La casa de Víctor

La casa de Víctor

Todavía estoy en duda. Quizá fue un sueño prolongado el que tuve aquella sabatina tarde septembrina… o una de esas historias que suelo imaginarme, producto de mi calenturiento pensamiento literario. Haya sido lo que haya sido, me impactó hondo, ¡muy hondo!, y marcó mi vida y sentimientos, ¡sensibles de por sí!, por el resto de los inciertos días que me queden de existencia.

Cuando llegamos a ese mágico lugar, sobre una disimulada y encantadora hondonada de la respingada y briznosa montaña, seguía sin reponerme de la doble y agridulce sorpresa que tuve en el casco urbano del pueblo durante esa mañana. Minutos antes de concluir el encuentro de escritores, evento al que fui invitado por incidencia de la maestra y poetisa Carmen Julia, se me acercó el señor alcalde, muy sonriente. Venía en compañía de un hombre, casi de mi edad, muy parecido a mi progenitor, por ende a mí. Al llegar a mi lado, me dijo el mandatario:

—Señor escritor, ¡le presento a su primo!

Detrás de ellos venían cuatro personas más, tres hombres y una mujer, todos con rasgos físicos similares a uno de mis tíos paternos. Muy pronto, estos me contaron que hacía cinco años que mi padre había muerto. De estos primos tenía un recuerdo algo difuso. Por lo menos pasaron cincuenta años desde la última vez que vi a los mayores, contemporáneos míos. A los más jóvenes ni siquiera los conocía. De mi progenitor tan solo sabía que vivía en la ciudad capital; pero… ¡no que hubiese fallecido! A él poco y nada le gustaba, ni aceptaba, desde cuando tengo memoria, que fuéramos a verlo. Por tal razón, a una de mis hermanas siempre le escuché decir: «Para mí, ¡ese señor está muerto!». Hacía casi treinta años que no sabía de él. En lo más recóndito de mí daba por sentado el pensamiento y profecía de mi hermana. Hasta lo disfrutaba.

No obstante, de vez en cuando lo añoraba y me agradaba escucharle a mamá contar cosas de él; hasta cuando a mi viejita la memoria se le hizo esquiva, cuando no, regresiva, y terminó por dejarla varada en su precaria y difícil infancia. A veces pienso que mamá lo hizo, refugiarse en su infantil pasado remoto, como último recurso para instar huir (sin lograrlo), quizá, así lo siento, de la ignominiosa y triste soledad y abandono durante su senectud. Oxidada reja tras la cual cayó presa del destino, así como de las injustificables justificaciones circunstanciales de nosotros, sus adustos hijos.

Sin entender el inefable y picudo sentimiento que se hospedó en mi corazón saber sobre la obvia partida del viejo; aunque, para esa fecha, de estar con vida, rondaría los casi noventa; opté por disimularlo y dedicarles unos minutos a mis alegres primos. Muy rápido compartí con ellos algunos recuerdos y añoranzas, hasta cuando el alcalde llamó para clausurar el evento literario.

Picor, desazón que aún no se me quita, lo confieso. Y creo que no se me va a quitar, lo presiento; como tampoco la congoja que se me enchipó tras la destripada de la pequeña culebra coral, esa misma tarde, a media loma.

—Querido escritor, me alegró mucho ver ese inesperado encuentro que tuvo con sus primos —me dijo tiernamente al oído la maestra Carmen Julia, gestora cultural del municipio, antes de ubicarnos para las palabras de cierre del evento por parte del alcalde, quien ya estaba en la tarima, micrófono en mano—. Esa escena me transportó, por lo menos, cincuenta años atrás, cuando todos ustedes eran solo unos niños.

Clausurado el encuentro de escritores en la plazuela, bajo la pródiga sombra del viejo samán de aquel pintoresco y caluroso municipio; otrora tiempos objeto de la más agria de las nostalgias sociales subcontinentales, esa que aún se empecina en agazaparse en algunas de sus calles y caminos, así como en la ortodoxa mente de uno que otro de sus habitantes; decidí ir con Víctor al lugar de su residencia. Este octogenario vate, durante el encuentro, me comentó que vivía a unos cuantos kilómetros del casco urbano, ¡en unas condiciones inimaginables! Esa misma tarde, tras almorzar, salimos con él y Delfín, otro de los poetas asistentes, del taciturno poblado por el carreteable principal que conduce a la ciudad capital. Vía de la cual, cuarenta minutos después, nos desviamos por una vereda hasta llegar a un punto en donde dejamos el carro y seguimos a pie por una empinada y fatigosa loma, durante al menos media hora, hasta alcanzar el filo. Ahí una vaca topa carinegra nos esperaba, muy mansita y de retraída como triste mirada. Esta no dejó de rumiar ni de observarnos desde cuando iniciamos la ardua subida. Luego, tras ser acariciados por el paisaje, descendimos trescientos metros hasta llegar al destino; no sin antes, casi sobre la cima, toparnos con una atractiva y colorida bebé coral, de gráciles, sedantes y ondulados movimientos, de algunos treintaicinco centímetros de larga, muy delgada, quizá por su tierna edad.

—Maestros, ¡cuidado!, es una víbora de la especie matagatos, ¡muy venenosa! —nos advirtió y precisó Víctor, procediendo de forma instintiva, rápida y sin miramiento alguno a pisarle su frágil cabeza con el tacón de su zapato derecho, así como a partirle el cuerpo en tres, ante nuestro estupor; remplazo del miedo y la sorpresa que nos causó el inesperado ofídico encuentro, amén de la impresión indescriptible de ver que cada separado pedazo de esta, al menos durante treinta segundos más, se seguía convulsionando entre la amarillenta tierra del camino.

—Culebra pequeña que un hombre se tope y viva la deje, cuando grande, esta lo busca, lo pica y su sangre se bebe —nos respondió ante las miradas que Delfín y yo le hicimos, con angustia y, en parte, como silente rechazo por su certera y destripadora acción.

Del todo no quedamos satisfechos con la rimada respuesta de aquel viejo poeta del monte, tampoco con su agorera justificación. «Sus razones tendrá para actuar así frente a riesgosas situaciones como esta. El haber pasado gran parte de su vida en estos parajes, le debió granjear experiencia, aval para su sobrevivencia», pensé, y hasta lo justifiqué. Me imagino que algo así también tuvo que haberse imaginado Delfín, el otro vate que nos acompañaba; un cincuentón de tierras lejanas, con color, sabor y olor a brisa marina. A él también, por separado, Víctor, algo, durante esa semana, le refirió sobre el lugar que habitaba. Descarnado e increíble relato que despertó en nosotros esa particular inquietud literaria por evidenciarlo. Más, todavía, siendo este uno de los escritores más viejos entre los participantes. Estaría montado en los ochenta. Sin embargo, lo caracterizaba una inagotable jovialidad y afabilidad, además de poseer gran talento, tratándose de componer y recitar sus versos y coplas; todas revestidas, eso sí, de verde campo, canto de turpiales y azucenas silvestres, así como del rumor nostálgico del viento escupido por los enormes peñascos que protegen y esconden aquel taciturno municipio, de panche y mitológico nombre.

Contada por ese recio y viejo poeta, su historia parecía de fantasía; «producto, quizá, de su prolija imaginación bucólica; de curtido hombre campesino», pensamos cuando nos la compartió, por separado, en La Posada de la Abuela, en el casco urbano del pueblo, diagonal al inmenso y viejo templo, aún sin la mayoría de sus vitrales, los que prometió traer de Italia el gamonal Bernardo Mencino, casi un siglo atrás.

El inesperado suceso con la pequeña serpiente me hizo recordar, no sé la razón, la luctuosa noticia sobre mi padre. Además, me incentivó ese incómodo picor en el pecho, ahora acompañado con una sensación de falta de aire en los pulmones. Pero, tampoco lo compartí con ellos. Me lo guardé, como suelo hacer con cada cosa que me pasa, sobre todo las difíciles, los fracasos, las maluquezas, las vergüenzas y las desilusiones. ¡Son mías!, por lo que a nadie se las digo. En ese momento justifiqué aquella creciente molestia por el esfuerzo de la subida, a pleno rayo de sol y con muy poca agua para hidratación. Circunstancias estas que casi hacen que Delfín, antes de la mitad de la loma, desistiera de llegar a la cima. Y eso que ni él ni yo llevábamos carga física alguna, más que las de nuestras propias agobiadas almas. Pero, me interesaba, y necesitaba conocer el sitio aquel, por lo que lo animé y seguimos al paso que, cargado con un inmenso y pesado morral al hombro, dos chuspas de fique terciadas, con una jícara guarapera, hecha de totumo, colgando de una de ellas, y varios paquetes en las manos, marcaba el rudo compositor campesino; consciente de tener que hacerlo a nuestro ritmo y endeble físico citadino; y no al de él, acostumbrado a lidiar con esa dura loma y las arduas condiciones e inesperadas vicisitudes que su entorno implican.

Pero, el esfuerzo por la subida sí que valió la pena, con el sobresalto por el encuentro con la desafortunada víbora en crecimiento incluido. Primero fue el exclusivo premio y el majestuoso saludo de un sureño y refrescante céfiro proveniente del inmenso valle del gran río de la patria, el que se nos abrió de par en par, haciendo que nuestras miradas se perdieran en su prolongada hermosura, imposible de describir por completo. Collado este, la base de la cordillera vecina que culmina en varios escabrosos penachos de algodón, dos de ellos humeantes de vez en cuando, algunas veces con saldo trágico. Desde aquel filo de montaña al que llegamos, río, valle, la otra cordillera y sus eruptivos nevados, eran casi palmarios, a pocos kilómetros, muy cercanos, parecían.

Y no solo fue ese sureño y embrujador panorama. Al coronar la fatigosa loma, además de la mansa vaca topa carinegra de mirada triste que nos atisbaba desde cuando iniciamos el ascenso, nos tropezamos con otras tantas vistas espectaculares. Estaban por doquier, hacia donde se mirase, incluida la del cielo. Este, «vestido de azul pasión y dispersas nubes coquetas, las cuales, de un momento a otro, suelen convertirse en nubarrones fieros, cuando no en aguaceros interminables, sobre todo en ciertas noches de nostalgias y recuerdos idos», nos complementó Víctor. También, la del fértil y amarillento suelo, aunque debajo suyo duermen codiciados tesoros naturales; todos inventariados y bajo la extractiva y depredadora mira de foráneas ambiciones, alcahueteadas por insanos e ignaros intereses endógenos: elemental tesis del subdesarrollo subcontinental: riqueza para unos pocos, pobreza para la atolondrada mayoría, los sin nada.

Al otear hacia el poniente divisamos verdes laderas que albergan, además de la esencia agrícola municipal, el pequeño manchón del caso urbano. Allá sobresalen las dos imponentes torres blancas de la vieja iglesia que anuncian, desde muy lejos, la bucólica y taciturna existencia de un poblado, como perdido en el tiempo, difuso en el recuerdo, escondido en la rural nostalgia, sin embargo, de imposible olvido, así se quiera por cualquier motivo. Despensa agrícola, como todas en el país, y en el subcontinente, amenazada de muerte por los deletéreos giros del libre mercado y sus plastificadas, indiscriminadas y desaforadas importaciones. Volteamos, luego, muy lento, hacia el norte. Entonces, nuestras miradas se estrellaron con inaccesibles copetes cordilleranos, lamidos por el viento; fábricas de agua y génesis de mitológicas leyendas, así como de historias tristes y evidencias sobre la absurda, inacabable (por lo rentable) y mutante guerra connacional. Prolongado armando enfrentamiento entre desarrapados hermanos pobres, al mal pagado y casi siempre obligado servicio, unos y otros, del esquivo como volátil poder, ahincado por el acíbar del capitán dinero en manos de personas enfermas del alma, ¡presas y corroídas por la incurable ambición y la tristeza humana en su máxima y degradada expresión!

—Allá, en donde aparece semejante mordida —nos dijo Víctor, indicándonos un inmenso, feo y algo reciente boquete en la cordillera, se notaba la evidente nostalgia que lo embargaba al recordarlo, todavía más, al contárnoslo—, tenían sus cuarteles de mando y operaciones dos temibles frentes rebeldes que hacían de las suyas en esta zona. Por ahí fue que tuvieron a ese periodista famoso que secuestraron en la ciudad capital… no recuerdo su nombre ahora.

—Sí, el que después fue presidente, como antes su padre —le precisé.

—Sí, a ese, y a muchos más, los trajeron y tuvieron por esos riscos, mientras pagaron… o negociaron, o lograron el golpe de opinión que buscaban, como pasó con el periodista. Otros tantos no corrieron con la misma suerte, ni salieron jamás de allá… Una noche la aviación militar bombardeó la zona y causó ese derrumbe, visible desde muy lejos, ¡mordieron casi media loma!

—Dígame una cosa —intervino conmovido Delfín—, pero, ¿por qué el derrumbe en toda esa ladera?

—Esa vez la aviación usó muchas bombas, de gran tamaño. Cada vez que caían y estallaban, el ruido y el chispero eran infernales. En el pueblo, y en casi todas las veredas, incluso en las más lejanas, el bombardeo se escuchó y se vio, durante las más de cinco horas continuas que duró… Esa noche, ¡ese pedazo de montaña parecía el mismo infierno, con unos diablos adentro quemándose y otros afuera atizando!

El viejo poeta hizo un breve receso. Tal vez estaba leyendo en nuestras miradas y mustios rostros las inquietudes y preguntas que nos embargaban al respecto, pero que, por algún motivo, evitábamos hacer, quizá para esquivar las obvias y tristes respuestas.

—Me imagino que se estarán preguntando el motivo por el cual la aviación arremetió de esa manera…

—Así es —atiné a decir, secundado por un gesto afirmativo que hizo Delfín.

—De todos era sabido que los insurgentes se escondían entre túneles que tenían en la montaña… era una verdadera ciudadela subterránea —prosiguió el viejo poeta de aquellos montes—. No había otra forma de llegar a ellos. Desde ahí repelían feroz y tácticamente cualquier ataque terrestre, o de infantería y artillería, como dicen los expertos en milicia. El risco y la dificultad de acceso eran sus más seguras y efectivas defensas. Al parecer, esa noche allá murieron más de dos mil personas, entre insurgentes, secuestrados y uno que otro infiltrado… La mayoría yace sepultada entre el derrumbe, y dicen que hay, también, cualquier cantidad de caletas con dinero, ¡con dólares!, armamento ligero, mediano y hasta pesado, y muchas más cosas. Nadie se atreve a ir por allá, y no solo por lo difícil que es llegar…

Al seguir la vista hacia la derecha nos encontramos con espesos montes y sembradíos, limítrofes con el pueblo vecino. Verde naturaleza que cada mañana, no solo despierta y saluda al sol, sino que le permite emerger entre el espesor de sus hirsutas ramas.

Sí, creí haber llegado al paraíso; o al menos a sus estribaciones. Me pareció que ese era el más que refundido y protegido escondite-dormitorio de las musas del Olimpo. Divinidades inspiradoras de todas las artes, quienes, al atardecer de los venados desvisten sus celestiales cuerpos para entregarse al retozo con los traslúcidos dioses de la inspiración. Refugio merecedor, no solo de ser descrito en gráciles versos y finas letras con olor a romero fresco y mango pintón acaramelado, como lo hacen Víctor, Carmen Julia y tantos otros poetas de aquel taciturno villorrio, sino de ser adoptado como el hábitat idílico para componer la obra maestra que todo artesano literario quisiera inmortalizar. Me alegré por haber ido esa tarde septembrina hasta ese fantástico lugar. Sentí, como nunca, perdidas las riendas de mi díscola imaginación y de nuevo desenchipado el ensueño.

—Bueno, Víctor, ¿dónde queda tu morada? —preguntó Delfín, recuperado el resuello tras la acalorada y dura escalada, bebiendo un sorbo de agua de la botella que le compartí, única que llevamos, y luego de echar, como el otro vate y yo, esa mirada omnidireccional al impresionante e impactante paisaje, y a sus recuerdos e historias.

Nuestras gargantas estaban resecas. El agua de la primera botella era ya muy poca, y había que dosificarla. Las otras dos las dejamos en el carro. No nos imaginábamos semejante travesía, mucho menos el desgate físico que implicaba llegar a tan sinigual mirador, así como el requerimiento hídrico para contrarrestar la apanada y espinuda sed que nos estrechaba el guargüero.

—Sí, maestros, es aquí no más —nos dijo Víctor, señalando hacia el sur, hacia una bonita hondonada, a unos casi trescientos metros.

Allá se entre asomaba, con timidez para la vista del caminante desprevenido, algo parecido a un pedazo extendido de grueso plástico tostado por el sol. Luego me percaté de que era la cubierta del improvisado y enclenque refugio, el objetivo de nuestro ‘paseo’. Estaba adherido, por un costado, a una inmensa piedra que le daba albergue a tres árboles de capé, uno mediano y dos bastante grandes; y con parales de troncos de por ahí, para darle sustento por los costados descubiertos. Los capés, alimentados y asidos de la piedra, a su vez mimetizaban, todavía más, el lugar, rodeado por dispersas matas de plátano y arbustos silvestres de café, la mayoría en flor. Ese cuadro de tierra era custodiado a su alrededor por un concierto arbóreo, con predominancia de arrayanes de diversas especies, cauchos, magnolios, saucos, magueyes, cítricos, infinidad de sapanes, y otras tantas que no recordaba, o no conocía. Bosquecillo que se extendía más allá y abajo de la hondonada, camino al valle del gran río. Los matojos de sapanes llamaron mi atención por sus hojas en forma de mano humana, de colores variados: violeta, ocre, anaranjado y gris; nunca los había visto, o tal vez notado.

Esa edénica visión me causó un sentimiento transversal, ahondado por un sedante compás sinfónico producido por la prístina naturaleza, bajo el majestuoso, elevado y calmo vuelo de bandadas de galembos, a la siga del penetrante y difuso perfume de su exhalada subsistencia, en algún lugar, o lugares, de aquel embriagante hábitat. No sabría describir con precisión tal sensación, pero se me atravesó en la cabeza... y aún pernocta ahí; y tal vez marque el desenlace de mi vida, si es que no me llega a faltar el valor para emprenderlo, tal y como se me enchipó en el alma en ese momento.

Recuperado, casi por completo, del agite de la subida y del desasosiego de la muerte de la infantil criatura de víbora coral, Delfín, emocionado por el manjar paisajístico que nos ofrendaba la prolífera hondonada, se aventuró a encaminar con prisa sus pasos hacia aquel lugar por entre lo que parecía ser el camino, seguido por Víctor, a quien secundé de inmediato, también preñado de nostálgica emoción. La carrera nos llevó ‘al patio de entrada de la morada’. Cuatro canes salieron a recibir a su amo, ausente durante esa semana que duró el encuentro literario. Aquellos no paraban de olerlo, de batirle la cola en señal de grato y fiel saludo, de saltar a su alrededor, con infinita y sincera amistosa alegría. Rex, al parecer el macho alfa, le besaba las manos y la cara. Lupita, una perra que otrora tiempos debió ser de gran abolengo, recién parida, dejó de amamantar a sus tres cachorros. Ella también corrió a saludarlo, demostrando inmenso y sumiso afecto.

—Esta perrita —nos explicó Víctor mientras la mimaba—, está así, toda chirosa, perdió gran parte de su pelaje, como lo pueden ver, por efectos de la dura gestación y el complicado parto que tuvo, y que atendí en difíciles condiciones durante una noche de tormenta.

‘El Chester’ y Venus, la otra pareja de perros, un poco menos efusivos que los primeros, también lo saludaron y estaban al tanto de lo que, con toda seguridad, les traía Víctor en alguna de aquellas alforjas. El apoteósico espectáculo amoroso del reencuentro entre aquellos fieles gozques y la desbordada sensibilidad de su amo, casi nos impide observar la perpleja singularidad social del lugar.

Al quitar la vista de la escena canina que nos la capturó al finalizar el caminillo, nos topamos con un árbol de limón-mandarino, de casi cuatro metros de altura, cargado de insinuantes frutos del tamaño y el color de las mandarinas maduras, pero con el sabor propio del limón, «incluso más ácido», nos precisó el anfitrión. Este enmarcaba la entrada y daba la bienvenida al plastificado y empalizado refugio… un cambuche sobre una enorme roca, pero más pequeña de la ubicada al frente de esta, a la derecha, tres metros al norte, y tal vez cuatro veces el tamaño de la usada para tan particular, improvisado y precario habitáculo. Unas varas de guadua hacían de cerca, como para demarcar y encerrar la “propiedad” por aquel costado oriental, por el que llegamos. Un cucharo, dos arrayanes, uno blanco y el otro rosa negra, así como varios sietecueros le servían de postes a la cerca, la cual, por invitación de Víctor, cruzamos por encima, como lo hizo él, apoyados en las piedras, más pequeñas que las dos soberanas; sin embargo, también de gran tamaño, y que por doquiera había. Estas, aunque aparentemente inmóviles, parecían intimidantes ojos centinelas, como si un ejército de guardianes invisibles patrullara el rico subsuelo de aquel edén.

Atrás, hacia el sur, al finalizar ese peñasco, casi por completo cubierto con plásticos y ‘polisombras’, una hirsuta mata de monte servía de blindaje al refugio, prolongándose hondonada abajo. Hacia el suroccidente, además de una inmejorable vista de ciento ochenta grados, apareció una corta planada, espacio de verde pasto tapizado, y como patio usado por los dos habitantes del lugar. Ahí funcionaba, además de un molino para hacer harina de plátano para la sopa de los perros, la “zona social y recreativa”, exhibiendo, al parecer, el máximo activo a la vista: dos hamacas guindadas a un joven arrayán blanco, al lado sur, y al otro extremo, amarradas a dos troncos de guásimo, una en cada uno, separados entre sí por unos cuatro metros. Al concluir el pequeño patio continuaba la extendida hondonada que, tal parecía, iba a morir al valle del río de la patria. Fiques espinosos, sietecueros, almendros, capés y bellas parásitas adheridas a los árboles de mayor sombrío ornaban el entorno, cual paradisíaco jardín; mientras que de la espesura del bosque emergía una perenne y casi visible sinfonía rural. Hechizante tonada sin comienzo, sin fin y sin atada ni muchos menos escrita partitura. El viento, los dos peñascos, las mustias piedras de la guardia (los ojos de los invisibles centinelas del subsuelo), las ramas de los árboles, las orquídeas, los quiches, las bromelias, los azahares, los pájaros, las chicharas y una infinidad de seres imperceptibles fungían como sus mágicos y talentosos intérpretes, unas veces; como sus improvisados y afinados instrumentos, en otras tantas.

El contraste a tan hiriente beldad de la naturaleza prístina, si es que a eso se le puede llamar contraste, era la presencia invasiva de la connacional nostalgia social de aquel plastificado refugio en donde vivían Rafaél, «compadre Rafaél», como lo llamó Delfín tan pronto se presentaron, y Víctor, nuestro compañero de versos y pasiones literarias. Viejo cantautor y poeta repentista campesino este, quien, además, a nadie le llevaba la contraria; sin embargo, al escucharle o leerle sus tonadas, ahí uno se topaba y desarropaba al contestatario social que en verdad por dentro suyo cabalgaba.

Era un improvisado y pobrísimo cambuche, con dos habitáculos independientes, con un camastro y enseres misérrimos en cada uno; una cocina pegada al costado noroccidente de la piedra, esta ennegrecida por el hollín de la arcaica estufa a leña; y una especie de sala a la vista, toda en tierra, con tablas de roble sobre troncos enterrados a baja altura como bancas. Al parecer, y como algo nos comentó Víctor en su momento, antes de ir a constatarlo, «es un lugar a propósito diseñado y mantenido de esa aventurada y singular manera». Evitamos, Delfín y yo, no solo cuando nos lo contó alguna noche en el encuentro, sino durante la visita que le hicimos, preguntarle, por ende a Rafaél, las razones que tuvieron, y tenían, para vivir ahí, y bajo esas difíciles y precarias condiciones. Por lo menos, y como lo leí en la postura corporal y en la comunicación espiritual de cada uno de ellos, la perversa y solapada civilidad en general que les tocó aguantar durante su niñez, juventud y adultez temprana, así como cada una de las dolorosas pasiones afectivas enquistadas en el recuerdo; esas que laceran a todo instante el alma, esas que no se van, pero que no se quieren dejar ir, que no se pueden dejar partir; constituían las razones de sus propiciados autoaislamientos y enmontadas, casi a la intemperie. «Debió ser que el esquivo e infiel amor los golpeó, de muerte la enferma sociedad los hirió, mientras que la vida terminó por derrotarlos y de las ruidosas calles, para siempre, alejarlos», me dije, y me imagino que algo así tuvo que pensar Delfín. Al menos eso fue lo que le leí en los ojos a este otro jovial poeta caribeño.

Lecturas y percepciones que parecían correctas. Más, todavía, al ser reforzadas por las tres tristísimas rancheras mexicanas que, una tras otra, en una vetusta grabadora colocó y tarareó Rafaél, además, con hondo sentimiento… Nos quería decir, y compartir, de esa gritada y musical manera, lo que en su pecho ardía. Cuando aquel casi parapléjico hombre musitó algunas estrofas de La retirada, bolero ranchero de José Alfredo Jiménez, similar nostalgia, aunque a fuerza controlada, alcanzó a asomársele a la envejecida cara de Víctor, incluso, a las humedecidas pupilas de sus vivaces ojos de almendra.

Durante el breve lapso que estuvimos en el refugio con ellos, se mostraron sonrientes, atentos y alegres por nuestra visita. En sus rostros, al parecer, no se asomaba dejo alguno de tristezas, dolencias, rabias ni melancolías, excepto cuando sonaron las rancheras. Lo poco que hablamos con palabras; pues fue mucho más expedito y sincero nuestro callado diálogo de gestos y posturas, así como de mensajes enviados y recibidos por las atentas pupilas de los cuatro; fue siempre cordial, de satisfacción y tranquilidad, por parte de ellos, y de reconocimiento por su valentía y bonito hábitat en el que vivían, en cuanto a nosotros. Sin embargo, al llegar el momento de la rápida despedida, se hacía tarde y teníamos que viajar hacia la capital, a los cuatro, al unísono, se nos quebró el alma, haciendo añicos el represado cántaro de nuestra humana sensibilidad… esa que tanto evitamos dejar ver, mucho menos escapar, sin importar el daño que nos causemos, y que causamos, ¡y todos lo sabemos!

Cuando me fui a despedir del «compadre Rafaél, quien ahora es nuestro hermano y amigo», como le manifestó varias veces Delfín durante la visita, mi alma estaba anegada de llanto, cada vez más difícil de aguantar por dentro. Mi vano orgullo de hombre le impedía a ese torrente asomarse por alguna de mis ventanas externas. Pero, noté que aquel tierno y desvalido personaje, sentado ahora en su humilde hamaca, sí lo estaba haciendo: ¡lloraba! Sus lágrimas salían y recorrían serpenteantes su bronceada tez, reseca por la exposición continua al viento y al sol de la montaña. Él sí dejó fluir y exteriorizó la tristeza que le causaba nuestra inminente partida, tras la efímera visita. Ahogados sentimientos dibujados, evidentes en el ajetreado lienzo de su tierno rostro, con expresión casi infantil. Estuve a punto de dejar salir un borbotón de lágrimas, ¡y casi grito por el dolor de patria que me embargó, espinándome las vísceras! Pero, de nuevo me contuve. Mejor lo abracé y apreté muy fuerte. No recuerdo qué le dije, o si le dije algo. Estrujé su frágil y delgada humanidad entre mis brazos. Fue, además, un pretexto. Necesitaba desahogarme, no solo por aquel paisaje social de humana miseria, tan subcontinental, herencia del bicentenario, imbuido y sostenido subdesarrollo, sino por ese reconcomio hecho hormigueo en mi pecho, picadura de áspid, y esa extraña sensación que me atragantaba e impedía respirar por completo desde cuando supe la noticia del fallecimiento de mi distante padre… Aflicción empeorada con la trágica suerte que tuvo esa pequeña coral que Víctor destripó en el camino con el tacón de su zapato derecho. Creo que mi mirada, en ese álgido momento, debió parecerse a la de aquella mansa vaca topa carinegra que nos encontramos en el filo de la loma. Cuando nos soltamos, pues Rafaél respondió a mi abrazo y fuerte apretón, contagiándome de su nostalgia social, volteé a mirar hacia donde, en una escena igual, o tal vez más conmovedora, Víctor y Delfín se abrazaban, ¡y casi que lloraban!

Necesitaba salir de ahí, no podía más. Entonces, fui y abracé a Víctor, aún con más vigor como lo hice segundos antes con su casi inválido compañero de enmontada. Algo le dije, tampoco recuerdo, o tal vez no quiero recordar, o contar. Lo propio hizo Delfín con Rafaél. En ese momento; pese a la aparente rudeza de aquel espigado, viejo y curtido hombre de campo, amante de la copla y la poesía improvisada; así como a la encanijada y huraña actitud citadina de nosotros, los escritores visitantes, sin poderlo evitar, secundamos a Rafaél: ¡al unísono estallamos en llanto! ¡Los cuatro comenzamos a llorar como niños desconsolados!

Cuatro hombres adultos, ¡casi mayores todos!, llorábamos al cual más en aquel monte perdido en lontananza. Se nos quebró el alma, y allá se nos quedó, y para siempre. Los cuatro perros adultos, todos entristecidos, con sus cabezas metidas entre sus patas delanteras, observándonos, parecían entender y compartir aquel humano trance. La sinfonía de la naturaleza, en ese momento, después fue que caí en cuenta, también le dio paso al llanto del silencio. Hasta los galembos, con su majestuoso y calmo vuelo, descendieron a constatar que seguíamos vivos, que aún no era momento de incluirnos en su dieta.

Pocos minutos después, en sepulcral mudez, Delfín y yo estábamos subiendo hacia el filo de la montaña para emprender el largo descenso hasta la vereda en donde nos esperaba el carro que nos llevaría a la ciudad capital. Creo que uno y otro sentíamos lo mismo: que las palabras y el alma se nos habían quebrado y quedado en ese rancho, en la casa de Víctor. Solo fue hasta cuando, a media ladera, luego de pasar por el lugar en donde yacía la destripada coral, me di cuenta de que Delfín, como yo, por fin había dejado de llorar, entonces, le pregunté:

—Bueno, ¿cómo te parece?

—Maestro, esto, ¡en pleno siglo XXI!, es inverosímil; y tan cerca de la supuesta civilización, del ‘desarrollo’ y del ‘progreso’. ¡Hay que hacer algo!

—Así es: ¡inverosímil y conmovedor! —complementé—. Por mi parte, me comprometo, en principio, a escribir un relato que publicaré para que el mundo se entere… no importa qué suceda después.

—Si es que al mundo, hoy por hoy, algo así le importa, o lo conmueve.

—Sí, tienes razón, maestro Delfín. Tal vez hoy, nada a nadie conmueva, dada la insensibilidad reinante, acompasada con la lacerante insolidaridad que arropa a la fría humanidad. Esta, una especie fallida desde su esencia, y más peligrosa que la pequeña víbora con letal potencial que aplastó Víctor en el camino.

—Maestro, ¿por qué lo dices? —me preguntó Delfín.

—Porque el colmillo humano, entre más adulto es este, casi siempre lo que inyecta es veneno social, producto del egoísmo, la avaricia y el desenfreno que corren sin brida por sus venas… Al irse el hombre envejeciendo, sin necesitarlas siquiera, ni poderlas usar todas, más cosas ambiciona y atesora, y hace lo inimaginable con tal de que otros tengan menos, o no tengan nada; pues ha perdido por completo: templanza, solidaridad, escrúpulos… y, lo más terrible, el concepto y la práctica del amor sincero, así como de lo que implica el verdadero humanismo, en cuanto a darle un sentido lógico a la vida.

Delfín se quedó callado. No quise interrumpirle su mutismo. Al llegar al carro sacamos las dos botellas de agua y nos hidratamos con ansia y suficiencia, antes de emprender el viaje de regreso. Solo volvimos a cruzar algunas palabras, sobre otras cosas diferentes a nuestra impactante experiencia en la loma, cuando enrumbamos por la carretera principal hacia la ciudad capital, a menos de tres horas de aquel mágico paraje, el hábitat de esos dos particulares y humildes seres humanos, sin parangón, al menos por mí conocidos, sin más riqueza o pertrechos que sus atragantados amores, los recuerdos de toda una vida de esfuerzos y trabajos, así como de un sosegado refugio en el cual encontrase consigo mismo y su pasado.

De no haber ido, de no haberlos visto en su singular, improvisado y plastificado habitáculo… si tal vez me lo contaran, o lo leyera en alguna parte, me resistiría a creer de la existencia y peculiar como pacífica subsistencia terminal de aquel par de viejos enmontados.

Quizá esta experiencia, aunada con la intempestiva noticia de la muerte de mi padre (aunque siempre ausente y distante desde mi primera infancia), la dramática destripada de la peligrosa serpiente bebé y la sumatoria de las calladas y guardadas circunstancias que acumulo desde niño, incubaron en mí, esa sabatina tarde septembrina, una feliz como traviesa, ¡atrevida! idea. Se me encajó en la mollera que en un lugar así, en esas mismas, o tal vez con más precarias sociales condiciones, con solo el prístino paisaje aquel, unos cuantos fieles perros de compañía, y hasta con un par de vecinos similares a esos dos viejos connacionales enmontados, pensando y escribiendo, como lo hace Víctor, escuchando rancheras, como lo hace Rafaél, y contemplando el paisaje, como lo disfrutan los dos, quisiera pasar mis últimos años de vida. Tal vez así podría desintoxicar mi existencia de esa atrofiada civilidad subcontinental que me subyuga el alma.

Me preocupa, y entristece, que me falte valor para llevarlo a efecto, como lo hicieron ellos en su momento. Que me falte coraje para dejar de lado la cara, asfixiante y lograda mínima comodidad de la que ahora supuestamente gozo, producto de mis efímeras tenencias materiales, esculpidas sobre el pedestal de mis pesares, múltiples privaciones, abandonados sueños, asesinadas pasiones y dolorosos sacrificios hechos a lo largo de mi ardua vida… o que me acobarde al momento de tener que acomodarme y pernoctar, junto a un par de perros fieles, en una casa como la de Víctor, allá, tan cerca del paraíso.