Alégrense las calles, los coches, las casas en color ocre y concreto, todas llenas de lucecitas de vidrio, plástico y aluminio. Camina por las calles acertando en cada techo, piso, ventana y patio y ven juntos, todos, cada uno, una misma esfera de concreto. —aquella sensación de que todo ha de ser dicho en voz alta— Giran los astrolabios de altas alcurnias y sobre los largos faroles se extienden de manera interesada la pobreza más notable a los ojos; la cacariza imagen de las ollas a retachar, los cazones mal curados, las vidas dañadas y los empinados caminos que llevan, nisquiera a tu punta, solamente a los andamios de donde la esperanza se cuelga al más adornado pensamiento de una fallida visita, de una fiesta imposible, una que por antonomasia es incomprensible, inefable; Alégrense las lluvias de otoño, los últimos días de Noviembre, las pelotas en las calles incompletas, las calles rotas, las vías del tren que aún quedan después de la revolución tardía; las señoras que solamente salen de su casa a la de su vecino a enunciar el final de la temporada. Alégrense los finalistas, mal parada mano de obra que como nosotros, habitaría en los resquicios más profundos de las grietas latientes de un mundo abandonado que se encuentra intermedio. Entre la salvaje pastura que ya no existe y la jungla de concreto que lo devora todo.
Alégrense al ver a lo lejos y observar con parsimonia las luces de las estelas de radio, los edificios, el manto supra lunar y las patrullas de un mundo inacabado, completamente desbocado de toda responsabilidad; Alégrense los mundanales de gente que regresan —con la incomodidad de quien levanta un vaso y encuentra en él, la señal de humo por la que el ave huyo del garaje— a casa, como turistas que, despreciados por las arbóreas estructuras que les dan de comer, cansados llegan a echarse por el resto de la noche. Alégrese quien no puede alegrarse, quien siente en el pecho —si, en el pecho— un frasco vacío forjado de un inquebrantable material de acero percudido y cristal antibalas y las llagas y los años le pesan en la espalda como lo hacen los camiones, combis, metros y velódromos, presionando en la punta de la planta del pie que recorre cada vertebra de cada nervio, por las alarmas que suenan por la madrugada; y espera a que los días pasen, como las horas del que tiene reservado aquel viaje y contados son sus segundos para disfrutar de las inmaculadas prioridades que solo el dinero puede ofrecer.
Aquellas que despiertan soles negros en las horillas y bocanadas de odio en los conductores que arrastran el non plus ultra hasta el final de la carretera. Acervos de la inconsciencia de estar existiendo en esta tierra que está a la mitad de la nada, que es medio hotel y medio hogar, que es temporal e irreparable, que es profunda esclavitud en el frasco de la tráquea; ¡Alégrense! Porque yo también creía que había un afuera, que había un mejor lugar que la hipnótica mirada de la efigie; que había más vida donde había más gente y se desplegaban más maravilla del que cualquier ser viviente podría imaginar en los destellos de cualquier alma mater, oficina, departamento o rincón del mundo; creía que los parques y las calles limpias y los aviones y todas las cosas grandes —a diferencia de las pequeñas y escuetas— eran reflejo de nuestro amor por el progreso; creía que las pancartas, las promesas y los comerciales, en nuestros subterráneos mal hechos, en el sonido de las bocinas, en el aire apestado a cO2, en el olor a mierda, en los bulliciosos más grandes y nocturnos eventos, en los rascacielos impedidos de fin alguno, en el estatuto —ahora no solo social, sino también moral— de opciones diversas, infinitas elecciones a nombre de “oportunidad” “desarrollo económico” “gentrificación” “precarización” “salario” “aguinaldo” eran sinónimo de la autonomía, de la esperanza y la madurez. En las viejas fincas, en los epicentros, en las frías paredes y abandonados pasillos alejados de toda vox humana, había algo sagrado, algo perfecto, algo futuro. Pero no era más que pantalla de mal pintada luz, humo que se escapa al entonar la imparcial medida de sus valías, campanas desafinadas que no volverán a sonar.
Alégrense porque yo también pensé que ahí estaba la vida; yo también pensé que hasta haberme deshecho de todos los frascos en mi pecho habría podido llamar(nos) hogar, hoy conozco mi único privilegio, saber que no. Hoy soy más alegre.