El Grand Tour clásico

Dentro de lo que llamaríamos el Grand Tour clásico no pueden faltar las estancias en París, en Roma y en Nápoles, siendo por el contrario más ocasionales las extensiones a Sicilia, Dalmacia y Grecia. En París, las visitas incluyen las salas de conciertos, óperas y teatros, las logias masónicas, los gabinetes de curiosidades (herederos de las Wunderkammern del Renacimiento), las academias y las sociétés savantes, las casas particulares de los sabios y, sobre todo, los cafés (Procope en Les Fossés-Saint-Germain) y los salones (Mesdames de Lambert, de Tencin, du Deffand o Geoffrin, Mademoiselle de Lespinasse).

Después se pasan los Alpes por Saboya o, sobre todo, por Suiza, poniendo en valor el vértigo de las alturas, como reflejan los  numerosos libros, los fogosos poemas (Die Alpen de Albert von Haller, con sus treinta ediciones entre 1732 y 1777), las espléndidas pinturas (como las de Johann Ludwig Aberli o Caspar Wolf) o la magna obra del barón de Zurlauber, con sus cinco volúmenes y sus más de 270 grabados. 

El Café Procope, París (CC BY 4.0) 

Vista del coliseo (Pannini)

El destino supremo es Italia. Primero, la Roma antigua, donde los turistas admiran los grandes restos de su pasado esplendor (que han sido grabados por Giambattista Piranesi en los cuatro volúmenes de sus Antichità Romane de 1756) y adquieren los objetos todavía en venta (medallas y camafeos, pero también mosaicos y esculturas si la fortuna lo permite), antes de hacerse retratar, con un libro en la mano y unas ruinas como marco, por algunos de los pintores especializados en este género, en particular por Angelica Kaufmann o Pompeo Batoni, que pintó a no menos de 250 caballeros ingleses en la Ciudad Eterna entre 1760 y 1780. Segundo, Nápoles, que permite, por un lado, la visita a los grandes trabajos arqueológicos de Pompeya y Herculano, así como tomar contacto con el neoclasicismo y, por otro, enamorarse del Vesubio, aunque quizás nunca con tanto entusiasmo como William Hamilton, el embajador británico ("el amante del volcán” de la novela de Susan Sontag), el patrocinador de esa obra singular ilustrada por Pietro Fabris que fue Campi Phlegraei. Observations on the Volcanos of the Two Sicilies de 1776. Tercero, alguna otra ciudad que tenga suficientes atractivos como para justificar una excursión particular (Florencia o Venecia)

Paisaje de Caspar Wolf (Swiss National Library, GS-GUGE-WOLF-7-3)

Palacio de Diocleciano en Spalato (Split, Croacia), R. Adam, 1764 

  

Erupción del vesubio 1760-1761 (Pietro Fabris)

De Nápoles, los que pueden cruzan el estrecho de Messina y llegan a Sicilia para ver los templos griegos que les faltan tras haber contemplado los de la Magna Grecia en el Mezzogiorno italiano. Y ya sólo los más eruditos van más allá y llegan hasta la costa oriental del Adriático para contemplar el palacio de Diocleciano en Spalato (como Robert Adam) o para ver el Partenón en Atenas (como James Stuart).

Los turistas no vuelven nunca con las manos vacías, sino que se traen “el libro, el jardín y la colección”. El jardín toma la forma de un herbolario o de una serie de láminas describiendo la flora del lugar. La colección puede ser de geología, botánica y zoología (historia natural) o puede ser de monedas, estelas y relieves (arqueología). El libro puede ser un diario propio o una relación escrita por sus acompañantes, de modo que Boucher de la Richarderie puede incluir en su Bibliothèque universelle des voyages de 1808 más de 3000 títulos. Y aún quedan los souvenirs por excelencia: los retratos citados y las tarjetas postales, es decir las vedute, encargadas en Roma a Gian Paolo Pannini y en Venecia a Francesco Guardi o a Canaletto.

Planeando el Grand Tour, Emil Brack (1860-1905)