Luego del tórrido sol del largo verano, el otoño llegó a Kandarr III y con esa estación comenzaron las grandes lluvias. El cielo estaba constantemente oscurecido por inmensas nubes oscuras, masivas y tormentosas, cargadas de agua, la cual se volcaba incesantemente en el valle donde reposaba la nave espacial. A veces también se levantaba el viento y Ulan Bor lo oía silbar alrededor de su navecilla. El viento bajaba de los confines del valle, donde se alzaban las montañas, empujado desde un paso lo suficientemente bajo como para cruzarlo a pie y se precipitaban valle abajo con el rugido de un trueno. Cuando sus ráfagas chocaban contra el bosque cercano a la nave de desembarco, se podía escuchar desesperado lamento de esos enormes y frondosos árboles como si estuvieran intentando una colosal e inútil resistencia contra la furia del viento. Pero éste siempre ganaba y, en los días en los que las ráfagas, eran más fuertes y violentas, desgajaba ramas enteras y se las llevaba por kilómetros. O si no las enviaba para que golpearan la alguna vez reluciente superficie de la nave y Ulan Bor, encerrado en ella como un ratón en una jaula, saltaba ante cada golpe de aquel tam-tam de muerte y destrucción.
El viento. La lluvia. Una combinación apocalíptica. Pero ahora el viento se había calmado y, curiosamente, la lluvia se redujo a una llovizna pertinaz. ¿Era posible que las grandes lluvias se hubieran detenido luego de sólo un mes?
Ulan Bor había salido de la nave de aterrizaje y había hecho un descubrimiento perturbador: la pronunciada inclinación que ya había notado adentro, pese al sistema de nivelación interno, no se debía a un declive o a la compactación de la tierra por el peso de la mole de metal. En lugar de eso, el terreno, excesivamente empapado, había cedido y la parte trasera de la nave se había hundido en el barro. Ahora, a causa de la fuerza de succión de la tierra embebida, no sería capaz de sacar a la nave de allí, incluso si empleara la totalidad de la disminuida potencia que aún conservaba en el motor. Y cuando el sol saliera de nuevo y el terreno se volviera a secar, la nave espacial quedaría cimentada para siempre.
Vio salir del bosque la delgada y agraciada figura de Lohala. La nativa de piel de ébano y de ojos malva y dorados traía una canasta cerrada que se balanceaba sobre su cabeza y se acercaba a él sin que le molestarse mojarse en el charcal, como usualmente lo hacía. Llevaba una vestimenta extraña, parecida a un traje pijama negro, por completo empapada y casi adherida a su finamente delineado cuerpo humanoide.
Cuando estuvo a tres pasos de él, Lohala se detuvo y deslizó la canasta al suelo con un grácil movimiento. —Te traje algo para comer —dijo.
Ulan Bor se cerró aún más en torno al cuello el poncho que llevaba para protegerse de la lluvia. Su rostro, bajo el ancho borde de la capucha, era hosco.
—Le dije que no quería nada de ustedes. ¿Entiende? ¡Nada!
Lohala le sonrió. —Lo sé. Pero has agotado las provisiones que tenías a bordo.
—Eso es totalmente falso.
—¿Entonces por qué saliste ayer a la noche a cazar conejos salvajes en el bosque?
—¡Así que me han estado espiando! —exclamó airado Ulan Bor y la aferró con firmeza del brazo, lastimándola. Supo que lo había hecho porque la vio saltar. Eso lo apenó. ¿Pero por qué esos malditos nativos no podían dejarlo en paz?
Una gota de agua rodó por la nariz de Lohala y por un momento se detuvo, colgándole de la punta, antes de caer al suelo. —Estamos preocupados por ti, soldado de la Tierra —dijo con voz melodiosa—. Lo hacemos porque queremos ayudarte. Incluso te ofrecimos refugio en nuestra aldea. Allí estarías a salvo. Tendrías comida. Y nuestra compañía.
—¡Son nuestros enemigos! —Ulan Bor gruñó y su mirada se volvió aún más torva.— ¿Tengo que recordarles que entre la Tierra y su sector galáctico se ha estado llevando una guerra durante más de cien años?
Lohala sacudió la cabeza. —Ustedes, los terrestres, pueden estar aún en guerra con nuestro sector galáctico, pero no con Kandarr III. Nuestro planeta sigue su vida. El Gobierno del Cuadrante no nos presta la más mínima atención. Somos completamente libres.
—¡El Cuadrante es enemigo de la Tierra! —repitió con furia Ulan Bor y su expresión se tornó aun más lívida; recordó que todavía sujetaba a la nativa por el brazo y la sacudió con violencia—. Son nuestros enemigos. ¡No quiero nada de ustedes!
Lohala estaba petrificada. Pero no había odio en sus ojos. Sólo una inmensa compasión. Furioso, Ulan Bor se dio vuelta y entró en la nave, acerrojando la puerta como si fuera a partir en un viaje a las estrellas.
¿Por qué esos nativos no lo dejaban solo?, pensó. ¿No entendían que la Tierra había estado en guerra con su Cuadrante en las Nubes de Magallanes por un siglo y que nunca, pero nunca, un terrestre aceptaría siquiera la menor ayuda de ellos?
Aun así, desde el momento en el que había descendido en aquel planeta en la cápsula de rescate, luego de que su navío espacial hubiera sido destruido en aquella condenada batalla contra la Flota Central, los nativos se le acercaron sonrientes, listos para ayudarlo. Y Lohala había sido la más insistente. Ahora los otros habían dejado de rondarlo; ella era la única que seguía por ahí, y no parecía dispuesta a darse por vencida.
Cerró los puños. Debía relajarse. No debía pensar en los nativos. Sobre la consola, frente a él, yacían las partes desarmadas de la radio espacial. La había tratado de reparar desde que descendió en Kandarr III. Pero no era un técnico y no entendía con exactitud qué le había pasado. La tarde anterior había revisado por milésima vez todo el esquema magnético de la unidad y por último pareció que había descubierto una falla. La reparó con un paciente trabajo y el resultado le satisfizo. Ahora que estaba calmado, trató de rearmar la radio. La tarea era muy sencilla y cinco minutos la unidad estuvo arreglada. La montó en su lugar en el tablero de comandos, hizo las conexiones y activó el interruptor.
En la diminuta pantalla apareció un laberinto de líneas multicolores, pero la imagen no llegó a enfocarse. De todos modos, por el parlante salía la distorsionada voz de un locutor. Era la Red Intergaláctica, la única que transmitía noticias para las fuerzas combatientes.
“…derrota de Ragnarök. La Quinta Flota del Cuadrante está huyendo. Sus pérdidas fueron inmensas. Cuatrocientos acorazados estelares, trescientos cincuenta cruceros y ochocientas naves menores fueron destruidos o dispersados. Ahora nuestras líneas se extienden de manera continua a lo largo de los límites de los Diez Soles Azules, desde Ragnarök hasta Tamar. El contraalmirante Dark Kaukallus…”.
¡Ragnarök conquistado! Ulan Bor sintió que su pecho se ensanchaba de orgullo. Habían estado peleando en esa zona durante diez meses estándar. Él mismo había participado en las escaramuzas previas antes de tener que tomar el salvavidas espacial para abandonar el astroacorazado en el que había servido…
Pensar en la nave de salvamento lo volvió a la realidad. Las noticias de la victoria lo habían emocionado tanto que no consideró lo más importante. Que la radio estaba funcionando. No el vídeo, por cierto, pero el audio sí. Y eso era lo más importante. Con el dedo estremecido por la excitación, presionó el botón Com para pasar de la recepción de la cadena de noticias a la transmisión en la banda de emergencia. Luego pulsó el botón que emitiría la señal de emergencia automática con las coordenadas del planeta. La transmisión de hiperondas a través de la galaxia sería instantánea y cualquiera de los Centros de Rescate seguramente la captaría…
Pero el parlante permaneció en silencio. No emitió ni una palabra, ni siquiera la más distorsionada; sólo un siseo burló que le decía que sus esfuerzos habían sido en vano.
La radio de hiperondas no servía como transmisor. Algo en sus circuitos estaba dañado de manera irreparable, y Ulan Bor se sintió desesperadamente abandonado en ese planeta, lejos de casa, rodeado de enemigos.
A los tres días, las lluvias se detuvieron por completo. La llovizna disminuyó poco a poco y al tercer día despuntó un pálido sol. Ulan Bor salió a cazar, pero volvió con las manos vacías. No había visto ni un solo conejo silvestre. Con una mueca de disgusto cada vez mayor, regresó al sendero —aún anegado por la lluvia— que conducía a la nave y, cuando llegó a la entrada, encontró a Lohala.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó con rudeza.
Lohala le sonrió. Aún llevaba la vestimenta parecida a un pijama y a sus pies tenía la canasta de mimbre tejido.
—Te traje algo para comer —contestó con sencillez. Su mirada malva y dorada se fijó en la del hombre de la Tierra y por primera vez Ulan Bor no pudo responder con la violencia con que lo había hecho en el pasado.
—No quiero nada de usted. Se lo dije varias veces —replicó el soldado.
La mano de ella tocó el rostro del mercenario espacial. —¡Pero estás hambriento!
—¡Quíteme las manos de encima! —Esta vez, Ulan Bor gruñó; sus ojos, negros como los abismos del espacio, emitieron un destello de luz helada.— ¡Nunca más se atreva a levantar una mano hacia un soldado de la Tierra, señorita!
—¿Por qué? —Sus ojos de malva y oro se movían con rapidez; parecían estar analizándolo de adentro hacia afuera.— ¿Por qué siempre me rechazas? Estás hambriento. Has agotado tus reservas de alimento. Sales a cazar, pero regresas con las manos vacías, porque el planeta es extraño para ti. ¡Déjame ayudarte!
—¿Por qué lo hace?
Lohala meneó la cabeza. —No lo sé. Quizá porque en Kandarr III todos ayudamos al otro. Quizá porque es un pobre soldado de la Tierra lejos de su planeta…
El rostro de Ulan Bor se retorció de furia de inmediato. —Sin lástima. señorita. ¡Soy un soldado de la Tierra y ustedes son los enemigos! ¡No lo niegue!
Lohala lo miró con firmeza. —En Kandarr no hay enemigos —contestó simplemente. Luego no dijo nada más. Se dio vuelta y, con su andar ágil y espontáneo, se alejó de la nave hacia los árboles entre los qué —quién sabía dónde— se escondía su aldea.
Ulan Bor no se movió. La observó mientras caminaba. Por un instante pensó en llamarla, pero fue sólo un momento, porque no habría sabido qué decirle. Su mirada se posó en la canasta y, cuando se dio cuenta de que Lohala se había ido sin llevársela, fue como un golpe en la cabeza o un puntada en el corazón. Pero estaba debilitado por el hambre y esa vez el orgullo no ganó. Tomó la canasta y la metió en la nave.
Por primera vez en muchos días fue capaz de comer como quería. Para esa época las provisiones se habían reducido a prácticamente nada y se alimentaba a cuentagotas, sólo para no morirse de hambre. El conejo asado y las bayas desecadas fueron, para él, la comida más exquisita que hubiera tenido en años. Cuando terminó, se echó en su litera y observó el techo de la embarcación, mientras trataba de analizarse.
Había aceptado comida del Enemigo. Él, un soldado de la Tierra, había desobedecido sus órdenes. No había odiado lo suficiente al Enenmigo. Pero también sabía de dónde venía ese odio. Sabía bien que no era algo natural, sino el producto de las dosis regulares de Bellatrix, la droga que le suministraban a las tropas del espacio para mantener constante su corrección ideológica y evitar, durante el desarrollo de esa guerra antigua e interminable, la confraternidad con el Enemigo.
Ahora, en cambio, habían pasado meses desde que le dieron Bellatrix y su resistencia estaba comenzando a disminuir, quizá también debido a los efectos del hambre y del estrés. La sensación no era, de todos modos, desagradable. Casi tenía miedo de admitirlo. Pero así era, y no podía hacer nada al respecto.
Lohala volvió al atardecer. Y los días siguientes. Y los días se volvieron semanas y las semanas meses. Llegó el invierno. La temperatura descendió y regresaron los vientos, aunque no tan fuertes. Lohala invitó a Ulan Bor con insistencia para se refugiara en la aldea, pero él siempre se rehusó.
Un día, entrado el invierno, Lohala llegó con la canasta de costumbre, pero cuando Ulan Bor la tomó descubrió que estaba más pesada que de costumbre.
—¿Que tienes aquí hoy? —preguntó con el amago de una sonrisa, quizá la primera que hubiera aparecido en ese rostro endurecido, marcado por tantas batallas en la galaxia.
Los ojos de malva y oro de la nativa tenían un brillo travieso y sus labios de rubí enmarcaron la inmaculada blancura de los dientes cuando la muchacha contestó: —Traje comida para dos, hombre de la Tierra. Esta vez… —Su voz se quebró por un instante y apartó la mirada, pero Lohala consiguió terminar la frase.— …esta vez me gustaría sentarme aquí y compartir la comida contigo. Y puedes contarme sobre la Tierra, sobre tu patria, sobre las estrellas que viste…
—Pasa —le ordenó él.
Lohala no dijo nada, pero parecía contenta, con los ojos iluminados por la alegría, y Ulan Bor la vio quizá por primera vez de un modo distinto. No ya como el Enemigo, puesto que —desde un tiempo atrás— esa sensación se había ido desvaneciendo en su interior. Nunca más la había visto como una extraña. Esta vez la vio como una amiga. Una mujer joven y bella, con piel de ébano y ojos de malva y oro que derramaban alegría.
Lohala entró en la nace espacial con cierta vacilación y con un andar que denotaba reverencia.
—Así que ésta es tu casa —dijo, mientras su mirada malva y dorada recorría la cabina para finalmente posarse en él con adoración—. Has viajado en ella a través de las estrellas.
Ulan Bor, el rudo soldado de la Tierra, se sintió extrañamente conmovido. Lohala lo consideraba un dios, eso era más que obvio. Pero él sólo se sentía un mercenario. Un soldado que viajaba por las estrellas matando gente a la que no conocía por alguna razón que tampoco sabía. Por primera vez, el reconocimiento de la inutilidad de aquella guerra interminable lo golpeó con toda su fuerza, y mientras su mente se agitaba en un torbellino de imágenes de astronaves destrozadas y planetas habitados transformados en desiertos congelados o en flujos de lava, se sacudió por la brutalidad en la que que él también había tenido parte. Pero Lohala no era consciente de los pensamientos que se arremolinaban en aquel momento en su cabeza, destrozando horas y horas del paciente condicionamiento de los más hábiles psicólogos de guerra de la Tierra. Ella se arrodilló ante él, le tomó las manos y se las llevó a los labios con veneración, casi como si adorara a un dios… o a un hombre amado.
Fue como si algo se desbaratara para siempre dentro de Ulan Bor. Como si un voltaje extremadamente intenso lo hubiera traspasado. Y él también cayó de rodillas delante de la joven.
—Lohala —susurró—, Lohala… Su mano, tan acostumbrada a presionar los destructivos botones de los lanzadores de misiles, le acarició el cabello de ébano y sus ojos —nunca más gélidos como lo habían sido— se perdieron en los malva y dorados de ella.
—Mi señor —susurró la nativa—, mi querido señor de los cielos…
¿Qué eran aquellas cálidas y húmedas gotas en su mano? ¿Y ese sabor salado en los labios? Ulan Bor se dio cuenta, con sorpresa, de que estaba llorando. Nunca se había vreído capaz de eso. Él, el mercenario de la Tierra… él, Ulan Bor, ¡llorando! Entonces comprendió. Se puso de pie de un salto y retrocedió unos pasos, mientras Lohala erguía la cabeza y contemplaba su rostro atribulado.
—¡Lohala! —gritó el soldado de la Tierra, y en ese grito estaba la angustia de miles de estragos, de muertes incontables, de la violencia apocalíptica que había visto y ayudado a crear—. Lohala, ¿no lo entiendes? ¡Entre nosotros no puede haber nada! Soy un hombre de la Tierra, un planeta que durante cien años estuvo sembrando muerte y destrucción entre las estrellas del Cuadrante. Soy un mercenario. He matado. He aniquilado a tu gente en muchísimos mundos. ¡No hay modo de que puedas perdonarme!
—Mi señor —dijo con voz dulce Lohala—, en Kandarr III no puede sino haber perdón, porque sin él no hay felicidad, y en Kandarr III sólo hay felicidad. Felicidad y amor.
Los ojos de Ulan Bor se encendieron con una llama abrasadora. Su rostro se veía tenso y atormentado. Un nervio se contrajo cerca de su ojo, donde había una cicatriz blanca de una vieja herida. —Para ti quizá haya felicidad y perdón —aulló el mercenario—, pero no para mí. Sólo ahora lo entiendo, porque apenas ahora estoy libre de la influencia del Bellatrix. Antes no podía darme cuenta. E incluso ahora que he ganado, ahora que me reencontré, pierdo.
Lohala se incorporó, se le acercó y le apoyó con suavidad la mano en el brazo. —No. No has perdido, hombre de la Tierra. Te has reencontrado. Eso es lo que importa.
Sus fuertes manos le aferraron las muñecas y Lohala se quedó rígida porque la lastimó. Pero con el sufrimiento que lo devoraba por dentro no lo advirtió. —No puedo ser feliz, Lohala. —Su voz era ahora más calmada, pero en ella resonaba la inevitabilidad del destino.— No encontraré la felicidad porque el sufrimiento siempre estará conmigo. La culpa no me abandonará e, incluso si tú puedes perdonarme, yo nunca lo haré…
Ulan Bor se detuvo antes de terminar. Los ojos malva y dorados de Lohala estaban resplandeciendo con un brillo que nunca antes había visto. Sus manos se soltaron de las muñecas de ella y los brazos le colgaron a los lados. La mirada de la nativa era intensa, abrumadora, y Ulan Bor se sintió totalmente envuelto, acunado con suavidad. Una pronunciada calma fluyó por él.
La voz de la muchacha parecía venir de muy lejos. Era apagada y dulce.
—Mírame, hombre de la Tierra —dijo la voz—. Porque te curaré. No hay ninguna cuita en Kandarr III, ningún sentimiento de culpa. Es por eso que sólo nosotros, de toda la Galaxia, somos felices y libres.
Su mirada era hipnótica. Expresaba una apacibilidad de la que era imposible escapar. Y Ulan Bor no hubiera querido hacerlo.
—¿Por qué? —fue todo lo que pudo murmurar.
—Porque hallamos la energía para derrotar a nuestro monstruo interior —replicó Lohala, sin romper el tenue enlace que había entre ellos—. El monstruo es el inútil sentimiento de culpa, la vil bestia que devora el alma de los hombres sin ningún beneficio.
Ulan Bor vaciló. La mirada de Lohala era más intensa; se metía en su cabeza y le hurgaba la mente, tratando de expulsar al monstruo.
—Ésa es nuestra forma de vivir —regresó la voz de Lohala, todavía distante y apagada—. En algún momento de nuestras vidas también podemos experimentar algún sentimiento de culpa que podría destruirnos desde adentro, pero cuando uno de nosotros lo necesita…
No terminó la frase, pero aun así Ulan Bor comprendió el resto y su significado: “lo ayudamos y destruimos su monstruo”.
Eso era exactamente lo que estaba le estaba pasando en ese momento. La energía que fluía de los ojos de Lohala se esparcía por su interior, buscando al monstruo voraz e insaciable. El horrible monstruo que hubiera hecho que su vida se convirtiera en un infierno en todos los días por venir. Ella lo persiguió a través de las infinitas circunvoluciones de su mente, lo rastreó implacablemente y por último lo atrapó en un callejón sin salida del que no podía escapar. El monstruo primordial fue aprisionado ahí y Ulan Bor, sumergido en una niebla hipnótica, sintió un estremecimiento.
Luego, el centelleo de un relámpago. Su cerebro pareció explotar. El terrible dolor de un disparo. ¿Lobotomía psíquica? Se tambaleó y cayó de rodillas, sostenido por Lohala.
—Ahora eres libre, hombre de la Tierra —dijo la distante y acariciante voz.
Y era verdad. Ulan Bor sintió una gran paz interior y, mientras salía de las brumas y mientras se abría camino a la superficie de aquel mundo algodonoso, cayó en éxtasis. Amó a lohala, amó Kandarr III. El pasado era pasado. Terminado para siempre. Lanzado por sobre su hombro como quien arroja un envase vacío, y la nueva vida se presentaba llena de promesas.
—Mi amado señor… —dijo Lohala.
—Pequeña Lohala… —dijo Ulan Bor.
Todo era diferente. Los horrores de la guerra se habían ido. La violencia se había ido. Ahora sólo estaban Lolaha, un planeta paradisíaco, la felicidad, el éxtasis.
Con un suspiro, el hombre de la Tierra cerró los ojos y echó la cabeza para atrás. Se acurrucó y yació inmóvil.
Con una sonrisa en los labios.
Un chillido quebró el aire. —¡Mi amado señor…!
El hombre de la Tierra había muerto. Su gozoso corazón no había sido capaz de soportarlo. Lohala comprendió demasiado tarde que un terrestre no está acostumbrado a liberarse de toda la angustia ni de todo el remordimiento, que no está acostumbrado a la felicidad absoluta. Es la maldición de la humanidad. Pero un pueblo feliz como el de Kandarr no sabe lo que son las maldiciones.
After the torrid sun of the long summer, autumn arrived on Kandarr III and with this season began the great rains. The sky was constantly darkened by immense black clouds, massive and tormented, heavy with water, which dumped ceaselessly onto the great valley where the spacecraft rested. At times the wind also rose, and Ulan Bor heard it whistling around his small ship. The wind came down from the upper reaches of the valley, where the mountains began, pushed through a mountain pass low enough to be easily crossed on foot, and then rolled down to the valley floor with the roar of thunder. When its squalls collided with the forest a little distance from the landing craft, those enormous, leafy trees could be heard moaning desperately as if they were attempting a colossal and useless resistance against the violence of the wind. But the latter always won, and on those days when the squalls were the strongest and most violent, the wind broke off entire limbs and carried them off kilometer after kilometer. Or else it sent them smashing against the no longer so shiny surface of the ship, and Ulan Bor, closed inside like a mouse in a cage, jumped at each blow of that tom-tom of death and destruction. The wind. And the rain. An apocalyptic combination.
But yesterday, the wind had calmed down and, strangely, the rain was reduced to an insistent drizzle. Was it possible that the great rains had stopped after only one month?
Ulan Bor had come out of the landing craft and had made a disturbing discovery: the extreme tilt of the ship that he had already noticed inside, despite the internal leveling system, was not due to a slope or a compacting of the earth beneath the weight of the metal. Instead, the earth, excessively soaked by the rain, had given way, and the ship's stern was sunk into the dirt. Now, with the gripping force of the sodden earth, he would not have been able to move the ship from there even if he used all the diminished power still remaining in the engine. And when the sun came out again and the earth dried out once more, the space craft would remain cemented in forever.
He saw the tall, graceful face of Lohala peeking out from the woods. The native with the ebony skin and the rose and gold eyes was carrying a closed basket balanced on her head and coming toward him without bothering to bathe in that pond, as she usually did. She was wearing a strange costume which resembled black pyjamas, soaking wet as it was and almost glued to her finely shaped humanoid body.
When she was three steps from him, Lohala stopped and slid the basket to the ground with a graceful movement. “I brought you something to eat,” she said.
Ulan Bor pulled the poncho that he wore to protect himself from the rain tighter around his neck. His face, under the broad brim of his waxcloth hat, was harsh.
“I told you I don't want anything from you. You understand? I don't want anything!”
Lohala smiled at him. “I know. But you have exhausted the provisions that you had on board.”
“That is absolutely untrue.”
“Then why did you go out yesterday night hunting wild rabbits in the forest?”
“So you've been spying on me!” Ulan Bor exclaimed angrily and grabbed her violently by the arm, hurting her. He knew he had hurt her because he saw her jump. And that made him sorry. But why couldn't those damned natives ever leave him in peace? A drop of water rolled down Lohala's nose and stopped for a moment, balancing at the tip before dropping to the ground. “We are all worried about you, Earth soldier,” she said with a melodious voice. “We do so want to help you. We have even offered you refuge in our village. There you would be safe. You'd have food to eat. And you'd have our company.”
“You are our enemies!” Ulan Bor snarled and his look became even meaner. "Do I have to remind you that between Earth and your galactic sector a war has been going on for more than a hundred years?"
Lohala shook her head. “You earth people may still be at war with our galactic sector, but not with Kandarr III. Our planet goes its own way. The Quadrant Government doesn't pay the least bit of attention to us. We are completely free.”
“The Quadrant is the enemy of the Earth!” repeated Ulan Bor in rage, and his already livid expression became even more so. He remembered that he still had the native by the arm and he shook her violently. “You are our enemies. I want nothing from you!”
Lohala was petrified. But there was no hatred in her eyes. Only a great compassion. Furious, Ulan Bor turned his back and went into the ship, bolting the door tight as if he were going to leave on a trip to the stars.
Why didn't these natives ever leave him alone? he thought. Didn't they understand that the Earth had been at war for a century with their Quadrant in the Magellanic Clouds, and that never, but never, would an Earther have been able to accept even the least bit of help from them?
Yet from the time he had descended onto this planet in the rescue craft after his starship had been destroyed in that damned space battle against the Central Fleet, the natives came to meet him smiling, ready to help him. And Lohala had been the most insistent. Now the others had stopped hanging around him; she was the only one left, but she didn't appear ready to give up.
He clenched his fists. He should relax. He shouldn't think about the natives. On the counter in front of him lay the disassembled parts of the space radio. He'd been trying to repair it ever since he landed on Kandarr III. But he wasn't a technician and had not understood exactly what had happened. The evening before, he had reviewed for the thousandth time all the magnetic schematics of the unit and finally it seemed that he had localized a fault. He had fixed it with patient work and the results had satisfied him. Now that he had calmed down, he tried to reassemble the radio. The work was very simple and in five minutes the unit was repaired. He mounted it in its place in the command console, hooked up the connections and then activated the power switch.
On the tiny video screen appeared a maze of multicolored lines, but the image wouldn't come into focus. However, from the speaker came the distorted voice of an announcer. It was the Intergalactic Network, the one that transmitted news for the fighting forces:
“…defeat of Ragnarok. The Fifth Fleet of the Quadrant is fleeing. Its losses have been huge. Four hundred astrobattleships, three hundred fifty cruisers and eight hundred light ships have been destroyed or scattered. Now our lines extend continuously along the boundary of the Ten Blue Suns, from Ragnarok to Tamar. Rear Admiral Dark Kaukallus…”.
Ragnarok conquered! Ulan Bor felt his chest expand with pride. They had been fighting in that zone for ten standard months. He himself had participated in the preparatory skirmishes before having to take the space lifecraft and abandon the combat starship on which he had served…
The thought of the lifecraft brought him back to reality. The news of the victory had so excited him that he hadn't considered the most important thing. That the radio was working. Not the video, certainly, but audio, yes. And the audio was the most important thing. With a finger trembling from the excitement, he touched the com button to switch from receiving the newscast to transmitting on the emergency band. Then he pressed the button which would broadcast the automatic emergency signal with the coordinates of the planet. The hyperwave transmission would be instantaneous throughout the galaxy and any of the Rescue Centers would surely have picked up his emergency signal…
But the speaker remained silent. It didn't emit a word, even the most distorted word, only a mocking hiss that told him that his efforts had been in vain.
The hyperwave radio was not usable as a transmitter. Something in its circuits was irreparably damaged, and Ulan Bor felt hopelessly forsaken on this planet far from home, surrounded by enemies.
In three days, the rains stopped completely. The drizzle dropped off little by little, and the third day a pale sun peeked out. Ulan Bor went out hunting, but he came back empty-handed. He hadn't seen a single wild rabbit around. With a grimmer and grimmer face, he returned to the trail, still sodden with rain, that led back to the ship, and when he arrived in front of the entry way, he found Lohala.
“What are you doing here?” he asked rudely.
Lohala smiled at him. She still wore her pyjama-type clothes and at her feet she had the woven wicker basket.
“I brought you something to eat,” she answered simply. Her rose and gold eyes fixed on those of the man from Earth, and for the first time Ulan Bor couldn't reply with violence as he had always done in the past.
“I don't want anything from you. I've told you that time and again,” the soldier said.
Her hand touched the hard face of the space mercenary. “But you're hungry!”
“Take your hands off me!” This time Ulan Bor snarled, and his eyes, black as the abyss of space, flashed an icy light. “Don't ever again dare raise a hand toward an Earth soldier, lady!”
“Why?” Her rose and gold eyes were moving quickly; they seemed to be analyzing him from inside out. “Why do you always reject me? You're hungry. You have finished your food supplies. You go hunting, but you come back with empty hands because this planet is foreign to you. Let me help you!”
“Why do you do it?”
Lohala shook her head. “I don't know. Perhaps because on Kandarr III we all help each other. Perhaps because you are a poor Earth soldier far from your planet…”
Ulan Bor's face instantly twisted in anger. “No pity, lady. I am an Earth soldier and you are our enemies! Don't deny it!”
Lohala looked at him firmly. “On Kandarr there are no enemies,” she said simply. Then she said nothing more. She turned her back and with her agile and casual gait, she walked away from the ship towards the woods, where, who knows where, her village was hidden.
Ulan Bor did not move. He watched her walking. For an instant he thought to call her, but it was only an instant because he wouldn't have known what to say to her. His glance fell to the basket, and when he realized that Lohala was going away without taking it back with her, it was like a bash in the head or a punch right over his heart. But he was weak from hunger and this time pride did not win. He took the basket and carried it into the spacecraft.
For the first time in several days, he was able to eat like he wanted. By this time the ship's provisions had dwindled to practically nothing, and he was serving it with an eyedropper only not to die of hunger. The roast rabbit and the dried berries were, for him, the most exquisite meal that he had had in many years. When he had finished, he threw himself on his bunk and stared at the ceiling of the ship, trying to analyze himself.
He had accepted food from the Enemy. He, an Earth soldier, had disobeyed his orders. He hadn't hated the Enemy enough. But he also knew where that hate came from. He knew full well that this hatred was not a natural product, but the result of the regular doses of Bellatrix, the drug they gave to the space troops to keep them in constant ideological fitness and to avoid, during the course of this ancient and endless war, their fraternizing with the Enemy.
Now, however, it had been months since he'd been given the Bellatrix, and his resistance was beginning to diminish, perhaps also due to the effects of hunger and stress. The feeling was not, however, unpleasant. He was almost afraid to admit it. But that's how it was, and he couldn't do anything about it.
Lohala returned in the afternoon. And she came back the following days. And the days became weeks and the weeks months. Winter came. The temperature dropped and the winds returned, even if not very strong. Lohala repeatedly invited Ulan Bor to take shelter in her village in the forest, but he always refused.
One day late in winter, Lohala arrived with the usual basket, but when Ulan Bor took it he found it was heavier.
“What've you got in there today?” he asked with a hint of a smile, perhaps the first smile that had appeared on that hard face of his, marked by so many battles in the galaxies.
The rose and gold eyes of the native had a mischievous glint, and her ruby lips framed pure white teeth when the girl answered. “I have brought food for two, Earth man. This time…” Her voice broke for an instant and her eyes shifted, but Lohala succeeded in finishing the sentence. “…this time I would like to sit here and share my meal with you. And you can tell me about the Earth, about your homeland, about the stars youve seen…”
“Come in,” he ordered.
Lohala said nothing, but her look brightened, her eyes lit up with joy, and Ulan Bor saw her perhaps for the first time in a different way. No longer the Enemy; and besides for some time now that feeling had been fading away inside him. He didn't even see her as a stranger any more. This time he saw her as a friend. A young and beautiful lady, with ebony skin and rose and gold eyes that poured out happiness.
Lohala entered the spacecraft, hesistantly and with a walk that bespoke reverence.
“So this is your house,” she said, as her rose and gold eyes wandered about the cabin and finally came to rest adoringly on him. “You have travelled through the stars in here.”
Ulan Bor, the rough Earth soldier, felt strangely moved. Lohala considered him a god, that much was obvious. But himself, he only felt like a mercenary. A soldier who travelled through the stars killing people he didn't know for a reason he also didn't know. For the first time, the realization of the uselessness of that endless war hit him with full force, and as his mind churned with a whirlwind of images of gutted spaceships, of inhabited planets transformed into frozen wastelands or flows of lava, he reeled under the impact of that savagery of which he too had been a part. But Lohala was not aware of the thoughts swirling through his head at that moment, destroying hours and hours of patient psychological conditioning by the most skillful belligerency psychologists of the Earth. She knelt before him and took his hands in hers, raising them to her lips in veneration, almost as if worshiping a god… or a man who is loved.
It was as if something shattered forever inside Ulan Bor. As if an extremely high voltage had coursed through him. And he too fell to his knees before the young lady.
“Lohala,” he whispered. “Lohala…” His hand, so accustomed to pressing the destructive buttons of the missile launchers caressed her ebony hair, and his eyes, no longer icy as they had always been, lost themselves in hers of rose and gold.
“My lord,” the native whispered. “My dear lord come from the skies…”
What were those hot, wet drops on his hand? And that taste of salt on the lips? Ulan Bor realized with surprise that he was crying. He would never have believed himself capable of this. He, the mercenary from Earth… he, Ulan Bor, crying! And then he understood. He leapt to his feet and took a few steps backward, while Lohala raised her head and watched his troubled face.
“Lohala!” the Earth soldier cried, and in that cry was the anguish of thousands of destructions, of uncountable deaths, of apocalyptic violence that he had seen and helped create. “Lohala, don't you understand? Between us there can never be anything! I am a man from Earth, from a planet that for a hundred years has been sowing death and destruction among the stars of the Quadrant. I am a mercenary. I have killed. I have annihilated your people on so many worlds. There is no way you can ever forgive me!”
“My lord,” said Lohala with a gentle voice, “on Kandarr III there can be nothing but forgiveness, Because without forgiveness there is no happiness, and on Kandarr III there is only happiness. Happiness and love.”
Ulan Bor's eyes burned with a searing flame. His face was taut and tormented. A nerve twitched near his eye, where the white scar of the old wound was, “For you, perhaps there will be happiness and forgiveness,” shouted the mercenary, “but not for me. Only now do I understand it, because only now am I completely free of the influence of the Bellatrix. Before, I couldn't understand. And yet now that I have won, now that I have finally found my self again, now I have lost.”
Lohala got up, went close to him and gently placed a hand on his arm. “No. You have not lost, Earth man. You have found yourself again. That is the important thing.”
His strong hands grabbed her wrists, and Lohala stiffened because it hurt. But with the inner torment eating away at him he didn't notice. “I can never be happy, Lohala.” He spoke now with a voice that was calmer but in which echoed the inevitability of fate. “I will not find happiness because the agony will always be with me. Guilt will not leave me, and even if you can forgive me, I will never forgive myself…”
Ulan Bor stopped before finishing. Lohala's rose and gold eyes were glowing with an intense light that he had never seen. His hands loosened from her wrists, and his arms dropped along his sides. The native's look was intense, overwhelming, and Ulan Bor felt himself being totally enveloped, being gently rocked. A deep calm flowed through him.
The girl's voice seemed to come from far away. It was muffled and sweet.
“Look at me, Earth man,” the voice said. “Because I will heal you. There is no unhappiness on Kandarr III, there are no feelings of guilt. This is why only we, of all the Galaxy, are happy and free.”
Her look was hypnotic. And it expressed a gentleness from which escape was impossible. Not that Ulan Bor would have wanted to.
“Why?” was all he could murmur.
“Because we find the energy to defeat the monster within us,” Lohala replied, without breaking the thin link between them. "The monster is the useless feeling of guilt, it's the vile beast that devours the soul of men with no benefit."
Ulan Bor was reeling. Lohala's gaze was intense now, driving into his head, rummaging around in his mind, trying to drive out the monster within him.
“This is our way of living,” came Lohala's voice again, still distant and muffled. “We too can feel sometime in our lives a sense of guilt that could destroy us from within, but when one of us needs help…”
She didn't finish the sentence, but Ulan Bor still understood the rest and its meaning: “…we go help him, destroying the monster for him.”
That was exactly what was happening now to Ulan Bor. The energy that flowed from Lohala's eyes spread out inside him, looking for the ravenous and insatiable monster. The horrible monster that would have made his life a hell for all his days to come. She persued it through the infinite convolutions of his mind, tracked it relentlessly, and finally trapped it in a blind alley from which it could not escape. The primordial monster was now a prisoner there, and Ulan Bor, submerged in a hypnotic mist, felt it tremble.
Then, the lightening bolt. His brain seemed to explode. A terrible shooting pain. Psychic lobotomy? He staggered and fell on his knees, supported by Lohala.
”Now you're free, Earth man,” said the distant, caressing voice.
And it was true. Ulan Bor felt a great peace inside him, and as he came out of the mists and clawed his way to the surface of that cottony world, he felt ecstasy. He loved Lohala, he loved Kandarr III. The past was past. Over for ever. It was tossed over his shoulder like one tosses away an empty wrapper, and the new life appeared full of promise.
“My beloved lord…,” said Lohala.
“Little Lohala…” Ulan Bor said.
It was all different. The horrors of the war were far away. The violence was far away. There was only Lohala now, and a paradise planet, happiness, ecstasy.
With a sigh, the man from Earth closed his eyes and laid back his head. He curled up and lay still.
With a smile on his lips.
A shrill cry broke the air. “My beloved lord…!”
The Earth man was dead. His joyous heart had not been able to take it. Lohala understood too late that an Earthman is not accustomed to freedom from all anguish and all remorse, not accustomed to absolute happiness. This is the curse of mankind. But a happy people like those of Kandarr do not know what curses are.
Dopo il torrido sole della lunga estate, giunse su Kandarr III l’autunno e con questa stagione ebbero inizio le grandi piogge. Il cielo era perennemente oscurato da immense nubi nere, massicce e tormentate, grevi d’acque che si scaricavano senza interruzione nella grande valle dove giaceva la scialuppa spaziale. A volte si alzava anche il vento e Ulan Bor lo sentiva fischiare attorno alla scialuppa. Il vento scendeva dall’alto della valle, là dove iniziavano le montagne, penetrava attraverso un passo montano abbastanza basso da essere agevolmente attraversato a piedi e rotolava poi giù nel fondovalle con un rombo di tuono. Quando le sue raffiche investivano la foresta poco distante dalla scialuppa, si sentivano quegli enormi alberi fronzuti gemere disperatamente come se tentassero una estrema e inutile resistenza contro la violenza del vento. Ma chi vinceva era sempre quest’ultimo e in quei giorni in cui le raffiche erano più forti e impetuose, il vento spezzava rami interi e li portava lontano per chilometri e chilometri. oppure li mandava a sbattere contro la superficie non più così lucente della scialuppa e Ulan Bor, chiuso all’interno come un topo in gabbia, sussultava ad ogni colpo di quel tamtam di morte e distruzione.
Il vento. E la pioggia. Una combinazione apocalittica. Oggi però il vento si era calmato e, stranamente, la pioggia si era ridotta a un’acquerugiola insistente. Possibile che le grandi piogge fossero cessate dopo solo un mese?
Ulan Bor era uscito dalla scialuppa e aveva fatto una scoperta preoccupante. La pioggia aveva inzuppato a dismisura il terreno e questo aveva ceduto in parte, cosicché adesso la scialuppa non era più in posizione orizzontale, ma era sprofondata a poppa. Anche se lui avesse voluto impiegare il poco carburante rimastogli non sarebbe più riuscito a smuoverla di lì.
Dal bosco vide spuntare la figura alta e snella di Lohala. L’indigena dalla pelle d’ebano e dagli occhi malva e oro portava un paniere chiuso in equilibrio sulla testa e veniva verso di lui senza curarsi di bagnarsi in quell’acquitrino, come se ci fosse abituata. Indosso aveva un curioso costume che sembrava un pigiama nero, zuppo d’acqua com’era e quasi incollato al suo scultoreo corpo di umanoide.
Quando arrivò a tre passi da lui, Lohala si fermò e fece scivolare il paniere a terra con un gesto aggraziato. “Ti ho portato qualcosa da mangiare,” gli disse.
Ulan Bor si strinse al collo l’impermeabilone che portava per ripararsi dalla pioggia. Il suo viso, sotto la tesa ampia del cappellaccio di stoffa cerata, era severo.
“Ti ho detto che non voglio nulla da voi. Hai capito? Non voglio nulla!”
Lohala gli sorrise. “Lo so. Ma tu hai esaurito i viveri che avevi a bordo.”
“Non è assolutamente vero.”
“E allora perché ieri sera sei andato a caccia di conigli selvatici nella foresta?”
“Ah, mi hai spiato!” esclamò incollerito Ulan Bor e l’afferrò per il braccio con violenza, facendole male. Si rese conto di averle fatto male perché la vide trasalire. E la cosa gli spiacque. Ma perché quei dannati indigeni non lo lasciavano mai in pace?
Una goccia d’acqua rotolò lungo il naso di Lohala e si fermò per un momento in bilico sulla punta prima di cadere a terra. “Noi siamo tutti preoccupati per te, soldato della Terra,” gli disse con voce armoniosa. “Noi vorremmo tanto aiutarti. Ti abbiamo offerto anche rifugio nel nostro villaggio. Là saresti al sicuro. Avresti da mangiare. E avresti la nostra compagnia.”
“Voi siete i nostri nemici!” ringhiò Ulan Bor e il suo viso divenne ancora più cattivo. “Devo ricordarti che tra la Terra e il vostro settore galattico è in atto una guerra da più di cento anni?”
Lohala scosse la testa. “Voi terrestri sarete anche in guerra col nostro settore galattico, ma non con Kandarr III. Il nostro pianeta fa vita a sé. Il Governo del Quadrante non ci tiene in minima considerazione. Siamo totalmente liberi.”
“Il Quadrante è nemico della Terra!” ripeté Ulan Bor con rabbia e il suo viso già livido lo divenne ancora di più. Si accorse che teneva ancora l’indigena per il braccio e la scrollò con violenza. “Voi siete i nostri nemici. Non voglio nulla da voi!”
Lohala rimase impietrita. Ma non c’era odio nei suoi occhi. Solo una grande compassione. Furioso, Ulan Bor le voltò le spalle e rientrò a bordo della scialuppa, di cui sprangò la porta stagna come se dovesse ripartire per un viaggio tra le stelle.
Perché quegli indigeni non lo lasciavano mai in pace?, pensò. Non capivano che la Terra era in guerra da cent’anni col loro Quadrante nella Nube di Magellano e che mai, e poi mai, un terrestre avrebbe potuto accettare il benché minimo aiuto da loro?
Eppure da quando era sceso su quel pianeta con la scialuppa di salvataggio dopo che la sua astronave era andata distrutta in quella maledetta battaglia spaziale contro la Flotta Centrale, gli indigeni gli si erano fatti incontro sorridenti, pronti ad aiutarlo. E Lohala era stata la più insistente. Ora gli altri avevano smesso di girargli attorno, lei era rimasta l’unica, ma non sembrava avere intenzione di cedere.
Strinse i pugni. Doveva distrarsi. Non doveva pensare agli indigeni. Sul ripiano davanti a sé aveva i pezzi smontati della radio spaziale. Era da quando era sceso su Kandarr III che cercava di ripararla. Ma non era un tecnico e non aveva capito di preciso cosa fosse successo. La sera prima aveva ripassato per la millesima volta tutte le schede magnetiche dell’apparecchio e finalmente gli era sembrato di avere individuato un difetto. L’aveva eliminato con un paziente lavoro e il risultato l’aveva soddisfatto. Adesso che si era calmato del tutto provò a rimontare la radio. Il lavoro era molto semplice e in cinque minuti l’apparecchio era stato ricomposto. Lo inserì nel suo apposito alloggiamento nel pannello di comando, allacciò il collegamento e poi azionò il comando d’accensione.
Sul minuscolo videoschermo comparve un labirinto di linee multicolori, senza che l’immagine riuscisse a mettersi a fuoco, tuttavia dall’altoparlante giunse la voce distorta di un annunciatore. Era la Rete Intergalattica, quella che trasmetteva i notiziari per le truppe combattenti:
“…sconfitta di Ragnarok. La V Flotta del Quadrante è in fuga. Le sue perdite sono state ingenti. Quattrocento corazzate spaziali, trecentocinquanta incrociatori e ottocento navi leggere sono andate distrutte o disperse. Ora le nostre linee si estendono ininterrottamente lungo il confine dei Dieci Soli Azzurri, da Ragnarok a Tamar. Il contrammiraglio Dark Kaukallus…”
Ragnarok conquistato! Ulan Bor si sentì gonfiare il petto di orgoglio. Era dieci mesi standard che si combatteva in quella zona. Lui stesso aveva partecipato alle scaramucce preparatorie prima di dover abbandonare l’astronave da combattimento su cui prestava servizio a bordo della scialuppa spaziale…
Il pensiero della scialuppa lo riportò alla realtà. La notizia della vittoria l’aveva così eccitato che quasi non aveva considerato la cosa più importante. Che la radio funzionava. Non il video, certo, ma l’audio sì. E l’audio era la cosa più importante. Col dito che gli tremava per l’eccitazione toccò il tasto commutatore per passare dal ricevimento del notiziario alla trasmissione sulla banda di emergenza. Poi premette il pulsante che avrebbe dovuto inserire in onda il segnale automatico di emergenza con le coordinate del pianeta. La trasmissione per iperonde sarebbe stata istantanea in tutta la Galassia e qualcuno dei Centri di Soccorso avrebbe certamente colto il suo segnale di emergenza…
Ma l’altoparlante rimase muto. Non emerse neanche una parola per quanto distorta o soltanto un beffardo sibilo che gli dicesse come i suoi sforzi erano stati vani.
La radio a iperonde non era utilizzabile come trasmittente. Qualcosa si era guastato irrimediabilmente nei suoi circuiti. Ulan Bor si sentì definitivamente abbandonato su quel pianeta lontano da casa, circondato dai nemici.
In tre giorni le piogge cessarono del tutto. L’acquerugiola andò scemando man mano e il terzo giorno rispuntò un sole pallido. Ulan Bor uscì a caccia, ma tornò a mani vuote. Non aveva visto neanche un coniglio selvatico in giro. Sempre più torvo in volto aveva riguadagnato il sentiero ancora zuppo di pioggia che portava a scialuppa e quando era arrivato davanti all’entrata aveva trovato Lohala.
“Cosa fai qui?” le chiese ruvido.
Lohala gli sorrise. Indossava sempre quel suo costume tipo pigiama e ai piedi aveva il paniere di vimini intrecciato.
“Ti ho portato da mangiare,” gli rispose semplicemente. Gli occhi malva e oro di lei si fissarono in quelli dell’uomo della Terra e Ulan Bor per la prima volta non riuscì a risponderle con violenza come aveva sempre fatto in passato.
“Non voglio nulla da voi, te l’ho già detto e ripetuto,” disse il soldato.
La mano di lei gli sfiorò il volto duro da mercenario spaziale. “Ma tu hai fame.”
“Giù le mani!” Questa volta Ulan Bor ringhiò e i suoi occhi neri come l’abisso dello spazio sprizzarono una luce gelida. “Non osare mai più levare una mano verso un soldato della Terra, donna!”
“Perché?” I suoi occhi malva e oro erano mobilissimi, parevano analizzarlo dal di dentro. “Perché mi respingi sempre? Tu hai fame. Hai finito le tue provviste. Vai a caccia ma torni a mani vuote perché questo pianeta ti è estraneo. Lascia che ti aiuti.”
“Perché lo fai?” chiese lui tagliente.
Lohala scosse la testa. “Non lo so. Forse perché su Kandarr III ci aiutiamo tutti a vicenda. Forse perché sei un povero soldato della Terra lontano dal suo pianeta…”
Il viso di Ulan Bor fu stravolto istantaneamente dall’ira. “Niente compassione, donna. Io sono un soldato della Terra e voi siete i nostri nemici! Non dimenticarlo!”
Lohala lo guardò con fermezza. “Su Kandarr non ci sono nemici,” gli disse semplicemente. Poi non aggiunse altro. Gli voltò le spalle e con la sua andatura agile e indolente si allontanò dalla scialuppa in direzione del bosco, dove, chissà dove, si celava il suo villaggio.
Ulan Bor non si mosse. La guardò andare. Per un istante pensò di chiamarla, ma fu solo un istante perché non avrebbe saputo cosa dirle. Il suo sguardo cadde sul paniere e quando si rese conto che Lohala si stava allontanando senza riportarlo indietro con sé sentì come una mazzata in testa, o un pugno proprio sopra il cuore. Ma era debole per la fame e questa volta l’orgoglio non vinse. Prese il paniere e lo portò dentro l’astronave.
Per la prima volta da vari giorni poté cibarsi come voleva. Ormai le provviste di bordo erano ridotte al lumicino e le utilizzava col contagocce solo per non morire di fame. Il coniglio arrosto e le bacche secche furono per lui il pranzo più prelibato che avesse mai fatto da molti anni a questa parte. Quando ebbe finito si gettò sulla brandina e fissò il soffitto della scialuppa, cercando di analizzare se stesso.
Aveva accettato cibo dal Nemico. Lui, soldato della Terra, era venuto meno agli ordini ricevuti. Non aveva odiato abbastanza il Nemico. Ma sapeva anche da dove veniva quell’odio. Sapeva bene che quell’odio non era un prodotto naturale, ma il risultato della periodica dose di Bellatrix, la droga che somministravano alle truppe spaziali per tenerle sempre in efficienza ideologica per evitare che nel corso di quella guerra, lunghissima e senza fine, fraternizzassero col Nemico.
Ora, però, erano mesi che non gli veniva somministrato il Bellatrix e la sua resistenza cominciava a scemare, forse anche per effetto della fame e della tensione. La sensazione non era però spiacevole. Aveva quasi paura ad ammetterlo. Ma era così e non poteva farci nulla.
Lohala tornò nel pomeriggio. E tornò anche nei giorni seguenti. E i giorni diventano settimane e le settimane mesi. Venne l’inverno. La temperatura diminuì e tornarono i venti, anche se non molto impetuosi. Lohala invitò ripetutamente Ulan Bor a riparare nel suo villaggio nella foresta, ma si rifiutò sempre.
Un giorno di tardo inverno, Lohala arrivò col solito paniere, ma quando Ulan Bor lo prese si accorse che era più pesante.
“Cosa c’è dentro, oggi?” le chiese con un’ombra di sorriso, forse il primo sorriso che compariva su quel suo duro volto segnato da tante battaglie tra le galassie.
Gli occhi malva e oro dell’indigena ebbero un lampo malizioso e la sua bocca corallina mostrò dei denti candidi quando la ragazza rispose. “Ho portato da mangiare per due, uomo della Terra. Questa volta…” La voce di lei si incrinò un attimo e il suo sguardo vacillò, ma Lohala riuscì a terminare la frase: “…questa volta vorrei sedermi qui e dividere con te il mio cibo. E tu potresti parlarmi della Terra, del tuo paese, delle stelle che hai visto…”
“Entra,” le ordinò.
Lohala non disse nulla, ma lo sguardo le si illuminò, gli occhi scintillarono per la gioia e Ulan Bor la vide forse per la prima volta sotto un aspetto diverso. Non più quello del Nemico, e del resto da parecchio tempo quella sensazione era andata in lui attenuandosi, ma non la vide più neanche come un’estranea. Questa volta la vide come un’amica. Una donna giovane e bella, dalla pelle d’ebano e dagli occhi malva e oro che sprizzavano felicità.
Lohala entrò nell’astronave, esitante, e il suo incedere esprimeva riverenza.
“Questa è la tua casa,” disse, mentre i suoi occhi malva e oro giravano attorno per la cabina di pilotaggio e infine si posarono su di lui, adorandolo. “Tu hai viaggiato tra le stelle qui dentro.”
Ulan Bor, il ruvido soldato della Terra, si sentì stranamente commosso. Lohala lo considerava un dio, questo era evidente. Ma lui si sentiva solo un mercenario. Un soldato che viaggiava tra le stelle per andare a uccidere popoli che non conosceva e per una ragione che addirittura ignorava. Per la prima volta la constatazione dell’inutilità di quella guerra senza sbocchi lo colpì in tutta la sua violenza e mentre nella sua mente si abbatteva un turbine di immagini, di navi spaziali sventrate, di pianeti abitati trasformati in lande gelate o in colate di lava, barcollò sotto l’impatto di quella ferocia a cui lui stesso aveva collaborato.
Ma Lohala non parve accorgersi dei pensieri che in quel momento gli turbinavano nella testa e distruggevano ore e ore di paziente condizionamento psicologico da parte dei più valenti psicologi bellici della Terra e si inginocchiò davanti a lui e gli prese le mani e se le portò alle labbra con venerazione, così come si venera un dio… o l’uomo che si ama.
Fu come se qualcosa si spezzasse definitivamente dentro di Ulan Bor. Come se fosse percorso da una corrente ad altissimo voltaggio. E anche lui cadde in ginocchio davanti alla giovane donna.
“Lohala,” le sussurrò. “Lohala…” La sua mano così avvezza a pigiare i pulsanti distruttivi dei lanciamissili le sfiorò i capelli d’ebano e i suoi occhi, non più gelidi come lo erano sempre stati, si persero in quelli malva e oro di lei.
“Mio signore,” sussurrò l’indigena. “Mio adorato signore venuto dai cieli…”
Cos’erano quelle gocce calde e umide sulla sua mano? E quel sapore di sale sulle labbra? Ulan Bor si accorse con sorpresa di piangere. Non avrebbe mai creduto di esserne capace. Lui, il mercenario della Terra, lui Ulan Bor che piangeva! E poi capì. Balzò in piedi e indietreggiò di un paio di passi mentre Lohala sollevava il capo e osservava il suo sguardo stravolto.
“Lohala!” gridò il soldato della Terra e in quell’invocazione c’era l’angoscia di mille distruzioni, di morti incalcolabili, di violenze apocalittiche che aveva vissuto e a cui aveva contribuito. “Lohala, non capisci? Tra noi non ci potrà mai essere nulla! Io sono un uomo della Terra, di un pianeta che da cento anni porta morte e distruzione tra le stelle del Quadrante. Io sono un mercenario. Io ho ucciso, ho annientato la tua gente su tanti mondi. Per me non ci potrà mai essere il tuo perdono!”
“Mio signore,” disse Lohala con voce dolce. “Su Kandarr III non ci può essere che il perdono. Perché non c’è felicità senza perdono e su Kandarr III c’è solo felicità. Felicità e amore.”
Gli occhi di Ulan Bor bruciavano di una fiamma ardente e febbrile. Il suo viso era teso e tormentato. Un nervo gli pulsava vicino all’occhio, là dove c’era la cicatrice bianca dell’antica ferita. “Per voi forse ci sarà la felicità e il perdono,” gridò il mercenario. “Ma non per me. Solo ora lo capisco, perché solo ora mi sono liberato definitivamente degli influssi del Bellatrix. Prima non potevo capire. Eppure adesso che ho vinto, adesso che ho finalmente ritrovato me stesso, adesso ho perso.”
Lohala si rialzò, si strinse a lui e gli posò teneramente una mano sul braccio. “No. Tu non hai perso, uomo della Terra. Hai ritrovato te stesso. Questo è l’importante.”
Le mani forti di lui l’afferrarono sui polsi e Lohala trasalì perché quella stretta le aveva fatto male. Ma lui non se ne accorse neppure, roso com’era dal suo tormento interiore. “Io non potrò mai essere felice, Lohala,” le disse con voce pacata, ma in cui risuonava l’ineluttabilità del destino. “Io non avrò felicità perché il tormento sarà sempre con me. La colpa non mi abbandonerà e se anche voi saprete perdonarmi, non mi perdonerò mai io…”
Ulan Bor si interruppe. Gli occhi di malva e oro di Lohala risplendevano di una luce intensa che non aveva mai visto. Le mani di lui le lasciarono i polsi e le braccia gli ricaddero lungo i fianchi. Lo sguardo dell’indigena era intenso, travolgente e Ulan Bor si sentì avvolgere tutto, si sentì cullare. Una grande e profonda quiete lo pervase.
La voce della ragazza pareva venire da lontano. Era ovattata e dolce.
“Guardami, uomo della Terra,” diceva la voce. “Perché io ti risanerò. Non c’è infelicità su Kandarr III, non ci sono sensi di colpa. È per questo che solo noi, in tutta la Galassia, siamo felici e liberi.”
Il suo sguardo era ipnotico. Ed esprimeva una dolcezza a cui non era possibile sottrarsi. Né Ulan Bor avrebbe voluto farlo.
“Perché?” riuscì solo a mormorarle.
“Perché noi troviamo l’energia per sconfiggere il mostro dentro di noi,” rispose Lohala, senza che il sottile legame tra di loro venisse rotto. “Il mostro è il senso di colpa inutile, è la bestia immonda che divora l’anima degli uomini senza costrutto.”
Ulan Bor vacillò. Lo sguardo di Lohala era ora intenso e penetrava nella sua testa e frugava nella sua mente e cercava di stanare il mostro dentro di lui.
“Questo è il nostro modo di vivere,” disse ancora la voce di Lohala, sempre lontana e ovattata. “Anche noi possiamo provare una volta nella vita un senso di colpa che ci potrebbe distruggere dentro, ma quando uno di noi ha bisogno d’aiuto…”
Non finì la frase, ma Ulan Bor ne comprese lo stesso il seguito e il significato: “…noi gli andiamo in soccorso distruggendo per lui il mostro.”
Era proprio quello che ora stava accadendo a Ulan Bor. L’energia che fluiva dagli occhi di Lohala dilagava dentro di lui alla ricerca del mostro famelico e insaziabile. Della bestia orrenda che avrebbe reso la sua vita un inferno per tutti i giorni a venire. Lo rincorse per gli infiniti meandri della sua mente, lo braccò senza pietà e alla fine lo chiuse in un vicolo cieco da cui non poté più fuggire. Il mostro primordiale era ora lì, prigioniero, e Ulan Bor, immerso in una nebbiolina ipnotica, lo sentì sussultare.
Poi, il lampo di luce. Il cervello parve esplodergli. Un dolore terribile e lancinante. Lobotomia psichica? Barcollò e cadde in ginocchio sorretto da Lohala.
“Ora sei libero, uomo della Terra,” diceva la sua voce carezzevole e lontana.
Ed era vero. Ulan Bor sentiva una gran pace dentro di sé e mentre usciva dalla nebbiolina e riaffiorava alla superficie di quel mondo di bambagia provò l’estasi. Amava Lohala, amava Kandarr III. Il passato era passato. Finito per sempre. Si era gettato alle spalle la vita precedente come si scarta un involucro vuoto e la nuova vita appariva piena di promesse.
“Mio signore adorato…” diceva Lohala.
“Piccola Lohala…” dice Ulan Bor.
Era tutto diverso. Gli orrori della guerra erano lontani. La violenza era lontana. C’era solo Lohala, adesso, e un pianeta paradisiaco, la felicità, l’estasi.
Con un sospiro l’uomo della Terra chiuse gli occhi e reclinò il capo. Rotolò su se stesso e giacque immobile.
Con un sorriso sulle labbra.
Un grido acutissimo si levò nell’aria. “Mio signore adorato…”
L’uomo della Terra era morto. Il suo cuore esultante non aveva retto. Troppo tardi Lohala capì che un uomo della Terra non è abituato alla liberazione da ogni angoscia e da ogni rimorso, alla felicità assoluta. Questa è la maledizione dell’Uomo. Ma un popolo felice come quello di Kandarr non sa cosa sono le maledizioni.