Este modelo pone el foco en los aspectos culturales de la comunidad sorda y sordociega y no solo en los lingüísticos, considerándolos integrantes de una minoría lingüística con una idiosincrasia propia. Requiere un conocimiento profundo de las dos lenguas y culturas, entendiendo la comunicación como un acto cultural.
El mensaje tiene que estar adecuado y ser comprensible según los códigos culturales de cada lengua. Destaca el análisis del discurso interpretado centrándose en la intencionalidad del mismo. La fidelidad al mensaje se basa en esa intencionalidad y no en una literalidad.
Se reconoce que la profesional no es invisible y está presente en la interacción comunicativa, por lo que resulta innegable su influencia en el acto comunicativo. Por todo ello, se considera a las intérpretes agentes activos en el proceso comunicativo, lo cual las convierte en constructoras de significados. Cada intérprete tiene su propia manera de ver y entender el mundo, un filtro personal, por lo que su forma de interpretar y recrear una idea nunca va a ser exactamente igual que la de otra persona.