Atlón
Sobre toda la región de un mundo conocido en el pasado, hoy a punto de relegarse al olvido por culpa de la escasa memoria de los hombres, existió la mano implacable de un hombre poderoso, llamado por unos rey, adorado por otros como un dios, maldito entre muchos como demonio, temido y respetado, que sembró en los pueblos el terror e hizo de su nombre un lúgubre presagio: Atlón.
En pleno apogeo de su reinado, entronizado en su crueldad, Atlón arrasó a cuanto pueblo, rico o miserable, osaba oponérsele. Así fue como invadió Lascur, haciendo de la muerte su estandarte. Dominada la ciudad y reducida a cenizas, ordenó la ejecución de hombres, mujeres y niños mientras que, sentado en su caballo, contemplaba cómo el sol se iba cubriendo de un gris premonitorio.
Antes de que se produjera la última ejecución, movido por un impulso nunca antes visto, hizo detener los cuchillos. Con imponencia real, dejó correr sobre la criatura indultada una mirada de hierro, mientras ésta, hipnotizada, se retiraba entre el susto y la dignidad, para camuflarse en el humo de la ciudad y de sus muertos.
Ahora nada era opuesto a sus designios. Su imperio férreo se extendía hasta donde sólo tienen verdad las leyendas.
Pero un día el sol se cubrió de nuevo con nubes grises. El Monarca se dirigió hacia su trono y esperó. Aguardó el paso de sus ejércitos, el cierre de las puertas de la ciudad, la hora en que las sombras ocultan a los hombres. Sin inmutarse, recibió al joven vestido de guardia que se acercó desde la oscuridad. Le lanzó la misma mirada de años atrás, concentrada ahora en el brillo del metal surgiendo de las cenizas.
Antes de que el cuerpo del hombre hubiera tocado el suelo, un imperio había sido destruido y uno nuevo creado. Al alba del siguiente día, los límites del mundo despertarían con el nacimiento del reino de Marduk, que la débil memoria de los hombres está a punto de entregar al olvido.
Huellas
El niño observaba cómo un hombre, ya viejo, punzaba la arcilla, marcándola rápido con diferentes símbolos: líneas rectas, medialunas, lunas completas. Intrigado, se le acercó y le preguntó qué hacía.
――Consigno hechos y cifras. Cosas de las que en tu vida difícilmente te enterarás. Estos son asuntos de hombres, de hombres sabios. Ahora vete, mi tiempo es valioso y estorbas――. Entonces el niño se alejó, mirando al anciano hasta perderlo de vista en una esquina.
El niño se fue pensando en lo interesante que sería poder consignar todo lo que pasaba a su alrededor y lo que ocurría dentro de su cabeza, siempre llena de pequeños pensamientos. Pero no podía, no era aún un hombre y menos aún un hombre sabio. Qué poco valían sus historias.
Delante de él, zigzagueante, apareció una mariposa. Trató de capturarla pero escapó. Dispuesto a no perder otra oportunidad el mismo día, insistió con ambas manos, corriendo tras de ella. Al correr sobre la arena, iba dejando el relato entrecortado de sus pies que, en la persecución, dibujaban líneas rectas, medialunas y lunas completas.
El nuevo final de la cigarra
Abandonada a su suerte, sin respaldo en algún hogar vecino, la cigarra desfallece entumecida y hambrienta en un punto sin nombre, perdido en medio de la borrasca. Hace mucho que la fábula de su historia le impuso una cruel moraleja. Ahora cierra los ojos para acogerse a un sueño profundo en el que contemplará la belleza de la primavera, congelada para siempre en medio del invierno.
Sólo ella lo sabe: después de todo no ha vivido en vano.
El amor
Su hijo nació sordo. Los médicos que lo atendieron durante los primeros años concluyeron que su sordera era definitiva y que ningún tratamiento podría revertirla. Así que ella, sin consultar lo que parecía un diagnóstico experto, decide que su hijo aprenderá a escuchar. Y le enseña, con todo lo que encuentra a su alcance, el poder de los sonidos, guiando su tacto a ritmos acompasados sobre las vibraciones de los objetos, enseñándole el latir de su corazón, descubriendo para él los misterios de la pintura y la variedad de los colores formando ondulaciones de todas las frecuencias, moviendo sus manos a través del espacio, marcando las pausas y el compás de la música. Le enseña también a escuchar sus silencios. Dedica a esto toda su vida, sin descanso, hasta que el último sonido llega a ella.
Ha pasado el tiempo. Él se halla ahora frente a la tumba de su madre mientras que, en su mente, orquestas completas le dedican multitud de composiciones. Es el regalo de su música interior. Sabe que ella lo escucha. Ella está feliz.
Aún queda llama
Hay cosas que sólo se ven en los ojos: la luz y la oscuridad, la sabiduría y la necedad, no permanecen ocultas para aquellos que saben ver más allá de las finas o rudas vestiduras de los hombres. No es suficiente con construir un complejo mundo alrededor, con la apariencia de la perfección, ya que los verdaderos valores carecen de hogar y protección si residen fuera del corazón.
Ayer, por ejemplo, un padre de familia extenuado por el trabajo de oficina y cuyo destino no se percibe más allá del cartapacio que se le ha asignado como distractor urgente de los asuntos de su propia vida y de su libertad, llegó a casa, abrazó con una sonrisa a su mujer, apagó el televisor y estuvo dos horas con su hijo de tres años jugando juegos carentes de sentido y de rutina en los que no se sabía cuál de los dos era el más niño.
Luego de comer, charló con su hijo mayor, ya universitario, y le ayudó con la tarea de cálculo, tratando de redescubrir el significado de límites e integrales. Después, se acostó junto a su esposa, hicieron el amor y se abrazaron desnudos en cuerpo y alma hasta hoy, su día siguiente, cuando descubre satisfecho que la llama de sus ojos aún no se apaga.
Bifurcación
El día que tuvo la revelación, entre el misterio y la bruma, de que el secreto de todo era la bifurcación, no pudo comprenderlo. Cuando se enteró de la muerte trágica de su familia, padre, madre y hermana, en un accidente a alta velocidad en la autopista, su alma paralizada olvidó el sentimiento del llanto, evitó recordar, no pretendía entender.
Años después, mientras su hijo lo mira con ojos fijos en medio de un océano de lágrimas, él postrado en la cama de una clínica inmaculada y silenciosa, los dos apretándose las manos con fuerza, puede por fin comprenderlo: la bifurcación es el secreto.
Círculo
Un hombre mayor dibujaba un círculo en la arena. Alguien que estaba de paso por el lugar le preguntó qué hacía. El viejo, sin inmutarse, le respondió de la misma forma en que lo había hecho, una y otra vez en el pasado, mientras comenzaba un nuevo recorrido por la circunferencia.
La muerte (1)
La muerte le dio a la soledad un despertar tranquilo: sin pretensiones, es más provechosa la primera etapa después del final.
La muerte (2)
Todos nos encontraremos con la muerte verdadera al menos una vez y cuando esto suceda, hemos de darle a su presencia (o a su ausencia) algún sentido. Alguien la ha imaginado como la forma de hallar la verdad: sólo estando fuera del universo, será posible apreciarlo como en realidad es. Puede que entonces no sea demasiado tarde.
Dos caminos
Sus pasos no coincidieron antes, ni lo harían después. Fue un momento de compañía lúcida, de reconocimiento perpetuo. Luego, cada uno se haría hombre a su manera. Sus vidas siempre habitarían universos distintos.
Una historia
Sutil, desorientada y ligera como ceniza, remontó el viento hasta que estuvo lejos de la conversación que le dio origen. Perdida en medio de la noche nueva, despertó para alimentarse con el verso infinito de sensaciones reveladoras, desconocidas. Creció con rapidez, transformándose en una gigantesca criatura gris de alas enormes y patas mullidas, curiosa, inquieta y desesperada, buscando las aguas de la corriente que calmaría, sin saberlo, la sed de todas sus horas.
Dos hombres la encontraron, moribunda y descomunal, a orillas de un río en medio de la lluvia. El más joven se mantuvo espantado a una distancia prudente. El más viejo, sin inmutarse, se acercó a la cabeza de la enorme bestia y, tomándola con delicadeza, le susurró algo al oído. En el instante, la bestia alada expiró, dispersando entre la hierba su cuerpo convertido en un polvo fino y de buen aroma. El viejo siguió el camino con el joven que regresaba a su lado, intrigado: era la primera vez en su vida que presenciaba el fin de una historia.
Partida
Abandono, abandono...Las jugadas se repetían insistentes, sobresaliendo del bajo y continuo rumor de movimientos conservadores que revolvían su memoria, identificados por millones en un tumulto de secuencias reunidas en una imagen que no conocía el sentido del tiempo. Abandono, abandono...De nuevo las jugadas y la repetición de partidas completas, simuladas, en todas las cuales su rival hubiera resultado vencido.
Con suavidad se fue filtrando desde el exterior el eco eufórico de los aplausos que esta vez le resultaban ajenos, pertenecientes al otro, al vencedor, que levantaba los brazos en júbilo mientras recibía el elogio de la multitud, reunida para apreciar al primer ajedrecista humano que en cincuenta años era capaz de vencer a la poderosa Deep Blue.
El magistrado
No era la primera vez que el Magistrado visitaba una escuela. Sin embargo, esa mañana parecía ser diferente: en sus movimientos se notaba la ansiedad, la necesidad de cuidar hasta el mínimo detalle de su presentación personal. A solas, antes de salir de casa, revisó de nuevo su portafolio, para estar seguro de no olvidar nada.
Llegó a la Escuela recibiendo los saludos respetuosos de profesores y estudiantes. Después de los actos protocolarios hizo un recorrido rápido por las instalaciones y se reunió con las directivas como tenía previsto. Fueron dos horas de conversación, luego de las cuales se despidió con cierto aire de circunspección, sin retirarse del todo. Saliéndose del protocolo, pidió que lo dejaran caminar por la escuela a solas. Comenzó entonces a recorrer los pasillos con lentitud, recordando: los jardines de los primeros días, los pisos de tercero y cuarto grado, finalmente los salones de quinto año. En uno de ellos golpeó.
La maestra, sorprendida, accedió a su solicitud de dejarle entrar. El se sentó en la última fila. Esperó unos minutos mientras la clase proseguía y sacó de su portafolio un viejo cuaderno de hojas amarillas, conservado con el mayor de los celos. Buscó una hoja específica, sacó un lápiz y anotó algo en ella. Luego cerró el cuaderno como si en ello se le fuera el día y lo guardó. Se mantuvo luego en silencio, siguiendo con atención el hilo de la lección hasta que terminó la clase. Agradeció de nuevo a la maestra por su cortesía, y salió del salón y de la escuela con un aire de tranquilidad en el rostro.
Era la temporada de invierno y con las primeras lluvias del día comenzaban a despertar los escarabajos que viven bajo tierra. Después de salir de la escuela, el Magistrado, sin poder ni querer ocultar su alegría, persiguió y atrapó algunos de ellos. Escuchaba el zumbido que producían cuando sus palmas se cerraban delicadamente sobre ellos. Los soltaba y sonreía: pensaba en los tiempos de inocencia, efímeros, que duermen en el interior y se agitan con la llegada de los cucarrones.
Pensamiento en la cumbre
«¡Por fin hemos llegado! El cansancio y la desilusión son cargas demasiado duras de soportar. Algunos sobreviven después de librar terribles horas de dolor, crueles pesadillas y desvaríos. Sin duda la muerte nos acompañará vigilante aún por muchos días. Al estar aquí, sólo viene a mí un pensamiento: no hay ascenso válido hasta no descender en consecuencia sobre la escala: toda cumbre lleva en sí misma su abismo”.
Capitán Johann Köller
Alto de Tamaninga, 1899
En una esquina
Ese día lo vi sonriente, como si todas las cosas que la vida le había deparado hasta entonces no tuvieran el impacto de otros tiempos. Se perdió para siempre dos calles más arriba. No llevaba ningún destino.
Fugas
Lánciles gotas suicidas aún no terminan su caída, y entre el sonido del viento sordo y el aroma del pasto siempre verde, yace ahora eternamente el cuerpo de un hombre al que se le quebró prematuramente el tiempo.
Callejón sin salida
Un hombre, protegido por la lluvia helada de una ciudad indiferente, ha cruzado los umbrales de un callejón sin salida. Sabe que es su última noche verdadera. Morirá sin testigos ni testamento, vencido por una cruel pulmonía. Nadie indagará sobre su origen, ni cavilará sobre su destino. Sin embargo, en la inmensidad del gran cuento inaprensible, habrá tenido la oportunidad de ser también un fragmento.
Un valor extraño
Un valor extraño de la vida: no el del que arremete su humanidad contra fieros ejércitos sabiéndose desprotegido, sino el del que, sabiéndose armado y poderoso, sucumbe ante la imagen de infortunio que encarna el llanto de la pequeña niña, abandonada en la esquina del cuento.
En el desierto
En su cuarta aparición, le propuso convertirse en el seguidor más fiel si le demostraba su verdadero poder. «No he venido a convencerte a ti, que eres mi demonio», le respondió, «He venido a convencer a los hombres del demonio que cada uno lleva adentro». Luego, tomó su camino hacia las ciudades.
Dosis de tiempo
A veces el tiempo nos viene en goticas: decantamos una a una hasta percibir su esencia más fina. En ocasiones, el tiempo nos doblega en torrentes que superan toda medida y de los cuales, sólo con suerte, podemos librarnos. Hoy, escribo esto mientras lo escucho salpicar diligentemente la cubeta, ya medio llena, que lo recibe en su caída desde una grieta que él mismo ha abierto en el techo...
Pronóstico
«Serás la más bella» le dijo el espejo, que nunca se equivocaba. Y así fue, pues nadie podía dudar que eran los más bellos, esos cuencos profundos, simétricos y oscuros que dejaron sus ojos al partir.
Un instante de eternidad
La descubrió a los ocho años, en el cuarto enmohecido que había pertenecido a su abuela. Allí recibió la impresión desmedida de los tiempos, reflejando el ímpetu de los ritmos que no mueren y la delicadeza sobrecogedora de las fronteras sin fin, entre los husos desgastados, la cosedora de pedales, los discos de acetato, las muñecas de trapo y los daguerrotipos envueltos por la humedad avejentada de las paredes de cal, adornadas con polillas. Luego, continuaría en la naturaleza de sus horas, persiguiendo la vida de juegos y placeres efímeros, mientras crecía, se hacía mujer, criaba cinco hijos, once nietos y envejecía malcriando a veinticuatro bisnietos, en noventa y siete años de vida que, como ella misma solía decir, no habían representado más que un ligero suspiro.
Meditación en la cacería
La presa está a su alcance, desprotegida. El cazador camina despacio, respirando con lentitud mientras tensiona el arco y apunta. Al tiempo que el zumbido de la flecha atraviesa la distancia que los separa, la víctima se vuelve y lo mira. Un rayo interior cruza entonces la mente del cazador. El escenario ha cambiado, después de esto su mundo ya no será el mismo.
Ha visto como se tiende entre ellos, el cazador y la víctima, un intrincado laberinto de bifurcaciones y convergencias, en las que él y su presa representan sólo dos de los extremos sin número, en un instante que tal vez para los dos no coincida, aunque ahora su flecha se la entregue como víctima y pueda cogerla, cargarla y sufrir por compartirla. Lo sabe: él y su presa jamás habitaron el mismo tiempo.
Esa noche, el cazador se alimentará sin comer, estará atento al aullido de los animales nocturnos sin escucharlos y compartirá el calor de los otros sin sentirlos. Estará solo, en medio de la compañía de todos.
Condena
Es un momento, un eterno aquí y ahora: Estoy en la Ville des Ateires, en el año de 1643, incinerando el cuerpo perverso de una vieja bruja que, en sus últimos denuestos contra el mundo, me condena a mí y a todos los que presenciaron su muerte, a recordar de por vida, vida tras vida, la cruel pesadilla de su atroz tormento.
Estoy en la Ville des Ateires, que es cualquier lugar del mundo, en el año de 1643, que es cualquier tiempo presente, cumpliendo una condena que no se apagará con fuego.
Día sin juicio
El pueblo lo recibió como solía recibir a los extraños: con desdén y algo de curiosidad. El viejo se bajó de la flota municipal que lo dejó solo en la mitad de la plaza, que a esa hora del día quemaba con más de treinta y nueve grados a la sombra, como era costumbre. Sin embargo, lo que más atrajo de su aspecto era que llevara, además de un paraguas cerrado y un maletín de medianas proporciones, un vestido negro con corbata perfectamente ajustada y sombrero a la vieja usanza, como si en lugar de un bus se hubiera bajado de un ropero, sin el menor indicio de sudor o desfallecimiento.
Lo primero que hizo al llegar no fue buscar la sombra del árbol centenario que daba centro a la plaza, ni la cafetería cercana en la cual habría podido calmar la sed. Contrario a todo lo que se podía esperar, se quedó mirando como extasiado hacia la montaña que definía el paisaje suroriental del pueblo por espacio de quince minutos. Luego caminó con lentitud hacia la cafetería.
Era un hombre alto, blanco, de una edad difícil de definir aunque sobrepasaba con justicia la de los buenos patriarcas. Flaco de naturaleza y no por debilidad, tenía el rostro y las manos perfilados con rudeza por una rígida osamenta. Sus ojos de granito emanaban miradas dignas sólo de los más respetados halcones.
――¿A qué hora abre la sacristía?- dijo, sin preámbulos.
――Si Señor, buenos días, hoy no abre――le respondió el dueño de la cafetería, no sin cierta extrañeza y casi sin poder ocultar una risa maliciosa -¿Desea tomar algo?
――Un vaso de agua.
――¿Viene por algún asunto en particular?
――Necesito hablar con el cura, es urgente.
――El Padre está en una vereda, si quiere lo espera. Llega a eso de las seis.
――Bien, solo puedo esperar.
Salió de la cafetería y se puso a caminar por el pueblo, sin decir palabra ni prestar interés por la gente o por las construcciones, mirando con ojos inquisidores sólo hacia la montaña. Después del medio día desapareció y no volvió a verse sino hasta las seis.
――Cómo está señor cura. Vengo a hablarle de un asunto urgente.
――Bien, siéntese y cuénteme ¿De qué se trata?
――Dentro de dos días, a las cinco de la tarde del domingo para ser preciso, una creciente de agua y lodo proveniente de la quebrada que le da nombre a este pueblo, lo destruirá por completo. He venido para prevenirlos.
――¿Cómo puede usted saber eso? ¡Sólo un loco se atrevería a venir aquí a insinuar tamaña estupidez! Esa quebrada está más seca que...su frente desde hace dos meses y aquí no suele llover durante estas fechas. ¿Cómo se atreve a...?
――¡Vine a prevenirlos! Yo, como usted, también soy sólo un instrumento. No estoy aquí por gusto, como ya puede suponerlo. He venido a cumplir la voluntad de mi Señor. El domingo sucederá algo que pondrá a prueba su fe. Es su decisión.
――Déjese de bromas, ¡Este no es siglo para estar diciendo payasadas!
――El domingo vendré para hablar en la misa de doce. De usted depende que lo que he venido a hacer dé o no dé resultado. Le aconsejo, eso sí, que no olvide el paraguas, porque va a llover como nunca antes se ha visto. Buenas noches.
Sin mostrar descontento, el extraño salió de la casa cural y abrió el paraguas como movido por un acto reflejo. Caminó por la calle principal del pueblo sin detenerse ni dar vista a los lados y se perdió en la noche, cuando caían las primeras gotas sobre los tejados.
A pesar de que la lluvia no amainaba desde el viernes en la noche, la gente, llevada más por costumbre que por devoción, se había reunido en pleno para recibir la misa del medio día. El párroco apareció ante los feligreses con cara pálida y una expresión adusta. Rompiendo el protocolo, comenzó la misa en el púlpito, las manos sudorosas y muy intranquilas, diciendo:
“Hijos míos, hoy debo comentarles algo que me ha turbado el alma desde el viernes: ¿Recuerdan al hombre extraño que vino ese día a hablar conmigo?――algunos asintieron――Pues vino a prevenirme sobre esta lluvia que no ha parado. Me insistió, con una seguridad inquebrantable, que hoy a las cinco de la tarde, algo... terrible va a suceder ¡algo que sólo está...en manos del Señor!” Todos los presentes se santiguaron repetidas veces y comenzaron a hablar entre sí, haciendo más difícil para el Padre la labor de tranquilizarlos. “Sin embargo”, continuó diciendo, “aquel hombre me dijo que vendría a esta iglesia al medio día de hoy para aclarar sus palabras ante todos y de esta forma hacernos más comprensible la voluntad suprema. Yo en estos momentos no sé qué pensar, pero después de que él hable, es bueno que tomemos entre todos una decisión definitiva.”
La gente escuchaba turbada las palabras del Padre, sin poder dar crédito a lo que decía. El extraño llegó, en medio de esa confusión de voces, sin que muchos se percataran. Caminó directo hacia el púlpito, con la misma ropa del viernes en perfectas condiciones, sin atisbo de agua en las solapas o de lodo en los zapatos. Ajeno a cualquier afán o temor, habló de esta forma:
“He venido para preveniros del desastre que está por ocurrir en este pueblo, según ha sido la voluntad de mi Señor. Él ha querido dar hoy una prueba de su poder y los ha escogido a ustedes para que sean sus testigos. No deben huir, si en realidad los mueve la fe. Según me lo ha manifestado, Su deseo es que todo hombre, mujer y niño que habita en este pueblo, se postre ante Él en la calle principal, con la cara puesta hacia la montaña, por donde ha de aparecer la razón de la desgracia y de donde proviene también la gloria del que esto me dicta.
“Yo estaré frente a vosotros en todo momento, sin abandonaros. Seré así el primero en recibir la fuerza de Su señal. Debéis tener confianza en que sólo se hará Su Voluntad”.
El padre, que ya le había escuchado, sintió que su discurso era firme y convincente. Recordó lo que le había dicho en esa ocasión: “De usted depende que lo que he venido a hacer dé o no dé resultado”. Invocando la fe, pidió a los feligreses que siguieran con confianza las palabras del extraño, quien debía ser una especie de ángel o enviado divino, aunque su apariencia no mostrara tal cosa. Entrada la tarde, todos se encontraban en la plaza central, sobre la calle principal, esperando que dieran las cinco campanadas que ya no se escucharían.
A las cinco de la tarde, los brazos del extraño se abrieron al cielo mostrando sus blancas y huesudas manos, cuyos dedos apuntaban en diez direcciones diferentes; sin embargo, sus ojos permanecían fijos mirando al suelo: “¡Hágase tu voluntad, mi Señor!”, gritó, al tiempo que el torrente se desprendía furioso sobre la calle principal, engullendo hasta diez metros de altura todo lo que encontraba a su paso. La gente detrás de él permanecía arrodillada, sintiendo sólo el temblor de la tierra bajo sus piernas, rezando con los ojos cerrados y cubriendo todo el camino de salida. El torrente y su carga destructora pasaron sobre la multitud sin dejar detrás rastro alguno de humanidad hasta llegar al río.
Días después de la tragedia, cien kilómetros aguas abajo del pueblo, algunos pescadores identificaron en el agua, entre la inenarrable multitud de cuerpos que llamaban al desconsuelo y la tristeza, un sombrero negro y un maletín cuyo contenido, según sus versiones, era digno sólo del mismísimo Diablo.
Desde la ventana
Ya no está y sin embargo ¿Cómo alterar su último desorden? ¿Cómo apartar de mi lado la promesa de un regreso imposible? Ahí siguen descansando sus tenis de deportista aficionado, uno sobre otro, como esperándolo para que los devuelva a la vida. Su cama sin tender, con la sábana aún cubierta de su olor. Los discos de colección aguardando en silencio, los libros de universidad dispersos y descuidados, cómo les tenía las puntas. Ahí están, ahí se quedarán, siempre abiertos, cada uno ahogando la angustia nocturna antes del parcial. Su ropa amontonada en un solo cajón ¡Que descuidado era!
Sí, aún tenías mucho por aprender. Pero por qué tenías que irte así, de esa manera. Las angustias de mi corazón jamás dejaron que salieras de casa sin previsiones, y cada vez que esa puerta cerraba tras de ti comenzaban mis preocupaciones, los pensamientos que decían: ¿Habrá cruzado bien las calles? ¿Se detendría a mirar algún tumulto que no le correspondía? ¿Quiénes son los amigos con los que anda? ¿Por qué aún no llega de clases?
Verlo aparecer cada tarde o cada noche era el júbilo de ganar todos los días mi batalla de veladoras y oraciones contra el infortunio. Él nunca comprendió por qué mi rostro se iluminaba cuando llegaba a casa, pero no lo culpo. Así somos todos cuando jóvenes y a mí me bastaba con saber que todo iba bien porque lo veía en sus ojos.
Esa tarde yo estaba haciendo el almuerzo, como de costumbre. Puse la radio a un volumen alto para escuchar entre los silbidos de la olla las noticias. “Un petardo de regular poder explosivo” había detonado cerca de las instalaciones de una entidad bancaria. “Un peatón muerto y varios heridos es el saldo del acto terrorista”, y yo confiada te esperaba porque no podías ser tú, el mundo te deparaba grandes cosas, el mundo, tus tenis sin gastar.
Todos me dicen que te deje ir, que aferrarme a tu recuerdo me duele y te duele a ti también, que es tiempo de volver a mi vida de antes, como tu hubieras querido que fuera. Pero es un consuelo inútil, porque tú eras mi vida de antes, tú eres mi vida de ahora. Una madre nunca deja de serlo, es algo que ellos no pueden comprender.
Por la ventana siguen pasando mis horas, mirando sin mirar, esperando siempre la misma sombra que antes me obligaba a mantener encendida la luz del pasaje. A veces escucho a lo lejos las sirenas que llevan los afanes y urgencias de otros, pero ya nunca serán motivo de mi preocupación. Te has ido, y por esas crueles revelaciones de la injusticia, las piedras vuelven a ser piedras y mi amor se fatiga, llora y a veces incluso olvida por qué está llorando.
La catedral
La hemos llenado de gloria humana, majestuosa, soportada en sólida estructura de granito, cubierta con acabados de diseños delicados que alucinan en su interior inconcluso y sin límites a través de espejos que multiplican las imágenes, mientras la luz de lo exterior desborda su magia de color por entre los cristales minúsculos que componen mosaicos de lo visto y lo sentido.
En sus aposentos hemos confesado todos nuestros sueños y culpas. Vidas de éxito y derrota han quedado plasmadas en sus muros, bajo las piedras de su altar, en el refinamiento de los íconos que cuentan una historia corta, silenciosa y muchas veces desenvuelta.
Sus planos y sombras se han descrito y se describirán en las crónicas ilustradas de las bibliotecas y de sus múltiples laberintos que dormitan en los sótanos húmedos junto con las almas de todos los que traspasan confiados las puertas de entrada sin salida, porque estas últimas se suelen extraviar u olvidar o simplemente no existen.
Este es nuestro orgullo de constructores, el misterio de la más perfecta catedral, cuyos detalles, como los granos de arena, se contemplan una y otra vez sin conocer término alguno. Algún día, quizás, Dios habite en ella.
Pequeña justicia
Hace algún tiempo recibí la visita de una hormiga. Sé que esto puede sonar demasiado inocente, incluso para la historia más inocente que pueda ser contada, pero me dispenso este comienzo haciendo notar que lo normal es que uno vea no una sino a cientos, miles, millones de ellas, avanzando en filas, de ida y de regreso, cargando recortes de hojitas, o capullos, de una a otra colonia. Por eso le presté atención. Subió por mi bota sin hacer un esfuerzo extraordinario, como si estuviera decidida a conocerme. Traía algo en las mandíbulas. Al principio no lo detallé bien, pero cuando ya iba a la altura de mi rodilla, después de haber flanqueado dos largos pliegues del pantalón, pude darme cuenta de que llevaba un minúsculo bastoncillo con una bolsita de proporciones aún más modestas, amarrada en uno de los extremos (para estos propósitos, siempre cargo una buena lupa). Esto me intrigó aún más que verla sola. Le acerqué mi dedo índice derecho para ofrecerle un atajo (sin saber aún cuál era su destino o sus intenciones). Ella lo recibió con algo de curiosidad, moviendo sus antenas, pero luego se aferró a él y continuó caminando por la mano, subiendo dubitativa el brazo, luego el antebrazo, hasta que estuvo a la altura del hombro. Ahí tomó un segundo aire, disimulando cierta vaga exploración que ni yo mismo le creí, y pronto continuó ascendiendo hasta llegar a la altura de mi oreja.
Por la forma en que actuaba, daba la impresión de no estar muy segura de su siguiente movimiento. Es probable que la desconcertaran los senderos circulares de la oreja, o la sensación de ese oscuro foso en el centro la hiciera entrar en pánico. El hecho es que por un momento se mantuvo quieta, batiendo las antenas a la entrada del pabellón. ¿Por qué se había arriesgado a viajar tan lejos de su casa? Quizás había huido de su colonia porque no soportaba más la presión de una esclavitud impuesta por la más rigurosa de las jerarquías. Sin embargo, en tales casos lo que suele ser procedente es la repartición de panfletos revolucionarios (imagino mensajes químicos por medio de hormonas subversivas), o la confabulación en grupos para tomarse a la fuerza el poder o algo por el estilo. Tal vez salió buscando a Dios, como lo han hecho muchos de los nuestros, hombres de espíritu recto que se convierten en líderes, profetas, ascetas o ermitaños, pero que de seguro nunca le han encontrado.
Podría ser también el simple deseo de escalar un obstáculo considerable (algo así como un monte Everest), aunque para ser sincero mi estatura dista mucho de ser un propósito a vencer entre los de mi especie y además había terminado por acoger mi atajo, lo cual no era una actitud propia de una verdadera escaladora. Llegué a inquietarme en realidad cuando supuse que la inocente hormiguita, que ahora comenzaba a circular graciosamente por mi oreja, estaba en realidad explorando un posible sitio para trasladar la colonia, pero esto pronto dejó de ser una preocupación pues tampoco resulta lógico que un solo individuo, de cualquier especie que se trate, se aventure a recorrer un lugar desconocido sin contar con el apoyo de otros.
¿Qué estaría cargando en la bolsa? Tal vez la razón de su presencia solitaria en mi oreja obedecía simplemente a la evasión de la ley por haber cometido un crimen, posiblemente un delito menor (el robo de una porción adicional de alimento), o algo más grave como el secuestro de una larva de la nobleza, lo cual me puso sobre aviso de la posibilidad de estar siendo cómplice de una situación embarazosa. En todo caso, sabía que en la diminuta bolsa hallaría la razón de su presencia. ¿Debía esperar para que la abriera? O, por el contrario, tomarla por sorpresa. No fue necesario lo segundo, ya que ella misma finalmente se detuvo en el primer descanso sobre el lóbulo y con sus patas delanteras desabrochó la bolsita.
A estas alturas se preguntarán cómo podía ver todo esto, estando como estaba la hormiga en mi oreja. Bueno, pues con un espejo de mano como es obvio. Pero ¿qué contenía la bolsita? Era la pregunta que pronto hallaría respuesta. Aún hoy siento todo el peso de la imagen cargado en mi corazón: con qué delicada actitud fue extrayendo uno a uno los restos de un pequeño cuerpo, alguna vez articulado, que batió de seguro sus antenitas tratando de seguir en su marcha a la que, en esos momentos, se exponía en un temerario viaje por agreste geografía, para hacer que el culpable reconociera su crimen y recibiera su castigo. Yo bajé la mirada, reducido como estaba a un tamaño mil veces inferior al de mi acusadora y aunque expié juiciosamente mi conciencia no pude determinar cuándo había ocurrido aquello. Lugares no faltaban dentro y fuera de la casa, a ras de suelo o al nivel de las manos. Sin hablarme, había dejado en mi oreja un veredicto secreto de justicia, que no por venir de una hormiga deja de ser doloroso. Pero así, simplemente, es la vida. Uno a uno, fue recogiendo los restos para envolverlos. Acomodó con delicadeza la bolsita en el bastón y sin solicitar ayuda, descendió imperturbable hasta alcanzar, después de graves quiebres y arrugas, mi zapato. Una vez en el suelo y guiándose con las antenas, se perdieron ella y sus pesares dentro de una minúscula grieta en la pared de la cocina.
Caballo de Troya
Es la final del campeonato de fútbol del año 2042. En el campo se enfrentan Italia y Argentina. Han corrido ochenta minutos de juego con un agónico empate sin goles, que se rompe de modo magistral cuando las hábiles piernas del delantero italiano Andrea Strossi esquivan la defensa rival y de un potente disparo de zurda desde fuera del área catapulta la esférica sobre la humanidad de Marcelo Limbodrio, quien sólo tiene reflejos para observar cómo se infla la valla cerca del paral derecho. Un júbilo europeo ronda el estadio, invadido por el calor local de cuatrocientos mil espectadores, venidos de todo el orbe.
Argentina lanza un ataque desenfrenado. Por todos los medios intenta conseguir la igualdad, avanzando por los costados y penetrando en forma tímida y discreta la sólida defensa italiana; sin embargo, todos sus intentos desfallecen sin inquietar demasiado al orgulloso guardavallas Vittorio Quieza. Pasan en este episodio siete agotadores minutos.
Una falta descalificadora del defensa Alessandro Maldoni sobre el delantero gaucho José Pingalupi, cerca del área del equipo italiano, es sentenciada por el árbitro como tiro libre indirecto. Quizás es la última oportunidad del equipo suramericano. Entonces sucede.
El capitán gaucho, defensa centro, Martín Batista, acomoda el balón, pero en lugar de tomar impulso para golpearlo hacia el centro del área chica, como ha sido costumbre desde que el fútbol es fútbol, decide en su desesperación pararse frente a la esférica colocando sus manos en jarra, mientras invita a sus compañeros a que le sigan en la estrategia.
Ocho de los once jugadores gauchos se acomodan alrededor del balón uniendo sus brazos para formar una muralla humana, circular e inexpugnable, en cuyo centro se encuentra el balón, protegido por las piernas de un noveno hombre, el goleador Héctor Plazas.
El árbitro asiste a la insólita postura con desconcierto y en lo que parecen ser segundos eternos, no encuentra ninguna contravención a las reglas en el procedimiento, así que pita para que la jugada continúe. Al grito de «¡Avance!», el círculo humano comienza a caminar en formación cerrada hacia la portería rival. La defensa italiana, extrañada en un principio, no sabe cómo responder. Cuando deciden finalmente interponerse al paso de la muralla, es demasiado tarde: han flanqueado el área chica y se abren formando una U que deja libre al delantero para que, con toda la furia de que es capaz, lance el balón disparado contra la red.
Miles de destellos de cámaras se mantienen en todo momento alerta, siguiendo la jugada y la posterior desbandada de los argentinos, que empatan en el último minuto un encuentro que parecía perdido, ante la desdicha e impotencia de los italianos.
Muchos de los asistentes al estadio murmuran acerca de la estrategia, comparándola con la epopeya homérica, revelando de este modo que en el mundo de los humanos todo se repite, ya sea en el mar, o entre murallas, en los oscuros pasajes del Hades o en este limitado campo verde, donde vemos enfrentarse de nuevo los valores de la templanza y el deseo de victoria. Otros menos trascendentales sentencian: ¡Así es el fútbol! !Qué le vamos a hacer! Todo es posible antes de que suene el pitazo final.
¿Alguien todavía pregunta por el equipo que ganó el cotejo? Los que estén interesados sólo tendrán que esperar algunos años. Lo que sí les garantizo es que el final será aún más sorprendente.
El viejo
Al viejo lo descubrimos siendo niños, en una de nuestras correrías por el vecindario, que solían comenzar en las horas de la tarde después de llegar de la escuela y terminaban con el llamado de las sombras largas y frías de las casas. Siempre en el zigzag que era el camino de regreso pasábamos por su tienda, que nos recibía con su olor preciso de madera mezclada con cal, cerveza y pan duro, y ese piso de tablones que crujía como si fuera el fin del mundo y nos hacía sentir el poder vertiginoso de las parábolas aún cuando nada sabíamos de su singular geometría.
Al viejo todos le teníamos respeto, quizás porque a esa edad lo veíamos como a un hombre recio, de pocas palabras y lleno de secretos. Sin embargo, no había tarde en la que, después de comprar los refrescos en su tienda, dejáramos de preguntarnos por qué su mano izquierda vivía cerrada, y digo vivía porque a pesar de ser un puño estorboso en esas condiciones, jamás nos pareció que la mano estuviera tullida o atrofiada.
De tarde en tarde se nos fue pasando el tiempo de uniformes y carritos de regalo, mientras se deshacía lentamente, a veces sin percatarnos, la barriada de juegos porque estudiábamos en colegios distintos, con afanes que no dejaban tiempo para el potrero y porque con el tiempo algo en nosotros nos aísla de los que más queremos. Además, en aquellos días del bachillerato la situación económica en mi casa no era buena- de hecho muy pocas veces lo fue- y se dio como una buena oportunidad el que comenzara a trabajar por las tardes, tres veces por semana, como ayudante en la tienda del viejo.
Contrario a nuestras suposiciones infantiles, no se trataba de una persona introvertida. Don Guillermo, que así se llamaba, solía hablar con los clientes sobre el clima, la política internacional, los proyectos del barrio y las noticias del diario. Cuando, ya entrada la tarde, los agites de la tienda disminuían, le gustaba escuchar mis historias del colegio, algunas veces un poco frívolas, pero siempre mostrando algo de interés. Llegué incluso a contarle, sin que fuera una confidencia o una petición de consejo, los conflictos que tenía con mis hermanos y mis padres y los desaires de las niñas que más me gustaban y que nunca me paraban bolas. Sin embargo, en todo el tiempo que trabajé con él, jamás dio señal de querer abrir su mano. Y, por esas prevenciones del respeto a los mayores y las distancias que se deben conservar para no incomodar la amistad, yo tampoco tuve ni el valor ni la suficiente sensatez para preguntárselo.
Luego de terminar la secundaria, estuve un año en el ejército y al terminar el servicio me matriculé para estudiar ingeniería de sistemas, a pesar de no haber tenido nunca en mis manos ni siquiera una calculadora y que lo más parecido que había usado era la caja registradora de manivela de la tienda. Estudiaba en un instituto nocturno porque de día debía trabajar como mensajero para ayudar económicamente en la casa. Por aquel tiempo frecuentaba muy poco la tienda, que permanecía medio día cerrada porque don Guillermo, que ya rondaba los setenta, se la pasaba de un achaque en otro y ya no conseguía ayudantes tan fácil como antes, por el mal genio en el que se mantenía, debido sobre todo a la presión que le ejercían los comerciantes para que les vendiera su lote y así poder construir un almacén de cinco pisos.
A don Guillermo se lo fueron comiendo los años, al mismo ritmo que al barrio. Muchos de sus contemporáneos habían muerto y el mismo barrio se había convertido en una zona de comercios de puertas con rejas de metal custodiadas por vigilantes, y de noches de indigentes y pandillas, donde ya nadie se conocía con nadie y así era mejor.
Cuando me enteré de que se había enfermado de gravedad y que ya no podía levantarse ni para correr las cortinas de su pieza, decidí visitarlo en las tardes, en el tiempo que me quedaba entre el trabajo y las clases. A él le agradaba verme entrar y me hacía una señal de sonrisa con sus ojos vidriosos y melancólicos y la boca reseca, afectada por respiraciones cortadas por el dolor. Había bajado de peso y se veía flaco y enjuto, frágil como una criatura de arena. Yo me sentaba al lado de la cama, en una butaca que de seguro hubo de conocer todas sus intimidades desde que era un muchacho. Yo le transmitía los saludos de la familia, dejaba en su cuarto algunas frutas, le preguntaba cómo había pasado la noche, pero pronto la conversación se tornaba distante y yo terminaba por despedirme diciéndole que se abrigara bien, que cualquier cosa que necesitara me avisara y que yo volvería al otro día para ver cómo seguía. Incluso en ese estado, me causaba curiosidad ver cómo su mano izquierda, temblorosa y sin mayor vigor, se mantenía cerrada pero viva.
Así pasó una semana completa hasta que vino el cura para aplicarle la extremaunción y entonces fue cuestión de algunas horas para que falleciera. Cuando comenzamos a arreglarlo para el ataúd me di cuenta de que sus manos, grandes y sin defectos de artritis a pesar de lo viejas, estaban tranquilas y completamente abiertas.
La vida se nos suele ir así, cargada de asuntos corrientes y dudas insatisfechas. Aún hoy, después de tanto tiempo, me pregunto por qué se mantiene viva la imagen de ese viejo, que no fue nada mío y yo nada de él, excepto por la curiosidad de ese puño cerrado y algunas tardes de tienda. La historia de ese puño en su encierro voluntario era sólo suya, como nuestro fue ese barrio perdido de la niñez, y quizás no nos correspondía descubrirla. Misterios que se van con sus dueños, que escapan como peces tímidos a través de las redes modernas de manos abiertas.
El bibliotecario
―¿Usted se llama Eduardo? Es un nombre perfecto para su profesión, como ya lo sabe de seguro. Cuánto lo envidio. Yo dejaría todo lo que tengo, incluso a mi mujer, me atrevo a decirlo, por tener el trabajo que usted tiene aquí, encerrado con más de un millón de volúmenes, conociendo a la humanidad sin tener que estar en contacto con los hombres. ¡Cuánta cultura debe llevar usted a sus espaldas, amigo Eduardo! ¡Qué increíbles tertulias han de surgir, promovidas por su proverbial inteligencia!
―No siga――repuso el bibliotecario――, jamás he leído libro alguno. Estoy aquí, porque el dueño confía en mí, como confía el amo en su más fiel bestia: sabe que jamás gastaré sus bienes, ni hurtaré uno sólo de sus ejemplares, simplemente porque los considero objetos sin valor alguno. Una cosa de todo esto me hace felíz sin embargo, eso sí no lo puedo negar, y en tal sentido creo que sus palabras me hacen algún mérito: me gusta tenerlos a mis espaldas. Allí, en silencio, me dejan vivir en paz con mis pensamientos, que no son muchos, ni de gran categoría y no servirían para llenar una página, pero son míos y eso me basta.
No lo tome en serio
A veces, desde la ventana que se abre en el segundo piso de la casa hacia el patio, miro a mi perra, una pastor alemán noble y tranquila que descansa con su cuerpo enroscado en el poco espacio que le dejan los enseres de la incomodidad humana. Ella permanece ajena a mi presencia, inocente de todos mis pensamientos y resoluciones, cuyas realidades pertenecen quizás a otra dimensión, la dimensión de aquel segundo piso.
Siempre dejo de mirarla pensando que desde el piso enésimo de la casa sin puertas ni paredes, me observa otro ser, para el cual yo también permanezco ignorante, enrollándome en mis pensamientos dentro del poco espacio que me deja su cadena, y que éste a su vez es observado por otro, y así hasta el infinito, lo cual suena bien y tiene cierto aire de racionalidad.
Sin embargo, cuando medito acerca de las pulgas que molestan a mi perra, o sobre las hormigas que laboran en la cocina, pienso que estas cadenas son ficciones producidas por nuestro cerebro y que en realidad el infinito no existe, es sólo una aberración de nuestra inteligencia deficiente, y es al final el microbio diminuto el que mueve las finitas e identificables observaciones del cosmos.
A veces pienso que ni mi perra, ni sus pulgas ni yo existimos en realidad, que todo es fruto de la ilusión de otro, quizás un oso que duerme su largo invierno y que cuando éste despierte todo dejará de ser, sin problemas, pero queda la cuestión de quién piensa al oso y esto me conduce de nuevo al planteamiento inicial que ya he considerado una aberración y por lo tanto un extremo lógico sin sentido.
Lo que más ocupa mis pensamientos sin embargo, es la necesidad de tomarme un descanso en alguna villa tranquila o en una clínica de reposo, antes de que tantas ridiculeces me conduzcan sin remedio al manicomio.
Latencias
Llegó a mi mesa en el restaurante, silencioso, sin que en realidad yo le hubiese invitado. Al principio me causó curiosidad, incluso gracia, verlo ahí, frente a mí, caminando de un lado a otro sobre la mesa, sin hacer ruido, ronroneando y sacando la lengua para lamerse los bigotes, fijando sus penetrantes ojos verdes con inteligencia y precisión en cada uno de los objetos que lo rodeaban, incluyéndome a mí, que comenzaba a darme cuenta de que no se trataba de una simple casualidad sino de una bien estudiada jugada del felino, quien estaba a punto de revelarme sus verdaderas intenciones.
Porque las especies se comunican entre sí de maneras peculiares. No con un lenguaje cómodo y limitado como el que establecemos nosotros como miembros de un mismo “club” a través de las palabras y los gestos (realmente los únicos lenguajes que, con deficiencia y por necesidad, conozco). Es una comunicación mucho más rica en matices que involucra a todos los sentidos: el lenguaje del temor, del calor compartido, de los roces, de los movimientos y las miradas que observan sin ver de frente.
Muchos de esos lenguajes los compartimos con animales que nos son cercanos, como los perros, compañeros inveterados de nuestras intimidades. Más aún, me atrevería a decirlo, que no se puede hablar del hombre y del perro como dos entidades separadas, porque de seguro lo que hizo al hombre lo que es no fue su habilidad con las manos o su mayor cerebro, sino el haberse aliado con los perros en sus correrías. Homo cannis, podría ser una buena definición de lo que somos en realidad. Sin embargo con el gato, y específicamente con él, las cosas son diferentes.
Muchas damas y caballeros podrán considerar estas palabras como blasfemas. Entiendo que muchos hayan adoptado, o creído adoptar, gatos como mascotas, pero el hecho de que sus pasiones los vuelvan ciegos a la realidad no es mi problema: el gato es un animal salvaje, ajeno a nosotros. No nos pertenece y no le pertenecemos. Esto es así hoy, lo fue en el pasado y sin duda lo seguirá siendo en el futuro.
Así me lo hizo saber esa tarde en el restaurante, con su mosaico de lenguajes que no admiten palabras humanas. Me mostró sin vacilaciones su mundo en las calles, la selva transformada en concreto pero selva para él al fin y al cabo, tan propicia y asimilable como la del follaje verde, aquella en la que sus primos felinos siguen cazando. Nunca perdieron las habilidades predatorias. Se escabullen, permanecen ocultos, vigilan.
Porque es seguro que detrás de todas las hazañas, retos, logros y ambiciones de los homínidos, merodea sigiloso hasta el extremo un gato explorador y explotador de los hombres. ¿No existe de hecho un explorador superior, que sigue nuestros juegos nocturnos, los de los gatos y los humanos-perros, con la misma pretensión de indagar en la vida de especies inferiores? El gato sabe que es cierto, y por eso nos lleva ventaja.
Así fue mi almuerzo con el gato: estamos él y yo, uno frente al otro. Rivales, fichas de un ajedrez simbólico, pero no por ello menos definitivo, que gravita alrededor de una mesa, siguiendo un juego que se pierde en la oscura memoria de los primeros hombres y que nos acompaña hoy imponiendo sus reglas. Él, representando todo aquello que hemos pretendido dejar de ser; yo, pretendiendo lo que aún no somos.
Establecidas de este modo las cosas, él seguirá paseando de un lado a otro de la mesa, sobre su hemisferio. Sus ojos verdes, que se camuflan eternos de generación en generación, ya no se humillarán ante la comida: es presa segura. Con decisión, sin los temores perdidos al perpetrarse como silencioso predador en la claridad de las noches de todas las edades, me mira ahora a mí, su próxima víctima.
El secreto del perro salvaje
El indio sostiene el puñal contra el cuello del hombre blanco, caído después de un enfrentamiento que tiene un seguro desenlace en la muerte. Sin embargo, el indio ha decidido darle una oportunidad. Le pregunta al cara pálida si ha visto alguna vez en el bosque al Gran-Perro-Salvaje.
――Si... lo he visto――responde con dificultad.
――Habla con la verdad... ¿Qué te dijo el Gran-Perro-Salvaje?
El hombre blanco guarda silencio. Siente el afán y la firmeza con que el puñal presiona su garganta. Entonces habla:
――Me dijo que no pasará mucho tiempo antes de que el último indio se haya ido. Cuando eso suceda, el hombre blanco reclamará esta tierra como suya y la dominará por siempre...
Con un movimiento seguro, decidido, el puñal cortó sus palabras.
Montado en su caballo, el indio regresa en calma. En su sabiduría, siempre ha tenido claro que los perros, por muy grandes y salvajes que sean, no hablan.
Máxima seguridad
José Manuel había sido un exitoso ladrón de bancos, hombre consagrado, metódico, amante del arte de su profesión por encima de las mundanas ganancias. Ese afán de perfección, capricho al que tanto le temen los hombres, lo llevó a retar todos los sistemas de seguridad cuando anunció que robaría, a la media noche de la Navidad de 1990 el banco más grande del país, sin que nada ni nadie pudiera impedírselo, ya que simplemente lo tenía todo calculado...Pero ese día la matemática le falló.
Estando en su celda, leyó un día en el periódico la noticia de que, en un lugar de la costa, donde la verdad y la fantasía son la misma cosa, todo un pueblo se había vuelto rico de la noche a la mañana cuando apostó al número ganador de la lotería, que de manera misteriosa había aparecido en las escamas de un pescado. Tal acontecimiento le resultó por completo indigno, dado su convencimiento del trabajo riguroso que siempre debía acompañar las cosas bien logradas, incluso aquellas que se encontraban por fuera de la ley.
Por eso, desde aquel día, tomó la decisión de aprovechar todo el tiempo de su reclusión para descubrir en qué forma se comportaba la suerte, esquiva y caprichosa por naturaleza. Leía con discreción en los periódicos los números ganadores de las loterías y consignaba las cifras en un cuaderno o en las paredes de la celda. Con el tiempo, pudo tener acceso a periódicos extranjeros a los cuales aplicó el mismo procedimiento y cuando tenía la posibilidad de mirar los sorteos televisados, fijaba su mente en cómo se impulsaban las ruedas, en la fuerza que cada persona, según su sexo, edad, disposición y estatura, les imprimía. Dedujo de esta manera el número entero de vueltas que solían darse antes de comenzar el freno definitivo.
Correlacionó los resultados de los sorteos de los diferentes días, y de las diferentes loterías, encontrando relaciones «sencillamente inquietantes» como él mismo escribía en su momento. Leyendo el único libro de cálculo que pudo hallar en la cárcel, empezó a elaborar una teoría matemática para predecir resultados y llegó a deducir por su propia cuenta los principios de la probabilidad de eventos encadenados. «Los números no pueden ser producto del azar» escribió en una de las paredes de la celda, como muestra de que las matemáticas no son terreno exclusivo de las universidades y que su magia y aplicación no conoce los límites de las celdas sino las bondades de las mentes dotadas.
Concentrado en su propósito, pasaba los días con sus noches, muchas veces a merced del frío o del calor, sumiendo en el deterioro a los ojos y los sentidos en la fatiga de la oscuridad, realizando cálculos de ecuaciones que entre uno y otro lado de la igualdad bien podían tomarse días y semanas.
Meses después leyó en los periódicos que, en otro lugar de la costa, había aparecido una tortuga con el número ganador de la lotería en su caparazón, para regocijo de cientos de apostadores y preocupación de los dueños de las casas de apuesta. «¡Los caminos del Señor, a veces caprichosos, también se pueden caminar!», Escribió en la celda, cuando descubrió que el número de la tortuga, fruto del caluroso azar costeño, era el mismo, sí, el mismo que pronosticaban las ecuaciones de su teoría.
Esperó con paciencia, la única forma de hacerlo en la cárcel, durante dos años, acumulando más información y refinando su procedimiento hasta que estuvo seguro de que los resultados pronosticados día a día eran consistentes, número a número, posición tras posición, con los registrados en los periódicos.
Por aquel entonces, recibió de nuevo noticias de la costa que esta vez referían el increíble hallazgo de las cuatro cifras, incluyendo los números de la serie en el anca de una rana. Con la seguridad del artista no improvisado, verificó el resultado de los cálculos y, sin poder ocultar la satisfacción, como quedó consignado en las paredes de la celda, decidió que su trabajo estaba por fin concluido.
Compró el número de la lotería que más premios daba en el país, sin que se supiera nunca cómo pudo adquirirlo. La noche del sorteo se acostó tranquilo, siguiendo «el movimiento regular de la luna hasta perderla entre los barrotes».
«¡Es imposible!» escribió al día siguiente en su cuaderno de apuntes cuando descubrió, desilusionado, que el número ganador no era el mismo de sus cálculos. Más aún, que las cuatro cifras eran, por completo, diferentes. Estaba indignado, furioso consigo mismo y con el incomprensible defecto del procedimiento que tanto esfuerzo le había costado y que al final había servido para tan poco. Atinó entonces a leer en la parte baja del periódico la razón de su fracaso: con grandes letras de molde, se promocionaba el nuevo sorteo con balotas que reemplazaba desde la noche anterior al ya obsoleto sistema de ruedas, fundamento de todo su método. El recorte de periódico se puede apreciar todavía, resaltado, en una pared de la celda. «Dios no juega a los dados...», reflexionaba, «...¡juega con los dados!».
A pesar del tropiezo, comprendió que el error no procedía por entero de su método, sino del hecho de haber omitido tal variable. Cuando tuvo de nuevo ánimos, comenzó a reescribir las ecuaciones sobre las paredes de la celda, aunque ahora registraba cualquier aspecto extraño que pudiera observar, ya fuera en la comida, grano a grano, estría por estría de la carne y mancha tras mancha de jugo sobre el vaso, o en el relieve de las sombras en las paredes y las rejas, con el fin de no dejar ningún cabo suelto.
P.D.: Hace quince días, por disposición de un juez de circuito, José Manuel fue trasladado a una prisión de máxima seguridad. Estuvo desde luego muy reacio a abandonar su celda. La suerte quiso que yo fuera su nuevo inquilino. Confieso que no soy un hombre meticuloso como él en cuestiones matemáticas, pero la necesidad obliga, así que he puesto todo mi empeño en interpretar el método, expuesto con el mismo celo y cuidado de jeroglíficos egipcios en estas paredes, y de cuyo éxito estoy más que convencido.
Sobra decir que tengo en mis manos el billete de lotería con el número que pronostica para esta noche (¡no revelaré tampoco cómo lo he conseguido!). Si Dios quiere, mañana amanezco millonario.
Sordera
――¡Papá, papá, construyamos un castillo en el aire!
El padre le acarició la cabeza y con tono condescendiente y formativo le explicó que existía algo llamado gravedad que hacía imposible construir tal castillo. Le ilustró con imágenes de libros y le hizo una exposición de la evolución de la arquitectura desde los tiempos remotos de Hesíodo, aclarándole una vez más que, exceptuando algunos cantores y poetas, en todos esos años nadie, ni el más necio de los ingenieros, habría podido pensar en construir un verdadero castillo que pudiera sostenerse en el aire. Luego, dándole un beso en la mejilla le sonrió paternalmente y siguió trabajando en los planos de un puente para una firma de ingenieros.
La hija salió desconcertada, pensando que su padre quizás se estaba volviendo sordo: “Construimos un castillo en el aire, con Sebastián y Angélica” eso era lo que ella le había querido decir desde un principio. Pero ya no importaba: el castillo se había perdido en el cielo y era tiempo de jugar a otras cosas.
Intervención urgente
Para: el_autor@patboba.com
Asunto: urgente intervención
C.C.: los lectores
Estimado señor Autor,
Hace ya varios capítulos que un grupo de personajes, inconformes con el rumbo que se le estaba dando a la historia, decidió invadirnos con sus propios medios, hoja por hoja, apoderándose de la palabra revolución. Después de eliminar muchos personajes, han tomado a otros como rehenes y amenazan con cambiar definitivamente el curso de los acontecimientos si no se accede a sus peticiones.
Aunque afirman que su voluntad de paz se mantiene firme, ya han reclutado a un grupo importante de palabras beligerantes que se han organizado en una historia diferente y han distorsionado capítulos anteriores, quemando algunos párrafos y emboscando a oraciones que trataban de huir desenfrenadas del holocausto.
Al principio parecía no afectar demasiado el grueso del volumen. Pero ya las hojas finales comienzan a llenarse de grupos de palabras, desplazadas por el terror que se ha apoderado completamente de las primeras hojas, donde el desconcierto lleva a letras hermanas a configurar palabras como crueldad, miedo o muerte.
Por otra parte, libros vecinos como la Enciclopedia Británica, el Diccionario Webster y el Fausto de Goethe, se han ofrecido para mediar en el asunto, pero a cambio quieren hojas en blanco para escribir episodios de su propia autoría.
No quisiera decirlo, pero creo que buena parte de la culpa es suya, por no haber sabido manejar la situación. Cuando creyó que para darle fuerza al argumento eran necesarias ciertas dosis extremas de palabras como violencia, resentimiento, esclavitud, corrupción o intolerancia, no cayó en cuenta que otras, siempre más débiles y delicadas como libertad, justicia, convivencia y progreso, simplemente no podían sostenerse y desaparecerían.
Ahora también el título, que usted concibió en su momento para tratar de identificar algo que fuera común al deseo de todos sus personajes, se diluye entre tinta roja para dejar al descubierto el desconcierto y la desolación.
Quizá mi mensaje le pueda parecer un poco extremo, pero me siento en la obligación de escribirlo, ya que pronto seremos nosotros las víctimas. Si no se destruyen primero nuestras palabras disueltas en ríos de tinta, entonces serán aquellos diccionarios los que terminen por apropiarse de todo.
Este cuento necesita con urgencia una sabia definición, pero me temo que ninguno de nosotros, los personajes secundarios sobrevivientes, tiene en realidad una buena forma de hacerlo. Ya vienen por mí. Sólo espero que este mensaje llegue a tiempo a su destino.
Atentamente,
Anónimo de la página 1974
Liberación
Ruido, humo y polvo pasaron, dejando tras ellos al vehículo policial que pendía ahora sobre el peñasco. «¡No me suelte!», decía petrificado el que antes trataba de escapar y quien, por primera vez, unía su mano en forma voluntaria a la del otro, que le respondía: «No se mueva», mientras se aferraba, sin saber cómo, al volante.
Cada movimiento producía un crujir apocalíptico, al lado de una carretera que más parecía un infierno desierto. La radio se había estropeado. Nadie podía auxiliarlos pronto. Así que ambos decidieron rezar, cada uno por su lado, esperando un milagro de Dios.
Al final, sólo sintieron el vacío y aunque las manos permanecieron unidas con terquedad en la caída después del primer golpe habían recobrado su libertad.
Castillos en el aire
Hubo una vez castillos en el aire. Los construyó un hombre enigmático al que llamaron los que le conocieron Urduk, que significa el que construye nubes de piedra.
Siendo niño, Urduk recibió la revelación de las piedras que flotan. De alguna forma misteriosa, él era capaz de levantar con sus manos bloques de granito que le habrían costado meses a doce hombres para desplazarlos unos cuantos palmos, con una agilidad sólo comparable a la de las aves en vuelo.
Con los años refinó el arte de construir en el aire y se convirtió en el maestro escultor más sobresaliente de su tiempo. Levantó pirámides apoyadas con elegancia sobre sus vértices, edificó castillos con torres que apuntaban hacia el suelo y a los que sólo podía accederse utilizando intrincados juegos de escaleras y sogas. Nadie podía superarlo en el arte de los puentes ligeros y resistentes que se prolongaban sobre grandes extensiones y podían desplazarse a lo largo de los ríos donde fueran requeridos. Fue una época dorada, de verdaderos jardines colgantes y ciudades enteras levantadas en el aire.
Sucedió entonces que los logros constructivos de Urduk comenzaron a verse como peligrosos designios, contrarios a la buena naturaleza de las cosas, grave y amante de la experiencia terrestre. Con el tiempo, sus obras fueron tomadas por oscuras y malignas y terminaron por ser destruidas y olvidadas.
La presión de sus persecutores, llevó al mismo Urduk a huir para salvar la vida. Parado sobre una laja de pizarra, surcó una noche los aires hasta desaparecer en algún punto remoto de las dunas del desierto.
A pesar de su situación, Urduk presentía que aún estaba por cumplir su misión creadora en la tierra. Meditando una noche con sus ojos amansados por el inclemente mar de arena, tuvo entonces la visión de su última y más grande obra: en su mente se dibujó con claridad la perfección en forma de una esfera.
Pasaría años de esforzado trabajo, sin conocer la pausa o el desaliento, acumulando de día las finas arenas que configuraban el manto del desierto y acoplando de noche cada grano con delicadeza, hasta dar la curvatura perfecta que cada parte requería.
Cuando estaba a punto de concluirla, Urduk consideró que la esfera sólo sería perfecta si poseía un alma en su interior y decidió así formar parte de su obra. Urduk descansaría para siempre en el centro de su esfera.
Fue tan intenso el trabajo efectuado por Urduk que sólo cuando hubo concluido la construcción tuvo ocasión de entregarse sin remordimiento al sueño. Un sueño tan profundo que, sin darse cuenta, dejó en libertad el poder secreto, transmitido grano a grano al cuerpo de la esfera.
Los que asistieron a esa primera noche nueva, pudieron observar cómo la pulida y gigantesca esfera ascendía por detrás de las montañas girando a gran velocidad, haciéndose más pequeña a medida que se alejaba de la superficie de la tierra. Vieron también con sorpresa cómo de repente se detuvo a lo lejos y dejó de girar con lentitud hasta quedar mostrando siempre la misma cara ante los que la veían desde abajo.
Algunos sostienen que la esfera se detuvo cuando el corazón de Urduk dejó de latir en su interior. Otros consideran más probable que durante el ascenso Urduk haya despertado de su sueño, encontrándose de frente con la imagen de la inigualable esfera azul que estaba dejando atrás, siendo tal el éxtasis que le causó esta visión que se quedó contemplándola para siempre y que por eso muestra la misma faz a la tierra. Muchos consideran sin embargo que la invención de Urduk y de su esfera no es más que uno de los muchos mitos inocentes con los que la gente suele identificarse para no prestar atención a los hechos propios de la verdadera ciencia.
En las raíces del bien y del mal
Se dice que nació con los ojos abiertos y las manos aferradas a la tierra, desafiando al mundo. Por eso le llamaron Melkor, que significa el que todo lo observa con desafío.
Relegado por su origen a vivir en los extramuros de las ciudades, Melkor rechazaba con ímpetu las razones arbitrarias que cargaban a su familia con el duro estigma de la desigualdad. Desde niño se dio a la tarea de luchar sin pausa para revertir el impropio tratamiento del que eran objeto tantos seres humanos. Pero el tiempo y la costumbre le enseñaron que el cambio es el hecho más ajeno a los hombres y así, desilusionado y compungido, con los años de la adolescencia recién abandonados, tomó la decisión de marcharse, buscando su lugar en la tierra.
Anduvo sin pausa, soportando como pudo el tormento de su fracaso. Divagó por pueblos y ciudades de otras comarcas, digiriendo todo el sufrimiento y los placeres que encontraba a su paso, sin otorgarse un minuto de tranquilidad. Acumuló riquezas durante una época acompañando las rutas de las caravanas y también mendigó para poder subsistir. Conoció como todos el amor terreno y la desilusión. Agitó su vida hasta el extremo pero sentía que aún no le pertenecía.
Buscó entonces refugio en la soledad y se hizo amigo del silencio. Siguió caminando, esta vez por lugares agrestes, alejados del rumor de las ciudades y de la gravedad del campo. Cuando juzgó que había hallado descanso y equilibrio en su alma, detuvo su viaje peregrino y como un natural cambio de estado, se durmió.
En el lugar donde reposó su quebrantada humanidad, Melkor permaneció por muchos años sin moverse. A su alrededor creció el musgo y la hierba y luego, en extensión considerable, un bosque animado por los fantasmas de sus sueños.
Cuando despertó, se vio rodeado por los árboles. Sabía que había pasado mucho tiempo. Con dificultad logró articular piernas y brazos, cubiertos por una maraña de hojas, brotes, ramas y pelos de su propia barba. Una vez se hubo aseado, comenzó el camino de regreso con el único propósito de volver a ver, ahora con ojos que se abrían rejuvenecidos y limpios, las viejas cosas que había dejado en el pasado.
Melkor sintió desde entonces un poder enorme que emanaba de sus manos. Cuando las aguas de los ríos crecían amenazando con desbordarse e inundar los pueblos, él las unía con fuerza haciendo que el agua las siguiera juiciosa, como si de un imán se tratase, desviando de esta manera su curso. O en épocas de sequía, cuando el calor y la desesperación amenazaban con la destrucción de las comunidades, utilizaba sus puños para golpear con fuerza la tierra y despertar el agua que dormía en el suelo.
Traía de esta forma bienestar a la gente y era reconocido por ello. Aconteció entonces que algunos, viendo tan inusual don, decidieron apoderarse de él y lo sometieron a engaño para que cumpliera con propósitos impropios. Así lo obligaron, sin que él lo supiera, a desviar ríos y producir sequías durante asedios a ciudades, conduciendo a la hambruna y muerte de aquellos que no se sometían a los deseos de aquellos hombres.
Cuando Melkor se enteró de los males que había cometido en nombre de los que él consideraba sus hermanos, sintió ira y una desolación que devoraba su alma. Lanzó con la mano izquierda todo el poder de su furia contra ellos. El resultado fue devastador. Volteó entonces sus ojos que lloraban, pues no quería contemplar cuánta destrucción había causado. Desilusionado por su proceder y vencido por segunda vez después de haber templado en apariencia su espíritu, decidió enterrar su brazo izquierdo en lo más profundo de la tierra, donde no causara ningún nuevo daño.
Erró luego vagabundo hasta el fin de sus días ocultando al mundo el poder de su otra mano. En el lugar donde su alma abandonó el cuerpo envejecido y maltratado creció de nuevo un bosque denso y tupido del cual nadie supo con certeza dónde había quedado.
El poder de las manos no murió con Melkor. Latente entre las rocas, oculto a la luz del sol, el brazo izquierdo se arraigó y produjo poderosas raíces negras que buscaban un camino hacia la superficie. Cuando pudo ver de nuevo la luz, el tronco del brazo se convirtió en un gigantesco árbol de hojas negras. En otro lugar del mundo mientras tanto, la fuerza del brazo derecho también echó raíces que dieron origen a un árbol gris de hojas blancas.
Las raíces de los dos árboles siguen creciendo desde entonces, buscándose unas a otras. En ocasiones mueven las rocas con fuerza produciendo terremotos. El lugar donde crecen los dos árboles es aún un misterio.
Cuestión de organización
Durante ochocientos años, cinco meses y cuatro días de historia, documentada y organizada en los archivos de las bibliotecas públicas de la ciudad, los habitantes habían guardado con celo y rigor las normas y preceptos del vivir organizadamente.
Con dificultad podría encontrarse otra ciudad tan ejemplar en aspecto tan delicado: vidas organizadas hasta el mínimo detalle, el paraíso donde la costumbre reina y los pensamientos, debidamente organizados, terminan por ser acomodados según su taxonomía en baúles que, por cuestiones de organización, jamás se abren.
Pero hubo de llegar la revolución ya que tanta organización, por tanto tiempo cultivada, no podía ser del todo sana.
El triunfo no se hizo esperar. Fue así como, en el día décimo del quinto mes del octavo centenario de la fundación de la ciudad, los líderes de la revolución dieron el grito de victoria. Para celebrarla como era debido, se organizó un festival que duró siete días, ni uno más ni uno menos, al final de los cuales el escriba oficial de la revolución entregó a los archivos generales de las bibliotecas públicas la historia de los acontecimientos que hicieron posible todo aquello, eso sí, organizada en forma debida para evitar malas interpretaciones.
Así de seguro habrán de pasar otros muchos cientos de años para que una nueva revolución, tanto o mejor organizada que la anterior, le dé esperanzas de cambio a la ciudad, que en la subversión de su inconsciente vive con la idea de que tanta organización al fin y al cabo no puede ser del todo sana.
En un lugar pacífico
El rumor se esparció con el ímpetu de aquello que se ha ansiado toda la vida. El grito de guerra sonaba como una bendición. Nunca antes, en ningún lugar, se vio a la gente partir tan sonriente hacia el campo de batalla.
Tierra olvidada
Los del Frente llegaron antes del amanecer. Días antes habían secuestrado a mi familia. Sabía que estaban rondando la finca esperando el momento apropiado. Antes de que entraran en el rancho, me levanté y los esperé afuera.
Eran más de cincuenta. Mis hombres, diezmados, no pudieron oponerse. Me entregué sin resistencia. Fui escupido, orinado, abatido a golpes. Pero no me dejaron morir. No antes de presenciarlo.
Primero, trajeron el cuerpo de mi mujer. Lo arrojaron por partes. Algún hijo de puta me dijo por la espalda que había resistido como una mujer valiente, mientras otros me hacían señales obscenas y reían.
Después trajeron a mi hija de trece años. La arrojaron bruscamente al suelo frente a mí. La golpearon, la violaron; después alguien le disparó en la cabeza. Siguió un silencio corto. Nada en mí se movía.
Luego, mi hijo de diez años. Lo amarraron de pies y manos. Dos de ellos montaron sus caballos y tiraron de las cuerdas. Su grito se ahogó después de que los miembros se desprendieron. Ellos siguieron tirando hasta quedar cada uno con su parte. Festejaban.
Todo estaba muerto en mí, ya no había resistencia. Por mi cabeza nada pasaba, nada se movía. Sólo sentí el golpe seco de la hoja del machete sobre la nuca. Como último recuerdo, sin imágenes, rodó con mi cabeza el frío olor de la tierra negra, violada por la sangre.
Excursión
Nicolás encontró unos animales al otro lado del río. Dice que tienen forma de piedra y parecen caracoles al revés, todos pulidos por un lado y llenos de estrías por el otro y que pasan día y noche dentro de la corriente, ocultos entre las piedras comunes, comiendo no sé qué cosas de las que trae el agua de arriba. Parece que son grandes porque sólo pudo traer dos cargando. Tengo miedo de que muerdan cuando se despierten, aunque él dice que se la pasan todo el día dormidos.
Al final decidió mostrarlos durante la clase. Pero el profesor se dio cuenta. Pensamos que lo iba a castigar por interrumpirlo, pero en vez de eso le preguntó de dónde había sacado las piedras. Nicolás le dijo que no eran piedras, sino animales que viven del lado del río donde están los bancos de arena más grandes y le mostró el que tenía en las manos.
El profesor estuvo un rato sin decir nada, mirando el caracol. Después, preguntó si había visto muchos más como ese. Nicolás le dijo que sí.
Al día siguiente salimos de excursión al playón y llevamos bolsas, morrales vacíos, botas altas y pantalones viejos. Tuvimos mucho tiempo para buscar entre las piedras los animales de Nicolás y todos llenamos con ellos nuestras maletas. Al final el profesor nos reunió para decirnos que los caracoles al revés son animales tan comunes como los perros y los gatos, pero que han dormido durante mucho tiempo, tanto, que se parecen más a piedras que a verdaderos animales. Además nos dijo que, como los perros y los gatos, también tenían un nombre. Le preguntamos si nosotros también podíamos dormir hasta convertirnos en piedras. Según él, sólo con tiempo podemos lograrlo.
A propósito, los animales que encontramos se llaman Amonites. Ya tengo veinte, bien acomodados en el jardín. Por si les falta el agua, los voy a bañar todos los días.
Irresponsabilidad
La construcción de un universo no puede dejarse en manos irresponsables. Ayer, un hombre brillante pero descuidado logró, por fin, construir un pequeño universo. Como lo diseñó sobre una hoja de papel especial de la cual ninguno de sus componentes podía salir una vez en sus dominios, lo bautizó con el muy apropiado nombre de Modelo de universo plano, entrópico, semicerrado. Pero como se trataba de un genio exigente, decidió que el resultado no era de su mayor agrado, así que cogió su hoja especial y después de convertirla en una bola manejable, la arrojó al cesto de la basura.
Permítanme mostrarles un esquema de lo que era este universo recién creado:
Los puntos que aparecen, son sólo algunos de los que puedo dibujar a mano alzada para dar una idea de la materia que introdujo el creador en forma de tinta. Su distribución era homogénea. Las leyes que regían este universo eran simples, como todas las de las primeras creaciones. En principio:
El universo era plano y homogéneo (consideración geométrica).
Se trataba de una entidad semicerrada y aislada. Así, la materia y la energía en su interior podían aumentar y disminuir, sufriendo transformaciones.
En las transformaciones, habría pérdidas por fricción y calor (la hoja se calentaría y desgastaría con el tiempo).
No existían fuerzas eléctricas ni gravitatorias (lo que no implicaba de hecho que no existieran fuerzas ni choques entre “partículas”).
Este era, en resumen, el contenido de la propuesta de universo de nuestro genio. Pero un creador, por muy inteligente y cuidadoso que sea, no puede llegar a prever todas las implicaciones de su obra. Así que la catástrofe, en todo el sentido que esta palabra puede tener, sucedida después de arrojar el joven universo a la basura, es solo el resultado del natural devenir de las cosas.
Cuando el genio se fue, recogí la hoja, es decir el universo, del cesto. Este era el aspecto que presentaba:
Al arrugarlo, algo nuevo había sucedido: aunque desde el interior la perspectiva del universo seguía siendo “plana” en el sentido que ningún punto, por mucho que se moviera, podía salirse de los límites reales de la hoja, era evidente que desde el exterior se había formado una tercera dimensión, irregular y compleja, según las arrugas del papel. Esto trajo enormes cambios y complicaciones. Primero, aumentó la “inercia del universo”. Además, produjo un efecto de “gravedad”: los puntos se movían con dificultad creciente y cuando se encontraban cerca del vértice de una arruga se unían en formas complejas aunque no definitivas, con lo cual había dejado de ser homogéneo. Los puntos coincidentes entre dos arrugas podían llegar a conocerse pero jamás encontrarse... como si dos estrellas estuvieran separadas para siempre aunque pudieran verse todas las noches, una a la otra.
Para evitar que cayera en manos equivocadas -¿Por qué las mías no lo eran?- decidí llevar conmigo el universo. Para ello, tuve que doblarlo en tres segmentos de igual tamaño que cupieran en el bolsillo. Esta es la representación de ese hecho:
Pero tal insensatez pronto mostraría sus consecuencias. Sin pensarlo, había creado dos límites infranqueables para las partículas. Lo había dividido en tres secciones, cada una completamente aislada de las otras, siguiendo una evolución distinta. Buscando remediar lo irremediable intenté alisar la hoja colocándola sobre la mesa del comedor, pero no me percaté de que la mesa estuviera limpia y antes de poder evitarlo, una gota de jugo derramada durante el almuerzo había manchado el primer tercio del universo. Temí nuevas dificultades. No sólo acababa de introducirle materia (notarán que el genio no había impuesto esta restricción). Lo más grave era haber introducido materia “contaminada”, un germen extraño. Pronto pude darme cuenta de los nuevos cambios. Las partículas originales, comenzaron a aglutinarse sobre la gota de jugo con la rapidez de un parpadeo. Lo hacían de forma ordenada, generando arreglos que me inquietaban; después de algunos minutos, lo que había sido una distribución sin concierto alguno estaba evolucionando a estructuras que se duplicaban y destruían para alcanzar construcciones más elaboradas. Esta es una representación de la situación:
La preocupación no podía ser mayor. Sentí miedo. Confundido y dispuesto a no cometer más errores, decidí dejar la hoja tranquila en un sitio seguro, así que la fije detrás de la puerta de mi habitación con un alfiler puesto en el tercer tercio de la hoja. Pero esta fue la peor desgracia de todas. El agujero hecho por el alfiler no tardó en aglutinar la materia del tercio a su alrededor en un remolino galáctico. La hoja se retorcía, adquiriendo la forma que ilustro a continuación:
Por primera vez, el nuevo universo tenía la posibilidad de entrar en contacto con el nuestro, y no lo hizo de manera amistosa. Estaba engulléndose y en su destrucción arrastraba partículas de nuestro universo que giraban en torno a él a gran velocidad. Sólo tuve tiempo para escapar antes de ver como mi casa y las casas vecinas eran arrastradas hacia el interior de Ninguna-parte. El tragador se movía sin un rumbo definido. Hasta donde lo pude seguir, noté que se hacía cada vez más grande.
La desgracia es ahora incontrolable. Enormes cambios climáticos afectan al planeta. No hay marcha atrás, nadie puede controlarlo. Fue un error. La construcción de un universo no puede dejarse en manos irresponsables.
Diversión matemática
Su vuelo seguía un destino aleatorio. Zumbando por los rincones, generaba todo tipo de superficies y trayectorias, dispuesta a enfrentar con su marcha las más diversas teorías sobre su evolución en el espacio y en el tiempo. No contaba sin embargo la mosca con el cruel determinismo de las manos del matemático, que fijaron su trágico final en un punto que, para no complicar las cosas, se estableció como el origen del nuevo sistema coordenado.
Si alguien pregunta
Si alguien te pregunta, dile que todo es posible. Algún día las aguas del río remontarán el curso hacia la cima y la lluvia milenaria ascenderá desde los valles, buscando su hogar en el cielo.
Iluminación
Todos quedaron maravillados con la luz brillante y dorada que se alzó en los cielos; era la luz de la sabiduría y la salvación, de tiempos mejores. Sólo uno le ocultó sus ojos. Aquel que prefirió la oscuridad, para encontrar así su propia luz.
Virus del lenguaje
Los virus del lenguaje son pequeños e insignificantes, como sus parientes biológicos. Inofensivos en los primeros estados de incubación, cobran pronto fuerza y se hacen presentes en los periódicos, artículos científicos, libros y revistas, apoderándose de las pobres mentes humanas, sus víctimas. Hoy las conocemos como siglas, o abreviaturas: moda barbárica iniciada por los anglosajones, como tantas otras formas simplificadoras de su imperial existencia. En apariencia nos brindan una manera cómoda de hablar en esta vida de agitación de las ciudades modernas, otro invento de los hilos de poder de las afamadas revoluciones industriales. Pero ¿a dónde conducen en realidad sus viciosas intenciones?¿Qué perverso y fatal interés se esconde detrás de ellos?
La ciencia ha descubierto que los virus están formados por cadenas de ácido ribonucléico. El virus del lenguaje llama a este importante descubrimiento ARN. Y es ésta la característica distintiva de sus émulos lingüísticos: los virus del lenguaje explotan y atomizan a las palabras y reducen sus significados a simples juegos de letras.
Una vez en las conciencias, el virus se fortifica y trata por todos los medios de hacer que nuestro vocabulario se pueda acomodar a una receta simplificadora. Comienza por buscar fórmulas en apariencia novedosas para nombrar las cosas. Por ejemplo, causa en la mente de algún burócrata que la palabra tugurio se convierta en unidad familiar de primer orden. Luego el virus potencia las primeras letras de cada palabra poniéndolas en mayúscula: Unidad Familiar de Primer Orden. Posteriormente, valiéndose de unos paréntesis, separa las primeras letras y las reúne en una glosa pegajosa: (UFPO). Después se reproduce sin control dentro de los informes estatales hasta generar el resultado deseado: el ascenso del empleado creativo que logra que millones de personas miserables ni siquiera puedan tener una palabra completa para nombrar su tragedia.
Aunque el virus es coetáneo del lenguaje humano, se manifiesta con mayor rigor en las comunidades burocratizadas en las que el papeleo se convierte en parte del modo de vida. De hecho el vocablo de origen latino abbreviatur para significar el acortamiento de las palabras, indica que ya en tiempos del imperio romano era una práctica frecuente. Pero es quizás en nuestra época cuando la peste se ha desbordado. Liberado del dominio de los diccionarios y las enciclopedias donde la repetición puede justificar de alguna forma su uso, se desenvuelve sin vergüenza en la vida de diario.
Basta comparar el lenguaje de una persona mayor, con el de una adulta y otra adolescente, para verificar la dramática descomposición de vocablos en la que han contribuido de modo superlativo el demonio televisivo y la moda maligna de la información de actualidad.
Si nuestros abuelos sufrían una enfermedad, por ejemplo gripa, acudían a un doctor o galeno, y compraban en la botica o la farmacia las hierbas, drogas o jarabes que en infusiones permitían recomponer el estado de ánimo. Pero en los días que corren, como bien lo saben los sabios del norte, el impacto de los virus, tanto biológicos como lingüísticos, se hace evidente: si una persona es atacada por una IRA (Infección Respiratoria Aguda), debe acudir a la EPS o al ISS para que un MD le recete unas drogas que puede comprar en una CCF. Y cuando nos reponemos de la enfermedad, basta con decirle a los seres queridos que todo marcha OK.
Llegar a casa significa en muchos casos, prender la TV para ver el informe sin distinción, y en este caso por respeto a los lectores no hay que caer en la argucia antes citada de colocar entre paréntesis las iniciales, de la red vírica global de los incontables e insufribles RCN, CNN, PSN, MTV, ESPN, BBC, DW, RAI, MGM, NHK, FOX y un largo y virulento ETC de bien llamadas cadenas informativas. Si uno se cansa de eso puede poner en el VHS una película, luego prender el PC, poner un juego de vídeo en el CDROM o el DVD, entrar en la WEB, pasar por el WC e irse finalmente a la cama, un poco menos enriquecido de vocabulario.
El asunto preocupa si se tiene en cuenta que los amenazantes deseos de las burocracias modernas, que no son más que las charcas donde estos virus cobran fuerza, desde que se nace obligan en aras de la universalidad mal entendida a llevar un NUI para que se nos reconozca como seres que existen en la sociedad. Cuando se alcanza la supuesta mayoría de edad que permite decidir en libertad, recibimos la CC para votar ante el CNE por los candidatos hereditarios de la DNL, PCC, PSC y otras mezclas inoficiosas, a menos que se participe con animosidad inocente en una ONG igual de inoficiosa e increiblemente inútil. Los jóvenes desprovistos de incentivos gramaticales ya no quieren ingresar a las universidades en busca de la verdadera ciencia, sino darse un paseo por la U, y cuando se gradúan, depositan la confianza de su bienestar en las correspondientes EPS, ARP y AFP durante el resto de sus inocuas, muchas veces inicuas y por lo común burocráticas existencias. La vida productiva, que no debe confundirse con la hoy tan criticada vida reproductiva, debe llevar aparejado su NIT para que el estado pueda cobrar el IVA, y de esta forma nuestra contribución pueda ser tenida en cuenta dentro del PIB que es la medida de todas las cosas en el moderno olimpo del BM, el BID y el FMI.
El mundo entero, multicultural y diverso, ha sucumbido al influjo de los reduccionistas con su promulgada aldea global: las potencias modernas UK, EUA y la tan esperada UE, que cambió el florido linaje de las monedas europeas por el único y simplificado poder adquisitivo del EURO, dominan hoy el comercio y la economía. La virulenta amalgama de naciones reunidas no pudo encontrar un mote más apropiado que el de ONU, para simplificar sus ya limitados alcances.
También hemos hipotecado nuestros miedos ante esta epidemia: a los niños de hoy ya no los asustan los duendes, el coco o los fantasmas, sino las sangrientas tomas de las FARC, AUC, ELN, EPL y demás agentes virulentos letales, como el SIDA, el moderno coco del goce desenfrenado. Y si creemos que de la muerte tenemos escapatoria, basta recordar el último adiós que en el avanzado estado de modorra lingüística que nos caracteriza, resume con sabiduría moderna el peso específico de nuestro paso por este mundo cuando reza apocalíptico: QEPD.
Cuando la sal se corrompe: el arte de amar, eterno motivo incitante de la poesía y prosa universal, hoy se reduce para muchos jóvenes a la fórmula viral TQM. Ante esta reducción, en verdad sobran las palabras.
Si se piensa que en el ejercicio está la salvación que retorna el ánimo a la vieja máxima mente sana en cuerpo sano entonces bastará ver cómo el ímpetu industrial de la simplificación se ha apoderado de las mafias deportivas prácticamente desde sus comienzos: FIFA, UEFA, NFLA, NBA, COI, son sólo algunos de sus exponentes.
La literatura se ha resistido con valentía a este yugo infeccioso, ofreciendo oasis semánticos en medio del virulento desierto abecedario. Pero cabe preguntar cuánto tiempo pasará antes de que estos maliciosos virus infecten también este reducto del idioma. Los ingleses ya están familiarizados con sus cuentos de ciencia ficción llenos de maravillas tecnológicas que ameritan su correspondiente abreviatura. Pero nada obliga a seguirlos por fuerza en esa desmadrada tentativa.
Hay que ofrecer resistencia verbal permanente para evitar que la conciencia sucumba de forma lenta pero inexorable a la tentación de las letras por palabras. Atacar de raíz los virus que causan el retroceso del ya de por sí macilento y adormecido pensamiento humano. Es imperativo que no se asocie la tecnología y el progreso con estas maléficas reducciones al absurdo. Como ejercicio de buenos malpensantes es necesario extraer todo el sabor y el contenido de las palabras, una y otra vez, así la repetición las haga aparecer insoportables. Los ancestros humanos sabían que en la repetición se esconde la virtud mágica de las palabras que otorga poder a las cosas y es ese poder el que persiguen los virus del lenguaje con avidez.
La tarea consiste pues en hacer uso de sinónimos, antónimos, metáforas, hipérboles y cualquier otro recurso lingüístico inventado o por inventar, definido o por definir, para que ni el espíritu, ni el intelecto humano se amodorren, acobarden o se dejen intimidar por las superpotencias que los quieren someter y esclavizar, aquí y en todas las naciones, para convertir a las personas en organismos mansos y distantes, como si fuesen ganado que se ceba para alimentar la inútil y perversa opinión general que no conduce a nada.
Carpe Diem.
Teoría de la divinidad
R-24
Algo fuera de lo común pasaba conmigo, difícil de explicar, como una insistente desesperación en mis manos y una aborrecible succión en la boca del estómago que me sugería con violencia que debía pintar. Cuando pintaba de niño, a veces sumido en un estado casi de trance, no podía entender por qué a la gente le causaba gran admiración e incluso veían en mí a un artista de dotes excepcionales, comparable a los grandes maestros de todos los tiempos. Sin embargo, para mi era claro que no era yo el que pintaba, sino Él el que quería ser pintado. Por eso, en contravía de lo que pronosticaron tantos entendidos, rechacé lo que para mi era un destino impuesto. He luchado toda mi vida por mantenerme fiel a este propósito y ahora que cumplo ciento diez años, de vivir mediocremente, en el anonimato de trabajos sin memoria y sumido en la completa pobreza, mendigo y aguardo pacientemente a que Él se dé por vencido y no me obligue más a tomar el pincel y pintar lo que Él quiere que sea mostrado al mundo. Esperando a que me deje morir tranquilo, sin sombra alguna de pecado.
Teoría de la divinidad
R-123
El universo fue un capricho de Dios. Él, que para satisfacer sus antojos tiene tiempo de sobra, gusta de fabricar estos universos desechables que empiezan con un desorden indescriptible y se van desenvolviendo hasta producir algo que capta su atención. Una vez producido el efecto deseado, a Dios ya ni le va ni le viene el universo: es como el envoltorio superfluo de un dulce ya degustado. Nadie dentro de este, nuestro universo, podrá saber jamás con certeza, cuál fue su propósito último: si quería escuchar a Vivaldi tocando el violín, o sentir el rugido de un motor de combustión interna o quizás simplemente disfrutar de un atardecer en un tiempo pasado, sin humanos. Quizás seamos afortunados y aún su espectáculo para este universo esté por pasar. Lo cierto es que una vez suceda, el universo en sí y sus criaturas ya no le importarán. Si se despedazan en una colosal explosión o se reducen a un punto minúsculo del espacio ya lo tendrá sin cuidado. Nuestras vidas, por lo demás, seguirán en el envoltorio ya desechado como si todo lo existente tuviera sentido.
Acercamiento a la justicia divina
Si en verdad existe la justicia divina, sobre la cual no hay apelación ni falsas condenas, imagino que debe estar basada en la idea de que todos somos uno: la víctima y el victimario, el árbol cortado y el leñador, los criminales y los santos, los de antes, los de después y los de ahora.
Si todos somos uno entonces el victimario no mata a su víctima sino a sí mismo, el leñador no corta un árbol sino sus propias raíces, los santos lavan el pecado de los criminales y estos a su vez manchan la pureza de los castos.
Este sentido de justicia en la simetría perfecta de las acciones ocurre porque nuestras conciencias son incapaces de reconocer la totalidad y por tanto, no somos conscientes de nuestro justo vínculo. Así, el castigo del victimario sería el no saber que él mismo es la víctima y el castigo de la víctima es no saber que ella fue el victimario. De esta forma la solución no sólo es justa sino óptima en su condena.
Tiene sentido entonces que se nos diga que amemos al prójimo como si fuéramos el prójimo mismo y la metáfora planteada por la muerte de Jesús (la divinidad misma) a manos de sus criaturas sería también evidencia de esta justicia simétrica.
Nada excluye desde luego la necesidad de que al criminal se le castigue de acuerdo con las leyes terrenales porque ese castigo hace parte del perdón que el victimario le debe a la víctima, es decir, a sí mismo.
Gáridas
Hace algunos años, recién graduado de antropólogo, en uno de mis viajes a la ciudad de *** decidí conocer el afamado Barrio Gitano que allí existe y del cual ya tenía referencias, tanto académicas como personales, de las muy solícitas adivinadoras que todos los días en la plaza central escogen a personas -naturales del lugar y turistas- para leer en sus ojos, manos, gestos y cualquier otra expresión que pueda resultar interesante, una relación mágica con el destino.
Movido más por la curiosidad profesional que por cualquier otra causa, el día 25 de marzo de 1993 estuve paseando alrededor de la enorme fuente de las Gáridas, como allí le llaman, que refrescaba del caluroso día en el que me había propuesto el encuentro con una de estas damas de las artes adivinatorias.
A eso de las cinco de la tarde, con el sol ya palidecido, se me presentó una mujer gitana, tan hermosa de rostro y de cuerpo como ninguna otra que haya conocido. Me saludó de forma agradable, que consideré al mismo tiempo muy profesional y que desde un principio me causó simpatía porque descubrí en el tono de su voz y en su mirada amplia y cálida una dulzura casi familiar que todavía me acompaña y que, debo reconocerlo, es una virtud de este pueblo aislado del mundo pero conocedor de sus miedos y necesidades, capaz de presentarlos a nuestros ojos adornados con un exquisito gusto de misterio y esperanza.
- En este mes los días se visten de sol y lloran sus noches -Recuerdo que me dijo.
- Es temprano aún para mencionarlo.
- Es cierto. Los días, como las personas mi señor, jamás se repiten. Nunca habrá un día como hoy en el futuro, así como no lo hubo en el pasado, de la misma forma que no hubo ni habrá otro que sea el que es Vuestra Merced ahora. Sin embargo, hablamos del día de mañana como del día de ayer con mucha seguridad y confiamos en que el día de mañana, como el de hoy, tenga veinticuatro horas con el paso eterno del padre Sol al mediodía y la vigilancia materna de la Luna y las estrellas al anochecer. Son cosas que están aquí para ser vistas, señales del cielo que se intuyen con frecuencia pero que no todos están dispuestos a aceptar. Sólo los que estudian, observan y escudriñan día tras día estos misterios, pueden interpretarlos y darles un sentido y sólo los que tienen el don son capaces de hallar la explicación correcta. Con igual verdad no todas las personas pueden interpretar las señales de nuestras vidas, y está bien que así sea.
- ¿En verdad?
- Sí. Así es más seguro para todos.
- Sí, lo entiendo.
En ese momento me miró fijamente a los ojos y pasando delicadamente su mano izquierda sobre mi mejilla exclamó:
- En tus ojos veo muchas señales...
- Buenas, supongo.
- Y no tan buenas mi Señor.
- Entonces tu puedes leer las señales del futuro.
- Y del pasado.
- ¿Qué estás leyendo ahora en mis ojos?
- Dolor...Pasajes de mucho dolor...
Me llamó la atención que comenzará su exposición con una respuesta negativa. Supuse sin embargo que tal vez era la forma más usual de proceder para atraer por completo la atención de sus clientes y me aventuré a sugerir para mis adentros que en ello consistía el misterio de su fama. Ella continuó:
- Tal vez no debería revelarle nada de esto.
- ¿De qué se trata? Puedes decirme cualquier cosa.
- ¿En verdad? ――me miró entonces con inquietud y ternura――¿Por qué ha llorado tanto la muerte de su madre?
Guardé silencio. Por alguna extraña circunstancia, la mujer mencionó un acontecimiento del pasado que me había turbado en lo más profundo y que durante los últimos años había tratado de ocultar, manteniendo un silencio de acto y de palabra que nadie hasta entonces había descubierto. Ella notó en mi rostro la impresión que había causado la pregunta, y guardó silencio.
- ¿Cómo supiste?
- En verdad ¿Desea que continúe?
- Si, sólo que...
- Duda de mis palabras.
- No es eso, solo que no entiendo...cómo pudiste...adivinarlo.
- Yo no adivinó. Interpretó las señales del destino, que es distinto.
Sacó de su falda lápiz y papel y anotó algo que no pude leer. Luego lo dobló meticulosamente y entregándomelo dijo: "¿Sabe lo que es el destino? Muchas cosas. Una inscripción en una lápida, o una flor que se marchita entre otras mil por ejemplo. El destino de muchos se escribe después de la muerte. La muerte de los días, de las horas. Otros tienen la oportunidad de conocerlo en vida. Tome, guarde esto sin abrirlo hasta dentro de un año. El próximo 25 de marzo leerá su contenido y decidirá: si lo que encuentra escrito es la verdad, entonces no volverá a verme y si es mentira entonces jamás me buscará. De esta manera los dos tendremos un destino seguro. Adios".
Sabía que su despedida había sido para siempre. Acepté su ofrecimiento y guardé el extraño presente en el bolsillo. Caminé hasta tarde y regresé al hostal donde me hospedaba. Recuerdo que esa noche llovió sobre la ciudad de una manera relajada y constante. Al día siguiente preparé las maletas y guardé el papel dentro de un libro de texto que casi no consultaba.
Pasados algunos meses el recuerdo de aquel papel y de su compromiso se había borrado de mi mente. Me hallaba sumergido en una investigación antropológica importante en +++, lugar de sobra conocido por su característica situación conflictiva ante cualquier tipo de intervención――divina y humana――que atente contra sus costumbres, sus creencias y sus antepasados. El día 25 de marzo de 1994 pasó como los demás días en medio del trabajo y la transcripción de textos y bitácoras.
Dos años después me encontré de regreso en *** donde tuve ocasión de hacer escala y visitar algunos amigos. Entonces vino a mi memoria el curioso encuentro con la gitana y la historia de aquel compromiso adquirido. Traté de recordar en vano el lugar donde había guardado el papel y también fue vano mi intento de encontrar a la mujer en la plaza de Gáridas.
Tres años después de esa visita, revisando viejas pertenencias que había enviado a mi casa durante los años de trabajo, encontré el papel. Dudé antes de abrirlo, ansioso de descubrir algún pasaje interesante de mi vida que aquella mujer hubiera querido revelarme hace tantos años. Al abrirlo ví, con sorpresa, que el único texto decía:
" 15.00, 13/ 5/ 99"
Tres de la tarde del trece de marzo de 1999. !Exacto el día y la hora en que lo leía! Ya en ese momento no había lugar a dudas sobre la naturaleza firme de la interpretación de aquella mujer. ¿Qué cosas pudo decir sobre mí hace tantos años? Quizá en el fondo sea mejor no tener idea de ello.
Con frecuencia viajo a *** a visitar a mis amigos y suelo escaparme al Barrio Gitano para esperar, en la fuente de Gáridas, a la mujer que supo leer en mis ojos la vida, con la misma precisión con que los astrónomos trazan las trayectorias de las estrellas en ese fantasma del tiempo y del espacio al que llamamos Universo. Es probable que nunca vuelva a verla. Ese es mi destino.
Una flor exótica
Existe una ciudad perdida, cuyos caminos conducen a una plaza única, austera y limpia. En su centro se levanta un monumento de piedra pulida, formado por prismas de diferentes longitudes y espesores, abriéndose y apuntando en todas direcciones. No lleva ninguna inscripción.
Sus casas son blancas. Sus calles no conocen el esplendor de los jardines, reservados a los patios interiores donde se cultivan con laboriosidad cercana al ritual. En ninguna parte se encontrarán templos, ni lugares de oración.
Son pocos sus habitantes. Bien proporcionados, de facciones agradables y joviales, revelan todos una gran cultura. Cuando hablan, mujeres y hombres lo hacen con moderación, abundando en buenas ideas.
Sienten un respeto profundo por los valores de la conciencia, en especial por el silencio que acompaña la reflexión, el pensamiento. Encuentran un placer igualmente valioso en las artes lúdicas a las cuales dedican gran parte de sus momentos creativos.
Las ideas para nuevos juegos surgen durante una charla, en cualquier esquina. Para inventarlos, utilizan pequeñas piedras recogidas en el camino, con las cuales trazan cuadrículas, circunferencias anuladas, laberintos, recorridos serpenteantes, líneas abiertas y muchos otros motivos geométricos. Con una facilidad metódica se establecen reglas, por lo general ajustadas a un sencillo plan, y comienzan un movimiento de piedras sobre piedras que puede alcanzar visos de genialidad.
De lejos, el trazado de la ciudad se antoja similar al de una estrella de puntas como caminos salen de su centro. Tal vez sea la representación de una flor silvestre, abierta en medio de la nada, vital, solitaria, exótica.
Flores e insectos
La mujer ha dejado las ventanas abiertas y aquel que esperaba entre los arbustos entró furtivamente en la noche y sigiloso como un felino prolongó el momento de excitación escondiéndose entre las sombras de los muebles para acercarse de improviso al lecho. Se deslizó serpenteando entre las sábanas palpitantes y deseosas, despertando sonrisas acompañadas de suspiros mientras las manos experimentadas en la ingenuidad cubrían los senos y la entrepierna sin mucha convicción. Él las apartó con delicadeza. Y se apoderó con la boca de sus preciados tesoros.
- Eres mía, ¡Mía! Te penetré el oído salvajemente con mi impúdica lengua cargada de vulgares intenciones escudadas en bellas poesías. Pero tú has sido la vencedora, me amansaste, explotaste todos mis recursos, agotaste mi sabia y ahora, araña lujuriosa, me tienes en tus redes, porque yo soy un animal de líneas rectas y trazos burdos y tú eres el destino curvo en el vientre, el poder en la oscuridad y el veneno en la oreja. Tú eres la preferida de la noche y yo soy un simple mortal que se precia de alcanzar un nuevo día.
- ¡Dime más!
- Gozas todos mis sufrimientos. Cuando ruede mi cabeza en la mañana, para escarmiento de todos los amantes y reconciliación con las leyes, estarás en primera fila con los ojos bien abiertos viendo como los míos te suplican misericordia. ¡Maléfica sirena que habitas en los sueños de todos los hombres! Qué fácil te resulta mostrarnos las gracias del paraíso antes de arrojarnos a los lobos. Yo solo pienso en comer del fruto y tú mientras tanto ¡Ya me has devorado!
- ¡Sigue!
- ¡Selva penetrable! Te regocijas yendo y viniendo contra mi vientre. No sólo ganas la guerra, sino que arrebatas el botín de cada miserable batalla! Y yo me hundo en tus pozos salvajes, me entrego sin defensas, te regalo mis alas.
- ¡Si, tus alas!
- Pero ni tú puedes apartarme del pequeño privilegio, del relámpago y la tormenta sobre el mar de la tranquilidad
- ¡¿Si?!
- ¡Si!
- .....
- .....
- Es justo cuando termina.
- ¿Cómo es?
- Como estar desnudo. Si, es verse a uno mismo.
El aliento del aire matutino cobra vida en las cortinas. Él aleja las sábanas para contemplar los dos cuerpos unidos en sus diferencias. La ama. La detesta. Mira la ventana y sabe que su destino le depara otra noche bajo el arbusto, esperando ansioso que la flor abra sus pétalos y lo deje libar como el insecto que siempre ha sido.
A hydrological path of knowledge
Chapter 1: The Hydraulic Jump and the pattern of Life
In which Asis and Goliard talk about water and life after leaving a symposium
Asis: I remember Goliard that you mentioned the other day something about the relationship between life and the hydraulic jump. How was it?
Goliard: Oh restless Asis…You are always in the search of good stories…well, let me refresh your mind with this idea that is just like water itself…simple in its nature but wealthy in its consequences. Let’s take a look on the hydraulic jump, if you don’t mind…
A: Is always a pleasure…
G.: Well, Hydraulics has revealed to us this marvelous jewel called the Hydraulic Jump that we can represent in the following way (Goliard draws in the sand with a stick):
As you can see dear Asis, in the hydraulic jump the concepts of energy, momentum and continuity -which are the angular stones of our understanding of the world – meet in a perfect harmony…if you concede so…
A: I concede.
G.: Now let’s take a closer look…seems like we can divide the hydraulic jump into four well distinguishable sections, don’t you agree?
A: Well, seems possible…can you show this to me?
G.: Of course Asis, there they are:
We can call the sections as follows: the Mysterious Source, the fast movement, the revolving come-and-go and the last one the relaxed path. Of course some boring sophists prefer to call them Source zone, Supercritic flow, Hydraulic jump and Subcritic flow. We will find that these definitions, more scientific of course, still applies to our purpose. Are you following this?
A: I guess…so, what is the meaning of doing this division?
G: Ah, because that is the essence of the thought that I am trying to teach you my young friend. See, the mysterious source resembles our life origins, our complete potential for being something. The little gate next to the mysterious source is simply the gate to this world or our birth. Since this point we are in the fast movement, we grow both physically and intellectually, we are hungry for everything. But as you can see, we cross this stage faster than expected, we have a lot of energy to invest but little experience absorbed yet…
A: Yes I can barely remember the lots of things that I did in my childhood.
G: And suddenly, almost without any warning or transition, we get trapped in the third stage: the revolving come-and-go of the youth. During this stage, we increase considerably the amount of our experiences (represented by the increase in hydraulic depth). We barely move anywhere, we are just revolving around, “wasting energy” but at the same time this is the most pleasant time in our life, our memories revolve and we can see the place we left behind as well as the future that appears to come after the turbulence.
As the scientists already know there is not a single kind of hydraulic jump, as there is not a single type of youth...some can stagnate in this stage for a long time, while others can just pass through it pretty fast!
A: Yes, I know what you mean. I think I am still swinging around that crazy stuff…
G: Watch your language Asis! Well, I think “to be correct” is the kind of thing you get at last when you are in the fourth and final stage. In the relaxed path of maturity, things start to move very slowly, despite the fact - or perhaps as a consequence - of the expertise gained in our revolving walk. We are more confident, less risky and more stubborn…Life passes in accordance to a well defined path, the flow is better organized, more predictable…
A: But where does the flow go at last?
G.: Clever boy! Very clever…I assume you get an A in your Fluid Mechanics course! Well the truth is that nobody knows. In the actual hydraulic jump there is another gate after the fourth stage, perhaps as some people suggest there is a continuation after life. Others just think that everything stops there, but I think that we can take the words of our respected modelers to say, in this case, that the boundary conditions are not completely defined after the fourth stage, what do you think?
A: I like your explanation Goliard, but still there are things that you can not explain with this model, life is more complex than that… education, friends….
G.: Oh Asis you speak wisely…but that’s precisely the beauty of all this: that you do not need to accept it! It is just a game of representation….is just semantics...Things that help you to understand what is happening around.
Tales, myths, humans used to have them…but not anymore…the myths, the representations are not scientific, but that is their beauty, you know? They are wealthy in themselves. Now we talk about models, high intellectual conceptualizations of the real world, is for sure a more sophisticated language but with almost the same predictive power of a good oracle (perhaps less intriguing though)…Well I think I did drink too much of that exquisite liquor in the party…
A.: Now that I think about it, this concept of the Hydraulic Jump could be applicable also to the rise and fall of civilizations, cities, cultures…Is weird…water helping us to understand the things of humans…
G.: Maybe it is because the world of humans depends on water! (Goliard points his right index finger up and stands as a granite sculpture). Oh Asis, I am glad to see that you are also in the path of knowledge.
Do not forget, though, that the hydraulic jump is a real physical phenomenon, and what we are just doing is to conceptualize it…I do not know why I said that but seems to be important to highlight anyway…I remember something about a guy called Wittgenstein writing something about it…Great gods I think it was that liquor.
A.: I heard from Amadeus that you have many stories like this one, relating physical principles to human concepts…Is that true?
G.: Those are the kind of stories that you get when you are in the path of knowledge. Yes, I have a lot more of them, but let’s go one step at the time. I mean, literally, I need to go one step at the time…oh that liquor.
Pay close attention to the things of this world Asis…We use to think that we are here to give a meaning to the world but is perhaps the world who is giving meaning to ourselves…don’t you think so?
Detrás de la puerta
¿Recuerdas esa vaga luz que te acompañó durante tantas tardes sin exigirte nada a cambio? Era sencillo entonces sentir que llegaba a ti sin ninguna obligación, sin quererte o reprobarte, sólo para ser uno con ella mientras tus pies jugaban extraviados con las gravas del sendero, a un ritmo marcado por el vaivén de los pensamientos, sujetos a los matices que adquirían los colores vivos de las flores y las casas. Lejos de tener importancia el llegar a alguna parte, solo el simple acto de divagar y bifurcarse sin descanso como las ramas de los árboles, silenciosas y esquivas a los afanes humanos, o como los miles de destinos unitarios de las hormigas, de cuyas intenciones nunca te enteraste.
Te sentabas entonces en una banca, o en el suelo, ese viejo paraiso que nos usurpó la civilización y la higiene, y esperabas a que el sol fuera perdiendo su batalla de rojos y amarillos contra los perfiles oscuros de los árboles y los edificios. Empezaba así la lucha contra el viento frío de la noche naciente que hiela la piel y le devuelve a las cosas su presencia abrumadora, sin deseo de juego. “Vientos de cambio” pensabas mientras tu mente se protegía en el recuerdo de las visitas a los abuelos y te sorprendías de nuevo viendo tus manos de dedos finos, inmaculadas y aún con ganas de mancharse. Cada palma, con sus estrías, era un repertorio de preguntas lanzadas al vacío y de respuestas sin voces, tu libro personal de revelaciones siempre reacio a descifrarse a pesar de estar, como insulsa paradoja, al alcance de tu mano.
“¿Qué será de estas pobres manos?”. Venía entonces el silencio indoloro y una respiración de exhalaciones largas, sin que la mirada fijara un rumbo. Era el momento de regresar, después de recibir la ablución de la luz: camino de vuelta al que nunca le tuviste miedo porque estaba en tu naturaleza, tanto como el de ida. En los bolsillos, tus manos trataban de encontrar un resto de calor cansino, sin querer esconder nada.
“¿Por qué no sé nada de los árboles?” Surgía la pregunta en ti como una recriminación de colegial, mientras escuchabas las voces de las hojas, anhelantes de darle otro sentido al viento. “¿Dónde está ese mar?”, decías como si fueras un delfín ahogado entre montañas, “¿Por qué no sé nada de mí?” Terminaba siendo el interrogatorio cuando colocabas la llave en el cerrojo para volver a ser el hijo impaciente, el padre incomprendido, el empleado devoto y el amante callado en su ternura que vive detrás de la puerta.
El túnel
El túnel se pierde al fondo, en un punto luminoso, distante y bien definido. Caminando a tropezones entre desniveles, con los brazos caídos pero sin rendirse en medio de la completa oscuridad, crees estar avanzando. De vez en cuando un hilo de agua se oye descolgar de una de las paredes rocosas y derivarse raudo hacia la salida que queda dando la espalda, y que es tan ajena a ti como el palmo de adelante. En esa oscuridad no es posible saber si vas solo o acompañado y cada paso es en sí mismo el temor de una decisión sin distancia. Excepto ese punto de luz, nada puede verse. Luz sin sombras ¿A dónde conduce? ¿Por qué la sigues con terquedad? Preguntas a las que el cuerpo no atiende. La luz no parece acercarse y el pasadizo se estrecha, no deja respirar, invade con un calor insoportable. Llega un momento en el que el cuerpo ya no puede dar media vuelta. Incluso así, tu terquedad instintiva te obliga a desgarrar las lajas con las manos sudorosas para seguir avanzando. El pecho se atormenta en las paredes sin poder inflarse, pero aún así sigues escarbando. Por qué esa maldita luz se ve igual de distante. A pesar de tus esfuerzos no es posible avanzar más. En un último arresto, estiras cuanto puedes las yemas de los dedos hacia el punto del deseo, la tierra prometida. Tu cuerpo sólo puede compararse ahora en rigidez con la piedra que lo rodea, quizás alimentada por los cuerpos de otros que ya lo habían intentado, mientras piensas no...no puede...ser, pero ya es tarde. Jamás lograrás identificar el mapa de esa desconocida geografía.
Promesa
¿Qué haces aquí? Vine a cumplir lo pactado ¿Qué cosa? Hace ya quince años, antes del Gran Día ¿Recuerdas? No, La promesa...”quien muera primero, vendrá a contarle al que se queda...” Si, lo recuerdo, pero ¿Por qué hasta ahora? Han pasado casi cuatro años. Todo tiene su tiempo. Además no me ha sido fácil encontrarte. Me alegra verte. Si, lo mismo te digo. ¿Por qué aquí? ¿Dónde más?, es una vía segura. La más utilizada por ángeles y demonios, quizás porque siempre deja una duda razonable. Tiene sentido. Y... ¿Cómo te ha ido? ¿Cómo crees que me puede ir? ¡Estoy muerto! Discúlpame, no quise decir... Sé lo que quisiste decir, y haces bien en preguntarlo. En realidad mi visita no tendría sentido si no lo hubieras hecho. Déjame contarte primero lo que pasó después del accidente. Imagino que en las noticias pudiste ver el estado en que quedó el carro. Salí disparado por el parabrisas, y debió ser tal la magnitud del choque que el solo impacto me obligó a desprenderme del cuerpo y de mis afanes, en ese orden. No recuperé el conocimiento sino varias horas después, cuando aún quedaban policías en el lugar y todo era sombras y luces relampagueantes, rojas y azules. Mi primera reacción fue levantarme y tocar el bolsillo trasero buscando la billetera. Nunca he podido olvidar ese gesto de ingenua identidad. Fue ahí cuando me di cuenta que ya no era Yo por completo sino solo una parte, la más ligera que siempre fue y ha sido. Tu cuerpo quedó irreconocible. Me imagino. En realidad que lo extraño ¡Cuantas cosas vivimos juntos! Una vez me repuse de la emoción, que bien pensada no fue tan dolorosa como podría haber sido, me acerqué con cierto sigilo, ya de por si innecesario, hasta el carro para ver si aún podía recuperar algo de aquello, pero ya habían hecho el levantamiento. Así fue, y nada más lógico por supuesto. Aunque, después de todo ese esfuerzo... Siempre me he preguntado por qué no estuviste ese día conmigo. No te lo reprocho, en absoluto. Sólo pienso que me hubiera gustado haber hecho ese proyecto con tu ayuda. Me fui del lugar y comencé a caminar sin saber a dónde. En verdad que no tenía la menor idea de qué hacer. No escuché voces, ni de abajo ni de arriba. Tampoco me llegó un atisbo de luz o de neblina. Por donde iba, y aunque esto te cause risa, no encontraba un alma. Contemplé en esos momentos la posibilidad de que todavía no fuera mi hora, porque aún tenía consciencia de mi cuerpo e incluso sentía dolor, pero pronto me di cuenta de lo vana que era esa esperanza. ¿Qué hiciste entonces? Me sentí de repente muy ligero, completamente recuperado. Aunque presentía la forma de mi cuerpo, era como si estuviera adormecido, como si bastara un abrir y cerrar de ojos para darme cuenta de que ya no estaba ahí. Sin saber cómo, tomé impulso y comencé a ascender. Fue una sensación maravillosa. Subí muy rápido, sin ninguna guía, hasta superar el techo de nubes. Entonces pude contemplar las estrellas, sin esa bruma contaminante que asfixia la ciudad, y quedé asombrado de su cantidad. Ojalá los niños pudieran contemplar algún día tanta belleza. Te aseguro que el número de individuos como nosotros no sería tan alto. ¿A qué te refieres con nosotros? Tu sabes a qué me refiero. No sé cuánto tiempo estuve ahí, mirando extasiado estrellas, planetas, cometas, galaxias, luces de colores, constelaciones, nebulosas. Pero mi espíritu ya está curtido, lo sabes, y a pesar de tanta belleza terminé reconociendo que nunca fui un buen astrónomo. El hecho es que, a pesar de mirar en toda la extensión del vasto universo, no sabía hacia dónde debía ir, no veía ninguna señal, una luz más sugerente que otra, o un fuego vivo y abrasador. No lograba, o quizá no quería entender por qué se habían olvidado de mí. Si no te acuerdas de ellos en vida, ¿Cómo esperar algo distinto? Así pensé yo. Simplemente me olvidaron. ¿Qué sentías? Miedo. Miedo de niño abandonado. El mismo temor que tuvimos en aquellos días. Pensé que nunca volvería a sentirlo, que se había cauterizado con los años, pero créeme, no se olvida. Comencé a descender sin establecer un pensamiento, porque has de saber que también como se sube se baja. De nuevo a la altura del pavimento anduve sin rumbo, de un lado para otro, casi como si me dominara un viento ligero, sin sentir hambre ni frío. ¿Cuánto duró? Mucho tiempo, no sé, varios días, meses. Te estuve buscando, pero te habías ido. Si, me mudé después de saber la noticia. Y seguía preguntándome por qué había sido rechazado, en qué falta grave había incurrido y al mismo tiempo qué pecado dejé de cometer para que, desde los dos extremos fuera repudiado. Debió ser difícil. Si, hasta el día en que, reducido por estos pensamientos, me topé con un destello de luz, cuya existencia jamás había notado estando vivo, y que provenía de un lugar donde algo estaba pasando. ¿A qué te refieres con algo? Un crimen menor, un robo a un paseante nocturno. Lo interesante era ver que el destello surgía no sólo por la presencia física del ladrón y su víctima, sino por el acto mismo que se cometía. En ese momento comencé a entender cómo podían estar funcionando las cosas en este nuevo escenario, y el por qué no había sido antes convocado. Explícate. Es como un juego de valores, un equilibrio de economías. Al ocurrir un acto, cualquiera que este sea, batiéndose en nuestro interior o cometido entre muchos, despliega una serie de valores que se reconocen con diferentes brillos e intensidades, algo así como grados de pérdida o ganancia, una liberación de energía. Oh amigo, cómo llegué a esa conclusión quizá haya sido por efecto del desconsuelo, pero el resultado merecía el experimento. Me propuse observar la ocurrencia de acciones, buenas y malas, y pude comprobar ciertamente que el resultado dependía tanto de las personas como de las circunstancias que las rodeaban. Nunca he visto desde entonces dos brillos iguales para dos acciones que a los ojos de cualquier mortal merecerían el mismo reproche o el mismo consentimiento. Por fin sabía cómo emanaba la sustancia del bien y el mal con todos sus matices, pero aún desconocía hacia dónde iba, cómo la recogían, quién o quiénes la aprovechaban. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera encontrar algunas respuestas, pero puesto ya en el camino, tiempo era con lo que contaba. Cuando mis sentidos se fueron acostumbrando al nuevo ambiente, porque he de decirte que aquí también se depende de ellos, logré averiguar que la energía alimentaba una especie de cadena gigantesca, sin principio ni fin identificable, con eslabones intercalados de muy diversas formas y colores. Observé así mismo que la energía era absorbida por estos eslabones pero no de manera instantánea, lo cual resultaría a la postre muy importante. ¿Quiénes aprovechan esta energía? No tengo respuesta. Pero tiene que ver con que no te hayan admitido, ¿verdad? Aún no sé a ciencia cierta por qué nunca fui llamado. Pienso que tal vez el valor total de mis acciones, por cuestiones de estricta contabilidad, resultaron en un perfecto equilibrio y por eso no se dieron por aludidos. Pero no creas que es una situación excepcional, ni mucho menos. En estos años me he topado con muchos que sufren un estado similar. Mira, en aquellos tiempos yo sólo quería definir mi situación, ser acogido en cualquier territorio, sin hacer distinciones entre extremos. Así que, una vez tuve claro en mi mente el propósito, supe que el siguiente paso era captar para mí parte de esa energía, hacer que no existiera en mí ese balance, de alguna forma lograr que lo hecho por otros me fuera asignado. ¿Pero cómo? Esa es, amigo mío, la gran pregunta que me mantuvo cavilando durante más de un año y cuya respuesta me tomó, como toman todas las grandes respuestas a los hombres y a los espíritus, sean estos grandes o pequeños, por sorpresa. Una noche de tormenta me encontraba bajo las hojas de un viejo árbol, no porque sintiera frío o me mojara, cosa de por sí poco probable, sino porque siempre he sentido nostalgia de la lluvia. El hecho fue que un rayo caprichoso cayó en aquel sitio y lo dejó, podría decirse, electrizado. Yo sentí el efecto magnético, casi revitalizante. Salí al descubierto y me acerqué por accidente a uno de los eslabones que en ese momento estaba recibiendo energía y fue entonces cuando sentí que parte de ella era asimilada por mí. Pero si lograste el desequilibrio, entonces, ¿Por qué no fuiste llamado? Porque asimilé la energía, ¿entiendes?, no me fue asignada, ¡simplemente la absorbí! ¿Incluso ahora te haces a lo de los demás? Haré caso omiso de tu apreciación, amigo y colega. Comprende que este otro mundo se sostiene gracias a esta energía y yo, por pura casualidad lo admito, había encontrado la manera de apropiarme de parte de su alimento. El siguiente paso fue sólo una consecuencia lógica. Comencé a frecuentar los pararrayos. Cada tormenta era para mí como una preparación para el banquete. Me adentré en el océano, allí donde las tormentas llegan a ser más intensas, y me entregué a todas las descargas que pude resistir. Luego fue cuestión de regresar sobre sitios habitados, especialmente en las ciudades donde se concentra con densidad inusitada la energía de los valores humanos, y por donde pasaba se iba adhiriendo a mí sin más, y me alimentaba. Pero no creas que ha sido fácil mantenerme en esta actitud. Sabes muy bien que siempre se paga un precio por las decisiones que uno toma, más aún cuando estas decisiones provienen de valores humanos. Pienso que los dueños de la cadena, o bien ya se han dado cuenta o ya están por descubrirme. El hecho es que a pesar de mi agitación, he sido lo más parco posible en mis correrías. Siempre me deslizo por callejones aislados, de vez en cuando un centro comercial, una casa de citas, un hotel, pero evito inmiscuirme en los grandes flujos permanentes que emanan de los centros de poder religioso y político como templos, mezquitas, sinagogas, parlamentos, colegios, embajadas, hospitales, cuarteles militares que en su conjunto representan el grueso de los flujos de energía. Soy un usuario de migajas, pero de migaja en migaja, he logrado acumular una pequeña fortuna. Fue así que pronto pude darme cuenta de que, bien pensadas las cosas, con este capital creciente podría llegar a fabricar un eslabón propio, ¿entiendes? ¿De qué hablas? ¿Formar tu propia cadena? ¡Eres un demonio! No, piénsalo bien, no puedo ser un demonio, no todavía por lo menos, recuerda que nunca fui admitido. Además ¿Qué harías tú en mi lugar, cruzar los brazos que aquí ya no tendrías? Bueno y a todas estas, por qué me has contado todo esto, ¿Qué quieres de mí? Aún no me preguntas por qué he gastado parte del tiempo buscándote, cómo he podido encontrarte y con qué tipo de artilugios he logrado colarme en tu sueño, pero ya veo que estás impaciente por una respuesta a tu pregunta, así que vamos a saltarnos algunas etapas. De acuerdo, mi visita no es una casualidad, sino el deseo de cumplir la promesa. He pensado seriamente en esto y creo que, entre los dos, podemos llegar a establecer nuestros primeros y más firmes eslabones. Quizás en poco tiempo, con una postura de arrepentimiento y promesas convincentes de esperanza, podamos captar la atención de algún personaje inquieto que quiera convertirse en profeta, y así canalizar las energías de muchas personas para fundar nuestros propios templos, escuelas y gobiernos alrededor del mundo, administrados por ti mientras llega tu hora. Es casi seguro que los grandes dueños inaccesibles de la otra cadena nunca verán con buenos ojos este atrevimiento, pero sé que si el fundamento es firme, resistiremos, y hasta podemos negociar una paz que a todos convenga. Hablas de nosotros haremos esto y aquello y nos defenderemos de ellos con una seguridad pasmosa, ¿Es que das por sentada mi participación? Las cosas han cambiado, ya me alejé de todo eso. En el fondo, no eres más que un patán, un necio sin oficio, un espíritu insano, no creo que me interese la oferta. Hombre, piénsalo, mira que algún día llegará también tu momento. Pero quizás yo sí pase la prueba ¿te has puesto a pensar? Ahora estoy casado. Me retiré de todo lo que tuvimos alguna vez en común ¿Entiendes?. Tu lo sabías ya desde entonces. ¿Para qué arriesgarme entonces en una empresa tan peligrosa, si puedo terminar, o mejor dicho comenzar mi nueva vida en una cadena sólida, confiable y respetable? Lo siento camarada, no era mi intención, sólo pensaba que, bueno, a ti estas cosas te interesaban. ¿Recuerdas cuando hicimos la promesa? Era la tarde antes del Gran Día. La hicimos formando con las manos una especie de gancho, que en ese momento parecía indestructible. “Quien muera primero, vendrá a contarle al que se queda cómo es el nuevo mundo, con sus bienes y sus males, para así estar seguros de lo que nos espera cuando estemos de nuevo reunidos” . Si, eran las palabras de dos jóvenes ignorantes y deseosos. Cuántas veces las he repasado en mi mente en estos últimos años. Sólo he tenido ocasión de asistir a dos pactos como el nuestro desde entonces. No sabes cómo es de especial la energía que liberan. Sin embargo, las promesas tienen dos caras, la del día en que se hacen y la del día en que se quiebran, porque son dos acciones distintas. Y tú me acabas de mostrar cómo es la energía de esta segunda cara. Tienes razón, las vidas son más complejas que un simple acto, incluso que la cadena de acciones que podemos llegar a consolidar con los años. Pero aunque hayas iniciado una nueva vida, recuerda que sigue por defecto ligada a la anterior, como el día a la noche. Respeto tu decisión en todo caso. Y quién sabe, quizás algún día yo también seré absorbido por la gran cadena, ya que todo tiene su lugar y su hora. Bueno, te dejo. Tu mejor que nadie sabes que nunca es conveniente permanecer por mucho tiempo en un mismo sitio, más aún cuando ya no quieres ser encontrado, ¿Verdad? Es curioso, ¿Qué? Ahora pienso que, a pesar de todos los esfuerzos que hacemos para permanecer libres, cualquiera que sea el significado que le damos a esta palabra en nuestras vidas, lo único cierto es que al final terminamos por vender todo, incluso nuestras almas, por pertenecer a una maldita cadena.
Epílogo de una historia que espera ser contada
Asis camina junto a Gautista, con quien ha superado en los meses anteriores pruebas de incontrastable destreza física, como subir un monte empedrado mirando de espaldas para evitar los ojos de un dragón de fuego y atravesar la fortaleza y el castillo de un rey fantasma, así como resolver acertijos del puro gusto griego y tebano que les depararon no pocas horas de insomnio. Incluso se han brindado las manos en dos oportunidades, sabedores que de no haber actuado de ese modo, habrían continuado la jornada solos, en el mejor de los casos, y en el peor como espectros de lo que nunca habrían sido.
Vienen de regreso, con su carga ganada, oteando tranquilos y satisfechos el paisaje que les brinda un antiguo valle ululante de pastos y frailejones que conserva las huellas de lo que alguna vez fuese la morada de un monstruoso glaciar ya desaparecido. Sus pensamientos los llevan ahora por senderos distintos. Ha llegado el momento de la despedida. Con un fuerte apretón de manos parecen sellar el caudal de historias que seguramente contarán a sus hijos en las postreras tardes de invierno.
“La mente humana es un laberinto inescrutable,” comenta Asis mientras pasa una brizna de hierba por los dientes. Gautista, que siempre ha tenido pies ligeros, se voltea con sonrisa maliciosa y poniendo su brazo izquierdo sobre la humana divagación de Asis le responde “Amigo, sabía que ibas a decir precisamente eso”. Asis sonríe. Se reconocen por última vez y se marchan. Saben que no se han dicho adiós del todo.
El grito
Fue un caso difícil――comenzó diciendo el Capitán Medina, al tiempo que trataba de descifrar las formas filtradas a través del cristal en su vaso de whisky――y aún dando fe de haberlo visto, mi mente se niega a aceptarlo.
Sucedió hace quince años, cuando era todavía sargento. Una noche recibí varias llamadas de personas que aseguraban haber escuchado, todas a la misma hora y en el mismo lugar, un extraño grito proveniente del apartamento 305 de...――prolongó el silencio mientras con el vaso en la mano indicaba algún lugar en círculos, más allá de las paredes del salón――el sitio en realidad no importa. Las llamadas de ese tenor son muy comunes en este oficio, motivo por el cual no me alarmaron demasiado, así que solo después de revisar mi escritorio y de ponerlo en orden decidí ir a investigar lo que sucedía en compañía de Benítez (que en paz descanse).
Serían las once de la noche cuando llegamos al apartamento. Afuera todo estaba en calma. Nos recibió un vecino del 302 quien, en pijama y visiblemente consternado, nos relató con excitada expresión la gravedad del sonido que durante unos segundos “¡Pareció conmover hasta sus entrañas la tierra para después desaparecer de súbito, tal y como había surgido!” .
Golpeamos sin recibir respuesta. Nadie nos atendió desde adentro. Forzamos entonces la puerta e ingresamos con cierta reserva, como se acostumbra hacer en estos casos, lentamente por el corredor. A primera vista todo parecía estar en orden. Revisamos la sala y el comedor sin observar nada que llamara nuestra atención. Luego, mientras Benítez registraba las otras habitaciones, yo entré con sigilo al cuarto principal que tenía las luces encendidas…fue entonces cuando lo vi――guardó silencio durante algunos segundos. Tomó un sorbo de whisky y luego prosiguió――Estaba en la esquina opuesta a la cama, en calzoncillos ¡Petrificado!
Recuerdo que un aire frío recorrió mi espalda e hizo temblar sin control mis piernas. A punto de desmayarme solo tuve arrestos para llamar a Benítez, tratando de conservar la poca postura que aún me quedaba, asegurándome que ninguno de los vecinos curiosos viniera tras él. Cuando entró, cerré la puerta y pasé el seguro. Nadie debía ver aquello.
Era un cuerpo delgado, poco atlético. De pie y en vida debió ser un hombre alto, de buena presencia, joven, quizás un poco prematuramente envejecido, que en su momento pudo ostentar el privilegio de ser un hombre feliz. Pero esa noche ¡Cómo poder olvidarlo! No era más que una grotesca escultura de mármol blanco. Pálido el rostro, daba la impresión de no haber recibido nunca en su vida una gota de sangre. Sus ojos, abiertos con obstinación, parecían mirar con horrorosa fijación hacia algún punto entre él y el infinito conservando una imagen cruda que se negaba a desaparecer. Estaba acurrucado, protegiendo su pecho con los brazos y las piernas líticos, aguantados firmemente contra sí mismo, mientras los dedos de las manos se apoderaban agresivamente de la carne que formaba su rostro, tirante, agudo, del cual se derivaba una mueca grosera, con la boca exageradamente abierta, la boca desde la cual se había proferido sin duda el escalofriante grito. Era como si cada átomo de su cuerpo hubiese sido capturado en una fría y sobrecogedora escultura de terror supremo.
Después de escudriñar escrupulosamente el cuarto y comprobar que nada había sido violentado o movido en las horas previas a nuestra llegada, Benítez y yo hicimos el levantamiento del cadáver y nos decidimos a cargarlo hasta la patrulla. Tarea que resultó mucho más difícil de lo que pensábamos. Sin mediar palabra entre nosotros, lo envolvimos ágilmente en un par de sábanas y con toda la serenidad que tuvimos, llamamos a la central, de donde nos enviaron una ambulancia. Aprovechamos nuestra autoridad y la noche para sacarlo del apartamento y del edificio evitando cualquier impertinencia de la gente que intentaba averiguar lo que había pasado.
En la morgue se le trató de practicar una autopsia con mucha dificultad. La estulticia de sus partes era absoluta. La conclusión a la que llegaron los forenses luego de varias horas de trabajo fue tajante y tan científica como sus conocimientos lo permitían: “Se murió de miedo, a su amigo lo paralizó el miedo”.
Si esto fue extraño, más lo fue el hecho de que nadie hubiera venido luego a reclamar el cuerpo. A pesar de que vivía con cierta comodidad, parece que el hombre estaba solo y no tenía familiares o conocidos. Muy pocas personas se enteraron de lo que esa noche encontramos y solo la propia víctima fue realmente testigo de lo sucedido. Bueno, ahora ustedes también conocen esta historia, absurda y oscura, de la que nunca pudimos esclarecer nada concreto, ningún móvil del crimen (si es que se le puede llamar crimen a lo que allí pasó). Al parecer se trataba de un vecino tranquilo y agradable, una persona muy normal, incluso para el promedio de los mortales. Sin embargo, lo que ese pobre hombre presenció debió ser sin duda algo terrible, algo que ningún ser viviente desea realmente encontrarse en vida, e incluso después de la muerte, signifique esto lo que signifique. Una conmoción absoluta, cuyo horror sólo puede ser comparable al dolor que ese cuerpo se llevó consigo a la tumba.
¿Qué pudo haber visto? Yo en realidad no lo sé pero pienso, amigos míos, que si hay alguna definición posible de lo que es el horror con mayúscula, esa definición quedó grabada en el profundo abismo de los ojos de aquel personaje cuyo lamento se conserva, débil y distante, aún entre nosotros.
Todos en la reunión habían escuchado con asombro el relato del Capitán. Todos sin excepción se mantuvieron en silencio hasta que hubo terminado. Un silencio que solo rompió el mismo Capitán cuando levantó vivamente el vaso de whisky exclamando sonriente “¡Que historias caprichosas somos capaces de inventar cuando estamos bebidos! ¡Salud!” El auditorio regocijado y complacido por la velada se río con él.
A eso de las dos de la mañana llega el Capitán, fatigado, a su casa. Sabe que su esposa lo espera en la cama y que su pequeña niña está gozando de un sueño dulce, cualquiera que sea, esa madrugada. Cuando entra, halla las luces encendidas, como siempre las encuentra desde el día que, sin dar mayores explicaciones, así se lo solicitara a su mujer, hace ya quince años. Se quita los zapatos lentamente, conservando con dificultad el equilibrio en el centro de la sala. Revisa, como todas las noches, las ventanas de su apartamento y las esquinas de su alcoba antes de levantar las cobijas y abrazar con un deseo casi infantil el torso de su mujer en cuya compañía se siente seguro. “No estoy solo, mi amigo” se dice, tal como lo viene haciendo desde aquella noche, quince años atrás, antes de acostarse.
Fiebre de asambleas
En estas últimas semanas en las que la fiebre de las asambleas se ha propagado sin control por nuestra institución, parece que ya nada ni nadie se puede escapar a su irresistible embrujo. Como muestra de ello, comparto con ustedes el siguiente texto, que ha sido redactado (según parece) por el pleno de mi organismo al calor de los actuales acontecimientos y que ha sido filtrado por unas cuantas neuronas para hacerlo de público conocimiento (me remito simplemente a transcribir lo que me pasaron estas neuronas, el contenido es responsabilidad de la asamblea sinérgica que lo produjo. Yo por mi parte, voy a iniciar las respectivas conversaciones de acercamiento para ver que puedo hacer al respecto):
“El conjunto de órganos y sistemas que constituyen al individuo llamado ***, reunidos en asamblea extraordinaria motivada por los múltiples sucesos que en los distintos órdenes, internacional, nacional, regional, local y familiar, afectan su adecuado y cabal funcionamiento, y considerando que, con el ánimo de evitar futuras jaquecas, fatigas, derrames cerebrales, úlceras e infartos, es menester velar por el bienestar del organismo tanto en lo biológico como en lo espiritual, decretan lo siguiente:
1) Declarar el estado de conmoción interior por término indefinido hasta tanto no se solucionen parcialmente estos problemas.
2) Bajo el estado de conmoción, invitar al individuo antes mencionado a abstenerse de participar en discusiones y reuniones informales, no contempladas en su jornada de trabajo, que afecten nuestra integridad física y mental (la de sus órganos y sistemas).
3) Que el estado de conmoción se decreta sin perjuicio de que el individuo arriba citado cumpla a cabalidad con las funciones que le sean asignadas dentro de su plan de trabajo, siempre y cuando se den las condiciones adecuadas para ejercer dichas labores y ceñirse estrictamente a ellas.
4) Reducir al mínimo estrictamente necesario los comentarios y conversaciones adelantadas por este individuo, para evitar entrar en contradicción con los órganos y sistemas que conforman su organismo, o de exponer a otros individuos y organismos a situaciones de ánimo que puedan causar similar estado de conmoción.
5) Autorizar al individuo arriba citado a ofrecer siempre una sonrisa cordial y una disposición al diálogo con otros individuos, sin perjuicio de mantener vigentes los puntos anteriores del presente estado de conmoción interior.
Firman:
Cerebro de ***
Presidente de la Asamblea
Corazón de ***
Secretario de la Asamblea
Dado en el salón de los consejos de la válvula tricúspide y difundido por el sistema circulatorio de ***, georeferenciado en la ciudad de Medellín a los 5 días del mes de noviembre de 2003”.
Random
-Usted no me conoce, permítame presentarme y explicar el motivo de mi visita. Sólo tomará unos cuantos minutos. Mi nombre es Eulalio, soy matemático de profesión.
-Atanasio Ríos, a sus órdenes. Le escucho, ¿Qué desea?
-A usted de seguro le debe extrañar mi presencia aquí. Verá: desde muy joven en mi carrera, quedé impresionado por el concepto del caos y la aleatoriedad de los procesos físicos. Durante muchos años desarrollé teorías matemáticas y una serie de programas de computador basados en matrices de comportamiento y respuesta para estudiar la complejidad de estos procesos, algoritmos que con el tiempo se fueron haciendo más y más sofisticados. Estos programas se convirtieron en una obsesión que se fue apoderando de mi propia vida. Hasta que la vida misma se convirtió en parte del juego y comencé a experimentar con el resultado de las matrices.
-Bueno, si suena un poco extraño lo que me cuenta, pero suena muy interesante lo de sus programas y puedo ver el potencial de sus matrices ¿Hace cuánto empezó a experimentar con ellas?
-Hace dos años. Recuerdo la primera vez…
-¿Té o café?
-Café (dice Eulalio después de lanzar una moneda al aire).
Normalmente las matrices arrojan resultados que se encuentran dentro de lo esperado, en la norma de una desviación estándar, como por ejemplo salir a pasear a las doce del día, almorzar en el restaurante X a las tantas horas o saludar a la persona X a la hora Y en el punto Z. En otras ocasiones los resultados son algo más inesperados, como subirse a un poste de luz a las tres de la mañana en la esquina tal de una ciudad Z…algo que está en la cola de las distribuciones.
-Y usted ¿Sigue todos estos resultados?
-Siempre me doy un último beneficio del juego del azar (arroja de nuevo la moneda al aire) ahí decido si lo hago o no, pero siempre sujeto a las normas del azar.
-Ya veo. Entonces, si he entendido bien, su presencia hoy aquí es producto de esa casualidad con la que usted lleva su vida, ¿Verdad?
-Así es.
-¿Cómo entro yo ahí?
- Hace dos noches, la computadora arrojó uno de esos resultados inesperados pero posibles de los que ya le he hablado. La acción consistía en matar.
-Veo…
-Pero ahí no para todo. Matar es solo el primer eslabón en la cadena de eventos. Después la matriz tenía que definir sobre qué tipo de ser vivo debía ejecutar la acción. Resultó ser humano…y luego el género…hombre…y luego…rango de edad, lugar de residencia, día, hora, lugar, el método, el nombre, el ejecutante, el revelarle a usted todo, esta charla…y si, su nombre apareció en la matriz que ajusta todos estos datos.
- ¿Y la moneda?
-Justo ahora…――dice lanzando la moneda al aire――eso se decide…
-¿Y…?
-Si, se hace.
Eulalio se levanta de su silla para cumplir su cometido pero pierde el equilibrio y cae de rodillas, sudoroso.
-Es el efecto de la droga.
-¿La droga?
-Si hombre, la que se tomó con el café. Verá Eulalio, su historia es asombrosa y hasta su cometido es, después de la explicación dada, bastante razonable. Pero ahora déjeme contarle a usted la mía. Resulta que yo también soy matemático.
-Mat…
-Si, pero no se desgaste, déjeme contarle. Yo siempre descreí de la aleatoriedad y de su pretenciosa noción de incertidumbre. Yo soy un matemático determinista. Y si, su presencia aquí es inoportuna, más no inesperada. Yo también he trabajado en mis matrices.
-Pero…
-Si, las mías son deterministas: a una acción, su reacción. A medida que usted hablaba las cosas se iban haciendo claras, se iban definiendo hasta el detalle…cuando le ofrecí el café yo ya sabía cuál sería el desenlace de la conversación.
-¿Moriré?
-¡Eso desde luego! Es lo más determinista de la vida. Pero quizás no hoy. En eso le daré un beneficio a su método de especulación. Hoy, eso depende de usted.
Atanasio le extiende el antídoto en una cápsula. “Entonces está hecho” dice Eulalio esbozando una sonrisa amarga y lastimera.
-¿Qué está hecho?
-Hemos reconciliado los extremos.
Eulalio se desvanece en el suelo.
-¿Eulalio?-dice Atanasio acercándose al cuerpo que yace sin vida. Le esculca los bolsillos, buscando una respuesta. Encuentra un papel impreso de computadora con los datos de la última pesquisa de Eulalio:
“ Acción: Matar
Lugar: Calle…
Hora: 5 pm
Método: envenenamiento.
Víctima: Eulalio Puentes.
Ejecutante: Atanasio Ríos (matemático)”
-Sea Eulalio, paz.
Atanasio rompe finamente el papel y se lo come. Revisa luego que el cerrojo de su oficina esté bien puesto, saca un paño negro con el que limpia la taza del café y la silla donde estuvo sentado Eulalio. Se pone unos guantes de cuero, arrastra el cuerpo hacia una salida de emergencia a la que sólo él tiene acceso desde la oficina y que desemboca en un callejón oscuro en el que las luces, desde que el empezara a trabajar ahí, no funcionan. Recuesta el cuerpo de Eulalio contra un contenedor de basura casi vacío y que solo de vez en cuando vienen a limpiar. El contenedor se encuentra al otro lado del callejón. Deja el cuerpo ahí, y regresa a la oficina procediendo con precaución, como si ya hubiera previsto la contingencia.
La manzana de Newton
Es ya una tradición en las escuelas relatar la anécdota del joven Isaac Newton quien descubre la ley de la gravitación universal luego de que una manzana le cae en la cabeza. Se cuenta por lo demás para ilustrar cómo un evento ordinario puede en ocasiones inspirar las ideas más revolucionarias. Sin embargo, no se le da todo el crédito al componente mítico y religioso de esta anécdota: bien es sabido que Newton era un hombre introspectivo, meticuloso e inquisitivo, que cultivó con rigor tanto el estudio de los textos bíblicos y la alquimia (a los cuales dedicó la mayor parte de su vida) como la naciente ciencia de la física experimental. Bajo esta óptica podemos imaginar entonces a Newton, cabalístico, amante de las metáforas, pensando: "Yo he hallado el árbol bíblico del conocimiento. Me he recostado a sus pies y he logrado que uno de sus frutos, la manzana, me despierte de la ignorancia." Así, el científico armonizaba su descubrimiento con la vertiente del pensamiento de los antiguos textos bíblicos. Una hazaña notable, aún para los tiempos que corren.
Un secreto de las musas
Dicen que las musas, depositarias de todas las artes y conocimientos, le temen al vacío. Es por eso que vienen en nuestro auxilio cuando descubren que hemos consumado dos respiraciones sin que nos llegue un pensamiento. Siempre atentas a nuestra humana debilidad, ellas prefieren ponerse en evidencia antes que tener que soportar el terrible silencio de un tercer suspiro. Es así como, respondiendo a su naturaleza divina, nos obsequian de su infinito repertorio una idea, un poema, o simplemente nos sacuden para remover algún recuerdo que vive en la memoria. De esta forma, como impulsados por un súbito rayo, descubrimos que la fuerza es igual a la masa por la aceleración, que la raíz de menos uno existe en un universo imaginario, que luego de una noche tormentosa podemos amanecer convertidos en insectos o simplemente, como acabo yo mismo de descubrirlo, que mi tercer suspiro me ha traído el recuerdo de tu último beso.
Lo que soy
Tal vez sí, seamos sólo eso, un puñado de recuerdos: La ecuación que se quedó sin resolver en un cuaderno, o la carta (llena de razones) que se rompió sin ser leída. Quizás todo termine siendo esa vieja deuda que se dejó pendiente en la tienda del barrio, o en el fondo del alma, donde se guardan tantos discursos prestados y se dejan todos los asuntos pendientes.
¿Sería apropiado pensar que en realidad sólo somos el momento en el cual el corazón, agitado por el ladrido de un perro en una calle desierta, nos devuelve el miedo ancestral que nos convierte en salvajes? ¿Acaso todo se reduce al espacio que deja una silla vacía? En verdad, no sé lo que sean los demás: una o todas las cosas, o ninguna, ¿Qué más da?
La única cosa que tengo clara, es lo que yo soy: un instante. Aquel en el que tus labios tocaron los míos, para hacerse uno, y vivir juntos, y amarse por siempre, vida mía.
Descubriendo a Ulises
Descubrí a Ulises en mis primeros viajes, en medio de la ansiedad por explorar y compararme con lo foráneo, en la conversión de monedas, trabajos, idiomas, comidas, costumbres y paisajes. Trabamos amistad en el extranjero, a pesar de que nos separaban siglos de historia, porque en el fondo compartíamos la aventura nómada de una realidad que nos acogía, no sin peligros, sin ser del todo nuestra.
Como a muchos migrantes, voluntarios o forzados, en mi periplo hallé un amor que anidó en el camino. Ya con esposa e hijos entendí el deseo de Ulises por regresar a Ítaca, porque el tiempo y la distancia fortalecen la patria y la familia, como un árbol de ramas viajeras que se nutren del sustrato de memorias y nostalgias arraigadas en nuestro origen.
Otros viajeros que descubren al viejo Ulises me cuentan que goza de buena salud y que, cuando puede, aún navega.