Se presenta un análisis semiótico en torno a la noción de categorías y acerca del uso del lenguaje para referir a la Memoria. Se entiende que no hay vacíos en la memoria colectiva, que hay una claro, indecente e inconmovible plan sistemático de borrar y reemplazar las piezas de la memoria. Por lo tanto, reescribir el pasado constantemente para adecuarlo a las apetencias del presente es la función primordial de los aparatos ideológicos del Estado. En este sentido, cobra relevancia darle lugar a la duda, preguntarse por lo establecido y construir nuevos sentidos en torno a la Memoria pero también en torno al olvido.
Hugo Aguilar
A partir de las ideas de autores como Ricoeur, Verón y Althusser, Hugo Aguilar cuestiona un pretendido uso aséptico de la categoría memoria.
¿De qué hay recuerdo? ¿De quién es la memoria?
Paul Ricoeur
En fechas como esta. O en esta fecha, para decirlo con más precisión, deberíamos pensar desde dónde miramos el mundo. Pero antes, deberíamos pensar qué entendemos por el mundo y qué entendemos por mirada.
El sintagma nominal la crisis, es para Eliseo Verón (1987) una entidad del discurso político que se identifica con lo que nosotros rebautizamos frase nominal autoexplicativa y cuyo ejemplo canónico es el imperialismo. Estas construcciones tienen aparentemente la capacidad o el poder de generar sobre el enunciado un baño de claridad y una base para la argumentación del enunciador, además de contribuir con la construcción de los diferentes destinatarios del discurso político, que recordamos, son el prodestinatario, el contradestinatario y el paradestinatario. Es decir, el seguidor, el antagonista y el independiente, en términos de campaña política. Sin embargo, hay allí un problema no menor. Esta categoría se opone en Verón a ciertas formas nominalizadas, que se usan para articular la argumentación y que adquieren una relativa autonomía de su entorno enunciativo. Nosotros llamamos frases nominales enunciativas a estas formas expresivas, porque su significado depende estrictamente del enunciador que las utiliza. Y ahí comienza la oscuridad. ¿Qué significa la crisis para un economista, un político, un escritor, el kiosquero de la esquina o el Papa Francisco? Seguramente, para cada uno de ellos significa cosas diferentes, pero las usan como si fuesen autoexplicativas, aunque no lo sean. ¿Hay un error en la categoría de Verón? No. Sólo una cierta debilidad. Porque como le pasa a cualquier categoría metafísica que intenta explicar un fenómeno, el fenómeno la desborda. Pasa con las palabras, pasa con las categorías. Pero como ya no hacemos seminarios de metacrítica, porque en esta época de la fragilidad de las sensibilidades, nada puede ser criticado, ni señalado y hasta a veces, ni siquiera nombrado, la categoría sigue allí para explicar sin explicar un fenómeno del mundo.
¿Esto quiere decir que las categorías son inútiles e innecesarias? No, para nada. Son cómodas, fáciles de usar y hasta necesarias para llenar todos los casilleros del CV como diría un amigo.
El problema nos son las categorías, el problema es su uso y la confianza ciega en que somos capaces de explicar el mundo desde ellas y con ellas. Y porque nos ahorran la incómoda pregunta del principio. ¿Desde dónde miro al mundo? Ese mundo que pende del hilo de la tensión entre lo real y la ficción.
Juan Samaja, exquisito epistemólogo peirciano, solía decir que en la academia se le exige al científico una asepsia de la que es incapaz, pero que necesita para realizar su tarea en tanto práctica, o al menos como horizonte cognitivo. Y suponemos así que los científicos poseen unas capacidades, casi al borde de los superpoderes, que en realidad se reducen a una cierta metodología. En el laboratorio, en la biblioteca, en el campo, o encerrado en una habitación traduciendo una tablilla de Nínive que puede cambiar lo que entendemos por Historia, o lo que entendemos del pasado, el científico debe poseer ese don de la asepsia, so pena de morir apedreado por sus iguales. Sin embargo, no le exigimos esa misma capacidad a un juez. El juez sigue cargando con sus prejuicios, taras, preconceptos, categorías mal entendidas, intereses de clase y una caterva de males que no se quita a la hora de juzgar.
El científico intenta explicar cómo es el mundo para la comunidad, el juez determina lo que está mal y lo que está bien para el destino de sujetos particulares. Ambos confían en las categorías que manejan, porque además, la sociedad ha canonizado sus tareas. Son inherentemente importantes. Y forman parte de la epistemología del mundo que es el sentido común social.
Y aquí empezamos a responder aquella primera pregunta. Dice Cassirer en su Antropología Filosófica (1958) que la relación central en la comprensión del hombre es su relación con la lengua y con el mundo. No hay naturaleza humana sin la lengua, no hay naturaleza humana fuera del mundo. Pero no siempre ha sido así. Hemos perdido y hemos ganado con nuestra evolución. Ya no poseemos una experiencia directa del mundo (sea lo que sea este) sino que hemos resignado esa relación para construir el instrumento que nos permitió ascender en la cadena alimentaria. Ese instrumento es el lenguaje. Con él hemos construido la cultura y dentro de ella la sociedad, la religión, el arte, las leyes y un largo etcétera. Pero hemos quedado presos de su mediación. Ya no conocemos el mundo, sino por las categorías lingüísticas que lo nombran, esas hetairas algo elusivas que son las palabras. Conquistamos la naturaleza para construir el mundo desde las palabras, como lo recitan todas las tradiciones ancestrales. Lo que antes era el caos, ahora es mundo porque podemos nombrarlo, categorizarlo, manipularlo, comprarlo, venderlo y alquilarlo. Como a los cuerpos que lo habitan. Estamos mediados por el lenguaje o por los lenguajes y el mundo es aquello que las palabras nombran como tal, no la realidad efectiva donde habitan o habitaron esos cuerpos muertos o estos cuerpos aún vivos. Pero además, está la mirada. Esa cosa furtiva que forma parte inicial de la percepción y que evitamos nombrar, porque la mirada siempre es topográfica, nos ubica, nos desnuda, nos delata, aunque cerremos los ojos. ¿Cómo construir la memoria con los ojos vendados y la boca cerrada? León Gieco se equivoca cuando dice que todo está guardado en la memoria, porque la memoria es una construcción lingüística tan frágil como las palabras que la conforman o los labios que la nombran.
El 29 de abril de 2007, Nicolás Sarkozy que aspiraba a ser Presidente de Francia por el Partido Republicano durante el período 2007-2011 instó a sus seguidores en un mitin de campaña a “liquidar la herencia del mayo del 68”. Ese día comenzó a escribirse un libro apasionante que se llama Mayo del 68 – Por la subversión permanente, en la que el filósofo André Gluksman y Raphaël, su hijo, dialogan sobre ese tiempo que uno protagonizó desde una matriz ideológica de izquierda y el otro leyó en los libros y en la palabra del padre. Diez años después, Raphaël publica nuevamente el libro y en el nuevo prólogo dice, más allá de la ausencia del padre, que en un arco típico de la intelectualidad occidental sube al caballo por la izquierda y se baja por la derecha, como decía Jauretche y más allá de las diferencias en la mirada sobre el 68 que pudieron tener y que el texto desnuda, dice: “Nos guste o no, todos somos hijos del 68. Y como todos los hijos, tenemos el derecho, incluso el deber, de cuestionar el legado recibido, de elegir qué queremos hacer con él, de decidir con qué nos quedamos y qué rechazamos. Sin jugar a ser guardianes del museo. Ni cazadores de brujas”. En Argentina, jamás asumimos el pasado como un pasado que nos pertenece, porque una parte de ese pasado ha sido ocluido, cerrado, obturado, desaparecido. Porque los aparatos ideológicos del Estado, donde contamos desde las fuerzas de la muerte que nos siguen matando todo el tiempo, hasta el último libro producido en las cuarenta manzanas que son Argentina, cada aula, cada enunciado, cada nota periodística ha servido para canonizar la paz de cementerios que impuso el régimen liberal con el regreso de la democracia formal en 1983, atravesada por la persistencia de presos políticos y la decisión de la inteligentzia porteña (entre cuyos referentes estaba el insigne Luis Brandoni) de elegir a Ernesto Sábato, admirador de Videla, Massera y Agosti, como Presidente de la CONADEP y dueño de la teoría de los dos demonios. Esta teoría defiende la idea de que entre 1976 y 1983 hubo en Argentina una guerra entre dos bandos y no un Estado genocida que con la excusa del caos y la violencia impuso un modelo económico a favor de las clases dominantes, como lo había anticipado Rodolfo Walsh (1977) en su Carta a la Junta de Gobierno que le costó la vida.
Es curioso que en 1995 el Gral. Balza en su histórico mensaje donde reparte las culpas del genocidio en toda la sociedad argentina, diluyéndola, como los personajes de Fuenteovejuna (Lope de Vega, 1619) ante la muerte del Comendador, diga que hay que mirar con los dos ojos el pasado reciente, cinco años después de que el Presidente Menem, al que responde, haya indultado a sus jefes, cuando el 75% de la población se oponía a esa decisión, según las encuestas de la época. Balza exige una mirada, que en 2003 fue abolida junto con la anulación de los indultos. Eso quiere decir que la mirada es tan o más importante que el mundo observado, porque la mirada construida por las categorías de diverso pelaje, termina siendo uno de los instrumentos con el que se construye el mundo.
Volvamos entonces a la ambigua expresión la crisis que la categoría de Verón intenta explicar. En la página 95 de Imperialismo y Cultura de 1973, su autor J.J. Hernández Arregui describe a 1930 con las mismas palabras que hoy podríamos usar mutatis mutandis para mostrar el presente, el 2001, 1976, 1955 o 2018: “A raíz del golpe de septiembre de 1930 se consuma la sujeción total de la economía nacional al capital extranjero. La medida de fondo fue la creación del Banco Central directamente organizado sobre directivas impartidas por Sir Otto Niemeyer, un funcionario inglés. El Banco de la Nación Argentina se convirtió en mera sucursal del Banco de Inglaterra. La emisión de moneda y la facultad legal de desvalorización fue una de sus atribuciones.” Es una crisis en donde se enajena el patrimonio nacional y el trabajo no existe más que como trabajo esclavo, que en el fondo es un sutil oxímoron. Decidir si las crisis de los años nombrados son la misma crisis es un punto de vista, una mirada, una forma de construirla discursivamente. Pero decir esto en abstracto es también una ingenuidad. Porque no deberían ignorarse ni los circuitos de autolegitimación académica, ni los intereses económicos y políticos que sustentan la construcción discursiva de una crisis. Pero sobre todo, si hablamos de la mirada y del mundo, sería aún más ingenuo ignorar lo que Marc Augé (2017) llama la puesta en ficción de lo real, fenómeno en el que se invierte la relación tradicional entre la ficción y lo real, donde la ficción intenta imitar lo real. Hoy lo real reproduce la ficción. Y la imagen televisiva es central en ese ejercicio de ficcionalización. La multiplicación de imágenes invade nuestra mirada pasiva y complaciente y el mundo termina siendo aquello que es dicho por una palabra ajena, exógena e interesada. No hay diferencia entre la supuesta noticia y el texto publicitario. Todo es propaganda que se sostiene en parte en lo que se dice y en parte en lo callado y supuesto. Y esto último es tomado como un a priori cognitivo, como un dato incontrastable del mundo, como una certeza indiscutible. Y como si tuviésemos la posibilidad de confirmar o abolir la palabra ajena y hegemónica, esa pasividad burguesa construye las condiciones de una mirada complaciente con el menú que se nos ofrece como el mundo. Entonces, a la distancia natural y mediada que nos impone el lenguaje se suma la puesta en escena del mundo. Y allí está la tragedia. Porque es inevitable pensar en aquella pregunta que se hace Paul Ricoeur (2004) en La memoria, la historia y el olvido, que dice que cuando hablamos de la memoria, el problema no pasa por la diferencia griega entre mnemé – el recuerdo- y la anamnesis –la rememoración-, sino por algo más inmediato. “La pregunta embarazosa es la siguiente: ¿es el recuerdo una especie de imagen? Y si sí, ¿cuál?”
Marc Augé (2017) insiste en que el régimen de la ficción ha cambiado y no sólo se trata del ámbito de la imagen. Sin embargo, si el sueño, el mito y la literatura o el arte en general son los espacios de ese cambio de régimen, es inherente a todos ellos la presencia de la imagen como hilo conductor del fenómeno. ¿Cómo recordar aquello que no se cree, aquello que no se ha visto, aquello que no se ha leído y permanece en la oscuridad de lo no dicho, ya no como certeza positiva, sino como tabú, como lo prohibido, como lo innombrable?
Nos preguntamos entonces, ¿cómo es posible construir la memoria, si hemos aceptado que en ella no hay resquicios, no hay preguntas, no hay dudas? Porque las categorías nos protegen de la tentación de la verdad y dejamos a salvo nuestra supuesta superioridad moral. Y así, todo se resuelve en el recurso del interés individual o en el interés del fragmentado grupo de referencia que hemos construido alrededor, que de tanto escapar de la pulsión gregaria que supone la construcción de una memoria colectiva, reduce todo al interés inmediato, la corrección política, la devoción al canon y el respeto por la estratificación del poder que experimentamos como natural.
Lo no dicho no debe decirse. Porque, como dirían Goebbels o Chomsky, lo que no se nombra no existe. Ni existió, ni existirá. Porque el silencio ha construido a nuestro alrededor la costumbre de callar. Y ni siquiera nos preguntamos por qué un Estado necesitó una política de exterminio para acallar las voces que pudieran decir aquello que pudo haber construido un mundo diferente para Argentina y nos conformamos con las migajas de la supervivencia de espaldas a la realidad. Lo nuestro es lo real, la realidad nos queda muy lejos. Llenamos nuestras planillas, completamos los casilleros una y otra vez, porque es lo que se debe hacer. Y nunca, pero nunca, nunca, nos salimos de esos casilleros, sino para confirmar el sentido común que es como un vino agrio y ajeno, pero que todos tomamos sin saber que nos emborracha. Y en esa borrachera, la memoria se disuelve lenta, pero inexorablemente. Porque alguien en alguna inmunda madriguera está reescribiéndola en este momento, mientras nosotros hablamos. Y así, por ejemplo, seguiremos creyendo que el Adiós Sui Generis de 1975 fue el primer gran recital de música popular argentina, sin saber, porque se calla, que el 28 de diciembre de 1974, en el mismo escenario del Luna Park, Huerque Mapu realizaba el primer gran recital masivo de la historia con más de 15.000 personas. Pero claro, ese es el hecho maldito que queremos olvidar. Es la memoria que queremos callar. Son las palabras que no debemos decir. Y así no hay memoria capaz de resistir, porque el olvido es más fuerte.
Si miramos al mundo desde el olvido, estamos mintiendo. Si creemos que nuestra mirada es la única porque es la políticamente correcta, estamos mintiendo. Si como el juez que juzga desde su prejuicio de clase, juzgamos el pasado, estamos mintiendo. Si juzgamos desde el presente y desde nuestras categorías a las categorías y a los hechos del pasado, estamos mintiendo.
Por eso, la memoria se construye también con las palabras que se dijeron aquella noche, con las canciones que se cantaron aquella noche, escritas por Norberto Galasso y estrenadas en el Luna Park aquel viernes tórrido de diciembre:
Dónde está el fusilador. El de la Libertadora.
Mayo 1970. No saben dónde está ahora.
Quién se llevó al asesino. Al asesino de Valle.
Quién se pregunta la gente, en sus casas y en las calles.
Quién se robó al General. General del extranjero.
Dicen fueron peronistas y se llaman Montoneros.
Será vigilia en armas para alcanzar sentencia
La noche combatiente de manos encendidas
Fue por esa memoria de viejos basurales
Que alumbró montonera la luz amanecida.
Ya está creciendo el Sol. El Sol está más cerca,
muy cerca en el silencio para la ejecución
Y entonces la descarga. La voz entre los años.
La voz retumba un aire: ni olvido ni perdón.
Memoria de los basurales (1974)
La experiencia histórica del pueblo demuestra que el olvido no existe, sino como una función de reemplazo. No hay vacíos en la memoria colectiva, hay un claro, indecente e inconmovible plan sistemático de borrar y reemplazar las piezas de la memoria. Y reescribir el pasado constantemente para adecuarlo a las apetencias del presente es la función primordial de los aparatos ideológicos del Estado, tal como los entendía Althusser (1988).
Desde aquí miramos el mundo.
Bibliografía
Althusser, L. (1988) Ideología y aparatos ideológicos del estado. Argentina. Nueva Visión.
Arregui, J.J. (1973) Imperialismo y Cultura. Argentina. Plus Ultra
Augé, M. (2017) La guerra de los sueños – Ejercicios de etno-ficción. México. Gedisa.
Cassirer, E. (1958) Antropología Filosófica. Argentina. Fondo de Cultura Económica.
Gluksmann, A. y Gluksmann, R. (2018) Mayo del 68 – Por la subversión permanente. España. Taurus.
Lope de Vega, F. (2007) Fuenteovejuna. España. Edelvives.
Ricoeur, P. (2004) La memoria, la historia y el olvido. Argentina. Fondo de Cultura Económica.
Smerling, T. y Zak, A. (2014) Un fusil y una canción. Argentina. Planeta.
Verón, E. (1987) La palabra adversativa. En El discurso político. Lenguaje y acontecimiento. Argentina. Hachette.