Sobre la libertad educativa
Por Álvaro Castilla Vera
Observo con grandísima pena las continuas injerencias que pretenden llevar a cabo ciertas esferas
políticas, respaldados por un sector determinado de la población, en la estructura educativa. Injerencias de
la clase política que recientemente se han materializado, por ejemplo, a través de la ‘Ley Celaá’. Ataques
continuos que se hacen contra la enseñanza religiosa respaldada por los núcleos más izquierdistas, y, por
otro lado, acometidas contra la posibilidad de impartir educación sexual por parte de los dirigentes más
conservadores. Todas estas posturas se erigen desde una perspectiva intervencionista con la intención de
decretar una filosofía y un plan educativos común para la sociedad al completo, sometiendo así las
preferencias de las personas a un plan general. Esto choca frontalmente con la libertad educativa de cada
uno para elegir la formación que prefiera.
Los españoles, en su mayoría, parecen no querer respetar los planes educativos (y vitales) del otro.
Demuestran un perverso deseo de que los hijos de los demás maduren según sus ideales. Es increíble
pensar que existe tal animadversión a respetar que cada cual elija el método que crea preferible y a no
interferir en los planes vitales ajenos. ¿Por qué no simplemente respetar que haya diversas opciones y que
exista libertad para elegir entre ellas?
No obstante, la filia del español medio por imponer su pensamiento al prójimo, que se realiza a través del
Estado, no es nueva precisamente. Cuando buscamos una respuesta a por qué esto resulta tan
idiosincrático del pueblo español, nos podemos remontar varios siglos atrás observando el desarrollo de
‘las dos Américas’. Mientras ‘la América rica’ se desarrolló bajo una cultura del esfuerzo, debido a la
escasez de riquezas naturales y una dejadez de funciones del imperio inglés que propiciaron una sociedad
basada en el individualismo y la meritocracia, que forjaría siglos más tarde la mayor potencia global; ‘la
América pobre’ creció bajo las camarillas de poder españolas que explotaban los recursos naturales desde
una visión centralizadora que persistió en las sociedades hispanas y que se institucionalizó. Este
argumento es desarrollado al detalle en Por qué fracasan los países de Daron Acemoğlu y James A.
Robinson. Esta cultura del conformismo y dependencia del Estado llega hasta nuestros días. Queremos
que ‘papá Estado’ nos proteja de todo.
Lamentablemente, la consecuencia es la injerencia de este en la educación, creando un monopolio, que
resulta fatídico para asegurar y, por ende, proteger un acceso universal a la educación. Esta vía de acción
impone un monopolio educativo que se desentiende de las necesidades de las personas, al estar regido por
mayorías representativas. La mayoría elije cómo se gobierna y, evidentemente, cómo se educa
desentendiéndose de la minoría restante. Así, presenciamos los ataques mencionados al principio del
artículo.
Ante esta denuncia, algunos argumentarán que en España existen más opciones distintas de la educación
pública, que no existe monopolio. Esto es rotundamente falso, si bien es cierto que gozamos de una
mínima libertad de elección en este campo, se encuentra restringida.
En lo que a la libertad de elección del centro respecta, es cierto que existe e impera protegerla, sobre todo
tras los continuos ataques a la enseñanza concertada y privada. Aun así, la pública atenta contra los planes
de vida de aquellos que no la disfrutan ya que la financian igualmente de forma coercitiva. Pagan por un
servicio que no utilizan de forma obligada. Además, al financiarse a través del Estado y aprovecharse de
su carácter coactivo, tiene capacidad de ejecutar prácticas monopolísticas.
Y en cuanto a la libertad de elección del plan educativo, es extremadamente limitada. Es verdad que
podemos elegir unas ramas de conocimiento y ciertas optativas, pero lo que se imparte en ellas está
dictaminado de manera centralizada por la clase política sin dar espacio a la enseñanza de programas que
difieran de lo establecido y que sean del agrado de determinados sectores de la sociedad civil.
Para garantizar la libertad educativa, la calidad y la accesibilidad, la educación, como cualquier otro
servicio, se debe someter a las reglas de la competición. A través de estas condiciones, y alejando a la
clase política de los programas educativos, al descentralizarlos, garantizamos la accesibilidad de este
servicio básico, al poder competir los proveedores en materia de precios y adecuarse a las necesidades del
ciudadano. Además, democratizamos el acceso e impartición de éste al aceptar que cada cual elija el
sistema y programa que considere mejor o de acuerdo a sus ideales sin interferir en la del resto, teniendo
en cuenta las consecuencias de su elección (por ejemplo, en el futuro laboral de su hijo). Claro que una
serie de centros públicos podrían competir, pero su financiación deberá estar sujeta a medidas como el
cheque escolar o deducciones fiscales para aquellos que no los ocupen.
En conclusión, debemos defender la libertad educativa y para ello debemos someter este servicio básico a
las reglas de los mercados competitivos. Así, garantizamos la libertad de elección de la forma y el
contenido sin interferir en la elección del resto de individuos, además de su calidad y su accesibilidad.
También solucionaría el problema de la injerencia política, al valorar el ciudadano aquellos centros en los
que no se da el adoctrinamiento y evitarlos si lo considera suficientemente importante. Pero, en cualquier
caso, tendría la posibilidad de librarse de ella.