El taller de la mujer y Virginia Woolf

Si abrimos cualquier novela de mediados del siglo XIX sabemos que, más tarde o más temprano, nos vamos a encontrar con ese “topos” literario que habita en ella como pez en el agua: el grupo de bohemios, pintores y/o vividores que llevan una vida apasionada y apasionante, a pesar de, o precisamente a causa de, sus penalidades económicas. Las mujeres siempre son las victimas (o victimarias) de esa pandilla de alegres muchachos, nunca sus iguales. A veces, muy raras veces, se representa a una mujer artista,  pero suele ser fea y sin talento, o guapa, y claro, también sin talento, pero que no llega ni siquiera a poder demostrar esa falta, ya que es seducida rápidamente por alguno de esos compañeros de la noche, el vino barato y la fiebre creativa, habitualmente en el antro de belleza y fealdad de su estudio o taller, y normalmente, siempre para mal. De pintora pasa a mujer, y de ahí muy pronto, a muerte ejemplar, con cuadro que la recuerde para siempre. Pero todos sabemos que el nombre del personaje del cuadro, por muy querida que haya sido, se borrará y que lo que quedará para siempre es el nombre del pintor. 

Es decir que estamos todos familiarizados con ese lugar mítico, de la novela, de la ópera y de las películas, ese lugar legendario y lleno de misterios, del arte, de la carne, de la nueva mirada y de los sentidos despiertos, y a veces incluso de la revolución: el taller del pintor. Normalmente es un espacio desordenado, lleno de piezas inconexas de colores vivos, donde se dan la mano obras terminadas y bocetos, además de muchas piezas incongruentes que servían de atrezo para las pinturas históricas que durante mucho tiempo fueron las obras artísticamente más valoradas. 

Gloria Alcahud, Coro Salis, Amalia Avia y Esperanza Parada en su taller de la calle Béjar en Madrid, h. 1960. Archivo familia López Parada

Las vanguardias cambiaron en muchas cosas este concepto “enciclopédico” del taller (también la aparición del arquitecto-pintor) por lugares más neutros, más blancos y más uniformes, donde el artista se encuentra en contacto preferentemente con su propia obra, su propio estilo y aquellas obras que se relacionan con ella.

En 1929, Virginia Woolf dice en su libro Un cuarto propio estas palabras sencillas y lógicas: “Para escribir una novela, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio”. Quien dice escribir una novela, dice pintar un cuadro, pero lo importante es que señalan como dentro de la estructura de la casa, en que la mujer debe de cumplir con todas las expectativas del “ángel del hogar”, es decir de su funcionamiento, solo si dispone de un espacio personal e íntimo en que las únicas expectativas sean las suyas propias puede lograr una obra artística.

Por supuesto, no era algo nuevo, pero el modo tan simple y preciso de exponer esa verdad inequívoca, ese axioma del sentido común, ha servido de tabla de salvación a numerosas mujeres que a partir de entonces, aferradas a la lógica Woolfliana han entendido que la importancia de un espacio físico para sí, significa la necesidad de priorizar su vocación dentro de la estructura doméstica y social como único camino para “crear”.

Y, entonces, empezó la andadura del taller de la mujer artista, que se quiso reproducir como más “ordenado” que el del hombre y más femenino, y esto es solo en el hecho de que su vestimenta y objetos personales son de tipo femenino. Libres de tener que seguir ningún estereotipo, pero también carentes de una tradición que las proteja, las mujeres artistas han creado sus talleres a su medida. A veces, las más afortunadas, los han situado directamente fuera del espacio de habitación, compartiéndolo entre varias, espacios de sororidad y apoyo mutuo. Otras han tenido que insertarlo a duras penas en la casa, buscando no tomar mucho sitio, ni real, ni simbólico…

A medida que ese espacio de creación femenina se ha “normalizado” y que la identidad artística se ha integrado en la sociedad, lo interesante es comprobar cómo, salvo detalles sin importancia, nada distingue este espacio de creación femenina de uno masculino. 

Amparo Serrano de Haro y el Grupo de Investigación PEMs20