«La presa», cuento de Sarahí Arias, publicado en 2024.
Alicia y su enigmático amigo cruzan cada día el árido paisaje de una presa seca, vestigio de un pasado olvidado. Mientras caminan, él le cuenta la oscura leyenda de un niño que fue encerrado en la construcción para advertir de su derrumbe con su llanto, pero nadie lo escuchó. Alicia nunca ha cuestionado de dónde vino su amigo ni por qué apareció un día en la escuela con ropas viejas y uñas ensangrentadas. Sin embargo, cuando la lluvia finalmente cae sobre la presa muerta, ella descubre una verdad aterradora: su destino está sellado.
Caminaban bajo un cielo ordinario, de luz tenue y cálida. Alrededor no había más que una presa seca y unas pocas espigas apenas asomándose en la tierra plana. El viento se mecía entre sus cabellos oscuros, enredándolos. A lo lejos se escuchaba el silbido del viento entre las ramas de aquellos árboles piñoneros, que daban sus frutos a quienes se les acercaran. Vivían en un pueblo desolado, solitario y atiborrado de fresnos que servían de cuna para los pájaros.
El camino de la escuela a la casa era largo; resultaba un tanto abrumador recorrer todo el trayecto de la presa, pasar entre piedras que se metían en sus zapatos y hacían que sus pies terminaran adoloridos por el prolongado camino. Alicia y su amigo estaban acostumbrados a ese ir y venir, a atravesar aquella tierra estéril que años atrás —antes de que Alicia naciera— había sido una presa abundante, llena de peces y culebras.
—¿Sabías que cuando construyeron esta presa dejaron a un niño encerrado para que avisara si la presa se derrumbaba?
—Había escuchado eso antes, pero pensé que eran puras mentiras.
—No, no lo son. A ese niño lo agarraron de otro lado y lo trajeron para eso.
—¿Y cómo es que el niño les iba a avisar si estaba encerrado?
—Con su llanto.
Alicia se quedó pensando en el trágico destino del pobre niño. Se imaginaba cómo sería, si el color de sus ojos también era negro como los de ella y si había soñado con crecer y conocer otro lugar que no fuera ese pueblo lleno de brujas y alondras.
—Pues no resultó. Si él hubiera llorado, la presa aún estaría viva —dijo con un tono de resentimiento.
—Sí lloró, pero nadie lo escuchó.
No recordaba en qué momento había llegado al pueblo, ni siquiera sabía su nombre ni su edad. Un día, simplemente, apareció en el patio de la escuela. Su ropa estaba vieja, tenía las uñas llenas de sangre, como si hubiera estado arañando por años, y unos grandes ojos negros que anunciaban la misma muerte.
Él le dijo "hola", le contó que su hogar estaba cerca y que no tenía con quién jugar. Alicia lo recibió como si lo hubiera estado esperando desde siempre y, a partir de ese momento, fueron amigos. Después de su llegada, ella se sintió menos sola; podía hablar de cualquier cosa sin aburrirse, y ambos tenían mucho en común. A ella le gustaba recolectar lombrices y dárselas a las gallinas; él se divertía con el cacareo que hacían. Nunca le preguntó de dónde venía ni por qué había elegido ese pueblo. Tampoco le cuestionó por sus padres o su hogar. Al final de todo, ambos estaban solos y podían compartir el camino de la escuela a la casa.
—Tenemos que apresurarnos, va a llover.
Él asintió, volteó al cielo y luego a la tierra.
—Ya está lloviendo. Después de todo, ya es momento de regresar a casa —dijo con un tono apesadumbrado.
Alicia lo miró desconcertada. Aunque se había acostumbrado a su hablar enigmático, todavía le resultaba difícil entenderlo. Por lo regular, era ella quien hablaba siempre. Él soltaba risitas cautelosas de vez en cuando, pero se mantenía taciturno. Y cuando hablaba, era para decir alguna cosa extraña o afirmar algún suceso que había ocurrido décadas atrás.
—Ven, Alicia. Vamos a refugiarnos.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Alicia se estremeció; nunca antes había escuchado esa vocecita que no pertenecía a este mundo. Con recelo, tomó su mano. Caminaron hasta lo más hondo de la presa y llegaron a un canal que los condujo a un cuarto derrumbado. La lluvia se soltó con furia, como si estuviera enojada con aquel pueblo solitario y atiborrado de fresnos. La que antes había sido una majestuosa presa parecía recobrar su existencia con cada gota de agua.
Ninguno de los dos hablaba; parecía que la noche les había tragado la lengua. Se cruzaban miradas de vez en cuando, pero las palabras no salían.
Las manos de Alicia comenzaron a ponerse amarillas y trémulas. Sentía que le faltaba el aire, que la vista se le nublaba, y sintió el peso del mundo sobre ella. Arañó las paredes con tanta desesperación que sus uñas se partieron y comenzaron a sangrar. Gritó y lloró, pero nadie la escuchó.
—Lo lamento, Alicia. Ahora es tu deber avisar cuando la presa se derrumbe.
SARAHÍ ARIAS