El ridículo

[El disfrazado de gorila cruza una ronda de basketbolistas sin ser percibido]

[Canción original “Deben ser los gorilas”]

La ceguera por inatención puede tener grados. Encabezan la gradación los que contando pases no vieron pasar al gorila; con un simple ajuste zoológico se les puede aplicar otro famoso reproche por inatención, en este caso alojado en una frase anónima y popular en vez de un experimento académico: “Se te escapó la tortuga”. En segundo lugar está, por ejemplo, la sospecha del baión, que representa el principio del fin de una desa­ten­ción: “Deben ser los gorilas, deben ser”, vislumbra el testigo en el cierre de cada situación. Pasando de la conjetura a la afirmación llegamos al tercer grado, con una nula desatención; ahí están los que vieron al gorila atravesar la ronda y golpearse el pecho a lo hombre mono.

Pero no es la ceguera por inatención lo que me interesa, sino el tipo de personaje elegido para mostrarla en su grado máximo. Con ustedes, entonces, lo ridícu­lo: la cosa más difícil de disimular, la negación misma del disimu­lo, la visi­bi­li­dad más chi­llona. (Para magos, ilu­sio­nis­tas y neuró­lo­gos, su disimulo debe ser uno de los trucos más difíciles.)

Excepto cuando se es ridículo actuando de ridículo, en pocos casos el actuar de algo y el serlo se encuen­tran a mayor distancia que en este. Eso tal vez se deba al hecho de que lo que define a uno niega al otro: ser ridículo implica haber perdido el control de la propia imagen; actuar es estar ejerciéndolo, incluso si se actúa de ridículo (en cuyo caso se está ejerciendo el control para fingir que no, como pide el papel). La diferencia se escucha en las risas: en un caso premian un logro humorístico y en el otro castigan –a veces con vergüenza ajena, a veces con mera saña– una gaffe social, un des­ca­la­bro sin sentido, un desubique inasimilable.

Por supuesto, el disfrazado de gorila con gestualidad grotesca compone un ridículo, no lo comete (no, al menos, en primera instan­cia; e insisto: sería otro –uno de segunda instancia– el que se cometiera al com­po­ner­lo). La composición elegida forma parte impor­tan­te del truco y le da fuerza a su argumento: no habla igual de nuestra atención que le escamoteemos un tipo común y corriente, perfectamen­te mimeti­za­ble, a que le esca­mo­teemos un dis­fra­za­do gro­tes­co que actúa gro­tes­camente. Lo ridí­cu­lo de la esce­na mag­ni­fi­ca el mérito y la sor­pre­sa de la omi­sión conse­gui­da. Lo simple del medio uti­li­za­do tam­bién: el pase de magia para esa ilu­sión cega­do­ra se re­du­ce a hacer­nos contar ano­di­nos pases de pe­lo­ta. Con esto se consuma una proeza sensorial: se hace invisible el colmo de la visibilidad. Si le atribuimos a él el mérito, ese gorila es el héroe de la invisibilidad: alcanzó la misma meta que otros pero con mayor des­ven­ta­ja; es el pastor y su honda ven­cien­do al gigan­te.

Actuado o cometido, no deja de haber algo ridículo que cruza desapercibido una ronda de bas­quet­bo­lis­tas (y 24 minu­tos del docu­men­tal, para ampliar con nosotros ese número de dóciles concen­tra­dos en otra cosa, como le pasa al prefecto G y su poli­cía pari­si­na con la carta roba­da sobreex­pues­ta). A la proeza sensorial se suma una dramática: al actuar de ridículo, el disfrazado finge ser uno imposibilitado de fingir, uno que cuando le toca serlo es por una caída en desgracia, no por un manejo actoral.

Por supuesto, los que en ese experimento no percibieron al personaje ridículo tampoco percibieron la ridiculez en juego. Una condición infalta­ble de lo ridículo es que no pasa desa­per­ci­bi­do, como que con­sis­te en el espectáculo de una sobreex­po­si­ción. Puede ignorarlo el que es ridículo, el que hace el ridículo, el que cae en el ridículo, el que se pone en ridículo, el que queda ridículo, pero no quienes lo ven quedar, ponerse, caer, hacer o ser. Porque si tampoco ellos lo perciben, entonces no hay ridículo: si no hay pú­bli­co que lo pre­sen­cie, no hay esce­na que lo exhi­ba. A su caso se aplica la equi­va­len­cia que Berkeley atribuía uni­ver­sal­men­te: para lo ridícu­lo, ser es ser per­ci­bi­do. Tal vez por eso es que tiene su propio sentido: lo ridículo es percibido en otros (y evita­do para sí) por quienes no han pade­ci­do la desgracia social de haber perdido el sentido del ridículo.

Para registrar lo que registran, los cinco sentidos senso­ria­les siguen impe­ra­ti­vos físicos, quími­cos, bioló­gi­cos, neu­ro­ló­gi­cos. El sexto sentido, la extra-sensorial intuición, sigue impe­ra­ti­vos psico­ló­gi­cos, espiri­tua­les, astrales, mágicos o místicos, pero siempre aplicados a captar una natura­le­za que, compara­da con la voluble y acci­den­tal que captan los otros cinco, es esencial, tal vez de tan inmaterial. (También eso –o su ecuación recíproca– puede hacér­se­le decir a la cita trillada de El Princi­pi­to: “Lo esencial es invi­si­ble a los ojos”.) Pese a esta división terri­to­rial de lo aprehen­si­ble, unos y otros impe­ra­ti­vos son naturales, es decir, relativos a una natu­ra­le­za, la intui­ble y/o la per­cep­ti­ble. En cambio, los impe­ra­ti­vos que siguen otros sentidos son culturales: están dicta­dos por el juego de valores que pro­mue­ve o impone una comu­ni­dad dada (de ahí que cambien con el tiempo y que difieran a lo largo y ancho del globo). Es el caso del sentido del humor, el sentido del honor, el sentido del deber, el sentido del ridículo, entre otros. Se los tiene o no se los tiene, se los pierde o se los conserva, se los tiene de buena o de mala calidad, se los usa con mayor o menor pers­pi­ca­cia, etc. De estas varia­bles depen­de que se sufra o se evite una san­ción social.

[Seinfeld y los miedos a hablar en público y a la muerte]

According to most studies, people's number one fear is public speaking. Number two is death. Death is number two. Does that seem right? That means to the average person, if you have to go to a funeral, you're better off in the casket than doing the eulogy.

En “Media Mezzo”, del libro SeinLanguage, de Jerry Seinfeld

El fragmento que me interesa puede traducirse así: “De acuerdo con la mayor parte de los estudios, el miedo número uno de la gente es a hablar en público. Número dos es la muerte. ¡La muerte es el número dos! ¿Qué les parece? Eso quiere decir que para el hombre promedio, si vas a un funeral, vas a estar mejor en el cajón que haciendo el panegírico del muerto.”

En el monólogo, Seinfeld comenta los resultados de una encuesta de la época. Por su nulo o superado miedo a hablar en público, Jerry manifiesta su asombro (e impreferen­cia) por el segundo puesto; en el remate reúne en una escena los dos roles más votados, que pasan a ser dilemáticos.

La sanción al ridículo equivale, en lo social, a una pena capital, o al menos eso teme­mos: el miedo al ridículo es el miedo a una muerte social, que viene con el agra­van­te de ser una muerte lúcida (a diferencia de la otra). El miedo a esa caída súbita en una muerte consciente, como de tipo emparedado vivo, tal vez explique el ranking que Seinfeld traduce en la pre­fe­ren­cia por la ac­tua­ción de muerto: ésta, a diferencia de la actuación de orador, está libre del riesgo de la sobreac­tua­ción, que es congéni­ta al ridículo.