Recientemente, en México, durante el año 2024, se vivió un periodo de elecciones presidenciales. Como es habitual, la propaganda política se hizo presente mucho antes del inicio de la contienda electoral, lo que permitió vislumbrar, de manera temprana, a algunos de los posibles candidatos. A medida que se acercaba el 2 de junio, ciertos aspectos de la situación política del país comenzaron a hacerse más evidentes.
Durante este periodo, lo que más llamó la atención fue la agresividad con la que el proselitismo político se manifestó, no solo en la Ciudad de México, sino también en el Estado de México. La publicidad relacionada con las elecciones y los candidatos trascendió el amarillismo mediático tradicional, materializándose en pancartas, carteles, anuncios publicitarios y otros soportes. Estos anuncios de campaña compartían una peculiaridad: el rostro de los candidatos, el cual adornaba kilómetros de ciudad, apareciendo en puentes, mamparas, muros, camiones, combis y otros espacios urbanos.
Este fenómeno resultó particularmente interesante, pues parecía ocultar algo más profundo. A pesar de su omnipresencia, revelaba aspectos significativos sobre cómo concebimos nuestra cultura. Esto llevó a una reflexión sobre el nacionalismo: ¿qué implicaciones tiene la forma en que los políticos, representantes de los intereses de la sociedad, reflejan y reinterpretan nuestra identidad nacional?
Había algo peculiar en la forma en que los políticos se expresaban, quienes, de algún modo, representan tanto nuestros intereses como a la nación misma. Una cuestión subyacente surge: ¿cómo un fenómeno tan amplio como lo fue el nacionalismo mexicano ahora se reducía a un conjunto de promesas de campaña, un montón de medios de comunicación cubriendo durante horas eventos que no tendrán mayor importancia una semana después, y rostros malformados en pancartas en los que ya nadie cree? Es decir, ¿cómo el nacionalismo político podía reducirse a publicidad?
Autores como Macario Schettino y Enrique Krauze han alegado que el nacionalismo que arrastrábamos del siglo XX dio, desde hace tiempo, su último suspiro. Esta enorme ficción, este conjunto de valores, sentimientos y aspiraciones que caracterizan y definen a nuestra nación quedó completamente inhabilitado al haberse alejado tanto de su proceso legitimador: la Revolución Mexicana. Estas ideas sobre “el fin del nacionalismo” parecen encaminarnos a una concepción similar a “el fin de la historia”, que postula la superación de contradicciones ideológicas a favor de la hegemonía de la democracia liberal. La incesante llegada de la posmodernidad occidental a nuestro continente ha tocado nuestras puertas también. Su resolución parece muy sencilla, pero tal vez hay algo que emerge de nuestra cultura, un sincretismo que se remonta hasta la época misma de la Revolución Mexicana.
Las figuras históricas que conforman nuestro imaginario nacional han representado hitos que moldean nuestra comprensión cultural del mundo. Si bien en su momento fue Samuel Ramos quien dijo que el mexicano poseía un profundo resentimiento frente a lo extranjero y que de esta fisionomía emergía el nacionalismo, parecería que no es tanto el contenido mismo del extranjerismo, sino la forma en que éste, más específicamente el europeísmo, es asimilado. Es decir, hemos adoptado los medios y herramientas conceptuales para evaluar un problema que parece ser distinto al nacionalismo europeo tradicional.
Pensemos, por ejemplo, en Otto von Bismarck, general que unificó Alemania de una vez por todas. Él buscaba activamente un Estado poderoso, que solo se lograría a través de la creación de lo que conocemos como la Alemania moderna. Así, se embarcó en dos guerras: una entre Prusia y Austria y otra entre Prusia y Francia. Fue así, y solo así, que se asentó la idea de un fuerte fervor nacionalista en Alemania. Es decir, la violencia fue el medio por el que una nación se unificó. En papel parece evidente: una fórmula que señala que el nacionalismo está estrechamente ligado a la violencia.
Aquí también tuvimos nuestro propio relato de acero y sangre: esa guerra civil que llamamos “Revolución Mexicana”, que dejó al país con un aproximado de entre 1.5 y 3.5 millones de muertos y configuró una cultura profundamente fragmentada. Esta fragmentación se hace evidente en la diversidad de los 71 pueblos indígenas y en las diferencias irreconciliables dentro de nuestra sociedad. Por ejemplo, en la Ciudad de México, aproximadamente un millón de personas se reconocen como indígenas, y se hablan 57 de las 68 lenguas originarias del país. Es decir, al menos un millón de personas viven bajo preceptos culturales completamente distintos, por ejemplo, con una lengua que la mayoría de los mexicanos desconoce y una idiosincrasia completamente paralela al sistema dominante.
Por otro lado, la infraestructura cultural que hemos construido, marcada por una visión urbanocéntrica, evidencia sus propias carencias. Productos culturales pésimamente elaborados —ya sea la televisión o el cine mexicano— proyectan una realidad completamente alejada de la vida particular de la persona común. Vemos en estos productos el padecimiento de las grandes esferas de nuestra sociedad, ese uno por ciento de nuestra población. Estas producciones reflejan, por un lado, los intereses de las élites, mientras que, por otro, explotan el drama de la pobreza y la violencia en un fenómeno conocido como “porno miseria”. Este recurso, empleado por algunos cineastas, busca premios internacionales al representar de manera cruda y sensacionalista las problemáticas sociales, desde la violencia económica hasta la violencia utilitaria del narcotráfico y el crimen organizado.
En una esfera completamente distinta, los actores políticos viven ajenos a las realidades sociales. Sus privilegios económicos y su aislamiento cultural generan una desconexión que los obliga a recurrir a un único lenguaje para relacionarse con la sociedad: el de la violencia. He ahí el verdadero nacionalismo mexicano: la proliferación de una profunda incapacidad de reconciliar la cultura en la que vivimos. Vivimos siempre en sus grietas, en sus pliegues, y cuando las rupturas que recorren nuestro dañado ideario colectivo se rozan, emerge de ellas la Violencia, con mayúscula, aquella que, no se ejerce de arriba hacia abajo, sino que se encuentra esparcida en todos lados.
La expresión más catastrófica de esta violencia tiene que ver con una forma de cuidado, una manera en la que nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás. Esta rara producción de alteridades asimétricas vuelve imposible un tejido social real, una cohesión como la que, tal vez, existió en algún momento lejano de nuestro presente. Así llegamos a nuestra pregunta central, a nuestra visión real del mundo, inundada por estas elucubraciones, estas máquinas y fantasmas que recorren de principio a fin las barreras económicas, sociales y políticas entre nosotros. Estas máscaras, estas visiones hacen que estemos más lejos que nunca: un puro alejamiento de nuestras instituciones, de nuestro Estado y de nuestros políticos. En este contexto, la publicidad emerge como un mecanismo clave. Los dispositivos publicitarios no solo buscan influir en la percepción de los ciudadanos, sino también intentan reconciliar las múltiples fracturas de nuestra cultura mediante un lenguaje visual y simbólico que, paradójicamente, profundiza la alienación. En los carteles que invaden la Ciudad de México, observamos una representación grotesca de nuestra realidad: rostros de políticos que, lejos de inspirar confianza o cercanía, se convierten en símbolos de la desconexión entre gobernantes y gobernados. En esos horrorosos nuevos rostros se crea ya un nuevo tipo de escatología, un venerable culto que no representa nuestros valores, sino nuestro deseo: más específicamente, nuestro deseo de ejercer la violencia, de romper esta metafísica de la presencia, esta ratonera kafkiana que llamamos democracia. Sin embargo, a nuestra lucha la guía la venganza y el rencor, y todos nuestros esfuerzos parecen retornar siempre al mismo laberinto de la soledad.
¿Cómo trazar la línea de una nueva historia? ¿Cómo acabar con un nacionalismo que separa más de lo que une a cientos de miles de personas en un territorio donde todos son vecinos? Nuestro problema no es el fin del nacionalismo o de la historia, sino la incapacidad de nuestra cultura, nuestras instituciones y nuestros funcionarios para lograr que todas estas caras de un mismo dado convivan de forma armónica. A estas alturas, la pregunta más lógica parece ser: ¿cómo reapropiarse de la violencia?, ¿cómo se puede erigir una nación?, ¿cómo se puede constituir, ensamblar y crear una sensibilidad que ya no sea apática hacia los otros, sino cercana a los demás? Lo vemos en los cartelones que cuelgan por toda la Ciudad de México, hostigando la mirada pública, enajenando a quien observa con indiferencia el futuro de un país plagado por la corrupción, la incompetencia y la barbarie.
¿Cómo volver a darle sentido a la violencia que nos rodea, que nos inmoviliza y nos separa tanto como lo hacemos los unos con los otros? Esa siempre ha sido la pregunta: cómo regresar a ese sentimiento de bienestar, a esa familiaridad, a aquello que en alemán se dice Sittlichkeit, esa cohesión y expresión de la vida ética que solo es posible dentro del conjunto de personas que conforman nuestra comunidad. Esa es la verdadera problemática: la publicidad de los partidos políticos ha negado que el individuo posea capacidad creadora u organizativa.
Por las calles se escuchan los comentarios de cientos de personas que exclaman cosas como “aspiración”, “esperanza”, “salvación”, “derechos humanos”. Pero todos estos conceptos cuelgan, al igual que la metafísica clásica y el nacionalismo eurocéntrico, de la esperanza capital de un rostro. Así se nos ha contado la historia de nuestro país: a través de caudillos y héroes de la patria, ya sea el general Obregón, Emiliano Zapata o, incluso, en los atroces actos cometidos por Gustavo Díaz Ordaz. En una entrevista posterior al 2 de octubre, él mismo repetía que había salvado a México, que él y solo él poseía el acto de presencia y la fuerza creadora que habrían dado luz a un nuevo país.
En nuestro país se libran miles de guerras a diario. La mayoría permanecen ocultas ante nuestros ojos, no son cubiertas por los medios ni por los periodistas. Pero quizá la más importante de todas, la que verdaderamente debe librarse, es esta guerra interior: este desgarramiento social que se siente en el tuétano de nuestros huesos, esa ceguera que mantiene a todos los corazones secuestrados por la apatía y la desesperanza. La superación de nuestro viejo nacionalismo.
No se trata de trazar un camino hacia la unificación cultural —pues, como hemos visto, es un proyecto que hasta ahora no se ha logrado—, sino de avanzar hacia la descomposición completa de esas amalgamas, de un pluralismo cultural que pueda limar sus propias asperezas.
Referencias.
CNDH, pueblos y comunidades indígenas.
https://informe.cndh.org.mx/menu.aspx?id=50067
Memorial san ángel, Muertes en la revolución mexicana: índices y creencias mortuorias.
https://www.sanangelmemorial.com.mx/muertes-en-la-revolucion-mexicana-indices-y-creencias-mortuorias
Ramos, Samuel. El perfil de la cultura y el hombre en México,2019 (Colección Austral), p.95
Seminario de la UAM, Vol. X Núm. 4 México, D. F., 22 de septiembre de 2003, El nacionalismo mexicano ayer y hoy.
Sherry, Bennett. Oerproject, Bismarck y la unificación alemana. https://www.oerproject.com/OER-Materials/OER-Media/HTML-Articles/Origins/Unit7/Bismarck-and-German-Unification/Spanish
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* El presente texto fue presentado en el V Coloquio de estudiantes “La filosofía mexicana frente a la violencia”, por parte del seminario permanente de filosofía Méxicana.