Azotaba el cantábrico brioso, las nubes sujetaban las olas con las bridas de la persistencia que dan los amaneceres inalterables y la presteza del trabajo tantas veces realizado.

Era un día de lluvias y de vientos, un día de llantos y prisas, un día lloroso y gris.

El verano partía en busca de lugares mejores y otra vez volvía la neblina y el sol se ocultaba -como un niño pequeño- jugando a las escondidas.

Cuando la noche lo cubrió todo y las estrellas ocultas vigilaban silenciosas, dos palmadas y después, los llantos -los de una y los de otra-.

Al final fue un día feliz. Las manos de la madre acogieron entre las suyas las de la hija y así estuvieron siempre, juntas, cogidas de la mano.