"Hay un riesgo en convertirse en un observador, es decir, en un personaje. Un personaje que prefiere el fenómeno a la razón —quizá indeterminable, por la cual se produce dicho fenómeno—, un personaje que opta primero por el signo y no por el significado."
- Salvador Elizondo
"La mayoría de los hombres poseen escasa imaginación. Todo lo que no les afecta de forma inmediata y no hiere directamente sus sentidos, como una dura y afilada cuña, apenas logra excitarlos. Pero si algo insignificante ocurre ante sus ojos y de manera palpable, explotan con una pasión desmesurada. Así, su apatía se transforma en una vehemencia frenética."
Pensó, mientras se encontraba en la parte más alta de aquel conjunto departamental. Desde aquel desolado techo se vislumbraban innumerables estrellas y galaxias, esparcidas por todo el universo. Uno podría pensar que, prestando atención al punto más oscuro de la noche —esa delgada línea en el horizonte— se podría ver el fin del mundo. ¡Apoteótico planisferio de innumerables hazañas! Cualquier cosa parecía mejor que habitar sobre esa superficie; sin embargo, cualquier terreno se veía obligado a vagar por aquel yermo que crecía inexorablemente.
No había nada en el mundo capaz de contrarrestar el impalpable espacio sin movimiento, que arrastraba la fricción de los objetos hacia un destino ingrávido. El viento soplaba y hacía frío. Mientras la luna, cada vez más arriba en el cielo, se preguntaba cuándo llegaría la aurora. Ella esperaba el primer rayo del sol para bajar y volver a su cama. Llevaba esperando segundos, minutos, días, ¿años, tal vez? La desesperación le carcomía las puntas de los pies, le hacía temblar e inundaba la lucidez de su mente. Era como un rayo incesante que devoraba la sutil pregunta por el mañana, evitando el impulso de correr, aunque mantenía los pies atados al suelo.
El suelo, bendecido de buena fe por el aborrecido noctámbulo que aparece en las madrugadas, le daba de comer en la boca y la mantenía viviendo en el diáfano poema de diafanas espigas. Todas emanaban una cortante atmósfera de luces que partía su carne y ligamentos; y, entre todos los cortes, aquel entre el cráneo y la cadera dejaba una distancia tan enorme que en ella cabría un planeta entero. Era el inoportuno embarazo del cantor que anunciaba la muerte de sus hijos, de su vida misma. Mes tras mes, se cuidaba en espera de entrar en labor de parto y, eventualmente, abortar el sentido del deber.
El cansancio de vivir bajo las duras vigas de acero inoxidable que conformaban la estructura de la variedad había convertido el placer en una jerga seca, tendida bajo el sol, o en un huevo duro cuya yema siempre estaba fría. Este hacer de lo eterno parecía interminable, y las noches se volvían jornadas agotadoras de pelear contra el insomnio, de inmovilizar las manos, de aplastar el remordimiento y enterrar los quizás que se negaban a ser pensados. Sostenía su delgado cuerpo entre aquellos ladrillos rojos mal acomodados.
Se decía a sí misma: "De todas las historias de la locura que ha albergado este manicomio llamado 'humanidad', quizá el loco más grande fue Martín Lutero, quien, tras declararle la guerra a la iglesia, fundó la suya propia. Le devolvió el sentido autónomo a la confitería que cualquier religión podía enseñar: la del sufrimiento."
"No se trataba de un golpe certero en los huesos o músculos; se trataba de un carácter masoquista frente a la fatalidad. Era ese sentimiento, el que Lutero creó, el que impulsaba a las cuadrillas y a los militares que, contra su voluntad, se detenían frente a la trinchera, huyendo tan certeramente de la muerte que, en su afán por vivir, olvidaban por completo: ¿dónde se encuentra la vida? ¿Dónde está ésta?" —se preguntaba mientras su cuerpo se deslizaba por el techo—. "Tal vez la vida estuviera ya muy lejos, muy atrás, entre columnas y vastos pastizales de libertad sin precedentes."
"Y en mi amor por la incesante persecución de mis ocupaciones, por todo aquello que me hacía ser quien era, comprendí que —cuando esa piedra que siempre se interpone en mis planes quema los bruñidos cabellos de la cordura y amarra las breves sinfonías que inundan el espíritu de los alemanes— esos enormes señores, de posturas tan rectas y espíritus tan pesados, habían inventado el fino arte de machacar cerebros. Habían aprendido a rascar hondo en la psique humana, hasta encontrar el fundamento del fundamento, la facultad de la facultad, la creencia de las creencias que justificaba toda la cadena inferencial. Y, para sorpresa de nadie, ¡Eureka! Hallaron un pedazo de carne. Con un "abracadabra", le añadieron aquel λόγος (logos) que pesa, mide y calcula por aquí y por allá… y a eso lo llamaron psiquiatría."
"Allí colocaron la vida. Le inventaron un "adentro" y un "afuera", una condición voluntaria y una cultural, una naturaleza humana, una normalidad. Trazaron la interminable línea que dividía Occidente y Oriente. Se crearon un "arriba" y un "abajo", una izquierda y una derecha, dentro de un espacio que no tiene dirección. Se inventaron el Sie (used) para hablar, y la postura recta para actuar; la cortesía y el respeto; la solemnidad de la esperanza para no tener que escuchar a gente hablando sola en el metro, o ver personas gritar en la fila para comprar pan, o ver discursos raros lanzados al aire por las calles."
"Se inventaron, a fin de cuentas, la felicidad en dosis de 25 gramos."
¡Qué medicamentos, qué histerias y saltos apresurados daba la temblorosa condición de deslizarse lentamente por las láminas de aluminio que conducían hacia la lavandería, por la cual se accedía al tejado! Pensaba sin cesar, mientras las voces en su cabeza ideaban formas cada vez más intrincadas para nombrar lo innombrable, para huir —cual Atalanta, directo a la eternidad—, para acabar con la tiranía de los Zares y deshacerse de todos sus bienes materiales. Mientras aquellas evidencias de lo posible se sucedían en el espacio inmediato de lo aparente, estaba amaneciendo, y cuando el primer rayo del sol tocó su mano izquierda, en ese mismo instante sus pies tocaron el suelo. Había terminado de caer.