"Antaño esperé ingenuamente encontrarme con seres que, obviando mi aspecto externo, me quisieran por las excelentes cualidades que hay dentro de mí"
Sin embargo, si la criatura hubiera sido hermosa, ¿la hubieran rechazado? Mary Shelley lo deja claro en su novela: el cuerpo es nuestra carta de presentación, es el que determina nuestra aceptación o no en la sociedad. La criatura no solo es la suma de despojos de ser humano: también tiene alma. Sin embargo, al no incluirse dentro de los cánones establecidos de la corporalidad, lo convierte en monstruo. El cuerpo posibilita y condiciona nuestra identidad. Autómatas, la criatura de Frankenstein y vampiros van a mostrar en la literatura la difícil relación entre el yo y el cuerpo.
Los autómatas son cuerpos sin mente que generan inquietud porque muestran el extrañamiento del propio cuerpo entendido como mecanismo inerte. La criatura creada por Mary Shelley representa el retorno del cuerpo reprimido, de esa corporalidad que se intenta negar, pero resurge una y otra vez poniendo de manifiesto con su imposible negación las brechas del ser humano.
Por otro lado, los vampiros son corporalidad en estado puro. Representan la atracción y el peligro que supone abandonarse al cuerpo, a las pasiones. Cuerpo y pasiones amenazan lo que la filosofía moderna suele sancionar como lo más propiamente humano de los individuos: el alma, el espíritu o la mente que les construye desde dentro. Si el vampiro es mero cuerpo, es también el mal: la amenaza de una corporalidad irrestricta, pero también su seducción. En la figura del vampirizado, el mal deja de ser algo externo al hombre para pasar a ser algo que insidiosamente le pertenece. Abandonarse a los instintos implica renunciar a la parte esencial del hombre, ser nada más que cuerpo, ser el mal. El vampiro despierta miedo, pero también atracción. No hay nada más embriagador que entregarse por completo a los instintos. El rechazo al cuerpo nunca es total.
Cubierta interior de Frankenstein, 1831