Semejante combinación se piensa como un conjunto de cosas donde ninguna está subordinada, como efecto, a otra, como causa de su existencia. En su lugar, están coordinadas, simultáneas y recíprocas, formando una conexión completamente distinta a la relación de causa y efecto. Así, nuestra existencia se hace presente en el gran panorama de las cosas: nos presentamos ex nihilo, apareciendo por todas partes, desde las rocas, las alcantarillas y las grietas de los muros.
En un principio, nosotros también carecíamos de una lengua propia; tuvimos que inventarla. Nuestra boca estaba inundada por lo barroco: el lenguaje del caos del mundo, de la inflexión de todos sus pliegues, que devienen en un profundo topomorfismo de la realidad. Con ello, buscamos constreñir hasta el último aspecto de nuestra ya gastada identidad; agotarnos en todas nuestras posibilidades hasta alcanzar un estado de exceso. Nosotros también sospechábamos de la economía del lenguaje (por no decir: lenguaje económico) respondía a un proposito perverso, inconexo e irreconciliable. Buscábamos algo que pudiera reconciliarnos: nuestras vidas, todas tan irreducibles como ciertas, todas tan virtuales como actuales, todas tan contradictorias como composibles. Pero buscábamos una salida que no existía.
Nos perturba, además, la dirección de nuestros actos. ¿Por qué escribir un manifiesto? En un principio, subyace la pregunta primitiva: ¿por qué escribir? Creer que algo es necesario. Pero, ¿qué parte de la historia de la metafísica clásica es lo suficientemente convincente como para orillarnos a consumar todas nuestras introspecciones? Parecería que, de buenas a primeras, ninguna. No hay poder en el mundo que obligue a cualquier molécula a moverse fuera de lugar, ni siquiera un poco. Y, sin embargo, aquí nos encontramos, expresando nuestras intenciones de mover el mundo hacia alguna dirección. ¿Cuál dirección? Eso es irrelevante. Sea cual sea, deberá ser una invención lo suficientemente perdurable como para que el engranaje de nuestras intenciones sobreviva los próximos años: suficiente tiempo para acabar con todas nuestras supersticiones sobre la superstición.
Aun así, este ideal es lejano y nuestro fracaso inminente. Lo sabemos. Pero no nos rendimos, no nos excusamos, y nuestro esfuerzo no cesará hasta derramar la última gota de sangre; hasta que el pensamiento se pliegue sobre sí mismo y regrese a su estado primigenio.
De este mismo modo, este manifiesto es también una declaración de guerra. ¿Una guerra contra qué? Una guerra que violente extraordinariamente todo pensamiento, toda decisión tomada; un conjuro contra todo lo que, hasta este momento, se ha creído, exigido y santificado. Porque también nosotros somos un destino. Nuestros corazones están libres de toda sed de venganza, de toda mundanidad. Ya hemos ayunado, meditado y esperado. Y, como a cualquier padre, también nosotros debemos ver partir a nuestros hijos, verles hacerse fuertes y crecer, desafiar a los grandes reyes y, tal cual Sigfrido, asesinar al dragón que codicia la vida solo para inyectarse su sangre.
Así como suenan los ditirambos y las zampoñas al mismo tiempo, así, y solo así, hay cosas que deben ser resueltas. Como todo ritornello al final de cualquier ópera, hay conocimientos que deben ser enterrados y bromas que deben ser contadas. Nuestros efectos también deben llegar a resolverse, alcanzar una superficie. Tantos años han pasado y, solo hasta este momento, nos sentimos medianamente preparados, decididos, bien formados para expresar, en nuestra propia lengua, una y mil voces en uno y mil sentidos.