5. Vanguardias y República (cfr. generación del 27): las mujeres inventan.

Índice

TEMA ESTRELLA: Las Sinsombrero y las ComBata, creadoras de la República.

  • Sinsombrero y Con Bata: mujeres científicas

  • Tareas re/creativas

Lecturas creativas

  • NOVELA DE APRENDIZAJE (AUTOBIOGRAFÍA FICTICIA), NOVELA-REPORTAJE.

5.1. Autoanálisis: rebeldía contra el varón dominador. RESISTENCIA.

Rosa Chacel, Memorias de Leticia Valle (1945).

Luisa Carnés, Tea Rooms (Mujeres obreras) (1934).

  • ENSAYO Y NARRATIVA AUTOBIOGRÁFICA.

5.2. Mujer política: liderazgo emancipador. SOLIDARIDAD.

Clara Campoamor, El voto femenino y yo: mi pecado mortal (1935).

  • POESÍA LÍRICA.

5.3. Sinsombrero, sinceridad. CREACIÓN.

Concha Méndez, Verbena (1928) y Quisiera tener varias sonrisas de recambio (1937).

Poemario seleccionado por Paco Damas.

Primeras fuentes.

Esquemas.

TEMA ESTRELLA: Las Sinsombrero y las ComBata, creadoras e inventoras de la República.

1) Las SINSOMBRERO: las mujeres creadoras de la República.

Las mujeres de la generación de la República o del 27 fueron personalidades singulares y siguieron estéticas e ideologías diversas, pero compartieron objetivos emancipadores, que han subsistido a la noche larga de la dictadura y la desmemoria patriarcal, aún más prolongada, para inspirar a otras mujeres y configurar nuestra memoria colectiva, cultural e histórica común.

Explora las relaciones personales entre mujeres y hombres de la generación del 27 o de la República, también llamada "generación de la amistad".

2) Sin sombrero y con bata: las mujeres científicas.

Tareas re/creativas

Obras de Marga Gil Roesset.

Las ilustraciones de Marga a las historias fantásticas de su hermana, escritas en francés, consiguieron reconocimiento internacional cuando todavía era una niña. Sin embargo, en el momento que se planteó un proyecto de vida y de creación como mujer joven y artista, la tremenda presión de su familia, inducida por el tradicionalismo católico y, digámoslo con claridad, el patriarcado dominante, la arrastraron a una contradicción insoluble.

El hogar de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí se convirtió en un refugio y, finalmente, en un pretexto para el suicidio. La personalidad de Juan Ramón era tan singular y comprensiva que no tenía comparación en su entorno. Sobre todo, era imposible seguir con su carrera sin romper con su familia, fuera con Juan Ramón, lo que no era real, fuera como mujer independiente. Tan solo unas pocas obras se salvaron de su autodestrucción.

Obras de Ángeles Santos.

De otro modo que Marga Gil, la pintora Ángeles Santos comienza desplegando su creatividad en una ciudad de provincias, Valladolid, bajo el ambiguo amparo de su familia y la conquista del derecho al arte por el feminismo novecentista. Sin embargo, cuando sus creaciones tan extrañas y quizá, divertidas para sus cercanos, traspasan las barreras del espacio doméstico y consiguen, aun sin pretenderlo, un enorme impacto en los círculos de la vanguardia, de la mano de Ramón Gómez de la Serna, los falsos equilibrios se rompen.

Las amenazas de su padre contra la pretensión de "salir de su casa" para afrontar una vida independiente se hacen realidad. La internan en un manicomio; lo mismo que había sufrido en Francia Camille Claudel y estuvo a punto de experimentar en Alemania Paula Modersohn-Becker. La burguesía recurre a los manicomios como la aristocracia usaba los conventos, con el fin de anular la personalidad de las mujeres rebeldes y reintegrarlas bajo el dominio de un varón. Lo consiguieron en parte. Ángeles se resignó a dejar de investigar con su arte y con su vida; entendió que solo podía tener una identidad que coincidiese con los estereotipos, aunque nunca dejara de pintar.

Lecturas creativas

5.1. Autoanálisis: rebeldía contra el varón dominador.


Fragmentos seleccionados de la novela: Rosa Chacel, Memorias de Leticia Valle, una obra abierta.

La rebeldía se mezcla con un sentimiento de culpa: ¿cómo liberarse de la tutela del varón sin complejos?

Tengo tal necesidad de pensar por cuenta propia, que cuando no puedo hacerla, cuando tengo que conformarme con alguna opinión que no arranca de mí, la acojo con tanta indiferencia que parezco un ser sin sentimientos.

(...)

Yo no era desinteresada en el dolor que me causaba esta palabra. La rechazaba por mí, aunque creyese que era por la otra. ¡Si entonces me hubieran dicho que tiempo después, en mi propia casa, casi en mi cara iba yo a ir por el pasillo e iba a tener que oír aquello, referido a mí misma, con un acento aún más bajo, con mayor desgarro! Porque el ama decía: «¡Cuánta basura hay en el mundo!», y su retintín parecía querer decir que si la dejaran a ella lo arreglaría de un escobazo. La monja no: decía en este mundo, como si sólo el otro pudiese estar limpio de ella.

¿Por qué exclamar lo mismo ante cosas tan diferentes? ¿Es que yo no entiendo lo que hago? ¿Es que podré llegar alguna vez a entender las cosas como los otros? Eso sería el mayor castigo que pudiera esperarme. Porque las gentes viven, comen, van y vienen, como si tal cosa, aunque vean el mundo con ese asco. Yo no: yo, si llego a verlo así, me moriré de él. Yo no quiero vivir ni un día más si voy hacia eso.

(...)

Ésa fue mi impresión cuando la miré al marcharme, a la puerta de su casa. Había un cerco oscuro, entre azul y verde, alrededor de sus ojos grises muy grandes. Sólo por tener aquellos ojos ya se podía decir que era muy guapa, y en realidad lo era. Estaba mal peinada, de un modo gracioso, y tan delgada que parecía que en vez de estar criando a un hijo estuviese criando diez a un tiempo.

Entonces me pareció que [doña Luisa] nos decía adiós con una mirada tan franca, tan abierta; después, fui viendo que su cara era siempre igual; no podía cambiar de expresión sino en algunas ocasiones muy graves, en las que aquella misma franqueza se hacía ruda, y su voz, que en general era suave, se hacía chillona. Yo no vi nunca más que momentos pasajeros de ese aspecto suyo, pero ahora estoy segura de que se habrá quedado así para siempre. Aquella mirada de confianza no volverá a repetirla nunca. Al menos, esto sé que ha desaparecido; en cambio, la casa probablemente sigue igual. ¡Cómo puede ser! Y antes, antes de todo aquello, ¿también había sido igual? Si pienso en esto acabo por perder la fe. Me vuelve loca esta soledad; que esté yo aquí con mi desesperación y otros en otro sitio con la suya, y que al mismo tiempo las cosas se queden como estaban. Porque entonces pienso: aquella luz de otras veces, aquel ambiente, no querían decir nada, no estaban hechos para mí.

(...)

Corrí como si me persiguiesen y llevaba una sensación muy extraña; no sabía si por haberme comportado yo torpemente o si por cómo se habían comportado conmigo. También estaba inquieta por doña Luisa. Miré al pasar por una tienda el reloj, y eran las nueve. Temí que pudiese tener un disgusto con su marido: me había dado la impresión de ser un hombre sumamente arbitrario y muy poco amable.

(...)

Se la mandé llena de dudas. Estaba ya tan lejos el momento en que se me había ocurrido, que me parecía el regalo más sin sentido y menos a propósito que pudiera hacérsele; pero, en fin, una vez enviada tuve que decidirme a afrontar el efecto que hubiese hecho.

Cuando llegué, la manta estaba sobre la mesa del comedor, al lado de la gran caja donde la habían llevado y todos los papeles y cintas con que venía envuelta. Doña Luisa la acariciaba lo mismo que había hecho en la tienda: estaba encantada.

Cuando llegó don Daniel, le dijo:

—¿Qué te parece, qué te parece la ocurrencia de esta chica?

Y él, en vez de contestarle a ella, se quedó mirándome, con las manos en los bolsillos, y me dijo:

—Me parece que si tú fueras un caballerito tendrías el arte de hacer regalos a las damas, y me parece también que a ti te gustaría mucho algunas veces ser un caballerito.

¿Qué quiso decir con esto? No lo sé; pensé en un momento que me comprendía, que se daba cuenta de que yo estaba descontenta de ser como era, pero no, no estoy segura de que fuera eso lo que quería decir.

(...)

Él veía las ideas que se agolpaban en mi cabeza como yo veía que la sangre se aceleraba en sus venas, porque además el poema me ayudaba no sé si a descubrirlo o a provocarlo. También era aludida allí la agitación interior del que cabalgaba fuera de donde es lógico cabalgar.

(...)

Pero yo no quería sólo atormentarle, y, además, ¿por qué había de sentirse atormentado con aquello? No es posible explicarlo. Lo que puedo asegurar es que él sufría en aquel momento una verdadera tortura y que en mis planes había figurado desde un principio la posibilidad de lograrlo. Ya en otra ocasión he hablado a propósito de esto, de venganza; sí que la había, y la prueba de que era justa es que apareció en seguida en sus ojos aquella expresión sombría que parecía que iba a desatar de un momento a otro un acontecimiento terrible. Exactamente igual que el día que se escapó de entre mis papeles el grabado del profeta Daniel.

En esta otra ocasión era yo quien le enseñaba la imagen desde la tribuna, con toda mi osadía, porque él no podía hacerme callar ni obligarme a cambiar de tema.

Su palidez, las sombras que le proyectaban en las ojeras las luces de la sala, no sé si despertaban en mi fondo una marejada de ternura o de miedo; el caso es que seguí porque la sonoridad de aquellos versos me arrastraba y porque quería llegar al fin. Aunque no tuviese fin, es decir, finalidad ninguna.

(...)

Después del ¡hola! habitual se fue hacia la estantería; le oí revolver libros, andar de un lado para otro; tuve el valor de no volver la cabeza. De pronto dijo:

—Por fin apareció la historia que buscábamos el otro día. Puedes llevártela a casa y leerla, si es que te quedan fuerzas después de tus múltiples actividades.

Yo me dije: Ya empezó el fuego. No contestar es contestar, es demostrar que ha dado en el blanco y que estoy dispuesta a seguir recibiendo el tiroteo. ¿Por qué no cambiar de actitud, por qué no contestar con una sinceración que haga imposible todo ese juego de indirectas? Me volví un poco y le miré. Empecé diciendo:

—No crea usted que me he puesto a estudiar la música seriamente; sólo estoy preparándome un poco porque por ahora —iba a decir «dice Luisa», pero me lo callé—, todavía es pronto para impostarme la voz. Luego, cuando tenga edad, ya me gustaría cantar bien.

Logré desarmarle, pero menos de un minuto. Cuando empecé a hablar, él notó mi acento inocente y franco y, casi sin querer, se puso a escucharme en una actitud semejante, pero después que se percató del sentido de mis palabras, levantó las cejas con un asombro afectado, soltó un ¡ah!, que se prolongó sin fin, mientras acumulaba ironía, y dijo:

—¿Con que vas a dedicarte al bel canto?

Yo no me di por vencida. Contesté en el tono de antes:

—Como profesión ni pensarlo, pero, en fin, me gustaría cantar con algo de escuela.

—¡Perfecto, perfecto! —exclamó, y dio con la palma de la mano en el lomo del libro que tenía—. No puede habérsete ocurrido nada más perfecto ni más adecuado. ¿Cómo no me habré yo dado cuenta antes de que eras una artista?

Vino hacia la mesa, soltó el libro y me miró como... no sabría decir cómo.

Siguió:

—Eso es lo que tú eres, exactamente, de pies a cabeza: una artista, una verdadera artista. Te creo capaz de incendiar Roma.

No dijo más; hubo un silencio corto y pavoroso, y bruscamente se fue. Pero al marcharse, yo pude oír aún algo que no sé si fue un rechinar de dientes o una pequeña risa o una ligera tos. En su garganta o en su boca se produjo un sonido chirriante, tan inhumano como el crujido de un armario. Uno de esos ruidos que causan terror, precisamente porque no sabemos si es o no es un alma quien los produce.

(...)

Entró y cerró la puerta detrás de sí; parecía que no podría hablar, porque tenía los labios entreabiertos, pero los dientes apretados unos contra otros; sin embargo, dijo:

—¡Te voy a matar, te voy a matar!

Ahora es muy otra cosa lo que me queda por decir. Si pudiese seguir llenando páginas con los detalles olvidados de imágenes o de pensamientos, eso significaría que la vida continuaba; pero no, no continúa.

(...)

Al día siguiente, tampoco fui a ver a Luisa. No fui por la mañana ni subí por la tarde, pero, claro está, la obsesión de verla y el convencimiento de la imposibilidad de verla abarcaban el día entero, el día y la noche, y lo destruían todo.

Destruían hasta la facultad de comprender las cosas más sencillas. Yo había tenido siempre, desde muy pequeña, por naturaleza, la condición de poder descubrir por una palabra cazada al vuelo cualquier trama o maquinación complicada de las gentes. Pues bien, al cuarto día oí por el pasillo de mi casa aquellas inmundas reflexiones que el ama iba haciéndose y no comprendí.

¿Qué hubiera hecho si hubiera comprendido? ¿Qué hubiera podido poner en salvo? Nada, ya no era tiempo.

(...)

Mi padre dijo:

—Supongo que no lo pondrá usted en duda.

El tono era como interrogante, y se calló un rato, dejando un margen a la respuesta.

Don Daniel se hizo esperar y no respondió acorde; empezó a decir él, como por su cuenta:

—Yo no sé cómo procedió aquella vez, pero me imagino que le dejaría usted al otro tener un arma en la mano.

—Por supuesto, tenía un arma —dijo mi padre.

—Entonces, deme usted derecho a emplear unas cuantas palabras.

Mi padre alzó los hombros, concediendo con indiferencia. Don Daniel meditó todavía un poco y al fin dijo:

—Es comprensible su actitud; me explico que ese plan que usted ha trazado sea lo único que pueda satisfacerle. Lo que le vaya decir no es una advertencia ni un consejo, de ningún modo; es eso, en fin, en dos palabras: lo que usted se propone no puede ser.

(...)

Entonces fue cuando mi padre exclamó:

—¡Es inaudito, los días que me queden de vida no me van a bastar para repetirlo! ¡Es inaudito, es inaudito!

Don Daniel siguió:

—Reflexione sobre lo que le he dicho. El hecho es tan desmesurado que no cabe en sus planes, por perfectos que sean. Tiene que resolverse por sí mismo. Reflexione en esto, coronel, piénselo siquiera media hora.

Mi padre repetía la misma palabra en voz baja, y ya separado de la puerta, dio unos cuantos pasos indecisos como queriendo justificar con la torpeza de sus pies la desorientación de su cabeza.

Don Daniel, en cuanto vio libre un pequeño espacio, con un movimiento de rapidez indescriptible me cogió por el brazo casi junto al hombro —creí que el brazo iba a desprendérseme del cuerpo—, abrió la puerta como medio metro y me lanzó fuera.

El impulso de su mano fue como si me hubiese llevado en vilo hasta casa: no sentí el suelo bajo los pies.

(...)

¿Me callé por cobardía, por indiferencia? No, sólo porque sabía que lo que hubiera querido hacer no era posible. No habría conseguido llegar a ningún sitio; si hubiera salido a la puerta, cualquiera, una de mis criadas, un hombre de la calle habría podido pisarme como a un ratón.

Permanecí en silencio en el cuarto semioscuro.

(...)

Podría dar por terminado el relato. Estamos ya en el mes de marzo. Han pasado cinco meses y mi vida en este tiempo me es tan ajena como la de cualquier vecino de la ciudad, cuyo idioma casi desconozco.

Recuerdo que, al empezar este cuaderno, hice ciertos planes de conducta en oposición con el ambiente: he faltado a todos. He estudiado con Adriana y me he dejado deslizar por la nieve como los demás.

Mi tía Frida sigue creyendo que soy una buena chica; tanto ella como su marido se han impuesto como misión el convencerme de ello.

Ya en Valladolid, la noche que pasé en el hotel, en el cuarto de al lado de mi tío, donde me tuvo escondida hasta la hora de tomar el tren para que la cosa no trascendiese hasta casa de mi abuela, estuvo haciendo por animarme como una persuasión que iba en ese sentido. Me repetía continuamente: «Tú no tienes la culpa de lo que ha pasado: eso tenía que pasar, si no hubiera sido por esto, habría sido por otra cosa. En fin de cuentas, el único responsable es tu padre por no haberte puesto desde hace tiempo en un ambiente adecuado», etcétera.

Yo le miraba en silencio y me preguntaba por dentro: ¿Qué pasaría si yo le dijese ahora que me da asco oírle? ¿Qué pasaría si le diese una patada? Que me volvería a llevar a Simancas, y no, no tengo fuerzas para descender lentamente hasta el fondo del río.

Al mismo tiempo, veía que su intención era buenísima, que había hecho y seguiría haciendo todo lo que se podía hacer para salvarme, pero es que me parecía degradante dejarme salvar, sabiendo que no merecía ser salvada. Sin embargo, me dejé.

(...)

¿Será que no la comprendo? No sé; creo que si alguna gratitud existe en mí, existe sólo en forma de fuerza bruta. Es algo irracional, algo así como la salud. Cuando siento el frío en los carrillos, cuando corro con Adriana por la nieve o por entre los árboles oscuros que cubren estas laderas, me invade una especie de bondad que casi me hace sonreír extasiada ante las cosas hermosas.


Protagonista (autobiografía): Leticia Valle. Narra su infancia como huérfana de madre, hija de un militar legionario retirado. Es una niña introspectiva, rebelde contra los estereotipos y sedienta de crear, capaz de emoción y de distanciamiento, aunque encerrada en sí misma por falta de oportunidades para dialogar, hasta que vive una experiencia decisiva en el hogar de Luisa y Daniel. Sin embargo, aquella oportunidad concluye de forma traumática: un escándalo sexual.

Ayudantes: sus maestras. Destaca el personaje de Luisa: música y madre, "ángel del hogar", pero insatisfecha por su clausura.

Oponentes: los varones, además de su tía, que representan a la España conservadora. Daniel, quien interviene como ayudante por instigación de su mujer, es un hombre culto, pero con actitudes patriarcales y violentas.

Todos se preocupan por su educación, solo que en direcciones contradictorias e inconciliables, salvo en un sentido: la obediencia a sus pretensiones. En consecuencia, la única salida para una vida libre es el exilio.

Autora: Rosa Chacel, Memorias de Leticia Valle (publicada en 1945, durante su exilio, años después de su escritura). Es un modelo de obra abierta en la literatura contemporánea: la autora deja conscientemente en manos de su público lector la interpretación de los hechos, aunque todas pueden coincidir en una denuncia de la violencia machista, sea psicológica o física.


Fragmento de la novela Tea Rooms (Mujeres obreras) (1933-34), de Luisa Carnés.

La rebeldía femenina/feminista no es solamente un sentimiento individual, sino el germen de una revolución.

—Ya sabes que lo hago de buena fe, mujer —le dice Antonia a Matilde—. El chico es un infeliz; lo que se dice una buena persona. Y con sus cuartitos. Hay que tener esto muy en cuenta. Piénsalo bien, chica. Se ve, desde luego, que está por ti, y en cuanto no te viera tan arisca... Yo te lo digo por tu bien. Fíjate el porvenir que la aguarda a una aquí... Y ya sé que tú no eres de esas románticas que se hacen ilusiones.

¿Románticas? Antonia llama románticas a las muchachas que aún siguen esperándolo todo de una buena boda. Y, en efecto, Antonia ha podido observar que Matilde no pertenece a esa clase de mujeres. Matilde sabe —por referencias; ella no ha conocido otros— que los tiempos han cambiado mucho. Escasean los «príncipes», y a los pocos que quedan les ha dejado en una situación muy desairada la revolución rusa. ¡Pobres príncipes del siglo XX, convertidos en figurines de «pollos bien», en primeras figuras de ballet y en héroes de reportaje de revista gráfica! Matilde ha visto de cerca, ha «tocado» la tragedia del hogar, la «felicidad», «la paz» del hogar cristiano, tan preconizado por curas y monjas. El marido llega a él cansado de trabajar —cuando hay trabajo—. Allí hay unos chiquillos que gritan, que lloran, y una mujer mal vestida y gruñona, que ha olvidado hace muchos años toda palabra agradable y cuyas manos huelen insoportablemente a cebolla. «Bueno, ya no tengo dinero; fíjate». «Está bien. No me eches cuentas. Supongo que no te lo habrás comido». «¡Se lo contaré al vecino!». «Bueno, ¿y qué? Yo no puedo hacer más. Estoy todo el día hecho un burro». «¿Y yo no trabajo? ¡Pero como no traigo dinero!». El marido piensa que las cosas de la casa se hacen por sí mismas (¡milagrera meseta del fámulo Isidro!) y no le da importancia alguna al trabajo de su mujer, al embrutecedor trabajo doméstico.

«Me echas en cara el pan que me como, pero bien me lo gano», dice la esposa. O bien; «Tú quisieras que yo trajese dinero a casa, ¿verdad? Con tal de que no te pidiera un céntimo, te daría igual que lo sacara de donde fuese. Pero como no tengo ningún querido que me lo dé...», etcétera. ¡Horrible! Da igual que el hogar sea un piso alto, o que sea una pastelería. Varía el sitio nada más. Los chicos, en lugar de meter las manos en la tina del agua sucia, las introducen en la masa extendida sobre los tableros de la cocina. Por lo demás, el marido también dice que no puede con tanto trabajo, y la esposa repite hasta el cansancio que está «todo el santo día hecha una mula». Pero también hay mujeres que se independizan, que viven de su propio esfuerzo, sin necesidad de «aguantar tíos». Pero eso es en otro país, donde la cultura ha dado un paso de gigante; donde la mujer ha cesado de ser un instrumento de placer físico y de explotación; donde las universidades abren sus puertas a las obreras y a las campesinas más humildes. Aquí, las únicas que podrían emanciparse por la cultura son las hijas de los grandes propietarios, de los banqueros, de los mercaderes enriquecidos; precisamente las únicas mujeres a quienes no les preocupa en absoluto la emancipación, porque nunca conocieron los zapatos torcidos ni el hambre, que engendra rebeldes. Matilde ha oído algo sobre esto, no recuerda dónde; o lo leyó en algún libro, tampoco recuerda exactamente cuál. En los países capitalistas, particularmente en España, existe un dilema, un dilema problemático de difícil solución: el hogar, por medio del matrimonio, o la fábrica, el taller o la oficina. La obligación de contribuir de por vida al placer ajeno, o la sumisión absoluta al patrono o al jefe inmediato. De una o de otra forma, la humillación, la sumisión al marido o al amo expoliador.

¿No viene a ser una misma cosa?

—No te pongas tan seria, chica; no te volveré a hablar de esto.

—Si no me pongo seria, Antonia.

Personaje: Matilde es la protagonista en un pequeño mundo de mujeres obreras, la más consciente de las trampas (amenazas veladas o explícitas, tanto del "jefe supremo", un varón, como de la encargada; la tentación del robo y la "vida fácil", el flirteo y un aborto clandestino, la insolidaridad) que se suceden en la historia para hacer desaparecer a algunas de ellas y sustituirlas por el mismo sueldo.

Autora: Luisa Carnés, Tea Rooms (Mujeres obreras), 1934.

Más información sobre Rosa Chacel y su obra.

  • Rosa Chacel en la Bola de Cristal (RTVE).

  • Miguel Ángel Rivas (director), Memorias de Leticia Valle (1979). La película decanta la interpretación de los hechos en la novela hacia uno de los sentidos posibles: la violación física.

  • Maite Usoz de la Fuente, "¿Qué hacemos con Leticia Valle? O de cómo leer 'Memorias de Leticia Valle' en la era del #MeToo", 2019, propone una lectura fiel al texto y a la intencionalidad de la autora. Es Rosa Chacel quien elige crear el relato desde la perspectiva autobiográfica de una niña preadolescente, independiente, reflexiva y resiliente, en vez de como una joven tentadora. La ambigüedad a la que da lugar el texto tiene que ver con el hecho de autoculpabilizarse: siente "asco de ser mujer". Pero ese autodesprecio se justifica durante el amplio relato por el hecho de la permanente frustración y la repetida punición a que la someten desde muy niña, simplemente por pretender hacer su voluntad: en la escuela religiosa, en el hogar familiar (patriarcal) e incluso en casa de sus mentores, Luisa y Daniel.

  • Ana M. Bande (2015): "Chacel y Ortega".

Ana M. Bande comenta un ensayo filosófico de Rosa Chacel, donde discute la igualdad y la diferencia de sexos (en realidad, la construcción cultural de los géneros) en relación con el amor: "Esquema de los problemas prácticos del amor", que publicó en la Revista de Occidente (1931), dirigida por el muy influyente filósofo José Ortega y Gasset.

"Participó en la Revista de Occidente junto con Zambrano y Maruja Mallo, fue una de las pocas mujeres vinculadas con la revista, pero se mantuvo en los márgenes de ese círculo y rara vez asistía a la tertulia. Nunca se sintió allí plenamente aceptada:

A veces, con gran sufrimiento, fui a la tertulia [dice Rosa Chacel en una entrevista]. Siempre me sentía muy incómoda. Cuando quería llevar algo a Ortega, iba por la mañana... Con Ortega no me intimidaba intelectualmente... Pero con el grupo de señores a su alrededor... yo me sentía... mal. Si a eso añades lo de siempre: mal vestida... figúrate, me sentía perfectamente desgraciada.

[...]

Chacel montó un ataque filosófico contra los mismos cimientos del concepto ideológico de género. Este ensayo supone el primer desbroce del terrono destinado a establecer una base radicalmente igualitaria para la autoconstrucción de las mujeres como creadoras de cultura.

La modernización económica de los años 20 propició unos cambios emancipadores en la vida de la mujeres: Carmen Baroja, Lyceum Club, incipiente feminismo de Carmen de Burgos y María Martínez Sierra [María Lejárraga], la transgresión de Maruja Mallo, Concha Méndez, etc.

Frente a este despertar de las mujeres se produjo una furiosa reacción de las instituciones que detentaban el orden especialmente en cuestiones de género, como la iglesias, o incluso reacciones violentas individuales como el acuchillamiento del retrato de Concha Méndez pintado por Maruja Mallo.

Gregorio Marañón, uno de los más prestigiosos hombres de ciencia y letras de la época, había dejado sentado ese "diferente metabolismo y estructura nerviosa y endocrina de la mujer que la hacen más apta para los estímulos sensitivos y emocionales tan propios de la maternidad, mientras que los propios del hombre lo hacen más apto para la creación mental".

Ortega, amigo y admirador de Marañón estaba totalmente de acuerdo y así lo publicó: "es vano oponerse a la ley esencial y no meramente histórica, transitoria o empírica que hace del varón un ser sustancialmente público y de la mujer un temperamento privado".

La postura de Chacel supone un atrevido desafío. Ella, que pertenecía a este mundo intelectual y artístico y en el que se sentía fuera de lugar, pero adiestrada precisamente en el rigor de la filosofía orteguiana de la razón vital, estaba perfectamente situada para percibir la mala fe de ese discurso. Su postura radicalmente distinta en el ensayo es que el verdadero problema no es la masculinización de la mujer, sino su feminización, es decir, la relegación de la mujer a un mundo cultural y psíquico separado y otro. Rechaza completamente la división de la conciencia humana en dos géneros, uno elevado en pensamiento y otro inferior inmerso en la materia. Chacel repite que declarar que la conciencia femenina como de naturaleza diferente a la masculina significa negar la humanidad de la mujer. No pensar o no escribir como un hombre significaría no pensar... y aquí estalla su rabia, porque lógicamente a Chacel le preocupan las dificultades que ella misma padecía, en cuanto a la participación de la mujer en la cultura: "en verdad nunca demostró la mujer mayor vileza que al aceptar este postulado que encierra una intención de soborno y un desprecio".

Las relaciones entre mujeres intelectuales en el siglo XX, concretamente en la inmediata posguerra, suceso que produce un gran vacío existencial y una soledad profunda en muchas de ellas, es un tema que ha recibido una considerable crítica en los últimos veinte años. Las identidades relacional y social eran fundamentales para las mujeres intelectuales, “Esta identidad colectiva se basaba por tanto en los dos factores básicos que significaban su nexo de unión: la [escritura] y la condición femenina” (Fernández Urtasun 2013: 219). Gracias al esfuerzo, en su mayoría de muchas mujeres críticas, hoy podemos revisar la gran cantidad de epistolarios que recogen el sentimiento de unión que, en efecto, se profesaron, las escritoras del pasado siglo. Tenemos a nuestro alcance numerosas muestras que reúnen la correspondencia entre estas mujeres, como también disponemos de una notable cantidad de estudios críticos y de novelas que tratan el eje fundamental en el cual giran: la amistad, “(…) prueba de ello son las numerosas obras de escritoras en las que la amistad femenina adquiere protagonismo argumental” (Cornejo-Parriego 2002: 14). (...)

La sociedad tiende a desconfiar de las relaciones de amistad entre mujeres y a declararlas incompatibles con la norma social al considerar que, o bien tienen un carácter erótico, o que deben excluirse de cualquier actividad pública por miedo a que esas conexiones, aparentemente inofensivas, consigan convertirse en vínculos de poder que desestabilicen la hegemonía imperante. Comienzan, entonces, las escritoras del siglo XX, a sentirse apoyadas, escuchadas y respaldadas entre ellas, sin tener la necesidad de compararse, restarse autoridad o debilitarse las unas a las otras. (...)

Ana María Moix Meseguer nace en Barcelona el 12 de abril de 1947 y fallece en la misma ciudad el 28 de febrero de 2014. Esta escritora, fue la única mujer incluida en 1968 por Josep María Castellet en la antología poética Nueve novísimos poetas españoles. Estudiante de Filosofía y Letras y de familia burguesa y conservadora, esta catalana publicó mucho en un espacio temporal muy breve. Se dio a conocer con Baladas del dulce Jim, su primer libro de poesía en 1969 y ratificó su talento con Julia, la novela que nos ocupa, en 1970. (...)

Ana María Moix consigue constituir una comunicación con una autora que en un principio no conoce, Rosa Chacel, y que esta se convierta en una amistad real. El motivo que lleva a la catalana a comenzar el escrito es la necesidad de comunicarle a la filósofa su admiración, la obligación de que sepa que todavía hay jóvenes españoles que la descubren o la redescubren y que sienten que, aún desde el exilio, sigue teniendo cosas importantes que aportar a la literatura española. (...) Se trata de una literatura, la que crean las correspondientes, que no pretende ser tal pero que va más allá de cualquier norma preestablecida, como indica Laura Freixas, “La influencia de esas escritoras a su pesar (…) va más allá de lo epistolar” (Freixas 2000: 159). De la admiración a la amistad hay tan solo un pequeño paso. Conocerse sin verse, sin escucharse, solo a través de sus literaturas es lo que hace que estas obras tengan verdadero interés. Por supuesto, y desde un punto de vista feminista, las cartas son un punto de referencia. Con ellas se produce sororidad, tan importante para las mujeres que necesitaban crear redes con otras mujeres, hablar de con alguien que compartiera su realidad". (...)

La vallisoletana [Rosa Chacel] se interesa por la vida de su interlocutora y le pide detalles acerca de su personalidad: “Un día que cuente con tiempo para hacer un poco de historia deme algunas noticias de su vida pues en el aludido triángulo –o pentágono, o dodecágono– están las raíces de nuestra mente y hay que conocer la tierra de que se nutre” (Chacel y Moix 1998: 52-53). [... Ana María Moix] dice que fue una niña rara, más lista que los demás. Aparte de esto, debido a su hermetismo, nadie es capaz de saber cómo es realmente; la falta de empatía de sus familiares incrementa el sentimiento de incomprensión en la niña, que entra en un círculo vicioso de marginación: "Mi historia es breve. Nací en Barcelona. Mi familia pertenece al repelente rango de la pequeña burguesía catalana que a principios de siglo puso las bases de una leyenda sobre un montón de fábricas y se durmió en ella. Como la vida social, la de por encima, no me importa si es para desarrollar mis tendencias a la ironía, desde pequeña he hurgado en la vida interior de este medio. (…) Yo [lo] que detesto [es] la hipocresía. (…) Dicen que he sido una niña precoz, rara y casi “monstruo”. A los ocho años en el colegio llamaron a mis padres: en enseñanza media no sabían qué enseñarme y para bachiller me faltaban dos o tres años. Fui acogida en el seno orgulloso de la familia; era maleducada y extraña, pero por lo menos estudiosa (esto le mostrará lo mal que se sigue educando en España)". (Chacel y Moix 1998: 59-60). (...)

Chacel haciendo uso de su condición de filosofa, se preocupa por el estado de salud de Ana María y le da consejos para que se libere de su peor enemiga, que no es más que ella misma: “Pero… para decirlo con todas sus letras, lo que te falta, lo que te es vitalmente necesario es liberarte de ti misma. Lo que te hace falta es ejercer tu libertad, la que tienes, inalienable, si sabes echar mano de ella, si dominas a tu demonio, que es el que te esclaviza (…)” (Chacel y Moix 1998: 107). En esta correspondencia también hay lugar para el amor. La joven Moix tiene une idea bastante definida de lo que considera de este sentimiento: “He decidido que si algún día me da por enamorarme seré yo quien lo haga. Detesto el que “me enamoren”, los gloriosos amantes que aparecen en la esquina con un poema en la mano, y que creen que así aman” (Chacel y Moix 1998: 115). La amistad evoluciona tan rápido que las confesiones adquieren un carácter muy personal e íntimo.


Interpretaciones divergentes sobre la obra.

Rosa Chacel, vallisoletana de 1898, largamente exilada en Brasil y Argentina tras la guerra civil, fue un personaje muy singular y una mujer inteligente y llena de energía. Creía mucho en las teorías “deshumanizadoras del arte” de Ortega, y por eso le enfurecía que le preguntaran por el argumento de una novela, las suyas siempre muy mentales y muy bien escritas. Debo decir que quise mucho a Rosa y que fui gran amigo suyo hasta su muerte con 96 años en Madrid. Está enterrada en su tierra. Quizá por su afán intelectual Rosa valoraba como su obra maestra “La sinrazón” (1960) un libro hondo, quizás difícil, y hacía menos caso -con simpatía condescendiente- a una de sus más exitosas novelas y la primera que editó en el destierro, en Argentina, “Memorias de Leticia Valle” , de 1945. Es cierto que se trata de una novela más sencilla, con más argumento, aunque adelgazado por las reflexiones y que tuvo la virtud -ello sí, desde ángulos distintos- de anticiparse en diez años al tema básico de la célebre “Lolita” (1955) de Nabokov.

Leticia Valle es una preadolescente precoz y lista que vive en Simancas (la acción debe situarse hacia 1912) donde tiene en la escuela a un maestro hombre culto y moderno que se fija en el valor de la muchachita. Aunque parecerá que es el maestro quien se enamora de Leticia y sucumbe y un hondo sentido de culpabilidad le lleva al suicidio, en realidad la cosa es muy otra. Leticia Valle escribe sus memorias en Suiza, en casa de unos parientes, adonde la han llevado tras el escándalo y los luctuosos sucesos de la escuela. Pero en el pensado y bien analizado relato de la jovencita, vemos que no es el maestro el que quiere seducir a la chica, sino esta la que un tanto sin darse cuenta y a la par sabiendo bien lo que hace, es ella, digo, la que en todo momento intenta seducir a ese maestro que la cuida y llevarle a su perdición. Es cierto que se trata de una novela lineal y amena, pero trufada de continuo –para bien- por los pensamientos y consideraciones de Leticia sobre lo que sucedió en Simancas y sobre su historia, en muchos sentidos secreta hasta el fin, con el maestro. Es decir si la novela es más “fácil” que otras de Rosa, no deja de estar presente el estilo de la autora de cuerpo entero.

Autora (además de novelas) de relatos y de ensayos, algunos tan bellos como “Saturnal” -1972- Rosa Chacel es una de nuestras grandes escritoras –no importa el sexo- de la Edad de Plata. Algunos se han preguntado por si puede llegar a ser una autora de mayorías, y debemos decir que hoy por hoy –la cultura tan por los suelos- no, probablemente. Pero en Memorias de Leticia Valle la gran prosista límpida y lúcida, dejó un libro singular que pueden leer todos.

En 1980 un director del que luego no hemos sabido mucho, Miguel Ángel Rivas, llevó al cine Memorias de Leticia Valle, película muy digna, interpretada por una muy joven Emma Suárez que da una Leticia, más que creíble. Novela necesaria, sin duda.


Es una novela con encanto, sencilla y profunda a la vez, que busca en la forma en que está escrita, la precisión. No hace mucho tiempo se la intentó vender como una nueva versión de la Lolita de Nabokov. Personalmente, para nada la situaría en ese contexto. No encuentro, ni en la forma ni en el fondo, similitud con la obra citada, en cambio, si puede tenerla con multitud de experiencias que han podido vivir o viven las adolescentes que ven cómo cambia su cuerpo, y el trato de los demás hacia ellas.

Es una obra que nos permite, además, conocer cómo eran educadas las mujeres, bajo qué prejuicios y códigos, y cómo, al margen de otras limitaciones, estaba determinada por la clase social a la que se pertenecía.

Si bien se revela el inicio de la sensualidad en una adolescente y lo que esto supone para ella y las relaciones con las personas que la rodean, en todo momento hay una mirada crítica sobre el papel que ocupan las mujeres en la sociedad del momento.


Más información sobre Luisa Carnés, las mujeres periodistas y su obra.

Se podría decir que la Nellie Bly española, la mujer que puso este tipo de contenidos sobre la mesa, es Magda Donato. Donato es otra figura fascinante de la historia del periodismo en España y que debería ser recuperada. Donato, que se llamaba en realidad Carmen Eva Nelken, era la hermana pequeña de Margarita Nelken, una de las tres primeras diputadas de la historia de España, lo que le ha asegurado aparecer al menos como pie de página en las historias sobre su hermana. Lo cierto, sin embargo, es que Magda Donato es muchísimo más que un pie de página. (...) Sus “reportajes vividos”, como ella los llamaba, aparecieron a lo largo de los años 30 (el primero es de 1932) en el diario Ahora, uno de los grandes periódicos modernos de la época. Durante esos años, Donato se infiltró en un sanatorio psiquiátrico, se convirtió en la secretaria de un adivino, fue cómica de la legua o se adentró en la cárcel, entre otros muchos temas, para ver cómo eran las cosas de verdad. (...)

Explica en la introducción a los Reportajes de Magda Donato Margherita Bernard, que las crónicas de Donato se hicieron muy populares, generando además mucho interés por los lectores. Se podría decir, usando el lenguaje de internet, que los reportajes de Donato eran virales: los lectores escribían al periódico, debatían sobre ellos y se generaba polémica y debate sobre si eran o no completamente verídicos. Cuando ocurre algo así (y solo hay que observar a los medios en un momento cualquiera para verlo), se suele producir un efecto contagio. Si algo triunfa, todo el mundo quiere sacarle partido.

El primero de los reportajes vividos de Magda Donato apareció en abril de 1932. En los ejemplares de Crónica de los años 30, 31 y 32 hay muchos contenidos, muchos muy diversos, pero no hay nada que se pueda comparar. En los de Estampa analizados, posteriores a la publicación del primero de los artículos de Donato, se pueden empezar ya a encontrar este tipo de contenidos, que no necesariamente tienen firma femenina para emular a Donato. Varios hombres firman reportajes escritos en primera persona y en los que recogen sus propias vivencias como infiltrados, como periodistas inmersos en la noticia. Hay desde que el que pasa “25 minutos casado en Rusia” (para hablar de lo fácil que es divorciarse en la URSS), hasta el que se va a pasar un mes con unos contrabandistas o el que se hace vagabundo durante una temporada. En Estampa es también donde publica sus reportajes de incógnito Luisa Carnés.

Se podría decir que Carnés ya había hecho antes uso de lo que había vivido, al menos si se lee de ese modo la novela antes mencionada, Tea Rooms. Luisa Carnés, una mujer de clase obrera que había pasado de ser sombrerera a ser periodista y escritora gracias a la autoformación, se había convertido en la escritora de moda a finales de los años 20. Su primer libro tuvo muy buenas críticas y estuvo además apoyado por la primera casa editorial moderna española, la primera que sabía usar el marketing para hacer que todo el mundo hablase de sus libros. La casa de edición quebró poco después y Carnés, que estaba empezando a hacer carrera como autora, perdió su posición. Se mudó, tuvo un hijo y volvió a Madrid entre 1932-33, aunque no pudo retomar su carrera como escritora. Tuvo que trabajar en una pastelería, una tea-room, para subsistir, aunque de sus experiencias sacó el material para su novela.

Tras vender cafés y bollos y publicar su testimonio, logró encauzar nuevamente su carrera como autora y escribir en diferentes medios de temas de lo más diverso. Entre esos artículos, hay unos cuantos reportajes de gran calidad y que entran dentro del periodismo infiltrado. En Ahora publicó Seis días en un teatro de revistas. Carnés no es aquí una aspirante a actriz, sino una mera observadora. La gente del teatro sabía que ella era periodista y ella estaba allí viéndolo todo, observándolo todo, pero el resultado es también muy interesante. Carnés saca de su experiencia una serie de reportajes (se publicaron a lo largo de una semana de mayo de 1935) que siguen resultando frescos y modernos 80 años después y una lectura que engancha. La periodista logra capturar giros, momentos y diálogos, en una especie de nuevo periodismo avant la lettre.

En Estampa, además de una serie de reportajes sobre las criadas de personajes famosos y muchísimos artículos de los temas más variados (desde misses, un tema recurrente en los medios de la época, hasta huérfanos criados en la sierra de Ávila), sí fue no solo observadora sino también parte de la noticia. Los temas son más breves, menos profundos que esos días que estuvo en un teatro de revistas, y menos peligrosos que los que protagonizaba Donato. Luisa Carnés fue a un casting para cine, se recorrió las calles buscando trabajo, fue aprendiz de peluquera y se adentró en el mundo del lujo como vendedora de un modisto (el más extenso de los reportajes y que se publicó por entregas). En los dos primeros, Carnés no necesitaba más trucos que presentarse a lo que tocaba. En los dos segundos, logró el trabajo de otro modo. En la peluquería, fue una amiga quien le consiguió el trabajo. En la tienda de modas, fue el propio modisto el que le permitió trabajar allí infiltrada (y se ganó el anonimato). Nadie sabía, por supuesto, que Carnés era periodista.

Josefina Carabias hizo periodismo infiltrado para la competencia de Estampa, la revista Crónica. Carabias, ya entonces una periodista famosa, fue, durante una semana, doncella de un hotel sin que nadie, absolutamente nadie, lo supiese. De hecho, cuando el fotógrafo fue a hacer las fotos que ilustraban el reportaje sus compañeras se metían con ella diciéndole que claramente el fotógrafo se había quedado prendado de ella y por eso aparecía en todas las fotos (entre ellas, pensando que Carabias no escuchaba, comentaban que era un poco fresca, porque la habían pillado guiñándole el ojo al fotógrafo).


Hay libros, relatos que sorprenden, emocionan, impactan y remueven algo por dentro. Las palabras tienen una fuerza que trasciende las páginas por su potencia, por su enorme sinceridad, por su realismo casi abrumador.

¡Cuánto talento!, ¡qué manera tan bella y delicada de contar!.

Vente hoy conmigo a tomar una cafecito o un té.

Te invito ; )

Conozco un salón de té, cerquita de la Puerta del Sol de Madrid. El viaje es largo y el descubrimiento va a ser duro, nos encontraremos con la verdad, con la realidad.

¿Puedes imaginarte el Madrid de los años 30?. Tiempos difíciles. El país está sumido en una horrible crisis, en un mar de contradicciones e ilusiones, de ciertos aires de cambio.

Por un lado los avances y los intentos de modernización son muy importantes, sorprendentes. Sin embargo, los pobres siguen siendo cada vez más pobres, los ricos cada vez más ricos y las mujeres las peores paradas en toda esta situación. (...)

  • Marta Sanz (2016): "Luisa Carnés cuenta los brioches. 'Tea Rooms' recupera la mirada lúcida de una de las más importantes narradoras de la generación del 27, voz imprescindible de la novela social de la preguerra", El País.

(...) una singularísima novela-reportaje a la que Carnés traslada su experiencia como empleada de un salón de té. Una voz en tercera persona focaliza la figura de Matilde, una obrera a quien el pensamiento le duele y recorre Madrid buscando empleo. La ciudad se describe con enumeraciones sensoriales que son interrumpidas por fragmentos en estilo directo, interferencias de la publicidad o la propaganda. Sobrecoge lo mucho y lo nada que hemos cambiado: ya no se fríen buñuelos en la Puerta del Sol y los turistas se hacen fotos con Minnie Mouse, pero aún existen los mendigos, los parados, las mujeres especialmente golpeadas por la crisis e invisibilizadas por la cultura. Las vertiginosas descripciones remiten a las dotes de observación de la escritora y a esos chaplinianos tiempos modernos donde las prácticas capitalistas automatizan las conductas mientras la realidad se divide entre ricos, pobres y engreídas clases medias sin conciencia de sus precariedades.

Carnés, encubierta tras la lúcida mirada de Matilde, sabe que está en el bando de los perdedores incluso antes de haber perdido una guerra. El estilo capta lo que la escritora piensa del mundo: roto, voraginoso, lleno de ruido… La visión de la pobreza no es idílica ni buenista, sino violenta, corruptora y sucia. Sin embargo, no se deposita en el individuo toda la responsabilidad de sus buenas o malas acciones. Porque Carnés no es católica: reivindica la utopía comunista subrayando el significado de la solidaridad. Tampoco ve con buenos ojos a quienes rentabilizan el relato de la pobreza, la apología del origen humilde. De esa lección deberíamos aprender los escritores de la crisis, que a veces transformamos la lacra social en eslogan.

Mujeres pobres, con hermanos a los que alimentar y padres en paro que se echan a la calle a buscar trabajo y cogen lo que haya, muchas horas y poco sueldo. Lo que engancha de esta novela es que sabemos que lo que cuenta su protagonista, Matilde, es lo que vivió la autora, que tuvo que abandonar la escuela a los 11 años para trabajar en un taller de sombreros y luego ya separada y con un hijo trabajó en una cafetería similar a la que describe en la novela. Carnés recuerda con estas palabras su propia juventud: “No comprendía entonces por qué una adolescencia puede ser tan amarga, ni unos pensamientos juveniles viejos”.

Realismo social puro y un alegato feminista a través de una estas mujeres, Matilde, que no quiere plegarse a lo que la sociedad quiere para las mujeres: la búsqueda del marido o la prostitución, sin caminos alternativos. Como dice Antonio Plaza en el epílogo del libro, la novela plantea el surgimiento de una mujer nueva, que busca la emancipación a través del trabajo (pero un trabajo digno), aspecto éste que no se en otras novelas sociales del momento.

Tea Rooms presenta una panorámica de personajes que representan la miscelánea social de la época. Diversos tipos de mujeres trabajadoras: Antonia, a quien no se reconoce después de muchos años de trabajar en la misma casa; ella es la primera en quejarse del jefe y de la encargada, o en chismorrear sobre los amoríos de esta, pero no duda en delatar a una compañera cuando la pilla siseando de la caja. Paca, que no da un paso en la vida sin consultar la brújula moral que le ofrece la religión; es prudente y recelosa, y el vacío que no ha podido llegar con un marido e hijos lo ocupan las monjas y demás beatas de un convento al que acude varios veces a la semana. También Laurita, que entra a trabajar en el salón de té por mediación de su tío, el propietario; al contrario que sus compañeras, nunca le ha faltado de nada, y su parentesco con el Ogro la lleva a tomarse libertades. Cada una de estas mujeres representa una perspectiva única y diferenciadora, en todos los casos determinada por las circunstancias personales. La ligereza del comportamiento de Laurita se debe a una vida fácil, como la prudencia de Paca o el resentimiento de Antonia se deben a todo lo contrario. Lo que todas ellas tienen en común es la falta de compromiso, con lo que Matilde es muy crítica en silencio. Pero también comprensiva, porque dicha falta de compromiso no es más que el resultado de la falta de esperanza.

La trama de Tea Rooms se diluye con eficacia en su vocación social, que es el motor y combustible del impulso narrativo de la autora. Las digresiones políticas, lejos de distraer o parecer un esfuerzo panfletario, se integran en el conjunto como parte elemental, tanto como los diálogos naturalistas entre las protagonistas o las descripciones de la rutina diaria, que dan la impresión de ser fotografías tomadas en una sala de té real durante un día cualquiera.

  • Antonio Plaza (2016): epílogo a la edición actual de la novela.

Tea Rooms es el resultado de la reflexión de la escritora sobre la situación de desigualdad que viven muchas de las mujeres con las que convive, en el espacio laboral y también en la vida cotidiana. A través de la novela, en un lenguaje sencillo y directo, Luisa Carnés expone públicamente la situación por la que pasan la mayoría de las mujeres que trabajan. Están obligadas a compaginar su atención al hogar y el cuidado de sus hijos con una actividad profesional externa, que les condena, por su baja cualificación, a estar sometidas a unas duras condiciones laborales, muy por debajo de las del hombre. Una situación que las deriva, en la mayoría de los casos, a trabajos precarios y mal pagados. «Tea Rooms analiza el papel social femenino a través de la discusión sobre el divorcio, la maternidad, la educación, el matrimonio o el aborto» (Iliana Olmedo, 2014).

La novela plantea el surgimiento —en la España de los años treinta— de una mujer nueva, que busca la emancipación a través del trabajo. A diferencia de otras novelas sociales del momento, aporta una perspectiva femenina en relación con el trabajo de la mujer poco común y frecuentemente silenciada. Para Iliana Olmedo, con esta obra Luisa Carnés aporta una novela social femenina. En Tea Rooms, la escritora regresa a la idea de que, para las clases bajas, la vida es un calvario, donde los pobres, que trabajan desde niños, son objeto de una continua explotación (taller, fábrica, comercio, etc.), que afrontan sin leyes que les protejan.

«Esta novela convierte a Luisa Carnés en una autora indispensable para definir este periodo. Su punto de vista sobre el trabajo femenino amplía la comprensión de la circunstancia en que las mujeres consiguieron el derecho al trabajo. Las mujeres modernas consideraron el trabajo un tema de discusión [...]». El enfoque que propone pretende «descubrir las contradicciones de esa modernidad a través de la crítica del trabajo femenino, singularizando su creación. La innovación reside en que la autora modifica la representación del papel femenino al revelar las consecuencias del trabajo» (Iliana Olmedo, 2014).

Examinada con una mirada actual, «el interés de Tea Rooms radica en la capacidad de la autora para trazar rasgos de personajes transgresores —Matilde, la protagonista principal—, que cuestionan la normativa de género impuesta socialmente [...]. Luisa Carnés aboga por una emancipación a través de la cultura y la lucha colectiva [...], para aspirar a empleos más cualificados» (Cristina Somolinos, 2015).

(...)

Un hecho que hasta el momento había pasado inadvertido en relación con Luisa Carnés es su posicionamiento público, en mayo de 1933, en relación con la mujer (La Voz. Diario republicano, 9 de mayo de 1933). Este se produjo cuando ya había terminado Tea Rooms, y un año antes de la publicación de la novela, la cual supuso un punto de inflexión en su trayectoria social y en su compromiso en relación con la condición política y social de la mujer. (...)

En primer lugar, menciona, como en los últimos tiempos —hemos de deducir que desde que se aprobó su derecho al voto [cfr. infra sobre la lucha de Clara Campoamor por conseguirlo] el 1 de diciembre de 1931—, la mujer española incluye también, entre sus temas de charla, lo que la escritora califica de «cotilleos políticos»: «Esto no significa más que una cosa [...], que comienza a preocuparse por lo que sucede en su país».

Sin embargo, con ser esto importante, no le parece suficiente, afirmando a continuación: «Es necesario que investigue, que hable y que haga por su propia cuenta», para concluir su argumentación, de una forma inequívoca: «Que se emancipe de toda influencia». Para Luisa, esa influencia proviene, «en unos casos, de la voluntad del padre; en otros, del marido; del patrono de la fábrica; del jefe de la oficina [...]; esa serie de elementos cuya hegemonía ha atrofiado la capacidad cerebral de la mujer para toda actuación que no haya sido la [actividad] doméstica». Para que este voto sea consciente y útil, la escritora propone a la mujer que se informe por sí misma:

«Hay que poner [a la mujer] en situación de comprender todas las “verdades” de todas las doctrinas [...]. Hay que dotar a la mujer de educación política, de la que hoy carece; cuando esta cultura la haya desligado de influencias, entonces el voto de la mujer tendrá un verdadero valor».

«El libro es muy vanguardista —explica Luci Romero, propietaria de la librería Bartleby de Valencia y testigo del resurgir de la autora—. La forma de narrar de Tea Rooms y su estilo se adelantan a su época. Si a cualquiera le ocultaran que Luisa Carnés lo escribió en el año en el que lo hizo, se creería perfectamente que es más reciente. Las cosas que cuenta, las situaciones que ella describe, por desgracia, no cambian. Sobre todo en el mundo laboral. Para la mujer aún no han cambiado». (...)

Desde su trabajo como articulista, que a veces firma con el seudónimo Clarita Montes, hasta la vertebración de sus ficciones. Todo está impregnado de esa lucha por la igualdad femenina que tanto promueve su coetánea, Clara Campoamor. «Hay una teoría en la familia —explica Juan Ramón Puyol [nieto de Luisa Carnés, nacido en México]— y es el motivo por el que ella firma con ese seudónimo de Clarita Montes. Cuando se hace un acto de apoyo para ayudar a Clara Campoamor, la última firma de la convocatoria de los actos es la de Luisa Carnés. Eso nos lleva a comprobar su admiración y a pensar que una de las promotoras fuera ella, de ahí que firme la última, por una cuestión de elegancia. Creemos que Luisa elige su seudónimo en un homenaje a Clara. Pero es una teoría. Ella no lo dejó explicado y tampoco sabemos si ambas mantuvieron una relación epistolar cuando Campoamor abandona España en el 36. Es otro de los puntos que hay que investigar».

Luisa Carnés, Josefina Carabias y Magda Donato.

5.2. Mujer política: liderazgo emancipador.

No defendí el derecho de la mujer tan sólo por imperativos de conciencia frente a mi sexo. Nadie me supera en la inquietud vigilante por los destinos de la República, que es para mí, por mis gustos sencillos, mi independencia modesta y mi largo ideal, cosa muy distinta de la material y tangible que pueda ser para viajeros impacientes llegados con apremios de última hora a esta estación, resueltos a tomar ventanilla.

En la defensa de la realización política de la mujer sustenté el criterio de ser su incorporación una de las primeras necesidades del Régimen, que si aspiraba a variar la faz de España no podría lograrlo sin destruir el divorcio ideológico que el desprecio del hombre hacia la mujer, en cuanto no fueran íntimos esparcimientos o necesidades caseras imprimía a las relaciones de los sexos.

El hombre liberal español, que se llama de ideas avanzadas, en general - y salvo excepciones, cuanto más reducidas más honrosas, y son honrosísimas por reducidas-, consentía y alentaba una incomprensible dualidad ideológica en el hogar en el que parecían convivir el sentimiento liberal, avanzado, republicano y laico del varón, con el ultramontano y católico militante de la mujer.

Oí en una ocasión este argumento de un republicano ardoroso, de agudo sentido liberal, y, por lo demás, hombre respetable y respetado, que en una discusión me arguyó:

"Es bueno que la mujer tenga el freno de la Iglesia".

Juicio que descubre todo el profundo desprecio masculino por la hembra, a quien se considera precisada de freno; toda la impotencia del hombre laico y liberal para comunicar el ideal que sirve, y toda la falta de ética al confiar la misión del bocado a la Iglesia, que teme y combate.

(...)

Se había enseñado reiteradamente a la mujer que había un poder, político, como todos los poderes, y una ideología, superiores a los del hombre liberal; la mujer regía la educación de la prole y no habría de considerar funesto para esta el freno que a ella se le preconizaba; la mujer en el hogar era el factor discordante con las actividades seudoliberales del hombre, y no careciendo de condiciones para imponer su criterio, recta o tortuosamente trataría de imponerlo.

(...)

Un mínimo deseo de claridad, de lógica en las conductas, y de posibilidades para una España futura, que destruyeran los efectos lamentables de esa hipocresía del hombre español, aconsejaban incorporar la mujer a los derechos y deberes de la vida pública, señalándole el camino de la libertad, que sólo se gana actuándola.

Esa finalidad fue para mí la más importante, y en mi criterio pesaba más y pasaba antes que el derecho legítimo e indiscutible de la mujer a salir de la servidumbre histórica en que la tenían las leyes hechas por el varón

(...)

Mi pensamiento era más político y nacional, más amplio y objetivo que el concreto feminista. Consideraba fatal para un resurgimiento de la libertad y la justicia que veía en la República, el divorcio espiritual de hombres y mujeres en España.

Las posibilidades circunstanciales prestaron nuevo impulso a mi ánimo. Los partidos que venían a incorporarse con personalidad rectora a la política tenían todos en sus programas la igualdad de derechos para los sexos; la República prometió su liberación a la mujer, la apuntó en la actuación del Gobierno provisional; hombres y mujeres la esperábamos. En los actos de propaganda de las elecciones del 12 de abril y de las Constituyentes, unos y otras la anunciábamos y el pueblo la acogía con simpático asenso. Quedó casi consagrada al conceder a la mujer el derecho de elegibilidad por el decreto de mayo que convocara a elecciones de diputados para las Constituyentes.

Y al encontrarme en la Cámara con la oposición de elementos republicanos, hombres y mujer, a aquella consagración, yo sentí vibrar en mí, imperativo, lesionado, el espíritu de mi sexo; vi con mayor claridad, por los elementos de la oposición, que en ello iba el futuro de España y que mi deber era luchar por conseguirlo, reuniendo todos mis recursos dialécticos y toda mi capacidad de lucha.

Crítica sobre la autora y sus discursos políticos.

  • Laura Mañá (directora, 2011): "Clara Campoamor: la mujer olvidada", RTVE, basada en una autobiografía ficticia, escrita por Isaías Lafuente.

  • David Barreira (2018): "El 1-O de Clara Campoamor: las frases que trajeron el sufragio femenino a España", El Español, 1-10-2018.

El 1 de octubre de 1931 España dio un paso de gigante hacia la igualdad. Las cortes de la Segunda República aprobaron por 161 votos a favor y 121 en contra que las mujeres tuviesen derecho a voto, el sufragio femenino, que su opinión fuese tenida en cuenta para decidir la organización política del país. En aquel entonces solo había tres hembras diputadas en el Parlamento: Margarita Nelken, Victoria Kent y Clara Campoamor.

Ese primero de octubre se registró un intensísimo debate entre la dos últimas, defendiendo ambas polos opuestos: "Creo que el voto femenino debe aplazarse", aseguró Kent, directora general de Prisiones, enrolada en las filas del Partido Republicano Radical Socialista. "Lo dice una mujer que, en el momento crítico de decirlo, renuncia a un ideal. (...) Si las mujeres españolas fueran todas obreras, si las mujeres españolas hubiesen atravesado ya un periodo universitario y estuvieran liberadas de su conciencia, yo me levantaría hoy frente a toda la Cámara para pedir el voto femenino. Pero en estas horas yo me levanto justamente para decir lo contrario y decirlo con toda la valentía de mi espíritu".

A continuación, Clara Campoamor, diputada del partido Radical, liberal "tan alejada del fascismo como el comunismo", subió al estrado para defender que el principio de igualdad estaba por encima de los intereses del Estado y que el derecho a voto para las mujeres debía ser reconocido en ese mismo instante. Estas son algunas de las frases más punzantes de su famoso discurso:

—¡Las mujeres! ¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les concederá como premio el derecho a votar? ¿Es que no han luchado las mujeres por la República? ¿Es que al hablar con elogio de las mujeres obreras y de las mujeres universitarias no está cantando su capacidad? (...) ¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su capacidad? Y ¿por qué no los hombres?

—Cerráis la puerta a la mujer en materia electoral. ¿Es que tenéis derecho a hacer eso? No; tenéis el derecho que os ha dado la ley, la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el derecho natural fundamental, que se basa en el respeto a todo ser humano, y lo que hacéis es detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis como ese poder no podéis seguir detentándolo.

—La disminución del analfabetismo es más rápida en las mujeres que en los hombres (...) Eso en 1910. Y desde 1910 ha seguido la curva ascendente, y la mujer, hoy día, es menos analfabeta que el varón. No es, pues, desde el punto de vista de la ignorancia desde el que se puede negar a la mujer la entrada en la obtención de este derecho.

(...)

—Muchas veces, siempre, he visto que a los actos públicos acudía una concurrencia femenina muy superior a la masculina, y he visto en los ojos de esas mujeres la esperanza de redención, he visto el deseo de ayudar a la República.

—No cometáis un error histórico que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar; que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar al dejar al margen de la República a la mujer, que representa una fuerza nueva, una fuerza joven; que ha sido simpatía y apoyo para los hombres que estaban en las cárceles; que ha sufrido en muchos casos como vosotros mismos, y que está anhelante.


Esta semana, el pasado 12 de febrero se ha conmemorado el 130 aniversario nacimiento de la abogada, política y escritora Clara Campoamor. Junto con Victoria Kent fueron las primeras mujeres en colegiarse en el Colegio de Abogados de Madrid, en 1925, y en ser elegidas diputadas. Clara Campoamor, a diferencia de la Kent, formó parte de la comisión de 21 diputados que confeccionó la constitución republicana donde peleó hasta conseguir el “Sufragio Universal” tendenciosamente mal llamado “El Voto Femenino”, pues lo que pretendía Clara Campoamor como abogada y política era la lógica igualdad en derechos civiles que discriminaba, y aún hoy seguimos viéndolo, a más de la mitad de la población por cuestiones de género. Tras lograrlo, no sin la oposición inusitada de parte de los suyos, y tras un encendido debate contra Victoria Kent en el Congreso, muchos de sus compañeros comenzaron a aislarla por “demasiado beligerante” en palabras del propio Indalecio Prieto. En las elecciones posteriores de 1933 ni ella ni Victoria Kent renovaron sus escaños, pese a que gracias a ella pudieron votar todos los españoles sin discriminación de género. Todo esto lo contó en su libro Mi pecado mortal. El voto femenino y yo. Fue postergada de la vida pública, a pesar de lo cual tuvo que exiliarse a Suiza al terminar la guerra como mujer e intelectual marcada.

Hay calles y plazas con su nombre, monumentos, y muchos premios que llevan su recordatorio. Sin embargo, como en el título de la película sobre su vida de la directora de cine Laura Mañá, algunos tenemos la impresión de que Clara Campoamor sigue siendo “La Mujer Olvidada”. No voy a ocultar el escándalo que me produjo comprobar la realidad, por la información facilitada por uno de nuestros oyentes, el historiador navarro José Joaquín Ansorena, a principios del pasado diciembre. Tomar conciencia de que sus restos mortales no acabaron en una fosa común por la sensibilidad de una familia acomodada catalana, la familia Montó Riu Segú, que ante esta terrible posibilidad acogió sus restos en su propio Panteón familiar en el cementerio de Polloe, en Donostia, en San Sebastián. Aunque Clara Campoamor falleció en Lausana, en Suiza en el exilio, en España aún estábamos en la dictadura en 1972 y los ideales y logros de esta política estaban muy alejados del ideario de mujer de la Sección Femenina. La falta de familiares que se hicieran cargo de sus restos, hicieron peligrar su paradero, de no ser por los esfuerzos de esta familia catalana que los trajo, literalmente, con nocturnidad al cementerio de Polloe, a Donosti, donde Clara Campoamor expresó haber sido muy feliz.

(...) Yo incluso propondría que, si el ayuntamiento de Donosti no encuentra una ubicación apropiada, o incluso la construcción de una tumba propia, podrán llevarse sus restos, como se hacen en otros países, en Inglaterra por ejemplo, en Westminster, al Panteón de Hombres Ilustres de Madrid donde, hasta ahora, no hay ninguna mujer.

Más información sobre el compromiso político de las mujeres en la época.

Acerca de los movimientos femeninos opuestos al feminismo y, entre otros derechos, al voto de las mujeres.

A medida que se creaban movimientos de mujeres que pedían la posibilidad de acceder a estudios universitarios, a mejores puestos de trabajos, a la esfera política, también se crearon movimientos de mujeres católicas, que en vez de reivindicar su libertad, a pesar de ser mujeres, intentaron atraer a las demás hacia la religión y el papel tradicional de la mujer. Esto resulta bastante contradictorio, puesto que por ser mujer, deberían reinvidicar sus derechos al igual que las demás y sin embargo son mujeres conformistas; es decir que se conforman con su condición de mujer católica, de madre, de esposa, de ama de casa... sin exagerar: de mujer sumisa.

En los primeros pasos de emancipación de la mujer ya encontrábamos a estas asociaciones como la Lliga Patriotica de Dames fundada en 1906, o Acción Católica de la Mujer creada en 1919. Las dos reafirmaban el papel tradicional de la mujer y querían volver a atraerla en la esfera religiosa. Muchas mujeres fueron implicadas en estas asociaciones que iban en contra de sus propios derechos, lo cual muestra lo absurdo de la situación, entre unas que militaban por su libertad y otras que querían permanecer enjauladas en sus hogares.

(...)

Más tarde bajo la II República también se creó la Sección Femenina en 1934 por mujeres de la Falange, entre ellas su líder: Pilar Primo de Rivera. El objetivo era el mismo que las precedentes organizaciones: impedir que la mujer se libere y hacer que permanezca totalmente sumisa al marido, y en su hogar. A diferencia de las demás organizaciones, esta permitía un acceso de la mujer en la esfera política, siempre que siguiera fiel al partido conservador de la Falange y promoviera sus ideales. Durante la guerra civil las mujeres de la Sección Femenina estuvieron muy implicadas: en los servicios sociales, atendiendo a los heridos en los hospitales, ocupándose de los niños etc., pero no estuvieron en el campo de batalla, porque eso no correspondía a la mujer. Más tarde en la posguerra, atendieron a los niños huérfanos y a los enfermos. Enseñaron en las escuelas los principios del movimiento de la Falange. Se preocuparon especialmente por los niños en el campo sanitario y crearon el Auxilio Social. La Sección Femenina promovió, sobre todo bajo la dictadura de Franco, el papel específico de la mujer en la sociedad, que debía ser sumisa al hombre.

La igualdad jurídica: una conquista breve y disputada en el contexto de las ideologías totalitarias.

Algunas de las escritoras que hemos investigado recurrieron a la separación (dada la ilegalidad del divorcio) porque sus cónyuges se oponían a su desarrollo profesional: Gertrudis Gómez de Avellaneda, Emilia Pardo Bazán o Carmen de Burgos. Así pues, el divorcio era la consecuencia del dominio patriarcal y uno de los derechos que fueron reconocidos con la llegada de la República y que fueron conculcados por la dictadura franquista. No se alcanzó la igualdad, pero se llegó más cerca, como fruto del compromiso político de las mujeres.

En el artículo 2 de la Constitución de 1931, Carta Magna del régimen republicano, se establecía la igualdad de todos los españoles ante la Ley: «Todos los españoles son iguales ante la ley». Este precepto no tenía un carácter innovador, pues ya había quedado recogido en otros textos Constitucionales anteriores, y a pesar de su aparente igualdad, encerraba diferencias entre los derechos de los sexos.

Sin embargo, en la Constitución republicana se establecían una serie de principios legislativos que puntualizaban las igualdades jurídicas entre los dos sexos. Siguiendo este espíritu, en el artículo 25 se especificaba la prohibición de privilegio jurídico por «la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas».

    • Derechos políticos.

En la esfera de los derechos políticos, la incorporación de las mujeres a la política activa fue uno de los mayores logros del nuevo régimen, siendo fruto, también, del largo proceso iniciado años atrás con el ingreso creciente de mujeres en el ámbito público. Sus derechos quedaban recogidos en los artículos 36 y 53 de la Constitución, los cuales reconocían, respectivamente, sus derechos electorales y poder ser diputada elegible. La única limitación en este sentido quedaba en no poder aspirar a la presidencia del gobierno (artículo 69). Estas medidas fueron muy importantes ya que por primera vez, las mujeres españolas accedían a un ámbito hasta entonces prohibido, y sumamente conveniente pues, como señala la escritora Carmen de Burgos (Colombine), las mujeres con un nivel de formación se habían dado cuenta que «la papeleta de voto es un arma y que si no tienen el derecho al sufragio no obtendrán fácilmente de los Parlamentos las reformas que solicitan».

    • Derecho privado: igualdad en el matrimonio, divorcio, paternidad responsable, matrimonio civil.

En la esfera de lo privado, el artículo 43 de la Constitución señalaba la igualdad de derechos de ambos sexos en el matrimonio, así como la disolución del mismo a petición de cualquiera de los cónyuges alegando causa justa: «La familia está bajo la salvaguardia especial del Estado. El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos, y podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges con alegación en este caso de justa causa». En 1932 se promulgó la Ley de divorcio que aún con los fallos jurídicos que encerraba y la polémica que suscitó, vino a mejorar la condición jurídica de la mujer en caso de crisis matrimonial. De esta forma se sustituyó nominalmente la «casa del marido» por el «domicilio conyugal», se suprimió el «depósito» de la mujer casada, y se permitió a la mujer bínuba conservar la patria potestad de los hijos habidos en el primer matrimonio37. Por el contrario, se seguía exigiendo al juez que señalase domicilio para la mujer como medida provisional durante los trámites de separación, había limitaciones en cuanto a la administración de los bienes de la sociedad conyugal, y al cónyuge culpable se le negó el derecho a alimentos, medida esta última muy perjudicial para las mujeres que no contaban con patrimonio personal ni ingresos profesionales extradomésticos. Durante 1932 y 1933 un 56% de las demandas de divorcio presentadas fueron realizadas por mujeres, frente al 43% de los varones. Entre las causas principales se encontraban la separación por más de tres años, el desamparo, el abandono, los malos tratos y la conducta inmoral.

En esta línea reformista, se establecía la igualdad entre los hijos legítimos e ilegítimos [quienes, por lo tanto, dejaban de serlo], la investigación de la paternidad [en caso de negarse a asumirla] y el matrimonio civil (Ley de 28 de junio de 1932), ley que junto con la del divorcio fue el objetivo de las críticas de los sectores más conservadores de la sociedad, ya que a su entender suponían un peligro para la estabilidad de la familia y la sociedad.

    • Derecho laboral: ejercer una profesión, conseguir un empleo público o asociarse "sin licencia del marido" (con bastantes excepciones y limitaciones).

En el ámbito profesional, el artículo 40 de la Constitución aseguraba su legítimo derecho a ejercer una profesión. Los debates entre los defensores y los detractores de la incorporación de las mujeres al mundo laboral extra doméstico fueron numerosos. Se aducían razones biológicas, obligaciones familiares —atención al marido y a los hijos—, y por parte de los sectores más progresistas cierto temor a las consecuencias sociales y económicas que la posible incorporación masiva podía tener en la joven República, máxime en una época de crisis económica como era la de los años treinta. Sin embargo, poco a poco se fueron abriendo a las mujeres empleos públicos tradicionalmente ocupados por varones como notarías y registros de la propiedad, cuerpo diplomático, secretarios municipales, y procurador en los Tribunales.

Además se crearon cuerpos femeninos en algunos ministerios: Cuerpo de Auxiliares Femeninos de Correos, Cuarta Sección del Cuerpo Auxiliar Subalterno del Ejército; Sección Femenina Auxiliar del Cuerpo de Prisiones, Mecanógrafas del Ministerio de la Marina, y Cuerpo de la Escala de Telegrafistas Femeninos. Sin embargo, y basándose en la limitación establecida en el artículo 40 de la Constitución —»Todos los españoles, sin distinción de sexo, son admisibles a los empleos y cargos públicos según su mérito y capacidad, salvo las incompatibilidades que las leyes señalen»—, siguieron cerradas algunas profesiones como Fuerzas Armadas, carrera fiscal, judicial y Secretarios Judiciales, cuerpos ministeriales, y el cuerpo pericial de aduanas. La legislación laboral referida a las mujeres, de claro carácter protector, siguió vigente aprobándose nuevas normativas que venían a reforzarla, concretamente los decretos dirigidos a apoyar en sus puestos de trabajo a las madres y a las mujeres casadas, así como el seguro de maternidad.

No obstante, esta legislación aún encerraba desigualdades, y seguía limitando a la mujer casada el disfrute de su trabajo, como quedaba recogido en la Ley de 21 de noviembre de 1931 y el Código de trabajo de 1926, tales como ser el marido el representante legal de la mujer, para contratar empleo, o el derecho de la mujer a percibir su sueldo, siempre y cuando no se opusiera el marido. Respecto al Código Penal (27 de octubre de 1932), se suprimió el delito de adulterio en la mujer y el amancebamiento en el varón. A partir de ese momento, ya no se reconocía el derecho del marido para matar a los adúlteros ni el del padre para matar a su hija y corruptor. La eliminación partió de una enmienda presentada por Clara Campoamor.

En otro orden de cosas, se les permitió ser miembros de los jurados penales, en igual proporción que los varones, si bien restringido a las causas sobre crímenes pasionales. A través de la Ley de asociaciones profesionales de patronos y obreros (Ley de 8 de abril de 1932) se permitió a la mujer casada pertenecer a las asociaciones obreras sin necesidad de licencia del marido, si bien quedaba aún excluida de las de patronos o algunas de carácter más filantrópico como la Cruz Roja.

(...)

A la luz de todo lo dicho, se puede pensar que la situación jurídica de las mujeres mejoró considerablemente durante el período republicano. Cierto es que no todo quedó solucionado y ello fue debido a dos razones, principalmente: la brevedad del régimen, que impidió materializar en leyes muchos de los principios expresados en la Constitución, y el peso de la tradición que hacía palpable la idea de que la igualdad ante la ley no era la igualdad ante la vida

  • Anna Caballé (2013): El feminismo en España: la lenta conquista de un derecho, cap. 6, "El nuevo huésped".

"(...) Libertad. Realidad. Bienestar. Esos son los dogmas de nuestra política (María Lejárraga, La mujer española ante la República, 1931). Y lo fueron, aunque Mary Nash observa que si bien la República acometió numerosas e importantes reformas en el régimen jurídico de las mujeres, empezando por el derecho al voto, hubo muchas situaciones en las que la postergación de la mujer siguió siendo un hecho diario, cotidiano. Por ejemplo, pese a la nueva Ley de Contratos Laborales (de noviembre de 1931), el marido seguía manteniendo el control sobre el sueldo de la esposa, aunque la ley preveía la posibilidad de que las mujeres administraran sus salarios siempre que obtuvieran previamente autorización marital o en el caso de separación legal o de facto".

La persistencia del dominio patriarcal explica por qué nuestras queridas cigarreras, quienes nos han acompañado desde el periodo romántico hasta la República, prefirieron, en bastantes casos, quedarse solteras o separarse y ser acusadas de inmoralidad, antes que padecer los efectos del matrimonio bajo el yugo del varón, siendo, como eran, las principales suministradoras de ingresos y las sustentadoras de sus vástagos, hijas e hijos.

Como vimos en la sección anterior, los años 20 fueron escenario de una nueva eclosión de los movimientos feministas, aunque separados en diversos grupos de distinta ascendencia política, que mujeres como Carmen de Burgos intentaron reunir alrededor de la causa republicana. La República llegó a España, en buena medida, de la mano de las mujeres.

Sin embargo, el rechazo a autodenominarse feministas después de 1931 delata las contradicciones de una época en que las mujeres comenzaron efectivamente a ejercer sus derechos civiles, políticos y sociales con mayor igualdad que en ninguna otra hasta 1978: la educación, la libertad personal, el desempeño profesional y el sufragio político.

Las grandes ideologías en pugna pretendieron asumir la causa de las mujeres sin referencia directa al feminismo, que era entendido como un fruto de las democracias liberales, a las que se pretendía sustituir por un régimen centralizado, autoritario o declaradamente totalitario. Las ideologías de izquierda hicieron suya la defensa de la igualdad, aunque tuvieran contradicciones tan evidentes como el aplazamiento del sufragio universal o el supuesto de que la revolución hacía innecesarias las organizaciones feministas y sus cuadros integrados por mujeres. Por el contrario, las ideologías fascistas: el tradicionalismo católico o el falangismo imponen la doctrina de que las mujeres son seres subordinados al varón por naturaleza. Niegan el principio de igualdad y endiosan los valores patriarcales.

Otra de las víctimas de la guerra fue, aunque parezca obvio, el pacifismo.

5.3. Sinsombrero y sinceridad.

Concha Méndez, "Verbena" (1928)

Desconcierto de luces y sonidos.

Dislocaciones.

Danzas de juegos y de ritmos.

Los carruseles giróvagos

entre los aires dormidos

marcando circunferencias

sin compases.

Los tiovivos.

Y la fiesta de colores

vibrantes y estremecidos,

estremeciendo la noche

rutilante de caminos…

Para ir a las verbenas

nos prestan almas los niños-

Autora: Concha Méndez, Surtidor (Madrid, 1928).


Concha Méndez, "Quisiera tener..." (1937)

Quisiera tener varias sonrisas de recambio

y un vasto repertorio de modos de expresarme.

O bien con la palabra, o bien con la manera,

buscar el hábil gesto que pudiera escudarme...


Y al igual que en el gesto buscar en la mentira

diferentes disfraces, bien vestir el engaño;

y poder, sin conciencia, ir haciendo a las gentes,

con sutil maniobra, la caricia del daño.


Yo quisiera ¡y no puedo! ser como son los otros,

los que pueblan el mundo y se llaman humanos:

siempre el beso en el labio, ocultando los hechos

y al final... el lavarse tan tranquilos las manos.


Autora: Concha Méndez, Lluvias enlazadas (La Habana, 1939).


Más información sobre la autora, sus poemas y el contexto en que se escribieron.

En referencia al poema "Verbena" y al libro Surtidor.

"A casa de mi familia no podían entrar mis amigos hombres. Una vez que paseaba con Alberti, Maruja Mallo y Gregorio Prieto enfrente del hotel de cuatro pisos que acababa de construir mi padre en [la calle] Joaquín Costa, de repente tuvieron curiosidad de conocerlo. Maruja estaba de luto y para simular que estos chicos eran sus hermanos, se quitó las medias negras que llevaba y se las puso a ellos de corbata. Se los presenté a mi abuela como una familia que acababa de perder a su padre... ¡Cuánto nos divertimos! Conocí a otros pintores [... Benjamín Palencia, Ramón Gaya, Vázquez Díaz, etc., pero] con quien más me reunía era con Maruja Mallo, íbamos al Museo del Prado y a las conferencias de Eugenio D'Ors, a las verbenas y a los barrios bajos de Madrid. Nos paseábamos para ver aquellos personajes tan pintorescos que pasaban a nuestro lado iluminados por los faroles de la calle. Estaba prohibido que las mujeres entraran a las tabernas, y nosotras para protestar nos pegábamos a los ventanales a mirar lo que pasaba dentro (...) Cuando Maruja comenzó a pintar, me tomaba a mí como modelo. Pintó una chica en bicicleta, que era yo; y mi raqueta de tenis, que era muy bonita, también la inmortalizó. Hizo una serie de cuadros de las verbenas madrileñas que eran maravillosos; en ellos plasmaba muchas de las imágenes que surgían en nuestras conversaciones. Decía que yo tenía una manera especial de reaccionar ante las cosas, y era verdad, entonces todo me sorprendía (...) Creo que la poesía sale porque sí; el que nace, nace; pero tiene que haber un resorte para que surja, como un surtidor que de repente suelta aquello (...) En el Paseo de la Castellana hay sillas para sentarse; entonces acercaba una silla y me sentaba bajo uno de esos faroles de gas que iluminan el mundo, bajo la luz, esperaba escribir algún poema (...) Todo vivía, hasta las cosas imperceptibles: la luz de los faroles, las sillas y el pinar me transformaban" (pp. 51-55).

En referencia al poema "Quisiera tener".

"Cuando salió publicado La realidad y el deseo de Luis Cernuda en 1936, festejamos su aparición en nuestra casa. Como siempre, fue todo el mundo: Lorca, Alberti y otros. Pero esa noche fue diferente. Siempre que nos reuníamos había mucho jolgorio y la gente estaba divertidísima; sin embargo, esa noche estuvimos todos tranquilos, silenciosos, en una atmósfera como de ensueño. Vi a Federico apoyado contra el muro, elogiaba a Luis Cernuda por su libro, algo fuera de lo común, porque cuando se trataba de alguna publicación, Federico no elogiaba a nadie, pero esa noche sí lo hizo. Al día siguiente, al despertar, recordé que había soñado la muerte de Federico. Y luego, al encontrarme con la criada que tenía, me dijo: "Señora, he soñado que mataban al señorito Federico". Habíamos soñado lo mismo (... aunque de distinto modo). Nos quedamos horrorizadas. (...)

Después de aquel sueño, de aquella reunión tan triste, toda la diversión se apagó; se apagaron las risas y los festejos, porque la situación en Madrid se puso alarmante por la guerra (...) Un domingo se sublevaron las tropas en Marruecos. (...) Por lo visto, España fue utilizada para discutir y planear problemas ajenos a ella. Por un lado, los nazis habían comprado a los militares encabezados por Franco, y por otro, se infiltró la ideología estalinista. Ellos pelearon entre sí y a nosotros nos confundieron (...) Llegó el invierno. Hacía muchísimo frío y aquel abrigo de piel que había comprado en Londres no podía usarlo; era peligroso salir a la calle con algo de lujo porque podían confundirte con un fascista; entonces lo usé para tapar a mi hija. Y luego los anarquistas detenían a los coches, los transeúntes, y le quitaban a todo el mundo lo poco que les quedaba, los mismos abrigos que llevaban puestos (...) De golpe me entraron unas ganas terribles de marcharme y me puse a conseguir barco (... mientras vivían en Valencia, ella y su hija). Conseguí dos lugares para Marsella en un barco hospital que sacaba refugiados enfermos y heridos de guerra. Como el barco era inglés y los heridos no podían comunicarse con los médicos, ofrecí mis servicios como traductora durante el trayecto del viaje. Al llegar a Marsella, tomé un tren hacia París (...) Vivíamos unos momentos en los que nadie ayudaba a nadie. Quería viajar a Londres, pero ni la Embajada ni la Casa de España quisieron ayudarme (...)" (pp. 101-105).

Concha Méndez era la novia de Luis Buñuel, la esposa de Manuel Altolaguirre o la gran amiga de Luis Cernuda, en cuya casa falleció el poeta sevillano. Pero pocos han reconocido a la autora de Inquietudes, Surtidor, Entre el soñar y el vivir o Niño y sombras. Tampoco su labor como impresora junto a su marido. Ambos imprimieron revistas de la época como Héroe en Madrid o 1616 en Londres, además de fundar la imprenta La Verónica en Cuba. “Él era el tipógrafo y yo, vestida de mecánico, la fuerza que hacía girar la imprenta”, aseguraba sobre su trabajo de minervista. Juan Ramón Jiménez describía a la poeta-tipógrafa cuando provocaba el asombro al salir a la calle con el mono de cajista de imprenta “enrolada de buque, fogonera de tren, polizón de zepelín”.

Concha Méndez simboliza el perfil de las mujeres valientes con las que erupciona el siglo. “Nací en medio de la modernidad, del canto a los medios de transporte, a la velocidad, al vuelo. Mis primeros poemas están llenos de estas cosas: de los clamores a la era moderna, de aviadores, aviones, motores, hélices, telecomunicaciones”, cuenta la poeta en sus memorias.

Concha Méndez siempre deseó embarcarse en viajes trasatlánticos. “Recuerdo la visita de un amigo de mis padres. El señor preguntó a mis hermanos: ‘¿Qué queréis ser de mayores?’ No recuerdo lo qué contestarían, pero viendo que a mí no me preguntaba nada, teniendo toda la cabeza llena de sueños, le dije: ‘Yo voy a ser capitán de barco’. ‘Las niñas no son nada’, me contestó. Por estas palabras le tomé un odio terrible a este señor. ¿Qué es eso de que las niñas no son nada?”.

Además del retrato interior, Concha Méndez relata la historia de su generación. Descubre a un joven Buñuel obsesionado por los insectos, a Lorca con miedo al atravesar las calles “porque se acalambraba y había que cogerlo de la mano para guiarlo” o a Maruja Mallo que le advierte de que le tirarán piedras por ir sin sombrero.

La ciclista nos sugiere con claridad la imagen de la nueva mujer, en movimiento, impulsándose por sí misma y al aire libre, con una nueva perspectiva estética y una nueva sentimentalidad, lejos de las luces mortecinas y apagadas del salón familiar, como señala S. Kirkpatrick «al mando de una máquina recientemente producida en masa que representa la conquista de la naturaleza propia de la modernidad» (2003: 233); y se trata, además, de una mujer española en bicicleta con un bañador ajustado –lejos de la norma burguesa de la época–, moderno y atlético, propio de una campeona de natación, pedaleando en la playa contra el viento. El juego, el deporte, el humor, todos los nuevos adelantos técnicos, constituyen símbolos estéticos de la modernidad, especialmente apreciados por la vanguardia. En las pinturas en que Maruja Mallo utiliza a Concha Méndez como modelo sitúa a la mujer como centro de la modernidad y del objeto artístico, realizando acciones en las que se apropia de características tradicionalmente reservadas a la masculinidad, trabajando nuevos significados y reforzando su imagen de poeta rebelde y vanguardista.

Maruja Mallo, "La ciclista". La modelo es Concha Méndez.

Obras de Maruja Mallo, la mujer libre.

POEMARIO Las sin sombrero.pdf

Actividades: propuestas didácticas, por Luis Miguel Miñarro, Jesús Sanz y Esther Trujillo.

Primeras fuentes

Esquemas y mapas conceptuales.

Por Ángela Domínguez Carrasco, 4º ESO, IES Hipatia.

Completa los esquemas con los nombres y las obras de las mujeres que han sido omitidos por enciclopedias y libros de texto.

1. Contexto histórico y socioeconómico.

2. Contexto cultural: las vanguardias.

Generación del 14 y Generación del 27.

3. Temática. Formas de expresión. Intención comunicativa.

4. Géneros literarios.