Hay amores que ultrajan en realidad el abolengo de este sentimiento y lo despojan de toda su aureola romántica. Por ejemplo el que existe entre uno de los jefes de la Agencia y una de las secretarias. El jefe es viscoso, moluscoide, fofo, cincuentón y mediocre. La secretaria una gorda desteñida, mastodóntica, con los dientes fuera de las encías y una nariz tan larga que es una infracción permanente a las leyes de la cortesía. Una de esas mujeres, en suma, que, como alguien decía, “harían peligrar la continuidad de la especie si uno se encontrará solo con ellas en el mundo”. Y lo peor de todo es que ambos son casados; en consecuencia, cabe pensar qué sórdida catástrofe debe constituir en cada caso su matrimonio para que le busquen fuera de él esta compensación ominosa. Cuando los sorprendo en la oficina haciéndose signos de inteligencia, bromas o mirándose desde lejos embobados, me avergüenzo por mí, por mi especie. Y cuando imagino que estos amores deben consumarse en secreto, adulterinamente, en cuartos de hotel, en sabe Dios qué camas de alquiler, y evoco sus atroces cuerpos confundidos, siento la tentación de arrojarme por la ventana, presa de una locura incurable.