeno religioso de alguien que abandonó la fe en su lejana adolescencia y carece, por tanto, de todo vínculo personal con la transcendencia; de alguien que mantiene unas posiciones de partida que pudiéramos definir bajo el rótulo de «ateísmo esencial» o «esencialista»,[1] pero que se ha visto fascinado por el fenómeno antropológico de la fe en el «más allá» hasta el punto de descubrir en él esa indudable fuerza creativa que ha determinado y conformado la filosofía, la historia y los modos de vida de los diferentes pueblos y culturas.

En este sentido, dentro de la amplitud del campo antropológico que presenta «la religión», me ocupo en este trabajo del estudio objetivo de los antecedentes, la trayectoria espiritual y las manifestaciones místicas precristianas, en la medida en que me ha sido posible diseccionar los delirios de la conciencia subjetiva a través del lenguaje común y objetivado de la ciencia. Y si para ello me sitúo fuera de una teoría de la religión basada exclusivamente en la teología, lo hago también al margen de una perspectiva exclusivamente animista y de la unilateralidad propia de las visiones del naturalismo cosmológico; para integrar todo ello en una larga perspectiva dialéctica que engloba estos tres referentes en un orden temporal diacrónico (cosmología, animismo y teología), y que implica como disciplinas fundamentales a la antropología, a la historia antigua y a la hermenéutica de los primeros textos judeocristianos. Digamos que, entre el lejano horizonte que perfila el hombre primitivo en su relación con los númenes animales, como primeros síntomas de lo sagrado, y la consolidación de la Iglesia a través del poder imperial del Imperio romano, establezco varias líneas de significación y sentido, a las que hemos de seguir la pista en la medida que lo permitan los datos, los documentos disponibles y la lógica interna de los acontecimientos. Un plan que, utilizando el esquema formal del materialismo filosófico (religión primaria de los númenes animales, religión secundaria o mitológica y religión teológica o terciaria),[2] me permite situar el campo de mi trabajo entre la mitología del Neolítico (elaborada sobre la base de la cosmología y el animismo) y la teología posterior (que fundamentó el platonismo, desarrollo explícitamente Aristóteles, organizó más tarde Filón de Alejandría e hicieron suya el gnosticismo cristiano y el cristianismo de la Iglesia).

Aclaremos de antemano que el cristianismo de los «orígenes» fue un fenómeno enormemente complejo que nada tuvo que ver con las simplificaciones de los catecismos de la Iglesia, ni con las ficciones que más tarde construyeron los reformadores luteranos a través de su ucronía de pureza. Los obispos crearon las fabulaciones originarias, y trece siglos después los discípulos de Lutero creyeron encontrar el verdadero cristianismo tras la Iglesia y más allá de ella; pero lo que en realidad encontraron fueron las artificiales bases que el catolicismo eclesiástico había creado a finales del siglo segundo. Simplificaciones tan esquemáticas e ideologizadas, tan de cartón piedra, como las conclusiones a las que llegaron la mayoría de los postulados del comparatismo abstracto de finales del siglo diecinueve y muchas de las visiones de la corriente de la Historia de las Religiones, generalmente a remolque de la teología luterana y del poso insustituible de los dogmas de la Iglesia. A principios del siglo pasado, Ortega escribió unos párrafos dentro de su obra Historia como sistema que me produjeron honda impresión hace ya muchos años, y que hoy, un siglo después de haber sido escritos, siguen manteniendo toda su actualidad y vigencia. «Me parece en alto grado sorprendente —escribía— que hasta la fecha no exista (al menos yo no la conozco) una exposición del cristianismo como puro sistema de ideas, pareja a la que pueda hacerse del platonismo, del kantismo o del positivismo. Si existiese (y es fácil hacerlo), se vería su parentesco con todas las demás teorías como tales y no parecería la religión tan abruptamente separada de la ideología».[3] Un siglo después de estas palabras, creo que la aspiración de Ortega continúa sin resolverse de manera satisfactoria: se han escrito miles y miles de estudios sobre el asunto, pero la gran mayoría de ellos (por lo menos los más interesantes) basados siempre en los planteamientos analíticos de la filología y en la imposible, fantasiosa e indocumentada historia de un hipotético «cristianismo primitivo» sin base ni fundamento alguno; cuando no en planteamientos metafísicos inspirados en la fe y en la teología, que hicieron inviable cualquier propuesta medianamente aceptable y veritativa.

No otra cosa es lo que encontramos a lo largo de todo el siglo veinte, inaugurado en sus primeras décadas por los métodos «histórico-críticos» de la denominada «Escuela de Formas» (Martin Dibelius, Karl L. Schmidt y Rudolf Bultmann): un avance sin duda considerable en la investigación sobre los orígenes cristianos que, sin embargo, sucumbió y se estrelló contra los dogmas de la teología luterana. Como tantas veces se ha reconocido, los métodos histórico-críticos de estudio del Nuevo Testamento y la Historia de las Formas no se enfrentaron a problemas históricos desprovistos de apriorismos y preconcepciones ideológicas, sino a cuestiones teológicas. Es decir, el residuo último del análisis de las formas fue, en cuanto a su contenido, «un hecho histórico documental, pero aquello que en él se contemplaba era una expresión religiosa viva. Es decir, fue la respuesta del teólogo a la inquietud del creyente moderno. De esta manera, el método de la “historia de las formas” fue, por encima de todo, un método intrínsecamente teológico».[4] Y todo esto explica, creo yo, esa incomprensible dicotomía semántica con la que el teólogo Rudolf Bultmann aparece hoy ante los lectores contemporáneos de sus obras;[5] en las que, por una parte, subrayaba el trasfondo mitológico de los orígenes cristianos (ponía una vela al diablo), y, por otra, sustentaba el valor sagrado de las Escrituras a través de la fe en Cristo (ponía una vela a Dios).

Y otro tanto ocurría con los discípulos de esta escuela y con la posterior «Historia de la Redacción» (Hans Conzelmann, Günther Bornkamm, etc.), considerada ésta como «la rectificación de un voluminoso error de perspectiva»; pero cuya aportación al progreso de la metodología de la historia del cristianismo fue prácticamente nula. Y ello porque se partía de «un prejuicio teológico que impedía a estos escrituristas el uso pleno de los métodos de la crítica histórica y literaria».[6] Por lo que hemos de reconocer que los denominados métodos histórico-críticos del Nuevo Testamento fracasaron, en sus varios intentos y fases, porque surgieron de prejuicios y preocupaciones religiosas propias de los ámbitos confesionales ajenos al mundo de la ciencia; pero, fundamentalmente, porque sus trabajos se vieron sustentados siempre por los axiomas de la teología, y porque su estrecha perspectiva textual del judaísmo posterior al Libro de Daniel (siglo segundo antes de nuestra era) no sobrepasó nunca el ámbito de los «textos inspirados» del Nuevo Testamento.

A pesar de todo lo cual, estos fracasos no fueron enteramente estériles en cuanto a difusión ideológica, ni cesaron a mediados del siglo pasado. No hemos de olvidar que estas erráticas visiones metafísicas surgidas del luteranismo contemporáneo terminaron ejerciendo una influencia extraordinaria no solo en el ámbito de la docencia religiosa, sino también en el mundo académico norteamericano y europeo. Terminaron arrastrando a muchos funcionarios universitarios, agnósticos y ateos, y dejando una indeleble huella en sus abstracciones analíticas que, aunque ajenas a la fe religiosa, continuaron (y continúan) trabajando sobre las mismas premisas teológicas y utilizando los mismos «textos inspirados» de los evangelios como exclusiva referencia de sus investigaciones. Y, por supuesto, como derivación de esta estrechez de miras, y de la perenne y sempiterna presencia ideología de la Iglesia, fundamentando el cristianismo en unos postulados inverosímiles e indemostrados que respaldan un «punto cero» a partir del cual explican el desarrollo de una fe nueva. Una visión pretendidamente «histórica» la que ofrecen en muchas universidades actuales, pero tan dudosa y alejada de proposiciones veritativas (un «galileo rebelde», un «profeta apocalíptico», un «maestro de sabiduría», un «taumaturgo milagrero, un «iluminado gnóstico»…) como la que continúa ofreciendo la teología que les sirvió de base e inspiración: muy en esquema, según ésta, el descenso del Hijo de Dios a la tierra para hacerse hombre, su encarnación en el vientre de María y el mágico abandono de la intemporalidad del mito en favor de la historia humana, con el fin de redimir a los mortales de un supuesto pecado cometido por el primer hombre, Adán.

Pero aquí no hablamos de teología: hablamos de los inútiles intentos de la filología y de cierta investigación histórica contemporáneas que, inspiradas en contenidos teológicos y basadas en planteamientos abstractos (metafísicos), aislados (analíticos) y parciales (fragmentarios), se practican hoy en la mayoría de las universidades norteamericanas y europeas. Planteamientos metodológicos que, aunque alejados de la fe, reducen la mayor parte de las veces a los textos del Nuevo Testamento, y muy especialmente a los tres evangelios sinópticos, su único campo de investigación. Y en ese caldo de cultivo, dentro de los materiales de la teología, en unos textos originariamente de carácter simbólico y considerados sagrados por los creyentes, es donde creen poder encontrar las imposibles razones históricas de un «punto cero» a través del cual explicar la figura de Jesús y satisfacer, a un mismo tiempo, las propias aspiraciones de su menguado horizonte intelectual e ideológico. Algo así, si se me permite la analogía, como si a partir de un bloque de granito un escultor pretendiese dar forma, a martillazos, a un busto de bronce o a una imagen de madera.

Así es como, fuera de los ámbitos confesionales, encontramos hoy esa rama de la literatura fantástica de volúmenes y volúmenes de centenares de páginas que nos hablan, al margen de toda propuesta veritativa, y a modo de evangelios apócrifos contemporáneos, del «proceso a Jesús», de «la infancia de Jesús», de «los milagros de Jesús», del «robo del cadáver de Jesús», de «los viajes a la India de Jesús», de «las relaciones de María Magdalena con Jesús», de «la rebeldía antirromana de Jesús», de «los años perdidos de Jesús», etc., etc., etc. Inútiles ensayos y tratados de ficción, pero muy rentables económicamente, encadenados siempre a la fatalidad de su «círculo hermenéutico»[7] (como ocurrió, en otro orden, con las tres famosas «búsquedas del Jesús histórico»[8] y en cierta medida con el «Jesus Seminar» del Westar Institute), con los que, a base de suposiciones, preconcepciones ideológicas y prejuicios, sus autores rellenan un campo de estudio prácticamente inerte en el que, objetivamente, no hay más que un puñado de textos con interpretaciones de interpretaciones de otros textos. Porque ése es el cristianismo creado por la Iglesia a finales del siglo segundo: un campo de estudio abierto a la imaginación y a la ficción histórica donde, en ausencia de hechos constatables y con apenas una docena de textos, lo poco que encontramos son interpretaciones de interpretaciones anteriores.

De esta forma, y para que no haya equívocos, lo he dejado muy claro al principio. Ésta no es una obra de consenso; no es tampoco una obra confesional ni una obra antirreligiosa; ni, por supuesto, una obra que responda a la mansedumbre de los esquemas académicos al uso, a pesar de la abundancia de citas de autores consagrados que se ofrecen en sus páginas.

2. El papel y el lenguaje del mito.

No hay duda de que los hombres de las culturas primitivas, que convivieron supeditados al medio y en igualdad de condiciones con los animales del entorno, experimentaron inicialmente, si no la superioridad sobre las distintas entidades circundantes (que llegaría más tarde), sí la necesidad de explicar el mundo a través del sentido que poco a poco proporcionarían los mitos: complejos ideológicos ajenos por completo a las nociones de «sujeto» y «objeto» que acuñaría mucho tiempo después la modernidad europea. Un mundo en el que únicamente funcionaba el «yo» y el «tú»,[9] referida esta relación a todo tipo de entidades, animadas o inanimadas, que desbordaban el estatus corpóreo del hablante; y donde no había lugar para el «él», el «ello» o «lo otro» como algo diferente y alejado del observador: aquella distancia que permitiría la base constitutiva de lo que la tradición filosófica y la epistemología darían en denominar «el objeto» y «el sujeto», siempre en relación de interdependencia entre uno y otro. Hablamos de un mundo primitivo con un espacio vital compartido en igualdad de condiciones con otras especies animales y con otros elementos de la naturaleza circundante, que homologaba todos los elementos y hacía imposible toda clasificación y toda noción de rango y diferencia.

Más tarde, evidentemente, los hombres prehistóricos «experimentaron» una superioridad de estatus ontológico sobre el resto de los animales de la creación, que dio lugar dentro de este proceso (o como consecuencia de él) a narraciones basadas en confusos razonamientos sobre los orígenes, que venían expresados a través del lenguaje mítico: relatos que generalmente hablaban de la «nostalgia» de una unidad perdida y del fabuloso comienzo de los tiempos, que explicaban y ofrecían sentido al mundo de la experiencia cotidiana. De esta forma fue como, a lo largo de la prehistoria, la protohistoria y los primeros siglos del mundo antiguo, pudo hablarse de «fragmentación y muerte de la divinidad», de «resurrección», de «descenso del hijo de dios» a la tierra, de «encarnación humana de dios», de la «chispa de luz divina» dispersa por el mundo tras la fragmentación de la «unidad originaria», etc., etc., etc.

Y en todo ese proceso que separó la animalidad salvaje y prácticamente indiferenciada con las bestias de los primeros homínidos, y las hordas del Homo sapiens, primero, y las culturas de la protohistoria, después, resultó fundamental el nacimiento, el desarrollo y el papel operatorio del mito: la guía de referencia, el código de conducta, el sistema de enseñanza, el manual de aprendizaje, el «catecismo» y el mapa del mundo del hombre primitivo; algo que, en buena medida, ha sobrevivido hasta nuestros días con nuevas formas y nuevas narrativas acomodadas a los tiempos modernos y a las diferentes circunstancias. Decía Mircea Eliade que el mito era una realidad cultural extremadamente compleja, que podía abordarse e interpretarse en perspectivas múltiples y complementarias. Y partía de una formalización de carácter muy general que puede servirnos en estas primeras páginas por su carácter introductorio: «Personalmente, la definición que me parece menos imperfecta, por ser la más amplia —señalaba—, es aquélla que cuenta que el mito es una historia sagrada, y relata un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos. O, dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de seres sobrenaturales, una realidad vino a la existencia, sea ésta la realidad total, cósmica, o solamente fragmentaria: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Se trata, pues, siempre del relato de una creación».

Precisemos, sin embargo, que el Diccionario de la Real Academia de Lengua Española ofrece varias acepciones diferentes de la palabra «mito». Por una parte, y en línea con la definición general que acabamos de proponer, la Academia lo define como: «Una narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico». Ciertamente, una definición muy poco satisfactoria desde el punto de vista de nuestro interés, que complementa con otras tres acepciones algo confusas y no del todo bien explicadas, dentro de las cuales vamos a rescatar tan sólo la que se refiere a una «historia ficticia», o a «un personaje o cosa a la que se le atribuyen cualidades o excelencias que no tiene». Porque, por lo general, y desde el mundo griego hasta nuestros días, el racionalismo y la teología han interpretado generalmente el mito en la línea de esta última acepción peyorativa. Digamos que, por indudable influencia de la filosofía griega y más tarde de la Iglesia, se ha visto siempre al mito y a la mitología como algo que implicaba «falsedad», a pesar de su apariencia verdadera. Aquello que, en contra de lo que enunciaba, no existía o no podía existir en realidad, simulando verdad ontológica dentro de un determinado contexto narrativo en el que operaba tan solo la mera ficción discursiva o la leyenda fabulosa. Jenófanes (565-470), antes de Platón y Aristóteles, fue el primero en criticar y rechazar las mitologías de Homero y Hesíodo; de tal manera que «los griegos fueron vaciando progresivamente al mythos de todo valor religioso o metafísico. Opuesto tanto al logos como más tarde a la historia, mythos terminó por significar todo “lo que no puede existir en la realidad”».[10]

Si bien, como comprobaremos a lo largo de esta obra, a partir del siglo diecinueve y de las primeras décadas del veinte, llegó a interpretarse el mito con otros significados y de manera muy diferente: casi en sentido inverso a la acepción peyorativa que le habían adjudicado la tradición del racionalismo y la teología. Digamos que se descubrió en él algo así como un discurso constitutivo y fundador de determinadas instituciones primitivas: una narración aparentemente fabulosa, si la tomábamos en su sentido literal, pero (en sentido contrario al modelo anterior) con enseñanzas y significados ocultos que pretendían un «discurso verdadero» bajo su aparente sencillez expositiva. No en vano, ya el Sócrates platónico había declarado que sería irrazonable creer que las cosas son como ellos (los mitos) dicen que son, aunque no negaba que las cosas que transcendían el entendimiento fuesen aproximadamente de esa índole.[11]

Por supuesto, de los dos planos de significación del mito propuestos, nosotros vamos a referimos a esta segunda modalidad, que es lo que de verdad interesa a nuestro propósito; dejando el primer plano, el de la «falsedad» oculta bajo la apariencia de verdad, el que se refiere a «lo que no existe» o «no puede existir en la realidad», para mejor momento y ocasión; pues entiendo que una vez desarrollado el plano esencial y realmente complejo del Mito de Cristo, los demás posibles planos de significación mítica del cristianismo primitivo podrán darse por añadidura y derivarse con facilidad. Así, en el sentido que nos ocupa, y de manera muy diferente al mero texto narrativo, a la crónica de los hechos del pasado o a la literatura oral, didáctica o de entretenimiento, diremos que el mito es una composición de lenguaje y significados que, por medio de símbolos y a través de un relato de fácil comprensión y lectura, apunta a una racionalidad (a través de personajes heroicos, divinos o semidivinos) que interpreta y explica determinados aspectos de la realidad sociocultural de un grupo primitivo determinado. En muestro caso concreto, aquello que sustenta y da razón del eje conformado por las ideas fundamentales de «descenso del hijo de dios», «encarnación», «salvación» y «muerte-resurrección», reelaboradas y reinterpretadas, una vez más, en el contexto del judaísmo del siglo primero.

3. El mito, inseparable del ritual.

En este sentido, la escuela o corriente simbolista concebía los mitos como narraciones portadoras de símbolos y hasta de «verdades» metafísicas ocultas tras la lectura literal, primaria y aparentemente falsa de sus textos. Dentro de esta escuela encontramos, por ejemplo, a Carl G. Jung[12] y a su discípulo Károly Kerényi[13] y su teoría de los arquetipos; además de filósofos como Ernst Cassirer[14] o Paul Ricoeur,[15] o historiadores de la religión como Mircea Eliade.[16] Asimismo, determinados autores franceses como Georges Dumézil[17] o Marcel Mauss[18] adoptaron, dentro de esta corriente simbolista, un enfoque sociológico para considerar al mito como un sistema institucionalizado de símbolos que codificaba la conducta de los pueblos primitivos y organizaba la acumulación de técnicas y experiencias. Por su parte, para Bronislaw Malinowski[19] y su antropología funcionalista, los mitos y los ritos conformaron instituciones creadas por el hombre con la finalidad de reforzar la cohesión y la unidad de determinados grupos socioculturales, garantizando su supervivencia: desde las estructuras de poder a los argumentos de autoridad, pasando por la ejemplaridad social y el refuerzo de las conductas, todo aparecía codificado en sus relatos. Y, finalmente, para el estructuralismo de Claude Lévy-Strauss,[20] el mito vendría a ser algo así como un complejo entramado de relaciones de significado dentro de las cuales resultaba obligado aislar los elementos constitutivos para descubrir en ellos su «estructura profunda subyacente», de carácter intemporal y permanente. De alguna manera, para esta escuela los mitos y sus narraciones reflejaban la primitiva conciencia de una unidad perdida y disuelta en la multiplicidad y la bipolaridad de contradicciones irreconciliables.

Como yo no pretendo elaborar una teoría del mito, sino formalizar tan solo mi método de trabajo para que el lector tenga una orientación de base a la que atenerse, hago mías las propuestas simbolistas y funcionalistas; junto a las cuales añado la consideración del mito en tanto que discurso unido indisolublemente al ritual. En primer lugar, y como rasgo general, no podemos separar uno y otro porque, en el contexto semántico en el que hablamos muchas veces de «mitología», no se encuentra muy clara y delimitada la distinción del mito «propiamente dicho» frente a otras narraciones de tipo analógico, alegórico, simbólico, etc. Y, en segundo lugar, porque existen tantas clasificaciones míticas como queramos establecer: mitos cosmogónicos, fundacionales, antropogónicos, teogónicos, morales, sexuales, etc.; sin olvidar los mitos escatológicos y soteriológicos, que son los que de verdad nos interesan en esta obra.

Es decir, cuando hablo del mito del que nos ocupamos en esta obra (escatológico y soteriológico, principalmente), me refiero a una narración de carácter intemporal, más o menos modificada en sus aspectos formales a lo largo del tiempo, que contiene varios niveles de lectura (meramente textual y de iniciación, alegórica y simbólica o profunda) y que se refiere, más allá de la simplicidad del texto, a una «historia verdadera», según el criterio del destinatario. Una historia que implica una interpretación «racional» (emic) del mundo y de la salvación, y que proporciona modelos de conducta, al tiempo que confiere sentido y valor a la existencia. Rasgos que Eliade asociaba en muchos casos a los círculos de iniciación de determinadas sociedades secretas y semisecretas.[21] Y que, además de todo ello, yo vinculo a la práctica del ritual, base constitutiva de todo mito religioso en general y de todo mito soteriológico y salvacionista en particular.

De esta manera, podemos decir que la presencia del ritual demarca y perfila con mucha más claridad y nitidez mi definición del mito de salvación y redención. Entre otras cosas, porque es difícil imaginar el mito religioso, primordial y genuino, sin el ritual; «es decir, un comportamiento y un hacer solemnes que elevaban al ser humano a una esfera superior»[22] sobre la base de un discurso previamente establecido. Y también, y muy importante, porque nadie duda ya de que «el culto sin el mito no existe y tampoco hubo un mito auténtico que careciese de un culto y de un ritual determinados».[23] O lo que es lo mismo: en nuestra concepción, el mito y el ritual se superponen alternativamente como las dos caras de una misma moneda, sin que pueda separarse el uno del otro ni establecerse un orden de rango o prioridad.

Gustavo Bueno, por su parte, desatendió la doble dirección interpretativa de la que nos hemos servido para fundamentar nuestra elección (la de aquello que no puede existir en la realidad, por un lado, y la que apunta al sentido oculto, por otro, de ciertos relatos arquetípicos y ejemplares) para hablar, desde un punto de vista valorativo, de dos tipos de mitos. Para Bueno[24] hubo y hay todavía en nuestros días mitos «iluminadores», que guiaron y guían a los hombres en la acción y el desarrollo de las instituciones culturales, y mitos «oscurantistas» que, por contra, ocultan, falsean e impiden las posibilidades de ese desarrollo. Por eso yo entiendo en las últimas páginas de esta obra que el Mito de Cristo, más allá de los significados ancestrales del relato salvacionista, terminó presentando la doble perspectiva de valor acuñada por el fundador de la Escuela de Oviedo. Pues sucedió, por expresarlo de manera resumida, que a finales del siglo segundo fue dictaminado un antes y un después en la esencia del Mito de Cristo, al sustraerlo la Iglesia de la intemporalidad de la que gozaba en la literatura apocalíptica, en el protognosticismo y en el gnosticismo cristiano, y hacer pasar su relato fabuloso por un acontecimiento histórico acaecido en la Judea y la Galilea del siglo primero.

En la fase de manifestación definitiva y última del mito neolítico del Rey Sagrado (los tiempos finales del helenismo, las cartas paulinas, el protognosticismo y el gnosticismo cristiano), el discurso y la narración que explicaban el papel operatorio del Mesías judío (Cristo) presentaba un aspecto «iluminador» (el del juez escatológico o el del revelador de la luz y la sabiduría divina); para convertirse, a partir del siglo tercero, y según el lenguaje que tomo de Bueno, en un discurso «oscurantista», propiciado por la transformación llevada a cabo a través de la dogmática eclesial, al convertir sus elementos intemporales (la encarnación y el descenso del Hijo de Dios de los que hablaba el mito iluminador de la mística judeocristiana) en un hecho histórico irrepetible y asociado a la redención del pecado por la sangre. Digamos, de manera muy resumida, que la dogmática de la Iglesia, incompatible con el lenguaje abierto y con la libertad creativa de la gnosis cristiana, petrificó y llevó el mito gnóstico al absurdo y a la esclerosis semántica, convirtiendo en una ucronía la literalidad del discurso alegórico y simbólico de los evangelios. Un fenómeno que puede analizarse desde varias y múltiples perspectivas, y que Eliade explicaba en términos de preferencia y de supervivencia institucional cuando afirmaba que «los primeros teólogos cristianos tomaron el vocablo “mito” en el sentido que se había impuesto desde hacía siglos en el mundo grecorromano: el de “fábula, ficción y mentira”. En consecuencia, se negaban a ver en la persona de Jesús un personaje “mítico” y en el drama cristológico un “mito”. Así, desde el siglo segundo, la teología cristiana se vio precisada a defender la historicidad de Jesús a la vez frente a los docetistas y a los gnósticos, y frente a los filósofos paganos».[25]

4. El arcaico mito del Sacrificio del Rey Sagrado.

He aquí la línea directriz en la que fundamentamos esta obra, cuyas páginas están dedicadas al estudio diacrónico y evolutivo del complejo mítico que, por unos u otros derroteros, y tras siglos y siglos operando entre las sociedades del Medio Oriente, desembocó en la literatura apocalíptica judía (siglo primero de nuestra era y los dos siglos anteriores); en el Libro de la Sabiduría (siglo primero antes de nuestra era); en el epistolario de Pablo de Tarso (siglo primero) y en los textos del gnosticismo judeocristiano (siglos primero, segundo y tercero). Y que dio lugar al mito del Mesías-Cristo de Israel, de carácter celeste y preexistente: antecedente cultural indudable del Cristo-Jesús que hemos recibido a través de la tradición dogmática de la Iglesia. Pues, por más sorprendentes que puedan parecer estas afirmaciones, ya en las primeras décadas del siglo pasado el teólogo Rudolf Bultmann dejaba claro que, según el mito, «las divinidades a las que se rendía culto en las religiones de misterio habían padecido el destino mortal humano, pero habían resucitado de entre los muertos. Y justamente en el destino de estas divinidades, según la fe de sus fieles, se fundaba la salvación de los iniciados […]. La figura del salvador del mito gnóstico estuvo emparentada con tales figuras, cuyo origen debe buscarse en las antiguas divinidades de la vegetación, en la medida en que en esa figura ha dejado su huella de manera especialmente enfática aquella paradoja de la encarnación de un ser divino (una divinidad-hijo) y de su destino humano».[26]

En la misma línea se manifestaba Ugo Biancchi,[27] en 1966, en el Coloquio de Mesina (Italia) sobre los orígenes del gnosticismo, a la hora de establecer una línea de continuidad entre las divinidades de la vegetación, los cultos de misterio y la mitología del salvador del gnosticismo cristiano, de la que la Iglesia obtuvo las líneas maestras de su doctrina redentorista. Y las mismas posiciones manifestó en 1978, en su obra En quête de la Gnose, el especialista francés Henri-Charles Puech, para quien «un personaje central de los mitos y de los sacramentos gnósticos, la Madre, respondía al tipo universal en Asia Menor de la Diosa Madre: el resultado de la mezcla de la Atargatis de Hierápolis, la Astarté fenicia, la Afrodita siria, la Ishtar babilónica y la Anahita persa».[28] Según Puech, en las sectas gnósticas más antiguas encontramos dos personajes que sobresalían por encima de todos los demás: el Padre y la Madre. «La Madre era el Pensamiento del Padre. Y este “pensamiento” caía en la materia, en la que se veía retenido a veces por ángeles y en otras ocasiones por arcontes, que eran al mismo tiempo los creadores de este mundo inferior de los hombres. En los primeros sistemas, era el Padre mismo quien descendía para poner a salvo a su Pensamiento caído y cautivado. […] Pero hubo otros sistemas en los que la pareja del Padre y la Madre se completaba con un Hijo que representaba papeles diversos: o bien era el Hombre, el Hijo del Hombre, el Hombre arquetípico, y a veces era él mismo quien caía en la materia; o bien era el salvador preexistente de la Sophia caída, el Christós metafísico».[29] De acuerdo con este autor, «las sectas gnósticas cristianas no solo se constituyeron sobre el tipo de las religiones helenísticas de misterios, no solo se transmitieron en ellas revelaciones de personajes o de profetas transcendentes (Seth, Cham, Zoroastro, Parkôr, María o los discípulos de Jesús), sino que además las doctrinas se ofrecieron como descubiertas en éxtasis».[30] De hecho, como veremos, en las cartas de Pablo de Tarso, iluminado en el camino de Damasco al estilo gnóstico, aparecían claramente entrelazados el mito mistérico de la muerte y resurrección de la divinidad y el mito gnóstico, de carácter zoroastriano y helenístico, del descenso del Hijo de Dios a la tierra.

Nos encontramos, en definitiva, ante un discurso mítico perpetuado a través de los siglos que, en sus orígenes, apareció conceptuado en los cultos neolíticos de la vegetación como el «Sacrificio del Rey Sagrado». Éste fue el sintagma que acuñó Sir James G. Frazer en La rama dorada[31] (1890-1922), en referencia al fenómeno de la muerte, el despedazamiento y la resurrección del hijo de la diosa neolítica, dentro del contexto del nacimiento de la agricultura y del cultivo de las plantas y los cereales. Pero cuyas imágenes arquetípicas evocan una antigüedad que nos remonta al tiempo de los cazadores paleolíticos; pues, si el cultivo de las plantas y los cereales llegó a implicar una atención inédita al proceso productivo (la muerte y la resurrección de las semillas), las antiguas sociedades de cazadores habían observado ya muchos siglos atrás el cambiante semblante de la luna y sus constantes repeticiones, interpretadas como una muerte y una resurrección celeste de carácter cíclico y permanente.

En esta línea, lo que yo propongo en esta obra es el estudio de un complejo mítico que halló su referente en las imágenes de las primitivas sociedades de cazadores, y tuvo como base el descubrimiento de la agricultura y la creación del primer sistema de producción y almacenamiento de la historia, en el Neolítico; que satisfizo, de manera sedentaria, organizada y planificada, las necesidades materiales básicas de los pobladores de determinadas cuencas fluviales en vías de desarrollo. Al objeto de lo cual, estas culturas agrícolas utilizaron unas técnicas en su modo de relación supervivencial con el medio (un especial contacto con la tierra; la siembra y la recolección periódicas; la muerte de las semillas bajo tierra y la resurrección en primavera, etc.) que reforzaron y se sobrepusieron no solo al cliché de la eterna repetición cíclica del espectáculo de la naturaleza vegetal salvaje, sino también a las arcaicas nociones de regeneración lunar experimentadas en el Paleolítico. Una transformación en el tiempo de un mismo fenómeno cósmico, interpretado a través del mito de la muerte-resurrección del hijo de la divinidad, que adquiriría finalmente un carácter totalizador, y que terminaría trasladando las imágenes de la muerte y la resurrección lunar, las imágenes del cambio periódico de la naturaleza vegetal salvaje y las de la fertilidad agrícola anual de los campos cultivados al propio destino antropológico de los primeros pobladores sedentarios.

Digamos que, en el Neolítico, esta totalización cósmica derivada de la arcaica noción de regeneración lunar (muerte y resurrección de la luna, inspirada en la apariencia de sus movimientos cambiantes en el cielo nocturno; muerte y resurrección, posterior, de la naturaleza vegetal, y muerte y resurrección, finalmente, de los campos cultivados a las orillas de los ríos), permitió, por extensión, encontrar una explicación emic al sinsentido de la muerte y ofrecer un carácter también cósmico a la propia existencia de los hombres. De tal manera que no pudo haber motivaciones psicológicas, ni una necesidad abstracta de superación de la muerte, ni un papel preponderante del animismo, como se interpreta habitualmente el origen de la religión desde posiciones aconfesionales y ajenas a la revelación de un dios transcendente. Porque lo que en realidad encontramos en el remoto pasado es una acumulación de experiencias supervivenciales a través de una interrelación técnica y material del hombre con el medio (el espectáculo del cielo nocturno, la caza y sus herramientas, la contemplación de la naturaleza vegetal, la recolección de semillas y, finalmente, la agricultura), que permitieron pensar, dentro de un contexto de totalidad cósmica, que los seres humanos también nacían, como las plantas y los cereales, para una muerte y una resurrección anunciada por la Tierra Madre.

Todo este revolucionario proceso material, técnico y productivo se produjo en determinados contextos socioculturales del Neolítico que carecían de dioses y sacerdotes, y donde las sacerdotisas velaban por la regeneración de los campos y por la relación de sumisión a la Tierra (luego, convertida en deidad de la vegetación y, más tarde, en Diosa Madre). Una deidad acompañada de un dios uránico subalterno, de muy escasa significación, y del hijo-amante asociado a ella: un hombre joven, a juzgar por los restos arqueológicos de que disponemos, que anualmente debía ser sacrificado dentro de un ritual de regeneración cósmica que garantizaba la continuidad del mundo, la fertilidad de los ganados y la prosperidad de las cosechas. Pues el sacrificio y la muerte ritual del «Hijo» era, por una parte, la garantía sagrada que proporcionaba la supervivencia material a través de la abundancia y feracidad de los campos cultivados; pero la contraprestación también con la que los hombres correspondían la generosidad de la Madre Tierra. De tal manera que el ritual del sacrificio Neolítico y la sangre del hijo de la diosa derramada entre las arterias de la tierra regeneraban periódicamente las fuerzas cósmicas a través de una nueva creación que hacía posible la resurrección de las cosechas y la proliferación de los ganados. De igual manera que ocurría con el cereal, el Rey Sagrado debía morir también todos los años para luego resucitar tras los fríos invernales: exactamente igual que la semilla del grano moría bajo la tierra en invierno para resucitar en primavera bajo el aliento del agua y de la luz del sol. Se trataba, dentro de la mentalidad primitiva, de dos fenómenos solidarios que aparecían indisolublemente unidos y en permanente simbiosis funcional; pues, si el destino del cereal inspiraba el destino cíclico de la muerte y la resurrección del Rey Sagrado, la muerte de éste en sacrificio ritual propiciaba y hacía posible la germinación de las cosechas y los campos.

Hablamos de un arcaico mito (indisociado del rito del sacrifico periódico del hijo) que, acomodado a las variables de diferentes culturas, adoptó formas distintas y diversas manifestaciones, primando, según los casos, unos rasgos sobre otros; pero manteniendo el elemento esencial, de carácter cósmico, que explicaba y ofrecía un sentido emic a la idea de superación de la muerte y de una nueva vida más allá de la vida terrena. En esencia, el Rey Sagrado, como hijo de la diosa y hombre-dios encarnado en un ser humano que representaba a todos los demás hombres, debía morir realmente tras su sacrificio ritual; debía ser despedazado y esparcidos sus fragmentos, junto a su sangre, sobre la tierra de labranza o sobre los pastos, y debía resucitar en primavera (a través de otro hombre predeterminado para el rito) como testimonio y prueba de que la regeneración del cosmos se había producido.

Ahora bien, se trata de un esquema que no invalida las múltiples variantes que, muchos siglos después, encontramos en determinadas culturas de la antigüedad, y cuyas fórmulas más importantes hallaremos en ese libro. Desde mi punto de vista, y dentro de un planteamiento meramente formal, las tres variables del mito que a simple vista descubrimos en la historia antigua son la de la muerte expiatoria de la divinidad a través de los preceptivos ritos de eliminación de impurezas, enfermedades y pecados («purificación» y «expiación»); la de la muerte y la resurrección de la divinidad interpretadas a la luz de las posteriores religiones de misterio, tal y como expresa el mito del Sacrificio del Rey Sagrado (cuya soteriología yo he etiquetado bajo el rótulo de «redención»); y la de la muerte y la fragmentación de la divinidad, cuya luz, tras su despedazamiento, se habría dispersado en la multiplicidad y se había esparcido por el mundo hasta anidar en el interior de los hombres como chispas de luz divina que, una vez restituidas a su lugar originario, debían garantizar la resurrección y la inmortalidad (y que yo he etiquetado bajo el rótulo de «salvación»).

5. Un mito ancestral recreado en la marginalidad del judaísmo mesiánico.

Por unos u otros derroteros, esos tres planteamientos (el la «expiación-purificación», el de la «redención» y el de la «salvación») confluyeron en el contexto helenístico del Medio Oriente, dentro de la línea temporal que separó la dominación sobre Jerusalén de Antíoco IV Epífanes (215-163), tras la hegemonía de los ptolomeos egipcios, y las últimas décadas del siglo segundo de nuestra era; fechas estas últimas en las que apareció la Iglesia como genuina e indiscutible entidad histórica. En ese contexto multicultural propiciado por las victorias de Alejandro Magno, que los persas habían previamente abonado y preparado, confluyeron ideologías tan diversas como las representadas, entre otras, por el rey salvador de determinados pueblos del Medio Oriente y de Asia Menor; el mesías judío (ungido-cristo), que debía salvar al pueblo de Israel; las deidades de las religiones de misterios (cultos de Dioniso, Atis-Cibeles, Adonis, Mitra, Isis-Serapis, etc.), que patrocinaban la salvación individual de sus iniciados; el orfismo pitagórico y el platonismo vulgarizado, que anunciaban un mundo eidético más allá de este mundo material y la salvación del alma tras la muerte; o la soteriología de las antiguas doctrinas zoroastrianas, que facilitaban la salvación y la inmortalidad a través de la revelación del conocimiento y la sabiduría de Dios. Toda una serie de ideologías y doctrinas alternativas que, frente a la decadencia de la religión de la Polis y en paralelo con la continua metamorfosis del judaísmo, filtraron sus contenidos en la literatura sapiencial judía, en la literatura apocalíptica, en los textos de la literatura apócrifa judía intertestamentaria y en los textos del gnosticismo judeocristiano.

Yendo al meollo de la cuestión, y de manera clara y resumida, el Mito de Cristo viene explicado narrativamente a través del ancestral asesinato de un dios o la muerte violenta del hijo de dios o de la diosa, y su despedazamiento y resurrección final. Algo así, según el desarrollo del mito experimentado en el mundo antiguo, como la pervivencia en la multiplicidad del mundo, en los fragmentos materiales de la carne (encarnación), de un destello de la esencia originaria de un mundo divino e inefable (expresado generalmente a través de la luz o el fuego), roto en mil pedazos a consecuencia de un crimen horrendo que nadie podía explicar ni recordar. Un lenguaje mítico que, traducido a la práctica del ritual, expresaría y rememoraría, a través del asesinato y despedazamiento del hijo, la ruptura de una supuesta unidad de origen y la dispersión en la multiplicidad material del cosmos de la esencia (fuego, luz, alma, espíritu, etc.) de una divinidad asesinada al principio de los tiempos; y cuyos fragmentos dispersos en la carne de los hombres había que reintegrar finalmente a los ámbitos de lo sagrado e inefable. Esta restauración de la multiplicidad en la unidad originaria era lo que explicaba la «resurrección», expresada didácticamente en el paradigma mítico del dios-hombre o hijo de dios o de la diosa asesinado anualmente y resucitado, a través de una regeneración del cosmos que se presentaba invariablemente como «una nueva creación».[32]

De tal manera que, en el plano humano, el asesinato ritual (como expresión de la ruptura originaria) y la regeneración del cosmos (como manifestación e interpretación del mito y el ritual) permitían pensar en una resurrección tras la muerte, a través de la garantía de inmortalidad que ofrecía tanto el sacrificio del hijo como las partículas de esencia divina contenidas en el interior de los hombres: el «pneuma» gnóstico; la sabiduría divina; el espíritu de Dios; el «sí-mismo» del que habló Jung; el yo superior; el alma del platonismo, etc., etc. O, dicho de otro modo, y de manera muy directa, tal y como argumento en las páginas correspondientes: la respuesta a la pregunta de cómo «el Verbo se hizo carne», por qué «fue asesinado» el Hijo de Dios y por qué «resucitó» es relativamente sencilla de responder, si la contemplamos desde el componente simbólico que otorgó al mito el misticismo greco-oriental (la inmanencia de un fragmento de divinidad en el interior del individuo) y que encontró un claro significado primigenio en el discurso narrativo del mito de la muerte de Dioniso a manos de los Titanes.

En una época avanzada de la civilización, el mito o el misterio de la «encarnación», surgido de la creencia de que el alma o el espíritu (derivados de la centella de luz divina producto de la fragmentación originaria) descendían desde lo alto de la divinidad al mundo y se convertían en prisioneros de la carne, operaba en el terreno simbólico con la finalidad de salvar el abismo existente entre el hombre y Dios. Pero también en un sentido antropológico que interpretaba que los hombres habían llegado a considerarse superiores y diferentes al resto de los animales de la creación. Es decir, que, frente a los animales, los hombres contenían un elemento divino superior como consecuencia de la «encarnación» de Dios o del Hijo de Dios en su interior. «Porque, en realidad —como aseguraba Joseph Campbell— Dios no se hacía Hombre [ni divinizaba y adoptaba a un ser humano]; sino que el hombre, el propio mundo, se sabía divino; de cuya experiencia [antropológica] se derivaba un campo de inagotable profundidad espiritual».[33]

Ciertamente, explicar cómo este mito adquirió carta de naturaleza en el judaísmo mesiánico del siglo primero es una tarea harto compleja que, no obstante, vamos a simplificar aquí a través del esquema diacrónico que, desde mi punto de vista, separa (antes y después) la línea divisoria de Pablo de Tarso. De tal manera que, doscientos años aproximadamente antes del epistolario del «primer escritor propiamente cristiano» del que se tiene constancia, había adquirido presencia prácticamente universal en Israel la figura del Mesías (Cristo) como rey salvador de los judíos: un sóter humano de la estirpe de David, de carácter carismático, terrenal y regio (político), que, paulatinamente, probablemente por influjo de la literatura apocalíptica persa y de la tradición sapiencial judía (Libro de la Sabiduría), fue transformándose dentro de la literatura apocalíptica judía hasta confundirse ora con la Hokmā (Sophia-Sabiduría a modo de hipóstasis divina) ora con el Salvador celeste enviado por el dios de la religión de Zoroastro. Es decir, por influjo del helenismo se produjo una clara transformación del mesianismo judío, que trasladó su figura desde los dominios de la inmanencia de la realeza israelita a los dominios celestes de Sabiduría y del Salvador de la religión mazdeísta.

Por otra parte, ciento cincuenta o doscientos años antes del tiempo en el que se sitúan, en líneas generales, las cartas de Pablo de Tarso, había aparecido en el Libro de Daniel (de carácter apocalíptico) la expresión «Hijo del Hombre» (el hombre primordial de las culturas circundantes), al que las distintas corrientes del judaísmo ofrecieron sus particulares interpretaciones posteriores. De tal manera que en el texto de 1 Henoc o Henoc etiópico (además de otros apócrifos intertestamentarios) aparecían ya fundidas las figuras del Juez apocalíptico, del Mesías-Cristo celestial y del Hijo del Hombre; y no como un rey o un guerrero salvador de la nación, sino como una entidad metafísica y supraceleste que debía venir al mundo a juzgar a los vivos y a los muertos. Es decir, en el Mesías-Cristo-Juez-Hijo del Hombre de cierta literatura intertestamentaria judía (muy particularmente de la literatura apocalíptica) aparecía ya muy reforzada la presencia del salvador celeste de la mitología zoroastriana, que en cierta medida había anticipado también el Libro de la Sabiduría, y que Pablo de Tarso fundió, bajo el influjo de la misteriosofía de los cultos orientales, con el mito de la muerte y la resurrección del Hijo de Dios.

Nos encontramos ante un hito fundamental de nuestro trabajo, ya que, con la construcción que presentaron las cartas paulinas, se conformó el genuino mito cristiano: el del Cristo del gnosticismo y el del posterior Cristo de la Iglesia. Un compendio de ideas que recogía la tradición de la apocalíptica persa heredada por la tradición apocalíptica judía (el salvador y juez de carácter celeste); que, en otra línea de pensamiento, se complementaba con el esquema teológico de Sabiduría, heredera del platonismo helenístico vulgarizado y de ciertas ideas del zoroastrismo, y que en el siglo primero se fundió con el mito de la muerte y la resurrección de la divinidad de la misteriosofía paulina. De esta forma fue como apareció en el protognosticismo cristiano el Cristo interior del discurso simbólico que explicaba la centella de luz divina en el corazón de los hombres; que, finalmente, la Iglesia reinterpretó a partir de finales del siglo segundo, explicando la muerte del Mesías-Cristo a la luz de los cuatro cánticos del Siervo Sufriente de Isaías. Es decir, a través de una reelaboración de los postulados paulinos (que habían inspirado a los maestros del gnosticismo cristiano) y a través del revisionismo y la reacción de ciertos obispos romanos frente a la antropología y la compleja mitología del gnosticismo; para primar, por medio del dogma, no la salvación gratuita del alma (por la gracia), sino la expiación de los pecados por el sufrimiento, la sangre, la humillación y el sacrifico del Hijo-Cordero.

No hace falta señalar que se produjo una gran diferencia entre el mito católico y el mito gnóstico de Cristo. En el dogma católico ya no era el lenguaje de la narración el que les hablaba con símbolos a los iniciados más perspicaces y conspicuos (los «cristianos espirituales», los «elegidos» y los «perfectos»), como ocurría en el gnosticismo de Valentín, Basílides o Carpócrates. Si en el gnosticismo cristiano el descenso y la encarnación del Hijo de Dios eran alegorías y símbolos que expresaban el carácter divino de los «elegidos», llamados a la salvación tras el descubrimiento de su Cristo interior (el «sí-mismo»),[34] por unos u otros derroteros, en el seno de la Iglesia católica quedó dictaminado por «decreto» que el descenso del Hijo de Dios a la tierra y el misterio de la encarnación habían ocurrido en realidad y sin ninguna duda ontológica, para redimir del pecado a los hombres; pasando a ocupar este «hecho» un momento irrepetible y jamás igualado en la historia humana. Un hito que marcaría más tarde, bajo la potestad del Imperio, un cambio de era o un nuevo eón, si se prefiere: una nueva creación del mundo basada en «una nueva tierra y un nuevo cielo».

6. Un criterio holista y dialéctico frente a los métodos tradicionales.

Para entender el cristianismo en su verdadera dimensión hemos de saber, en primer lugar, qué fueron el protognosticismo y el gnosticismo cristiano, y entender también qué papel desempeñaron la literatura sapiencial, la literatura intertestamentaria y la literatura apocalíptica entre ciertas sectas mesiánicas judías del periodo final del Segundo Templo. Y, además de todo ello, y muy importante, hay que conocer las técnicas exegéticas y la particular hermenéutica (midrash, derásh, pésher, etc.) que utilizaron en la interpretación de las Escrituras los diferentes judaísmos prerrabínicos, y a través de las cuales fueron redactadas las primeras versiones de los evangelios. Pues no se trata de buscar una historia imposible en unos textos que no son históricos, ni se escribieron tampoco para hacer crónica del tiempo, sino de situar el cristianismo en el lugar de la historia que le corresponde y rescatarlo de su perpetua ucronía y leyenda.

Esto es algo tan palmario y básico, desde mi punto de vista, que, quien no atienda a estas razones de índole cultural e histórico, no hará otra cosa que reproducir y recrear las abstractas fabulaciones de la teología. Junto a este axioma, las influencias persas, griegas y egipcias, experimentadas en el mundo judío a través del cosmopolitismo helenístico (en particular, la ideología vulgarizada del platonismo), nos permitirán entender con mucha más claridad que la idea del Salvador fue tan vieja como el mundo; tan arcaica como la noción de regeneración cósmica, cuyas imágenes ofrecieron significado al sintagma «muerte-resurrección»; y tan antigua como los avatāras de la india prehinduista o el salvador de la religión de Zoroastro que descendía desde el cielo, era anunciado por una estrella y nacía de una virgen para redimir a los justos y a los benditos. De tal manera que, si seguimos adelante, es muy probable que lleguemos fácilmente a la conclusión, como tantas veces se ha repetido, de que la única originalidad del cristianismo hubiese consistido en carecer de todo rasgo de originalidad e identidad propia. Pues el cristianismo fue, por encima de cualquier otra consideración, un fenómeno perteneciente al mesianismo judío prerrabínico, surgido de los ámbitos helenizados de la diáspora del pueblo judío e inspirado en la Biblia griega de Alejandría; que utilizó la estructura filosófica del platonismo vulgarizado implícito la literatura sapiencial judía para acabar integrando en ella la escatología apocalíptica y los mitos de la religión de Zoroastro. He aquí el complejo contexto cultural judío en el que floreció Pablo de Tarso y del que surgieron el protognosticismo, el gnosticismo judeocristiano de finales del siglo primero y el cristianismo de la Iglesia de finales del siglo segundo.

Como ya he dicho al principio, y reitero, el cristianismo conforma un fenómeno enormemente complejo, relativo al judaísmo mesiánico, que nada tiene que ver con los esquemas simplistas y estereotipados de la Iglesia, ni con los que luego adoptaron los reformadores luteranos; ni tampoco con las visiones sesgadas de los métodos histórico-críticos aplicados a los textos desde la teología protestante del siglo pasado, y heredados por las sucursales ideológicas y las metodologías analíticas del mundo académico contemporáneo. No se puede estudiar la genealogía y la génesis del cristianismo desde los textos del Nuevo Testamento recreados teológicamente por la Iglesia; y mucho menos llegar a conclusiones veritativas sobre los orígenes atendiendo tan solo a las consecuencias posteriores generadas a partir del contexto judaico del siglo segundo: nacimiento de la Iglesia católica, reedición institucional de los evangelios y de las cartas de Pablo, judaísmo rabínico, Mishná, etc. Es obligatorio estudiar el contexto multicultural judío que giraba en torno a la destrucción del Templo de Jerusalén el año setenta y sus antecedentes: los hechos acaecidos y la literatura publicada en los dos siglos anteriores a nuestra era, la vitalidad del helenismo (incluso en la propia Judea), las indudables influencias persas y griegas, la literatura sapiencial judía, la literatura apocalíptica, determinados textos intertestamentarios, el epistolario de Pablo de Tarso desprovisto de prejuicios y los primeros evangelios del gnosticismo.

Por ello, frente a los planteamientos analíticos (que, al igual que los árboles, impiden la visión panorámica del bosque), parcelados y acotados a los textos del Nuevo Testamento, sesgados y desvirtuados por la petición de principio que exige la trampa de su permanente «círculo hermenéutico»[35] (que ha llevado, como tantas veces hemos oído, a la hipotética fuente «Q» a un callejón sin salida), proponemos en esta obra ampliar el horizonte, abrir las puertas y las ventanas metodológicas, y permitir que el aire puro y oxigenado regenere nuestros pulmones viciados por la ideología,[36] el dogma y el prejuicio. Así es como llevamos a cabo un tratamiento de los materiales que debe comenzar separando claramente lo que fueron los cristianismos (mesianismos) de los siglos primero y segundo, y lo que fue el surgimiento de la institución católica de la Iglesia a partir de Justino Mártir, Eleuterio e Ireneo de Lyon. Es decir, una perspectiva de estudio que elimina no solo la unidad apriorística tradicional entre el cristianismo y la Iglesia católica, sino que no admite tampoco unidad plena entre los diversos cristianismos de los dos primeros siglos; ni tampoco unidad doctrinal e ideológica plenamente perfilada dentro de las diversas corrientes «oficiales» y «heréticas» surgidas en el seno de la Iglesia a partir del siglo tercero.

Evidentemente, esta negación de la unidad de origen, respaldada a través de la correspondiente parcelación analítica de cada contexto (que no olvido dentro de la perspectiva diacrónica y dialéctica de esta obra), nos conducirá de forma automática a la negación de la inmovilidad y el estatismo que convierten ciertos pasajes de la historia del judaísmo del Segundo Templo y del «cristianismo primitivo» en bosques de estatuas de cartón piedra; cuando no en un conjunto de figuritas de barro en torno a un pesebre navideño. O lo que es lo mismo: explicar la negación de la unidad originaria del cristianismo (como mesianismo judío) nos conduce obligatoriamente a un planteamiento diacrónico (antropológico e histórico) y dialéctico de la cuestión (en cuanto proceso ininterrumpido), que exige verificar todos y cada uno de los textos y supuestos hechos a través de una o de varias líneas sucesivas en el tiempo.

Por lo que hemos de entender aquí la metodología dialéctica, de muy variada significación, a través del estudio de toda una serie de líneas diacrónicas («líneas dialécticas de sentido») que implican un punto de vista constructivista de la realidad histórica y social, y donde cada uno de los puntos de esa línea (o proceso) adquieren significado por sus antecedentes y consecuencias. Pero también como totalidad de los posibles vínculos que aparecen en relación a cada punto o contexto, a través de un orden relacional sincrónico que debe poner de relieve las conexiones recíprocas con otros elementos, y dentro del cual «más que una suma aditiva (de significados) potencia una relación multiplicativa».[37] Es decir, y para entendernos, si de lo que se trata es de estudiar ciertos aspectos del evangelio de Marcos desde un punto de vista dialéctico, habrá que entenderlo no como una construcción «ex nihilo» inspirada por Dios y desprovista de pasado y antecedentes, sino como algo que adquiere pleno valor veritativo en su relación al pasado (diacronía) y en relación a todas las conexiones que podamos establecer en su tiempo (sincronía).

Así, desde el punto de vista del pasado, habrá que ponerlo en relación con las cartas de Pablo de Tarso, anteriores a los evangelios; en relación a la literatura profética, base material de toda la literatura evangélica; en relación con el mito gnóstico del Hijo de Dios descendido a la tierra; en relación con las deidades mistéricas de la muerte y la resurrección; en relación con el Mesías-Cristo y Juez de la literatura apocalíptica judía, y ésta a su vez en relación con la literatura apocalíptica persa, etc., etc., etc. Al tiempo que, desde un punto de vista sincrónico, y en relación a otro tipo de evangelios (eclesiásticos y gnósticos) y textos místicos de la época, habrá que averiguar si su lenguaje es real, simbólico o figurado… Y habrá que verificar también sus más próximos referentes hermenéuticos, para lo que habrá que ponerlo en relación con otros muchos textos ignorados por los métodos aparentemente críticos de muchos teólogos y profesores universitarios: el Libro de la Sabiduría, por ejemplo, antesala judeohelenística del Cristo celeste y preexistente; los apocalipsis de Henoc, Esdras y Baruc, dominados por la figura del Mesías-Cristo de carácter celestial; los Salmos de Salomón (y su Christós Kýrios), o, en un nivel mucho más evolucionado, las Odas de Salomón, (y su indudable gnosticismo judío, dentro del cual la Virgen concebía y daba a luz al Mesías-Cristo); sin olvidar el Cristo de los Oráculos Sibilinos, descrito como un hombre bienaventurado venido del cielo (que, asociado a la figura de Josué-Jesús (Yehoshúa), extendía sus brazos «sobre el madero de abundante fruto»); etc., etc., etc. Por supuesto, y junto a las Odas de Salomón no podemos olvidar otro de los textos gnósticos primitivos que no se puede soslayar en un trabajo de estas características: el Evangelio Gnóstico de Tomás, completamente independiente de la tradición católica y anterior a los evangelios canónicos (datado por muchos investigadores entre los años cuarenta y cincuenta del siglo primero); donde presentaba, a través de sus ciento catorce sentencias, un Jesús celeste que era, ante todo, un revelador de la sabiduría divina. En fin, no sé si es necesario señalar que toda mi construcción está sustentada en una consideración de base que viene respaldada por la textualidad (que es lo que de verdad interesa) frente a la teología y la ideología; pues, en ausencia de hechos, todo lo que no aparezca confirmado por los textos habrá que adjudicárselo a la teología o a la ideología derivada de ella. O si se prefiere, y resumiendo la propuesta: todo lo que se diga sobre el cristianismo primitivo y no encaje con la textualidad, temporal e históricamente entendida, habrá que situarlo en el ámbito de la ficción, de la fábula y de la leyenda.

Hay innumerables ejemplos que evidencian las diferencias entre nuestro método y las metodologías analíticas centradas exclusivamente en el Nuevo Testamento y, como mucho, en los textos de los evangelios apócrifos y en lecturas interesadas de Flavio Josefo; o las metodologías del comparatismo abstracto de finales del diecinueve, que, más que aclarar, confundían y embarullaban la realidad histórica, social y cultural la mayor parte de las veces. La fortaleza de mis planteamientos queda perfectamente avalada cuando, a modo de ejemplo, hablamos de los hipotéticos tres días que Jesucristo permaneció en el sepulcro antes de resucitar y ascender a los cielos. Evidentemente, en un nivel meramente epidérmico, esta aseveración resulta de todo punto gratuita y, por supuesto, inverosímil e increíble. Pero la cosa cambia considerablemente cuando constatamos que el alma, en el judaísmo, permanecía tres días junto al cadáver. Cuando descubrimos, asimismo, el valor simbólico de una tradición dentro de la cual el zoroastrismo hablaba de los tres días que el alma del difunto permanecía en la tierra, antes de que la dāenā la transportase hasta el juicio de los muertos a través de las esferas del cielo. Cuando advertimos que el descenso de Inanna-Ishtar a los infiernos (lo mismo que el de otras deidades orientales y griegas, o el mismo descenso de Cristo) no concluía hasta los tres días de la muerte y sometimiento de la divinidad mesopotámica en el reino subterráneo de los muertos. Y cuando tenemos en cuenta, en definitiva, los tres días aparentes de oscuridad y tinieblas que precedían a la primera luna creciente, dentro de unas fases cambiantes que sirvieron, junto al sol y la naturaleza vegetal, de inspiración a la idea de la muerte y la resurrección del hijo divino. Todo ello por no hablar de los tres días que Jonás permanecía en el vientre de la ballena, asunto éste que no pasó inadvertido a los redactores del evangelio de Mateo.[38]

7. La construcción material de la realidad socio-cultural y religiosa.

Otro tanto ocurre cuando descubrimos que el Cristo de la Iglesia encontró su inspiración tardía, de acuerdo con Bultmann, en la sangre y el sufrimiento del Siervo de Isaías. Un descubrimiento realmente importante sin duda alguna; tan importante, aunque no más ni menos, que el descubrimiento, a partir de Geo Widengren, de que el Siervo Sufriente de Isaías había sido una figura inspirada en el exilio babilónico y derivada del mito redentorista de la realeza mesopotámica (el Rey Sagrado que sufría por los pecados y las impurezas de su pueblo). Podríamos establecer, en este sentido, una casuística interminable; pero, a modo de ejemplo sumamente gráfico, citaré tan solo, antes de anotar el esquema de una cadena dialéctica de valor incalculable, el de la imagen de la Virgen con el niño divino en su regazo. Un cliché de manual que ya todo el mundo atribuye hoy a unos indudables orígenes, derivados de la imagen de la diosa Isis con el niño Horus. Si bien, más allá de esta estrecha perspectiva, hemos de reconocer que disponemos de restos arqueológicos de innumerables divinidades orientales con el niño dios en brazos. Disponemos de imágenes de Semíramis con el niño divino junto a su pecho. La arqueología, por otra parte, hace ya tiempo descubrió cilindros sumerios y acadios de divinidades con el niño dios en el regazo. Sin olvidarnos de que muchos de los restos de las innumerables diosas neolíticas que se extienden por Europa y Asia presentan, de acuerdo con Marija Gimbutas, la imagen de la divinidad femenina con el niño divino.

El ejemplo concluyente, por último, de todo esto que comentamos viene determinado por el hecho de que, más allá de las formas, encontramos una misma razón de ser y una clara identidad de funciones soteriológicas entre las distintas figuras que comunican los avatāras indios y los cristos de la Iglesia y del gnosticismo: un mismo hilo conductor que vincula diacrónicamente y en franca sucesión temporal la figura del mediador del Śvetāśvatara-Upanishad; el Salvador Saoshyant del mazdeísmo zoroastriano; el Maitreya budista; el Krishna y los avatāras del hinduismo; el Saoshyant de los textos pahlevis; el Mitra romanizado de los piratas cilicios; el Salvador de los Oráculos de Histaspes de la literatura apocalíptica en griego; el Cristo de la literatura apocalíptica judía; el Cristo del gnosticismo cristiano, y el Cristo del catolicismo romano del obispo Ireneo.

Todo lo cual nos obliga a entender el mundo como una construcción socio-cultural sin puntos de partida ni finales absolutos (constructivismo), que solo la historia puede interpretar, como continuum, en su justa medida y realidad. Porque todo ello tiene que ver con la acción humana, ejecutada a través de procedimientos siempre temporales, aplazados, contingentes y nunca acabados y definitivos. Algo así como «un permanente cultivo del medio en función de las necesidades específicas del hombre, que implica una transformación equivalente a la construcción de una realidad [cultural e histórica] distinta de la naturaleza; o, dicho de otro modo, la edificación de un mundo habitable por y para la especie humana».[39] Es decir, un mundo en el que no cabe interpretar las cosas y los fenómenos sub specie aeternitatis, sino de manera transitiva, no permanente y siempre cambiante y en proceso de transformación continua.

Otro aspecto del método aquí empleado es el de la materialidad gnoseológica, entendida en sentido amplio y no corporeísta, como aquello que es diferente y completamente ajeno al espiritualismo y al idealismo que, consciente o inconscientemente, dominan el punto de vista de la mayoría de los autores de este tipo de trabajos. Aclaro que se trata de un planteamiento metodológico que, lejos de negar la espiritualidad, la interpreta como una construcción sociocultural surgida de condicionantes materiales, técnicos y de relación con el medio. Una concepción que nos obliga a precisar unos procedimientos «que permitan determinar las fuentes “materiales” (biológicas, ecológicas, económicas, etc.) de la cultura humana en todas sus formas, así como la dependencia de la cultura de esas condiciones».[40] Esto es algo que, desde mi punto de vista, resulta fundamental para aclararle al lector de qué nos habla la antropología cuando nos referimos a aspectos de la genealogía del mito cristiano tales como los contenidos de las ideas de «descenso del Hijo de Dios», «encarnación», «muerte y resurrección», «inmortalidad», «eternidad», «expiación», «redención», «salvación», etc.

De esta forma, en nuestra perspectiva etic de los orígenes y de la conformación del mito de Cristo no cabe la revelación, ni la Palabra de Dios, ni el espíritu sustantivado («pneuma») del gnosticismo; ni la mística alucinatoria y delirante de ciertos iluminados judeocristianos; ni tampoco el mundo eidético del platonismo, que sirvió de fundamento a la ideología cristiana y católica, y guió la civilización europea durante dos mil años. Y ello es así, a pesar de que todos y cada uno de estos temas forman parte insustituible del desarrollo emic de este trabajo. «Descenso del Hijo de Dios», «encarnación», «muerte y fragmentación», «muerte y resurrección», «inmortalidad del alma», «eternidad», «expiación», «salvación» y «redención» son las ideas fundamentales sobre las que gira el mito a lo largo de los siglos y, en consecuencia, conforman los materiales de esta obra. Por lo que, siendo fieles a nuestro criterio, he de reconocer, como vamos a comprobar y verificar en todas y cada una de las páginas que siguen, que estas ideas no fueron fruto de una revelación transcendente, ni de la inspiración de la Ideas platónicas, ni de la magia, ni de la imposible experiencia de lo sobrenatural y metafísico a través de un rapto psicológico. Como mucho, podemos admitir que lo fueran del delirio alucinatorio producido por la imaginación, el chamanismo, los alucinógenos y las drogas; pero no hemos de olvidar que, incluso para tener experiencias alucinatorias en el plano psicológico y subjetivo, fue necesaria previamente la experiencia objetiva del mundo que proporcionaba el espectáculo del cielo nocturno, la contemplación de la naturaleza vegetal y el cosmos, la caza y la recolección de los frutos, la técnica de la agricultura o el manejo y la selección de la reproducción de los animales domésticos.

Por ello, entiendo que las ideas contempladas en esta obra («descenso del Hijo de Dios», «encarnación», «muerte y fragmentación», «muerte y resurrección», «inmortalidad del alma», «eternidad», «expiación», «salvación» y «redención») son todas ellas fruto, en origen, de la interrelación del hombre con el mundo material a través de la técnica o a través del manejo de sus manos y de sus órganos sensoriales. De esta forma es como podemos entender que la noción de «muerte y fragmentación» pudiese perfectamente aparecer como idea abstracta derivada de la molienda del cereal o simplemente de la siembra; «muerte y resurrección», como idea inseparable de las técnicas agrícolas y derivada de la contemplación de la naturaleza vegetal, que en el hemisferio Norte muere en otoño para reverdecer y revivir en primavera; «inmortalidad», derivada del espectáculo nocturno que ofrece la inmutabilidad de las estrellas fijas; «eternidad», como idea derivada de la permanente manifestación del sol, etc., etc., etc.

En contra también de las visiones analíticas tradicionales, otro de los aspectos fundamentales en los que hago hincapié en esta obra es la evidente influencia del helenismo y la negación de todo exclusivismo cultural, no solo en el judaísmo prerrabínico de la diáspora, sino también, como apuntó Schürer[41] y ha demostrado Hengel,[42] en el judaísmo del siglo primero de Jerusalén, Judea, Samaria y Galilea. Lo que explica, en gran medida, la construcción del monoteísmo judío y el abandono de la monolatría yahvista en una etapa relativamente tardía, como consecuencia de la influencia de la filosofía griega filtrada a través del crisol cultural de los diádocos alejandrinos. De tal modo que debemos reconocer que no solo no hubo una exclusividad judaica en el siglo primero de nuestra era, sino que no la hubo en todo el periodo del Segundo Templo. Y me atrevería decir que esa exclusividad cultural no existió tampoco en toda su historia antigua; pues, a poco que escarbemos en las influencias circundantes sobre el pueblo de Israel encontramos que, salvo el yahvismo, el Templo, la Ley y la particular filosofía redaccional e interpretativa de las Escrituras, la mayor parte de los elementos que definieron su identidad, así como muchos de los pasajes de la Biblia hebrea, estuvieron estrechamente relacionados con elementos de los cultos neolíticos cananeos y de las civilizaciones del oriente mesopotámico y persa. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el ritual del asesinato de los primogénitos; con ciertos mitos cosmogónicos, muy particularmente con la muerte del dragón primordial, el monstruo marino Rahab,[43] a manos del todopoderoso Yahvé; con ritos expiatorios antiguos y con el verdadero y genuino origen de la Pascua, que, como ya acepta casi todo el mundo, no pudo ser instaurada en Egipto. Sin olvidar el paradigmático Siervo Sufriente de Isaías, considerado siempre como una manifestación exclusiva del judaísmo antiguo y que, desde las investigaciones de Geo Widengren,[44] hay que considerarlo como una metamorfosis evolucionada del arcaico mito mesopotámico del Rey Sagrado, o del rey sufriente por los pecados y las impurezas de su pueblo.

Y finalmente, aparte de la perspectiva diacrónica y dialéctica, en continua transformación, de las ideologías y las creencias del judaísmo (que en lo teológico terminaron liquidando el yahvismo a través del transcendentalismo de las doctrinas de los filósofos griegos); de la perspectiva que ofrecieron esas influencias griegas y persas, y de la ausencia de cualquier exclusividad cultural hebrea más allá de los rasgos reseñados, hemos de situar en nuestros fundamentos la visión pluralista contenida en el término abstracto «judaísmo». Un término inventado por los griegos para referirse a los distintos grupos hebreos de la diáspora y de Judea-Galilea, y no reductible en el siglo primero, salvo en la práctica común de la Ley, a ningún tipo de ortodoxia religiosa: saduceos, fariseos, esenios, zelotes, escribas, doctores de la Ley, sectarios de Qumrán, mesianistas-cristianos, temerosos de dios, prosélitos justos, prosélitos de la puerta, místicos del Merkabah, discípulos de Pablo de Tarso, cristianos gnósticos, etc., etc., etc.

Ciertamente, nos embarcamos en un giro metodológico sobre los orígenes del cristianismo, que yo he basado en la recreación antropológica del mito (libro I); en su fundamentación histórico-filosófica (mistérica), a través del platonismo heredado por la tradición helenística y por la Iglesia (libro II), y, finalmente, en el desarrollo de una teoría histórico-crítica del Mesías-Cristo de Israel a través del estudio de la historia propiamente dicha y de los textos (hermenéutica) del judaísmo del Segundo Templo y de los distintos judeocristianismos de los siglos primero y segundo (Libro III). Todo lo cual ha de conducirnos, en consecuencia, a la negación de un «punto cero» en la formación de la fe instaurada en el siglo segundo por los obispos católicos y secundada por la Iglesia ortodoxa oriental y, finalmente, por la reforma de Lutero. Pues no hay duda de que el «punto cero» del cristianismo representa, a todas luces, una ucronía sin fundamento histórico que solo puede ser respaldada por la fe de los creyentes, por la teología o por la ingenua credulidad de sedicentes historiadores que, basados en los materiales de los dogmas católicos, anteponen la conclusión de sus investigaciones al contenido de sus premisas. Como decía Gonzalo Puente Ojea cuando exponía su particular y ya antigua visión del cristianismo, «uno es libre de creer lo que le plazca, pero no puede hacer pasar una creencia subjetiva por una certeza, si no existe la correspondiente verificación intersubjetiva y racional».[45] Y no hay nada, más allá de la fe en los evangelios, que pruebe ese «punto cero» del denominado «cristianismo primitivo».

8. Consecuencias del «giro metodológico».

Vistas las cosas bajo este prisma, nada impide que podamos establecer un continuum ideológico y cultural que, en el plano antropológico, descubre elementos indiferenciados con las culturas del entorno sirio-cananeo; en la línea de la historia antigua, pone de relieve la indudable influencia cultural babilónica y persa sobre los exiliados retornados a Jerusalén en el siglo quinto antes de nuestra era; y en plano histórico, avanza lentamente, como la lava de un volcán en erupción, entre la revuelta de los Macabeos y la segunda y definitiva destrucción de Jerusalén por Adriano el año 135, donde encontramos una infinita variedad de cristianismos.[46] Un continuum que, en otra de nuestras vertientes, la referida al plano hermenéutico y textual, abarca desde el Libro de Daniel (mediados del siglo segundo antes de nuestra era) hasta la obra de Justino Mártir (100-168) e Ireneo de Lyon (130-202). Es decir, en el último de estos tramos o segmentos (el periodo histórico de la helenización), proponemos dos procesos paralelos dentro una misma línea temporal (uno, propiamente histórico, y otro, histórico-textual) que, perfectamente imbricados, han de sacar a la luz y poner en relación los textos de la literatura sapiencial judía, los textos de la literatura intertestamentaria, los textos de la literatura apocalíptica y los textos del protognosticismo judeocristiano.

De esta forma, terminaremos entendiendo perfectamente que, en contra de los dogmas y de las creencias tradicionales, el cristianismo católico de la Iglesia (uno entre muchos y algo tardío) no naciera de unos supuestos hechos relatados en la piadosa narración evangélica, sino de luchas de poder entre las distintas corrientes ideológicas en el seno de la variopinta comunidad judeo-mesiánica de la asamblea romana; dentro de las cuales se dirimía el éxito de la ideología populista de los iletrados y analfabetos (muy probablemente promotores del igualitarismo) y la supervivencia del elitismo intelectual de ciertos grupos privilegiados (los marcionistas y los gnósticos). Pues, en contra también de la opinión de la mayoría de los investigadores contemporáneos, el cristianismo católico de la Iglesia no comenzó con la obra literaria de Pablo de Tarso, tal y como corroboran los textos y expresa con toda claridad Justino Mártir, sino con lo yo denomino «el revisionismo antignóstico» y la reacción de una parte de la comunidad romana contra la otra en la segunda mitad del siglo segundo.

Vaya por delante que Pablo de Tarso fue patrimonio de casi todos los cristianismos, muy en particular y primeramente del cristianismo gnóstico, del que (como «apóstol de la resurrección»)[47] se convirtió en uno de sus referentes doctrinales. Y solo formal y aparentemente puede ser considerado Pablo de Tarso como el primer escritor católico. Digamos, hablando con propiedad, que Pablo fue el primer escritor colocado por la Iglesia de finales del siglo segundo dentro del orden de prelación cronológica de su doctrina, que anacrónicamente enmascaró, tergiversando el orden de colocación de los textos del Nuevo Testamento; pues, para respaldar su nueva teología (dios y hombre verdadero), ofreció prioridad de orden a la lectura literal de los Evangelios, transformando el mito intemporal de Pablo en un acontecimiento histórico.

Porque, en realidad, no hubo historia objetiva de la Iglesia hasta la segunda mitad del siglo segundo, cuando a partir de la obra de Justino Mártir, entre otros, y bajo iniciativa de Ireneo de Lyon, un griego nacido en Esmirna y obispo en la Galia, se reconstruyeron los cuatro evangelios canónicos y se «editaron» las cartas paulinas para ofrecerles, con posterioridad, una significación interesada y precisa a través del orden de colocación de los textos y de todo tipo de interpolaciones, enmiendas y correcciones. O dicho de otra forma: la Iglesia romana, como tal, no apareció ni en la historia ni en los textos (ajenos a la fe) hasta los años finales de la dinastía Antonina; presentando la comunidad judeocristiana de Roma en la primera mitad del siglo segundo una heterogénea amalgama de corrientes que incluía desde los grupos mesiánicos de judíos iletrados (cristianos) hasta la vanguardia intelectual del gnosticismo valentiniano (indudablemente cristiano), pasando por los seguidores de del obispo Marción (también cristiano), grupos de predicadores del «pobrismo» apocalíptico y mesiánico (cristiano), pequeños grupos de prosélitos paganos (cristianos) y ciertos intelectuales y pseudofilósofos, judíos o no, que vinculaban el platonismo vulgarizado de la época al mito del Mesías judeocristiano; la gran mayoría de ellos, ignorantes de que un galileo, hijo de José y María, hubiese sido ajusticiado y colgado de un madero. Todo lo cual, hay que reconocerlo, no restó méritos a la obra de los seguidores de Ireneo y a la fulgurante carrera institucional a través de la cual, en apenas siglo y medio, la Iglesia católica consiguió entrar por la puerta grande en la Historia Universal[48] de la mano de los emperadores Constantino y Teodosio, convirtiéndose en religión del Imperio Romano y en parte sustancial de su poder social, político y económico.

Prueba de que la Iglesia entró muy tardíamente (en relación al pretendido «punto cero») dentro del estatuto objetivo de la historia, es el hecho de la ausencia de los textos del Nuevo Testamento anteriores a ese proceso de transformación institucional y revisión de las doctrinas del gnosticismo operado a finales del siglo segundo. De tal manera que, si podemos definir los aspectos hermenéuticos de los dos primeros siglos de nuestra era como un compendio de interpretaciones provenientes de otras interpretaciones, el soporte material de las mismas (copias de copias de copias, cuyos primeros escritos se han perdido o fueron eliminados) tampoco ofrece unas expectativas muy halagüeñas a la inquietud de los investigadores. No solo no conocemos los escritos originales de los evangelios o de las cartas de Pablo de Tarso (que sí sabemos, por los estudios de los filólogos, que fueron escritos judíos redactados originalmente en griego), sino que, salvo muy contadas excepciones, todos los documentos más antiguos de los que disponemos son posteriores a los inicios del siglo tercero. Es decir, no hubo textos hebreos o arameos en la base del Nuevo Testamento: todos sus textos fueron redactados en griego e inspirados (con sus errores y aciertos) en referencias de la Biblia griega de Alejandría, pues (aunque parezca extraño en nuestros días) el griego fue la lengua «oficial» de la Iglesia de Roma hasta mediados o finales del siglo tercero; fecha en que todos los textos comenzaron a traducirse a la lengua latina.

9. El significado, el orden y la perversión de las palabras.

Como vemos, el criterio utilizado a la hora de ordenar las ideas y los conceptos fue fundamental en la construcción de la doctrina de la Iglesia; muy particularmente, el manejo de las traducciones asociadas al griego Koiné en el que fueron escritos los textos. El hecho de manejar una literatura en griego referida a una cultura hebreo-aramea, que, a partir de los siglos cuarto y quinto, sería traducida al latín, ofreció unas posibilidades inmensas a la hora de desdibujar los orígenes y ajustar la nueva doctrina a los verdaderos intereses de la institución católica emergente. Por lo que, antes de dar paso a esta obra, estoy autorizados a deshacer el juego perverso de ciertas traducciones, y aclarar algunos aspectos terminológicos (los más importantes) para que el lector comprenda cómo, a través de ciertas sutilezas del lenguaje, a través de la ideología del platonismo vulgarizado y de las variantes formales de un arcaico mito recreado por el judaísmo mesiánico y por la Iglesia, fue construido el universo onírico que ha dominado el mundo occidental durante dieciocho siglos.

Y lo primero que he de aclararle al lector es que el término «Cristo» no fue un nombre propio, sino un título judío surgido de la ideología de la antigua realeza israelita, que el profeta Isaías atribuyó a Ciro el Grande y que parte de la literatura apocalíptica asoció al Juez escatológico y Salvador celeste que había tenido su origen en la religión de Zoroastro. En realidad, el término «Cristo», cuyo significado preciso fue el de «Mesías» o «Ungido» (mesianismo-cristianismo), llegó a las lenguas romances como palabra latina derivada de la traducción griega (Χριστός, «Christós») que la Biblia griega de Alejandría había hecho del término hebreo «Mashíaj» («Māšîaḥ», «ungido», derivado de la raíz lingüística «mašáḥ», que significaba «ungir»). Una terminología que aludía a la costumbre extendida por todo el mundo antiguo de ungir con aceite a los soberanos de la realeza; de cuya institución hebrea, la casa instaurada por David, esperaban la salvación los israelitas a través de un rey conocido popularmente como «Mashíaj-Mesías» (o «Christós», en griego). Porque, como reconocía Lactancio, «nosotros llamamos al Hijo de Dios “Cristo”, es decir, “el ungido”, que en lengua hebrea es “Mesías”. […] Si bien con una y otra palabra se alude al “rey”, y no porque él consiguiera un reinado terrenal, para cuya consecución todavía no ha llegado el tiempo, sino porque había conseguido un reino celeste y eterno».[49]

Es decir, como aseguraba el cristiano Lactancio, «Cristo» no era un nombre propio, sino «como llamaban los judíos a sus reyes, la designación de su poder y reinado».[50] En consecuencia, «Mesías-ungido» (Mashíaj, en hebreo) y «Cristo» (Χριστός, Christós en griego, y Christus en lengua latina) fueron términos intercambiables y utilizados a conveniencia de los teólogos y traductores, que tuvieron y tienen exactamente el mismo significado. O dicho de manera más precisa y detallada: se trataba de diferentes significantes (relativos a diferentes contextos lingüísticos) que se referían a una misma realidad sociocultural (un título de la realeza) y que tuvieron la misma significación en el judaísmo anterior a la destrucción del Templo (el de salvador de carácter terrenal o celeste). De tal manera que términos como «mesianismo» y «cristianismo» serían, tal y como lo entendemos en esta obra, vocablos intercambiables que expresan una misma e idéntica realidad.

Ocurrió, sin embargo, que, a partir del siglo cuarto, los textos de la Iglesia utilizaron estos términos, según el contexto y la conveniencia, a la vez como nombre propio y como título del agente de salvación. Por lo que nuestra cultura «cristiana» ha heredado dos significantes (dos palabras: «Mesías» y «Cristo») a los que, por intereses ideológicos, de doctrina o simplemente para diferenciarse del judaísmo, la Iglesia les ofreció distinta significación. Una disyuntiva semántica que, dentro del anacronismo en el que se desarrolló la permanente construcción doctrinal de la Iglesia (atribuyendo al siglo primero todo lo que convenía de los siglos posteriores), trasladó artificialmente al lenguaje de los siglos anteriores a la fundamentación de su «ortodoxia»; todo lo cual enmascaró ciertos textos y generó a la larga, como estamos comprobando en los últimos tiempos, grandes problemas de interpretación. Ejemplo práctico de lo que digo es lo que ocurre hoy con Pablo de Tarso cuando en 2 Corintios aseguraba que «de aquí en adelante no conocemos a nadie según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos de esta forma».[51]

Evidentemente, hay una gran diferencia a la hora de entender la idea de Pablo desde la consideración de «Cristo» como nombre propio, (como ha hecho la Iglesia y hace en la actualidad casi todo el mundo académico, incluidas siete diferentes y famosas versiones bíblicas),[52] y entender y traducir el término «Cristo» como el título del agente de salvación (el Mesías judío) al que, en realidad, se refería Pablo. La diferencia parece nimia e insignificante, pero lo cierto es que en una y otra alternativa se fundamentan dos concepciones absolutamente diferentes de los orígenes del cristianismo. La interpretación tradicional presupone que hubo un Cristo carnal y humano (un «Jesús», de cuya figura no quería acordarse el apóstol de los gentiles), cuando en realidad lo que decía Pablo de Tarso era que el Mesías-Cristo había dejado de ser el rey guerrero y carnal de la Casa de David anunciado por el profeta Natán para convertirse en el Cristo celeste que ejemplificaron con toda claridad los apocalipsis de 1 Henoc, 4 Esdras y Baruc siríaco. Omito todo comentario sobre las consecuencias de este descomunal error de interpretación, que puede valorar en justicia el lector, y que da lugar, desde mi punto de vista, a dos teorías diferentes del cristianismo.

Por lo demás, «Cristo» (Mesías), «Cristo Jesús» (Mesías Salvador) y «Jesucristo» (Salvador Mesías) fueron las denominaciones más frecuentes en las cartas de Pablo de Tarso, escritas igualmente en griego, para referirse al Hijo de Dios descendido a la tierra. También lo denominaba «Jesús», pero en mucha menor medida y, en bastantes ocasiones, acompañado del antetítulo «Señor» («Señor Jesús»). El término «Jesús-Josué» (Yehoshúa-Yeshúa) tampoco fue en origen un nombre propio, según la teología de la Iglesia; aunque ha presentado siempre ante los estudiosos del Nuevo Testamento una ambivalencia semántica que no presenta el título «Mesías-Cristo», ya que «Jesús» fue, por una parte, un nombre propio de uso relativamente común en la Judea-Galilea del siglo primero, pero también un título de carácter soteriológico del judaísmo: «salvación», «salvador» o «el Señor salva». Por lo que hemos de atender al proceso diacrónico de producción textual para saber a qué atenernos cuando hablamos de la denominación «Jesús»: un término que apareció por primera vez en griego en la Biblia de Alejandría para referirse, como «Iēsoûs» o «Iēsoûá» («Ιησουα», transliteración de Yehoshúa o Yeshúa), al primer salvador de Israel, Josué-Jesús, el hijo de Nun y sucesor de Moisés, y a uno de los dos mesías de Esdras y Zacarías, simbolizados en «el retoño» de la Casa de David. No hay que olvidar que Esdras, al regreso de Babilonia había anunciado un salvador de nombre «Jesús»,[53] el sumo sacerdote, hijo de Josadac, de la época de Zorobabel; figura que el profeta Zacarías convirtió en el mesías sacerdotal de Israel.[54]

Ésta es la tradición griega donde hunde sus raíces la terminología del Nuevo Testamento (la Biblia de los LXX o Septuaginta), y en la que no encontramos otras referencias, como nombres propios, que no sean las de Josué-Jesús que, como sucesor de Moisés, completó la conquista de la tierra de Canaán, y las del mesías sacerdotal de los tiempos del regreso del exilio babilónico. No en vano, el sabio judío Filón de Alejandría, ajeno a la ideología del mesianismo-cristianismo, y siempre atento al carácter alegórico de las Escrituras, afirmaba que «Iēsoûs» (referido a Josué) significaba «soteria kyrion» (la salvación del Señor).[55] Por otra parte, y según la Enciclopedia Católica,[56] Eusebio le daba el significado de «Theou soterion» (la salvación de Dios); al tiempo que Cirilo de Jerusalén interpretaba el término como un equivalente de «Sóter» (Salvador). Y así hasta llegar a Juan Crisóstomo, quien enfatizaba la derivación judía del término y de su significado soteriológico. La misma teología, como autoriza hoy la Enciclopedia Católica, no ha reconocido jamás el término «Jesús» como uno más de entre los muchos nombres propios que, en siglo primero, documentaba Flavio Josefo; sino como «un término salvacionista y soteriológico impuesto por la mediación divina del Ángel ante José: “ella tendrá un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”».[57]

10. Cristianismo, gnosticismo y catolicismo. Ortodoxia y herejía.

Conviene aclarar y perfilar también las denominaciones «cristianismo», «gnosticismo-gnosis» y «catolicismo». Pues en la construcción de la Iglesia los términos «católico» y «cristiano» fueron sinónimos y significantes con significados prácticamente indiferenciados, al tiempo que la «gnosis cristiana» fue considerada como una «herejía» a extirpar y enterrar para ignorancia de las generaciones venideras. Por lo que en los países de tradición católica no se plantean jamás diferencias entre los términos «cristianismo» y «catolicismo», al tiempo que se ignoran completamente otros muchos cristianismos anteriores a la formación de la «ortodoxia» romana. Ciertamente, hubo que esperar hasta reforma luterana, para que el término «cristianismo» fuera extirpado de la demarcación católica y eclesiástica. De tal forma que, desde el siglo dieciséis y a lo largo de toda la modernidad, las iglesias evangélicas se han identificado como «cristianas» a modo de seña de identidad frente a la tradición del orbe católico y romano. Pero, en realidad, y dentro de los planteamientos metodológicos y los presupuestos de esta obra, hemos de reconocer que el «cristianismo» de los reformadores luteranos no fue otra cosa, en sus aspectos esenciales, que una reorientación de la construcción previa llevada a cabo por la Iglesia en el siglo segundo: una relectura «cristiana» de la doctrina católica, que nada tuvo que ver con el verdadero cristianismo (mesianismo judío) que descubrimos en el proceso abordado en estas páginas. El cristianismo (esquematizo) no fue ese ideal de pureza luterano surgido del pobrismo de un grupo de pescadores galileos y de las comunidades igualitarias y pías que les secundaron, sino un amplio movimiento de salvación (nacional e individual) con decenas y decenas de ramificaciones, que se extendió, tanto en Judea-Galilea como en las comunidades judías de la diáspora, desde la revuelta de los Macabeos hasta la presencia en Roma de Justino Mártir, Aniceto y Eleuterio. De tal manera que la Iglesia católica no representó más que una de esas múltiples interpretaciones, continuando con su particular lectura de los textos una tradición judía de carácter soteriológico y místico que venía desde muy lejos.

Estoy hablando de un amplio movimiento dominado en el siglo primero por las mil variantes del gnosticismo o, si se prefiere, de la «gnosis judeocristiana», a caballo entre la literatura sapiencial y apocalíptica judía y la dogmática triunfante en tiempos de la simbiosis con el imperio. Una corriente la del gnosticismo cristiano que no solo inspiró los mitos fundacionales de la doctrina romana, sino que cimentó la primera teología de Iglesia, tal y como reconoció el jesuita Antonio Orbe.[58] Por lo que conviene aclarar, aunque solo sea de manera muy esquemática y resumida, lo que fue el fenómeno de la gnosis cristiana, revitalizada e impulsada su importancia a partir del descubrimiento en 1945 de los evangelios gnósticos de Nag Hammadi: una colección de textos cristianos escritos en copto, compuesta de trece códices y más de cincuenta obras donde se ofrecía una visión de Cristo y del cristianismo muy diferente a la que durante dieciocho siglos ha ofrecido la doctrina de la Iglesia.

La palabra «gnosis» significa conocimiento; algo que no debemos entender en el sentido habitual y común que le ha dado la modernidad, sino como el resultado de un proceso intuitivo, fruto de una revelación mística, que cada uno de los «elegidos» o los «perfectos» descubría en su interior, donde encontraba a Cristo. Dentro de este proceso, y en líneas muy generales, Jesucristo era el revelador de la Sabiduría de muchas de esas sectas cristianas, pero también el espíritu y la sabiduría de Dios contenidos en el interior de cada uno de los cristianos espirituales. Por otro lado, el término «gnosticismo» responde a una acuñación moderna con la que se denomina a innumerables sectas místicas, judías y no judías, de los primeros siglos de nuestra era; todas ellas con grandes diferencias doctrinales, pero que mantuvieron, no obstante, algunos rasgos comunes. Así, entre ellos, y particularmente en algunas de las sectas cristianas, encontramos una base cimentada en una relectura de carácter alegórico de las Escrituras judías y en una indudable influencia del platonismo. Puntos de partida que no impidieron el desarrollo, dentro del gnosticismo cristiano, de lo que se ha dado en denominar como «acosmismo», fruto de un dualismo radical que llevaba al aborrecimiento de la materia creada por el demiurgo Yahvé frente a la bondad infinita del espíritu del Dios Padre inefable y desconocido. De esta forma, los judíos gnósticos (cristianos) aspiraban a una salvación que venía determinada por el abandono de la materia corporal, tras la muerte y la corrupción del cuerpo, y el reencuentro del espíritu («pneuma») con el Espíritu del Dios bueno; al objeto de lo cual el iniciado debía recibir y encontrar en su interior la gnosis divina; es decir, la luz que le permitía la salvación tras autodescubrirse como una parte de la divinidad.

Conceptos que han desvirtuado los verdaderos orígenes cristianos son también los de «ortodoxia» y «herejía», acuñados por los obispos romanos para diferenciar sus doctrinas de todos los demás cristianismos; pues, según este criterio tan peculiar y expeditivo, y en contra de toda consideración histórica, no era la Iglesia quien había nacido de ese totum revolutum de sectas y corrientes judeocristianas, sino que eran todas las demás quienes se habían desviado de su recta y «ortodoxa» doctrina. Casi está de más afirmar que, bajo este amenazante y coactivo criterio, los primeros cristianismos declarados «heréticos» fueron los que quedaban dentro de la demarcación de lo que hoy circunscribimos bajo la etiqueta del «gnosticismo»; que fue, junto al marcionismo, una parte muy importante de la comunidad eclesiástica romana de principios y mediados del siglo segundo.

Otro ejemplo, más allá del marcionismo y el gnosticismo, nos lo proporcionan las dos primeras «herejías» del siglo primero, detectadas por la Iglesia a finales del siglo segundo. Y no es nada casual ni debe sorprendernos que esas dos primeras «herejías» fuesen el «docetismo» y el «simonianismo». El primero, (Dokētaí, ilusionistas), negaba la encarnación de Jesucristo y afirmaba que el Hijo había descendido al mundo provisto de apariencia humana, pero de ninguna manera carnal. El segundo (derivado el nombre de Simón el Mago) apuntaba a un cristianismo originario, diferente también de la doctrina eclesiástica que los textos de la Iglesia enmascararon vinculándola a las figuras literarias de la «tradición apostólica». Y prácticamente lo mismo ocurrió con todas las demás denominaciones «heréticas» acuñadas por la Iglesia y vigentes en el lenguaje actual: términos que carecen de todo significado extramuros de la Iglesia y que solo se explican a través de su teología dogmática y exclusivista; pero que han adquirido tal carta de naturaleza que se siguen utilizando en el lenguaje común, ignorando la intencionalidad ideológica que llevan secularmente implícita.

Y algo parecido ocurre con los sintagmas «paganismo» y «politeísmo», o con las clasificaciones relativas al contexto cristiano de los siglos primero y segundo, derivadas de la literatura y de la doctrina dogmática de la Iglesia y que hoy se continúan haciendo en muchos centros universitarios aconfesionales que dicen trabajar con pretendidas metodologías científicas. Me ha sorprendido siempre enormemente que, desde diferentes posiciones, aunque basadas siempre en las abstracciones de sus estrechos planteamientos formales y analíticos, se divida el cristianismo de los primeros siglos, por una parte, en «judeocristianismo» (que entiendo que, aunque aconfesionales y laicos, lo derivan de la «sucesión apostólica de Pedro»); luego, hablan de Pablo de Tarso y del «paulinismo» como algo diferente de lo anterior; y finalmente hablan del «gnosticismo» como algo completamente diferente de los otros dos elementos de la clasificación. Evidentemente, está de más afirmar que esta formalización idealista, abstracta, descontextualizada y completamente ficticia e irreal choca frontalmente con mi perspectiva de un proceso dialéctico que engloba todos los elementos judeocristianos (sean paulinos, gnósticos o simplemente mesiánicos) y los arrastra en cascada a través de las distintas líneas culturales trazadas en el tiempo, conformando con ello una visión y una teoría inédita del cristianismo.

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[1] Aquí no se niega la «existencia» de Dios, sino que lo que se niega es la esencia de Dios. Es decir, la propia idea de Dios. El ateísmo esencial no se plantea la existencia, ya que, para ello, habría que concebir a Dios en el plano esencialista de las ideas, lo que resulta a todas luces imposible. Gustavo Bueno. «Las variedades de la fe y las variedades del ateísmo». En La fe del ateo. Madrid, 2007. pp. 9-34.

[2] Cf. Gustavo Bueno. El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión. Oviedo, 1996. Parte II. Capítulo Vº

[3] José Ortega y Gasset. Historia como sistema. Madrid, 2008. p. 55.

[4] José Montserrat Torrents. La sinagoga cristiana. El gran conflicto religioso del siglo I. Barcelona, 1989. p. 18.

[5] Cf. Rudolf Bultmann. Teología del Nuevo Testamento (Salamanca, 1981). Historia de la tradición sinóptica (Salamanca, 2000). Jesucristo y mitología (Barcelona, 1970). Etc.

[6] J. Montserrat. Op. Cit. 19

[7] Se conoce como «círculo hermenéutico» aquel vicio según el cual la investigación y la reconstrucción de lo ya sucedido depende de la previa interpretación del investigador. Es decir, el historiador introduce en la investigación su propia ideología y sus prejuicios. Se trata, en definitiva, de una petición de principio, por la cual se obtiene como conclusión lo que previamente se ha puesto en las premisas

[8] «Primera», «Segunda» y «Tercera búsqueda del Jesús histórico».

[9] Henri y H. A. Frankfort. El pensamiento prefilosófico. Madrid, 2003. p. 15.

[10] Mircea Eliade. Mito y realidad. Barcelona, 1991. pp. 7 y 8.

[11] Walter F. Otto. Teofanía. El espíritu de la antigua religión griega. Madrid-Ciudad de México, 2007. p. 30.

[12] Cf. Carl G. Jung. Aion. Contribución al simbolismo del sí-mismo. Barcelona, 2011. Y Simbología del espíritu. Madrid – Ciudad de México, 1998.

[13] Cf. Karl Kerényi. Eleusis. Imagen arquetípica de la madre y la hija. Madrid, 2004

[14] Cf. Ernst Cassirer. Esencia y efecto del concepto de símbolo. Ciudad de México,1975.

[15] Cf. Paul Ricoeur. El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hemenéutica. Buenos Aires, 2003.

[16] Cf. Mircea Eliade. Mito y realidad (Barcelona, 1991). El mito del eterno retorno (Buenos Aires, 2001). Lo sagrado y lo profano (Barcelona, 1983). Tratado de historia de las religiones (Barcelona, 1990). Etc.

[17] Cf. Georges Dumézil. Mito y epopeya. Vol. I. Ciudad de México, 2016.

[18] Cf. Henri Hubert y Marcel Mauss. El sacrificio. Magia, mito y razón. Buenos Aires, 2010.

[19] Cf. Bronislaw Malinowski. Una teoría científica de la cultura. Barcelona, 1984.

[20] Cf. Claude Lévi-Strauss. Mito y significado. Madrid, 2002.

[21] M. Eliade. Op. Cit. 21: «La “historia” narrada por el mito constituye un “conocimiento” de orden esotérico, no solo porque es secreta y se transmite en el curso de una iniciación, sino también porque este “conocimiento” va acompañado de un poder mágico-religioso».

[22] W. F. Otto. Op. Cit. 31.

[23] Op. Cit. 32

[24] Cf. Gustavo Bueno. El mito de la cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura. Barcelona, 2004.

[25] M. Eliade. Op. Cit. 170.

[26] Rudolf Bultmann. Teología del Nuevo Testamento. Salamanca, 1981. pp. 180 y 181.

[27] Francisco García Bazán. Gnosis. La esencia del dualismo gnóstico. Buenos Aires, 1978. p. 62. Cita 3.

[28] Henri-Charles Puech. En torno a la gnosis. I. La gnosis y el tiempo y otros ensayos. Madrid, 1982. p. 222.

[29] Op. Cit. 200, 201.

[30] Op. Cit. 215.

[31] James G. Frazer. La rama dorada. Magia y religión. Ediciones en español de 1981 y 2014, ambas con diferentes contenidos.

[32] Cf. M. Eliade. El mito del eterno retorno. Buenos Aires, 2001.

[33] Joseph Campbell. Las máscaras de Dios. Vol. III. Madrid, 1999. Mitología Occidental. p. 394.

[34] Ver cita 12.

[35] Ver cita 7.

[36] Utilizo el término «ideología» en esta obra en sentido amplio: como toda aquella construcción mental que no es ciencia, filosofía o teología, y también como las simplificaciones esquemáticas y vulgares de cada una de ellas; lo mismo que la simplificación de procesos complejos que requieren un gran detenimiento y no se explican por los clichés de los tópicos y los lugares comunes. Asimismo, utilizó el término «ideología» para referirme a una construcción simbólica y mental con pretensión epistémica que, a priori, parte de intereses económicos, políticos, sociales, espirituales o religiosos.

[37] Jesús Muga. Principios de antropología. El holismo crítico. Madrid, 2013. p. 73.

[38] Mateo, 12.39,40.

[39] J. Muga. Op. Cit. 147.

[40] G. Bueno. El mito de la cultura. 93.

[41] Cf. Emil Schürer. Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús. Madrid, 1985. Dos volúmenes.

[42] Cf. Martin Hengel. The Hellenization of Judea in the First Century after Christ. Londres, 1989.

[43] Job. 26.12,13. «Él aquietó el mar con su poder, y con su entendimiento aniquiló a Rahab. Con su soplo despejó los cielos, y su mano atravesó a la serpiente furtiva».

[44] Geo Widengren. La religión judeo-israelita. En Historia Religionum. Vol. I. (C. Jouco Bleeker y G. Widengren Eds.). Madrid, 1973. pp. 274 y 295.

[45] Gonzalo Puente Ojea. El evangelio de Marcos. Madrid, 1994. p. 10.

[46] Cf. Walter Bauer. Rechtgläubigkeit und Ketzerei im ältesten Christentum. Tübingen 1934. Versión inglesa: Orthodoxy and Heresy in Earliest Christianity. Londres, 1972. Y versión francesa: Orthodoxie et hérésie aux débuts du christianisme. París, 1964 y 2009.

[47] Cf. Elaine Pagels. El pablo gnóstico. Exégesis gnóstica de las cartas paulinas. Barcelona, 2012. No comparto el encabezado de esta obra, ya que Pablo no fue un gnóstico propiamente dicho, aunque sí un protognóstico cuya ideología mística viene muy bien plasmada en este trabajo.

[48] Utilizo el término «Historia Universal» en el sentido que le ofrece el materialismo filosófico de Gustavo Bueno: como lucha y dialéctica de los imperios.

[49] Lactancio. Instituciones divinas. Madrid, 1990. Libro IV.7.7.

[50] Op. Cit. IV.7.4,

[51] Pablo de Tarso. 2 Corintios. 5.16.

[52] Yo utilizo en todas las referencias bíblicas que aparecen en esta obra la versión bíblica Reina-Valera actualizada, de la Editorial Mundo Hispano, basada en la versión de 1909.

[53] Libro de Esdras. 3.2.

[54] Zacarías. 6.11-13.

[55] Filón de Alejandría. Obras Completas. Buenos Aires, 1976. Vol. III. Sobre aquellos cuyos nombres son cambiados. 21.121.

[56] Enciclopedia Católica On Line, Aciprensa. «Jesús».

[57] Mateo. 1.21. Y Enciclopedia Católica.

[58] Cf. Antonio Orbe. Cristología gnóstica. Introducción a la soteriología de los siglos II y III. Vol. I. Madrid, 1976.

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© Eliseo Ferrer Latre