«Ya no se oyen las campanas en el Callejón Segunda de Arteaga», cuento de José de Jesús Camacho Medina, publicado en Google Books en 2024.
La historia toma curso en la ciudad minera de Fresnillo, Zacatecas, México, década de los noventa. Tres amigos octogenarios sacan sus sillas todas las tardes para tomar el fresco en el Callejón Segunda de Arteaga. A menudo cuentan anécdotas y aventuras de su pasado. El cuento inicia con un diálogo entre don Antonio y don Marcial, quiénes en pleno día de "San Antonio", 13 de junio, cuestionan la ausencia de su amigo Ignacio. Don Ignacio se encuentra enfermo y este hecho es detonante para que sus amigos se adentren en una profunda conversación filosófica y poética sobre la muerte. La trama se circunscribe por el año de 1996 en la atmósfera que rodea los barrios aledaños a una Parroquia que lleva por nombre: "Nuestra Señora del Refugio".
—Oye, Antonio, dime qué sabes de Ignacio. No salió a tomar el fresco con nosotros. Hoy se cumplen cuatro días de que el Callejón Segunda de Arteaga silba tristeza por su ausencia.
—Me parece que está enfermo, Marcial. Según me dijo doña Enriqueta, anda malo del estómago. Me la encontré cuando venía de la misa que ofició el padre Olvera en honor a San Antonio, y hasta me pidió un poco de estafiate o ruda. Creo que le iba a preparar un té para lo inflamado.
—¡A qué caray! Pues ojalá no sea nada grave y se recupere pronto. Comienzo a pensar que, a nuestra edad, cada enfermedad es un aviso de que la tierra, poco a poco, empieza a reclamar nuestros cuerpos.
—Tienes mucha razón, Marcial. Las brasas que le dan soporte a nuestras vidas comienzan a perder fuerza, y nuestra voz se desvanece a cada segundo. Al final, lo que brilla habrá de apagarse, y algún día, no muy lejano, tendremos que adentrarnos en esa irremediable noche. A estas alturas, el oxígeno nos factura con escombro, y no somos más que columnas de arena.
—Oye, Marcial, más tarde le tocamos a doña Enriqueta para preguntar por la salud de Ignacio o a ver si la vemos pasar. Ojalá ya esté mejor.
—Así será, Antonio. Sabes, me genera esperanza ver jugar a los chiquillos aquí en el callejón. Pienso que, cuando nos vayamos de este mundo, en la memoria de alguno de ellos persistiremos, y que, después del silencio y el polvo, algún día retornarán nuestros ecos en forma de recuerdo.
—Quiero creer que así será, Marcial, pero si no ocurre, tampoco pasa nada. Hay que aceptar las cosas de la vida como vengan. Te cuento que en aquellos años, cuando fui minero, con intensidad laceraba la piel de la tierra. Todos los días emergía del vientre de Proaño y caminaba meditabundo hacia mi casa. Mi voz oxidada era el signo irrefutable de que estamos hechos de polvo y que polvo es nuestro destino. Llegué a la conclusión de que la vida es como una mina, donde un rayo, por más hermoso que sea, termina por extinguirse en sus fauces.
—Marcial, los años me han confirmado que la vida es bella, pero la belleza es un pájaro que no tarda en marcharse. Todos somos pasajeros de un tren que camina sobre pólvora y, aun así, raspamos en la duna y vamos en busca del poema perpetuo.
—Solo te digo que, desde siempre, nuestra escritura ha sido invisible. ¿Qué puede escribir la arena sobre arena?
—Qué profunda reflexión, Antonio. Huele a verdad todo lo que dices, pues si hasta en las sagradas escrituras se afirma que polvo somos y en polvo nos convertiremos.
—Oye, Antonio, ya están horneando el pan en la pastelería El Caramelo. ¡Pero qué olor tan exquisito deambula por nuestras calles! ¡Ese aroma es único!
—Es verdad, Marcial. Por cierto, ya me dio hambre. ¿Qué te parece si nos vemos más tarde? Voy a echar un taco.
—De acuerdo, Antonio. Me leíste la mente. A mí también ya me gruñen las tripas. Hace dos días compré un queso con un señor de Jerez, y al recordar ese manjar, ya se me hizo agua la boca. Al rato también iré a comprar un pan calientito.
—¡Vamos!
Durante algunas horas, el callejón se vistió de vacío y soledad. Don Antonio y don Marcial, así como la chiquillería, se retiraron de ese cálido lugar de la ciudad minera de Fresnillo, dejando que un viento de nostalgia fuera el emperador indiscutible de aquel sitio.
Era raro ver al callejón solo, incluso parecía que hasta los transeúntes se habían puesto de acuerdo para no pasar por ahí. En ese momento, cerca de la banqueta, un balón de fútbol ponchado era el signo más metafísico de ese suave rincón.
Después de todo, no hay escritura que afirme que la soledad es para siempre. Y, un poco más tarde, algunos niños salieron a jugar. Don Antonio y don Marcial brillaron por su ausencia. El estado de salud de don Ignacio aún era un misterio.
Mientras tanto, la pelota no dejaba de rodar en Arteaga…
En la esquina del callejón, cerca de la calle Gómez Farías, algunas señoras se arremolinaron para oír cantar a Sergio, un hombre aficionado a la bohemia que la gente solía llamar "El Ondas". Para muchos, Sergio era un erudito de la música, un hombre letrado e incomprendido, un pájaro que osaba volar a contracorriente y que siempre parecía ir en contra de los patrones sociales.
A todo pulmón, Sergio cantaba sin prejuicios una canción de rock en español en compañía de su vieja guitarra y, a ratos, le daba sorbos a una misteriosa botella envuelta con un paliacate rojo. Sus ocurrencias siempre atraían a propios y extraños. Sus vecinos eran su mejor auditorio y nunca le fallaban con alguna mirada incrédula.
En la calle Luis Moya, don Juan acababa de atender a una señora que le había pedido medio kilo de manteca y un cuarto de galletas Marías. Una báscula "pata de gallo" y hojas de papel estraza eran sus fieles cómplices para concretar la tarea. Más tarde, saldría al centro de la ciudad a comprar algunos granos y semillas que faltaban en su tienda.
En ese mismo sector, un niño paseaba en bicicleta. Había comprado en la tienda de don Juan un par de dulces. Una pequeña niña lo observaba con cierto asombro mientras él pedaleaba con emoción el regalo que había recibido meses atrás.
De pronto, una sorpresiva lluvia se adhirió a los pavimentos del Callejón Segunda de Arteaga. Los niños que jugaban al fútbol fueron a sus casas y armaron barcos de papel. Querían hacerlos navegar, pero el fugaz cauce no los hizo llegar muy lejos. Para ese entonces, las campanas de la parroquia de Nuestra Señora del Refugio anunciaban el primer llamado a misa de la tarde.
En la Parrroquia de Nuestra Señora del Refugio, el sacerdote le pedía a los feligreces una oración con mucha fe, para que ese año lloviera tan bien como en los años anteriores,y que el campo de Fresnillo, nueva cuenta saliera beneficiado. El verano era inminente y el padre Olvera sentenciaba: "Parece que la lluvia de hoy es un buen augurio, pero no está de más pedirle a las huestes celestiales un poco de ayuda para que también llueva bien este año"
En ese mismo rato,el señor Javier Reyes regresaba en su remolque bautizado como "El Tungar": una motocicleta de trabajo donde vendía mariscos por el centro de la ciudad. El rugido de su móvil era un eco que alertaba a los vecinos de calle Gómez Farías y Arteaga sobre la agonía de la tarde, era como un caballo relinchando por las serranías del ocaso.
Al día siguiente, las cosas volvieron a su normalidad.
En el arrullo infinito del viento del mediodía, Ignacio se reintegraba al grupo de los grandes amigos, de los tres mosqueteros, de aquellos octogenarios que colocaban su silla en el callejón para tomar el fresco y platicar de sus hazañas.
—Antonio, Marcial, fíjense que esa yerbita de estafiate es mágica. Fue la única que me pudo sacar la enfermedad del estómago, y yo que no quería tomar el té porque sabía muy mal. ¡A rayos! Y miren, me dejó casi nuevo. ¡Jajaja!
—Qué bueno que estás bien, Ignacio. Ya nos comenzaba a preocupar tu estado de salud. ¿Verdad, Marcial?
—Desde luego. Ayer nos pusimos un poco nostálgicos y hasta sentimos que el viento silbaba triste por tu ausencia.
—Incluso hablamos de que el sinónimo más creíble del tiempo era, sin duda, el polvo, y todos, polvo, algún día seremos.
—Les agradezco mucho, amigos. Yo también extrañaba platicar con ustedes. Esos cuatro días en mi cama me parecieron un siglo. La fiebre me tumbó por completo y hasta me negó el privilegio de acercarme a la ventana para observar la luna, las estrellas y nuestro querido callejón.
— Antonio, Marcial, quiero contarles algo. No es que ande melancólico, pero escuchar todas las tardes el repique de las campanas de la parroquia de Nuestra Señora del Refugio, me daba esperanza cuando más enfermo me sentía, era como una especie de triunfo sobre la muerte...
— Tenemos que reconocer que nos encontramos en el ocaso de nuestras vidas, y que en el momento menos pensado, habremos de quedar ciegos y sordos para siempre. Por eso, si aún oímos repicar esas campanas, cuando hacen su llamado a misa de la mañana o de la tarde, sin lugar a dudas, tiene que ser motivo de gran júbilo.
— Definitivamente tienes razón, Ignacio. El día que ya no escuchemos más a esas campanas, es porque ya nos fuimos. Ya ni siquiera alcanzaremos a oírlas el día que llamen a la misa de nuestro cuerpo presente, ¿No lo crees, Marcial?
— Sí, Antonio, desde luego. Y recalco que ha sido todo un privilegio conocerlos, el compartir y convivir con ustedes. Los tres hemos sido como el mezquite, árboles que no se quiebran a la primera y pájaros que han escrito mil historias. — Gracias, Antonio,—Gracias, Ignacio.
Al transcurrir diez años, la fija mirada de esos tres amigos sobre el horizonte del Callejón Segunda de Arteaga había retornado a la tierra. El sol se apagaba para todos ellos y sus sillas comenzaron a llenarse de polvo. Desde entonces, en aquel lugar, las campanas de la parroquia de Nuestra Señora del Refugio solo se oyen cuando alguien los recuerda.
JOSÉ DE JESÚS CAMACHO MEDINA