por Elena Mengual
«Libre, oh, libre. Mis ojos seguirán aunque paren mis pies». Con estas palabras, Jokin se despedía del mundo. Un mundo que, a sus 14 años, se había convertido en un infierno. Un mundo al que dijo adiós arrojándose desde la muralla de Hondarribia, tras sufrir durante un año las vejaciones y malos tratos de sus compañeros de instituto. El 'pecado' de Jokin no fue otro que el de sufrir una descomposición en clase que no pudo controlar. Excusa suficiente para que una panda de verdugos adolescentes le arrojara decenas de rollos de papel higiénico -que, para colmo, la profesora le obligó a recoger-, le acribillara a balonazos y le sometiera a todo tipo de burlas, acoso, vejaciones y palizas, jaleada por el resto de compañeros y con la complicidad de la ceguera de la que en estos casos suelen adolecer los adultos, que piensan que «son cosas de niños». «Cosas de niños» que afectan al 48% de los escolares de entre nueve y 14 años. En el caso del joven de Hondarribia, la Audiencia de Guipúzcoa tomó cartas en el asunto, al comprobar que el cadáver presentaba hematomas previos a la muerte, e imputó un delito de «inducción al suicidio» a los ocho pequeños acosadores. Pero hay muchos más Jokins. En cada colegio, en cada instituto. Jokins que sufren en silencio el hostigamiento de sus compañeros. Jokins que son obesos, que llevan gafas, ortodoncia o corsé ortopédico. Jokins que sacan buenas notas. O Jokins que simplemente son Jokins.
http://www.educared.org/global/anavegar6/podium/B/795/hitoriaspersonales.htm
http://www.rtve.es/alacarta/videos/telediario/multa-acoso-jokin/1014608/#
http://www.acosoescolar.info/index.htm
http://www.20minutos.es/noticia/1617021/0/amanda-todd/adolescente-bullying/suicidio/
http://theworldof-ladygaga.blogspot.com/2011/09/little-monster-se-suicida-por-culpa-del.html
«Goliat», como lo llaman sus amigos -un chico que había sido víctima de malos tratos por parte de su padre, y que con sus 13 años repetía un guión conocido- pegaba y se burlaba frecuentemente de uno de sus compañeros. Su madre lo descubrió porque le escuchó contárselo a un amigo por teléfono. En lugar de mirar para otro lado, optó por llevar a su hijo a un psicólogo y habló con los profesores y con los padres del chico agredido. Entre todos consiguieron que el colegio instaurara la figura de un mediador que le enseñara a los alumnos cómo resolver estos episodios. Padres y escuela, pusieron de su parte para que no volviera a ocurrir. En el instituto de Jokin y en todos deberían hacer lo mismo.
Lucas es obeso, tiene 11 años, y lleva cinco soportando intimidaciones .En primer grado, cuando empezaron las bromas pesadas que le hacía un niño en particular -hijo de la secretaria de la escuela-, pesaba 42 kilos. Ese año nunca escuchó su nombre y sí «bola de grasa», «el gordo», «el pelota». Lucas, un chico muy tímido, reaccionaba al principio llorando. Ahora se le puede ver solo por el patio de la escuela. Lo han derrotado. El año pasado lo desnudaron en el lavabo y le escondieron la ropa. Asiste al colegio porque no se atreve a decirle a su padre lo que le pasa. Si alguien hubiera hablado con él cuando se sintió humillado en la clase de gimnasia -el día que el profesor le gritó «corre gordo, baja la tripa» porque iba más lento que los demás- tal vez sabría defenderse. En ese momento todos rieron y Lucas se sintió doblemente humillado. ¿Cómo se sentiría Jokin el día que una profesora le ordenó que recogiera los rollos de papel higiénico que sembraban los pupitres cuando sus amigos festejaban el aniversario de su diarrea en clase? Lucas se culpa de lo que le sucede. Hay una profesora que sabe de su calvario, pero el colegio no toma medidas. Él se esfuerza por agradar pero su actitud causa el efecto contrario: exaspera al bully, y cada día soporta más golpes, codazos y empujones.¿La última vejación que ha sufrido? Le orinaron la mochila en uno de los recreos.
Mónica cursa 3º de ESO y desde el año pasado es víctima de una chica y un chico de su grupo. Apenas empezar las clases llegó a casa con más de 20 chicles pegados en la cabeza. Sigue siendo una excelente alumna pero desde hace dos días no quiere salir de casa. Jokin también era listo y sacaba buena notas.
«Álvaro me pega, pero también me cuida de que los más grandes me hagan daño». Marcos, un niño inmigrante de ocho años, lleva casi un año recibiendo palizas de sus compañeros, pero sobre todo de su amigo, que de un puñetazo a final de curso del año pasado le destrozó las gafas.
Sandra (17 años) es una excelente estudiante de un colegio de Barcelona que aún tiene problemas con la comida. En segundo año de ESO, sus tres mejores amigas empezaron a mofarse de ella a y ridiculizarla delante de toda la clase y de los profesores, quienes, por cierto, también se reían de las bromas. Como en el caso de Jokin, alguien le colocó a Sandra el cartel de chivata, la señaló como la persona que había delatado a sus tres amigas cuando el coche del director apareció lleno de pintadas insultantes. Cuatro años después, su diagnóstico sigue siendo anorexia nerviosa .La semana pasada en Argentina, en un pueblo tranquilo de la Patagonia, un joven mataba tres compañeros de clase porque estaba cansado de las burlas.
Pau tiene 14 años y por un problema en los huesos lleva botas ortopédicas. Dos de sus compañeros le empujan y se ríen. Se ha caído varias veces y ha llegado lastimado a casa. Los alumnos acosadores, argumentan que sólo lo hacen para divertirse, que no le quieren hacer daño Nada de ello es verdad. Buscan sentirse protagonistas. Necesitan percibirse fuertes y poderosos. Se sienten superiores cuando machacan al otro. Tras el enfurecimiento de la víctima esconden sus propias heridas. Bajo la apariencia de una novatada, los agresores camuflan su inseguridad, y llenan su vacío emocional. Persiguen sin descanso vivencias diferentes, y necesitan impresionar.
Carolina, a sus 20 años, recuerda con espanto lo que le hacían a uno de sus compañeros de clase, el «genio de las matemáticas», como aún le llama. «Le tiraban botellas de plástico, le pegaban, le rompían las carpetas, le tiraban las gafas al suelo, le ponían tierra en su comida A veces, cuando Joaquín estaba tendido en el suelo, doblado en dos y con una mano en la barriga y otra en la cabeza, un grupo de amigas y yo gritábamos ¡parad! Pero ellos no paraban. A veces sueño con Joaquín al que no vi más. Sueño que nos golpean a los dos». Tanto los agresores como los testigos mudos forman parte de un mismo circuito de miedo y necesidad.
A Mario, con 15 años, su perseguidor desde hacía más de dos años le escupía su comida en el comedor del colegio y se la hacía engullir ante la risa de sus compañeros. Todos los días. Era el modo en que creaba espectáculo. Una experiencia que el bullying definía como «excitante», pero sólo mientras estaba frente al grupo. Luego, cuando Mario tímidamente vomitaba después de comer y algún monitor averiguaba qué ocurría, decía que estaba enfermo o ponía otro tipo de excusas :«Él me pidió una broma y a mí se me ocurrió ésta ». O apelaba a sus derechos: «Me estaba provocando y yo sólo lo hice para defenderme». O se hacía pasar por víctima: «Es que a mí también me lo han hecho».