Julio Ramón Ribeyro

Agua ramera

—«El cielo nublado desenvaina su espada de fuego y cercena la copa del árbol, que cae rota a mis pies».


Lorenzo y yo nos paseábamos por el parque, siguiendo una avenida de olmos que parecía llevar a un estanque. Corría viento y gotas de una tormenta cercana nos golpeaban por momentos la cara.


Lorenzo iba un paso más adelante, volteando la cabeza para hablar o deteniéndose cada cierto tiempo para cogerme del brazo y obligarme a escucharlo con mayor atención. De este modo la avenida de olmos se hacía interminable, el estanque inaccesible y la llovizna terminó por convertirse en un verdadero chubasco.


—«Y el trueno, como un odre apuñalado, como el tambor mayor de una banda de provincia, desgarra el himen del silencio».


Muchas otras figuras compuso Lorenzo antes de que pudiéramos llegar al estanque. Este era ovalado, estaba lleno de agua turbia y musgosa, flotaban hojas secas en su superficie. En su borde había una pérgola minúscula en la que nos guarecimos de la borrasca.


—«¡Agua sucia, agua de nube, agua ramera! Abre tus piernas líquidas y absórbeme en el torbellino de tus algas».


—No hay algas —dije, por decir algo.


Lorenzo encendió un cigarrillo y murmuró que se trataba de una licencia poética.


—Aunque mejor —añadió— quedaría nalgas.


Luego quedó callado, mirando fijamente el estanque. La lluvia arreciaba y yo trataba de descubrir por qué sendero habíamos venido del edificio.


—¿Sabes lo que es despertarse —dijo de pronto Lorenzo— y ver a tu lado, apoyado en la almohada, un cutis rosado, un capullito de rosa, una cabecita de rizos dorados? La verdad es que no te he contado. Estaba alojada en mi mismo hotel, el de la calle Monsieur-le-Prince. Es una danesa de diecisiete años. Me invitó a su cuarto. Allí empecé a acariciarla y después la levanté en mis brazos y la llevé a mi habitación. Y al día siguiente, al despertarme, ¡su pecho desnudo, sus palomitas y su cabeza apoyada en la almohada, sus rizos!


Le dije que era la primera vez que le oía hablar de una danesa, que más bien me había contado algo de una alemana.


—¿Alemana? ¡Ah!, es verdad. Pero esa es otra. Esa fue el mes pasado.


Lo observé con más atención. A pesar del mal tiempo llevaba solo una camisa de franela roja y estaba mal afeitado, sin peinar, con un aire indigente, pero noble, como el de un castellano arruinado a quien sus acreedores le permiten pasearse por su predio confiscado.


Pero ya había empezado a sonreír y me señalaba el agua del estanque.


—Esta es mejor; óyela bien, que se te grabe: «Abierto en la tarde como el ojo llorón del otoño, el estanque yace impávido bajo la tormenta, herido en su frágil carne y me observa con una voraz ternura, agua ramera».


—Fíjate, Lorenzo —le dije al fin—. No me has dicho todavía cómo viniste aquí, al castillo.


Sin vacilar me respondió:


—Muy fácil. La patrona de mi hotel, una mujer buenísima, se sintió mal, le dio algo así como un ataque. Como no había nadie en el hotel, tuve que llamar a una ambulancia y a un médico y la trajimos aquí.


La explicación me pareció un poco incongruente, pero ya Lorenzo, anticipándose a una nueva pregunta, añadió:


—Tú habrás creído seguramente que sigo escribiendo poemas. Pero te equivocas. Recitar es una cosa y escribir otra. He colgado la pluma para siempre. Ahora los poemas los digo simplemente, pero a gritos. Además, no tengo por qué escribirlos, me acuerdo perfectamente de ellos. ¿Quieres que haga la prueba? Fíjate: «El cielo nublado lanzó su jabalina dorada que cercenó la copa del árbol y cayó rota a mis pies».


—Enantes dijiste: «Desenvainó la espada».


—Claro, pero he hecho una variante.


Lorenzo miró el agua, se agachó para recoger un guijarro y lo lanzó al estanque.


—¡Agua ramera! —exclamó, mirando crecer y quebrársela onda—. ¡Tragadora, blanda, velluda!


—Cuéntame algo más de la danesa.


—Pues como te digo, tenía diecisiete años, estaba en el cuarto vecino. Esa mañana que me desperté y vi sus rizos y por la ventana el hocico del invierno, el hocico helado del invierno, el hocico blanco del invierno, me puse a llorar de emoción. Nunca, nunca me había ocurrido nada semejante.


Como la lluvia amainó, le propuse que regresásemos apenas escampara.


—¿Adonde?


Yo señalé el edificio.


—Al castillo.


Lorenzo me observó con sorna y se puso bruscamente serio.


—¡Qué castillo! ¡Qué castillo! ¿Crees que soy un imbécil? Vamos, confiésalo de una vez, sabes muy bien que no es un castillo, sino una clínica.


—Es posible que ahora sea una clínica —dije—. Pero ha sido un castillo.


Lorenzo dio las últimas pitadas a su cigarrillo y lo tiró al suelo.


—Lo que te dije enantes de la patrona es mentira. Además, era muy claro darse cuenta de ello. Quise solo tenderte una celada. ¿No te has preguntado acaso por qué si la patrona estaba enferma fui yo el que me quedé acá y no ella? La cosa fue al revés: fue ella la que me trajo.


Admití que su explicación de hacía un rato no me había satisfecho.


—¿Sabes por qué me trajo? Porque una mañana me puse a espiar el baño del hotel por una ranura de la puerta. Pero antes tengo que decirte que la patrona del hotel tiene una hija, una lindura, diecisiete años, rizos dorados.


—¿Como la danesa?


—¿La danesa? Mejor, una cabellera vegetal, espesa y amarilla. Bueno, lo cierto es que la hija entró al baño y yo salí al pasillo, me agaché y empecé a mirar por la ranura. Estaba haciendo caca, con su calzón en los tobillos. En fin, la patrona me vio y eso fue todo. Claro, lo que no sabía la patrona es que la hija me buscaba, me hacía guiños, me enseñaba su liga, ¿entiendes? Estaba templada de mí.


—Tienes suerte —le dije.


Lorenzo echó una bocanada de aire y sonrió. Luego se asentó el cabello con la mano y observó con perplejidad el cielo nublado.


—Así, el invierno tiene sus modales, sus manías de galera vieja y vira hacia nosotros con todas sus velas henchidas y su proa hiriente, su portentoso falo.


—Pero porque mirarlas por la ranura no era suficiente para que te trajeran aquí —objeté—. Podía haberte echado del hotel y se acabó.


Lorenzo me observó de reojo.


—Es que no ocurrió de inmediato. De cólera me pasé dos días en la recepción del hotel, sentado en un sillón, y como me dio hambre me comí todas las flores que había en una maceta.


—Eso ya me parece grave —dije.


—¿Tú crees? Eran hortensias y gladiolos. Y una rosa, solo una, encarnada.


Como yo lo observara un poco atónito, Lorenzo rio ruidosamente.


—¡Ya no quiero torturarte más! Tú eres de los que se creen todo al pie de la letra. Quería saber si reaccionabas igual que los amigos que vinieron a verme ayer. Vinieron tres o cuatro personas; asustadas, palabra. Vamos, cuenta, ¿qué te dijeron? ¿Fueron ellos los que te avisaron? ¿Te dijeron que estaba en el castillo?


Le dije que lo habían encontrado muy bien, que no se explicaban lo que había pasado.


—Mentira. Te dijeron que estaba loco.


—Pero no —protesté—. Nadie ha hablado de locos.


Lorenzo quedó observándome, incrédulo.


—Te voy a decir la verdad —prosiguió—. ¿Con cuánta plata llegué a París, te acuerdas? Con veinticinco francos, ¿no? Pues ya ves. ¿De dónde iba a sacar más? Mi familia no me manda, no tengo beca y trabajo para mí es difícil conseguir, eso salta a la vista. Ya sabes que del primer hotel me echaron y del segundo también. Cuando entré al tercero, me dije: Lo mejor es hacerse el loco. Ya te demostré que es fácil. Hice mi plan y todo salió bien. ¿No te he contado que un día me paseé calato por los cinco pisos del hotel? Bueno, aquí tengo casa gratis, comida gratis. Paga el Estado o la Asistencia Pública, qué me importa. Y además, para colmo, y esto te lo digo solo a ti, tengo hasta mujeres gratis.


—¿Entre las enfermas?


—Todavía no he caído tan bajo. Entre las enfermeras, hay dos que me rondan. A una de ellas ya la agarré, se llama Monique, es de Reims, jovencita, qué rizos tiene, dorados, aunque es un poquito gorda, pero parece que le gusto. Mírame, viejo, ¿hay pinta o no? ¿Qué te parece, zambo?


—¿De modo que todo es una farsa?


—Completa. Al doctor lo tengo chiflado. Y eso que es una notabilidad, uno de los mejores psiquiatras, según dicen. Mi táctica, cuando me interroga, consiste en poner las palmas de las manos en el suelo y tratar de pararme de cabeza, debo quedar grotesco con mis piernecitas al aire, ¿no? O me abro la bragueta para amenazarlo con mi espolón. Ya me han puesto tres inyecciones.


Todo eso estaba muy bien, admití, ¿pero hasta cuándo se iba a prolongar esa comedia? La simulación era un delito y podía costarle caro.


—Pero ¿qué otra cosa puedo hacer, viejo?


—Si de lo que se trata es de un cuarto donde vivir, se te puede conseguir uno barato, quién sabe si hasta gratis.


—¡A eso quería llegar! —me interrumpió Lorenzo—. Uno tiene que caer en los peores extremos para que alguien quiera ayudarlo. Ahora sí me tienden la mano, ¿no? ¡Ahora sí hablan de conseguirme un cuarto! ¿Pero antes? ¿Cuando no tenía dónde dormir? ¿Cuando me moría de hambre? Bueno, dejemos eso de lado. Eso del cuarto me interesa. Pero ¿y la comida?


—Puedes comer en casa durante un tiempo.


Lorenzo quedó callado, meditando mi oferta.


—La verdad es que no sé. Aquí hay jardines, parque, el estanque con su agua lamedora, tormentas todos los días, con sus jabalinas y sus espadas doradas, y, además, mujeres, enfermeras, a la mano.


—Piénsalo bien. Claro, no vas a estar tan cómodo. Pero, para decirlo crudamente, aquí estás encerrado.


—En eso tienes razón. A las seis cierran la reja. Es aburrido ver anochecer sin poder salir y tomar el tren para París. Y, encima, rodeado de verdaderos locos. A los quince días ya no los soportas. Mira, ya escampó.


En la superficie del estanque caían las últimas gotas de lluvia.


—Manada de bisontes —dijo Lorenzo señalando el poniente—. «Por el rojo sendero huyen las nubes azuzadas por el latigazo del sol». No, esto es verdaderamente horrible. ¿Por qué la nube tiene que ser un bisonte? Aunque no se puede negar que esas nubes redondeadas parecen cuadrúpedos en fuga, grandes rebaños trashumantes. Lo del latigazo es lo que está mal.


—Sí, ya paró la lluvia. Te acompaño hasta el edificio.


Lorenzo me cogió del brazo y emprendimos el retorno. Una campana sonó a lo lejos. Por los senderos apartados algunos solitarios caminaban.


—Está decidido —dijo Lorenzo—. Para farsa está bien. Yo no he venido a París para hacerme el locumbeta. Además te voy a decir otra cosa: no creas lo que te dije enantes sobre la ranura de la puerta ni sobre que me paseé calato por el hotel. Pura mentira. Me hice el loco, es verdad, pero rodándome por las escaleras del hotel a medianoche. ¡Cómo me dolieron mis piernas! En fin, esto es ya historia antigua. Volvamos a lo del cuarto, ¿está ya libre?, ¿dónde queda?


Le expliqué que había uno en la rue Dauphine, pequeño, sin agua, pero, en fin, habitable.


—Perfecto. Esta noche arreglaré mi situación aquí. Prepárate, entonces, que mañana pasaré a buscarte.


Cuando le decía que iba a estar en casa todo el día, Lorenzo me obligó a detenerme.


—¡Y sus rizos de oro! —suspiró—. Sus rizos de oro como una cornucopia sobre la blanca almohada. En la ventana, día gris, y en los cristales el hocico inminente del invierno.


—¿Hablas de la danesa?


—De la hija de la patrona. Enantes te oculté algo porque me pareció mal; es un poco escabroso, ¿sabes? Pero cuando me vio calato se asustó. Es que yo tengo una cosa cosa, una cosa tremebunda. Lo mismo le pasó a Monique.


Reemprendimos el camino. Yo iba silencioso, sintiendo el brazo de Lorenzo temblar contra el mío.


—Reconoce que te he torturado —dijo volviendo a detenerse—. Pero lo he hecho porque te aprecio. Con los demás he sido menos sutil, he sido basto, como un español. Hice que se tragaran el anzuelo. Bueno, ¿no me dices nada?


—La vida en París era dura —dije moralizando—, no había que dejarse amilanar por los contratiempos, había que superar los obstáculos, todo el mundo había pasado por las mismas, era necesario luchar.


—¡Me hablas como a un enfermo! —se quejó Lorenzo—. ¿Qué te pasa, viejo? ¿Será que todavía no estás convencido? ¿Qué pruebas quieres que te dé? ¿Quieres que te firme un papel?


—No necesito pruebas —respondí—. Si te hablo en ese tono, que no te gusta, es porque soy tu amigo.


—Gracias. Mira, ya llegamos al castillo o al sanatorio, como quieras. Te acompaño hasta la reja. Bueno, como amigo te voy a pedir una cosa, espero que no me la vas a negar: no le cuentes a nadie nuestra conversación. A lo mejor alguien se copia mi método y estamos reventados. Con tanto muerto de hambre que hay por aquí vamos a tener mucha competencia.


Una nube rezagada pasó echando un poco de lluvia.


—Ya regresa —murmuró Lorenzo, extendiendo la palma de la mano—. ¡No es un bisonte extraviado, ni siquiera un rebaño, son todos los bisontes, todos! ¿Quedamos entonces en que mañana?


—¿Quieres que pase por ti?


—No, no hace falta. Tengo solo una maletita con libros. Eso sí, tenme listo el cuarto. Probablemente me lleve a vivir a la danesa. ¡Su pelo en la almohada tengo que verlo otra vez, caramba!


Yo le extendí la mano.


—Hasta mañana, entonces. Ojalá no tengas problemas.


Lorenzo me la estrechó con fuerza. Estábamos al lado de la verja. Con su mirada oscura me escrutó ansiosamente.


—¿Tienes confianza en mí? ¿Puedes poner la mano en el fuego por mí? ¿Eres verdaderamente mi amigo?


Le dije, en broma, que no me preguntara las cosas en ese tono, que me iba a hacer dudar.


—Entonces, ya que eres sincero, te voy a recitar una última, eso sí, una última primicia, óyela bien: «Admira sobre todo los días otoñales, el corazón seco del otoño, el corazón seco de los árboles, que cae sobre nuestro corazón seco, sin amor ni ternura, que cae sobre nuestro corazón seco y lo estruja, que cae sobre nuestro corazón seco y le arrebata para siempre la luz, que cae sobre nuestro corazón seco y lo entrega al sueño, a las tinieblas».


—Formidable —le respondí.


—Sí —dijo Lorenzo, sin entusiasmo, esquivándome la mirada.


Dándome la espalda se alejó hacia el edificio, cabizbajo, fatigado, llevando con dificultad su enorme joroba sobre sus piernas enclenques. Como la lluvia regresaba entre los olmos, se detuvo para echar al cielo una mirada imprecatoria.


—¡Agua ramera! —gritó.


Dos enfermeros venían en su dirección.


París, 1964