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TRES CUENTOS

El mañana domingo

A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran persiguiendo los perros.

JUAN RULFO

Cuando tú y Lino lean esto, soñarán que tales apuros no ocurrieron nunca. Eso será cuando algún día amanezca.

LAURA

Simplemente le digo a Laura que estoy magullado, maltrecho. Que todo es un solo dolor y siento mi costillar como el esqueleto incandescente de un velero: como resorte electrocutado. Sin tocarme ningún flanco ni mirarme al espejo puedo ir contando las vértebras, los verdugones al paso que me van doliendo, pero lo que más me fastidia es la cara, las ojeras, los coágulos en la boca, no es fácil hablar con los labios separados de los dientes como tras una máscara, dentro del cráneo sigue una desazón y un vacío y una vaguedad y un no-sé-qué, todo retuerce la mente y el recuerdo.

Le digo que a veces me acuerdo de casi todo y enhebro las ideas, puedo pensar como antes de los perros, otras veces me nublo por completo, la visión se me empaña desde cuando fui perdiendo el sentido y la razón, y se me fueron las nociones de cuanto sé y conozco, he entendido. Así desaparezco del mundo y quedo inmerso en un espantoso laberinto de sombras y rumores y sueños y monstruosidades, y así hasta que vuelvo en mí cada rato, una y otra vez.

Entonces sentí de nuevo los ardores y adormecimientos y picazones y tembladeras y descargas eléctricas, en la carne y los tendones, en los huesos, en el espíritu, en los tuétanos. Tal como ahora un solo dolor al rojo vivo, no es por hacer inculpaciones sino que el dolor, los dolores, las dolamas, las dolencias, los dolorines, las dolicies, las dolidas y doleduras... la visión...

Digo a Laura que a lo último fue un fiero tropel estridente como para enloquecer. Lanzado por algún clarín de cobre torturó los oídos en sordina. El pentagrama en arco-iris luminoso picoteado por muchos ruiseñores: cada picotazo reveló su nota musical y el clarín las extorsionó y las falseó en repelente estridencia dolorida. Y a todas estas llega la jauría y las fieras ahuyentan a los ruiseñores y diluyen el arco-iris en paréntesis de nada y de todo. En la eternidad aterrizó un vago zumbido de artefacto espacial que poco a poco fue distinguiéndose como un murmullo de voces-respiros-pisadas-formaciones-es-cuadras, y se regó un acre aroma de sudor-aliento-semen-eructo-ventosidad: la boca se inundó de saliva-biliosidad-carie-amargura. Después de un silencio milenario irrumpe la voz humana convertida en blasfemia: cayó adentro como una lluvia de estrellas apagadas.

"Atención! " y un respiro multitudinario. "Firmes! " y la palabra se hace alarido. "Hijos de perra! " y parece que alguien ladra. Y vuelve la sordina de los siete sentidos capitales, otra vez el continente de vacío: sin lagunas ni oasis: sitios y horas desaparecieron en el recuerdo o en la visión, con la idea de la existencia real también perdida. Volvió la nebulosa y la profundidad etérea y Laura pensaría pensando: ni abajo ni arriba ni nada otra vez? Ni ella misma lo sabía entonces.

Digo que la conciencia retornará, así creo creerlo, llegará sin saber cómo ni cuándo: disparada por el aullido de la jauría invisible, esfumada, estará en todas partes, en el aire, en las nubes, en los infiernos, en la mierda, en el olor amoniacal, en todos los ámbitos menos en mi contorno. Acaso para que mis marchitos ojos no la vean.

Acá en el hueco, ya sin las fieras, pensé en Laura. Debe estar incomunicada como yo, como Lino, como miles y miles de presos políticos. A ella la interrogarían? Por mi parte, nada negaré. Si la jauría me lo permite iré por mi cédula, solicitaré copia de mi partida de bautismo y que ellos pidan mi boleta de defunción, apelaré al testimonio de mis padres si los dejan identificarse como es debido. Aunque creo que esinútil, pues los perros olfatean la verdad pero ladran y muerden para intimidarnos. Y si los dejan, también Laura y Lino podrán comprobar su oscura pureza, que para los perros es su culpabilidad. Porque ni somos extranjeros ni hemos venido con ningún plan subversivo, ni estamos poniendo bombas como afirma la jauría. Esto en cuanto al pasado, pero nadie sabe cuándo tengamos que ser subversivos y dinamiteros en el sentido de los perros. Sobre el futuro nadie podrá juzgarnos, pensaría Laura si pensara.

Ahora llega una visión que nos hizo mucha gracia. El 20 dé julio pasado madrugó Laura a llevar un correo, tempranito era posible en aquel entonces hacer algo sin el acoso de la jauría. En los andenes a lado y lado, la calle de honor de los tinacos y todo el ambiente de la ciudad apestando a desperdicios y mugre y fermentos y putrefacción. Pero la divertían los perros incrustados de cabeza en los tinacos y moviendo los rabos mientras arañaban y escarbaban regando la basura. Ella sentía cierto placer y cierta angustia, porque aquel día de la Patria se efectuaba una gran ofensiva en busca de ejemplares completos y hojas sueltas o fragmentos de propaganda clandestina. Por eso ella se echó a reír hasta después de la tos y del hipo y del dolor de estómago. Todavía se sonríe cada vez que se acuerda como ahora, sólo que siente también lástima y asco. Laura tiene sus cosas.

Ella dice que hay un cansancio de piedra. Es la huida en que nos escurrimos con pena y con pasión, es el viejo y actual escaparse de unos pocos que parecen muchos: quizá de uno mismo o de su sombra, pero siempre son perros, me repite. Unos pobres gosquecitos falderos, inocentes y hambrientos, también hambreados como uno, como los demás. Por estas pobres bestias siente compasión: aunque nos persigan. Laura siempre ha dicho que no vale la pena ser animal de presa, ni siquiera cuando la víctima es nuestro enemigo de clase. Porque eso de rastrear, esto de olisquear, aquello de seguir la pista de algo que puede ser uno mismo... no deja de ser vergonzoso: eso deprime e indigna porque no es de seres humanos. Afirma que un arma puede cazar a un animal, por deporte, y que un pez persigue a otro para tragárselo, pero en nuestro caso se deja de ser lo que se es. Y así no vale la pena ser nada: ni siquiera perro, según ella.

Le he dicho que esta fatiga desalienta y asedia, tortura hasta el desfallecimiento. Pero nosotros no desfallecemos aún. Duelen los músculos, los huesos, los ojos arden y se niegan a ver con claridad, los oídos no pueden percibir todo lo audible. Dentro del cráneo sólo ronda un universo de sonidos y acúfenos y zumbos estereofónicos. El estómago y la vejiga se contraen en espasmos dolorosos: arden a fuego lento. Y todo a causa de estos malditos, de esta siempre persecución, del rastreo y el husmeo y el seguir y perseguir pistas reales o inexistentes. Es que nos vienen persiguiendo, andan tras de nosotros, insiste ella atormentada.

Le digo que después se hizo la noche en mi cuerpo: debió suceder mucho tiempo y transcurrir mucho espacio y mucha infamia: se ignora si pasamos por los cinturones Van Alien, si alunizamos en algún valle o mar selenita o si nos fundió la fricción al descender: sólo me acuerdo y me olvido de una extraña lluvia circular invadiéndome, una oprimente red de líneas en movimiento de vibraciones tangibles, quemantes, ardorosas, nudo gordiano de rayas muy concretas, culebreantes, erectas y flexibles: encrucijada cobarde villana de gomas contundentes, bolillos mordiendo y doliendo, agresiva danza de sables musicando en la espalda, los brazos, las piernas: trabazón de garrotes en maraña envolvente a la ofensiva, en avanzada general contra la piel, bosque de cachiporras en vuelo derribándome, quebrándose en la cabeza y las costillas, linchada torturante, tortura-humillación: tumefacciones - heridas - gotasrojas - cuajarones, dolor a muerte: la jauría, sus uñas y colmillos y su fobia y su peste de rabia destrozando la vida a tarascadas, y este martirio ladrazón de los perros...

Decirle que todo va bien hasta cuando se sale de la pieza donde se habita. A las seis de la mañana cualquiera se levanta y orina sin novedad, a las siete puede pasar al baño o al desayuno si la cosa marcha, si hay con qué traer leche y pan por lo menos. Y aunque no haya qué comer, la afeitada y el vestirse y el chequearse al espejo pueden ser normales, pero todo se complica y cualquiera se despista al dar el paso definitivo que salva el quicio de la puerta y nos deja en la espantosa calle. Es fácil desmoralizarse. Para la mayoría de la gente es un alivio: motivo de alegría y sorpresas agradables, incluso puede llegar a ser la propia liberación, pues el obrero se libera es en las calles y plazas y combates. Eso para unos, claro está, para otro no. Porque para nosotros la calle ahora es inseguridad, peligro, amenazas, terrorismo: todo lo contrario de lo que entendemos por libertad. Caemos a la calle como lanzados a la fuerza desde lo alto, y empezamos a sufrir, a gozar en el sufrimiento, a padecer jaurías, es la experiencia de Laura últimamente.

Acá en el cuarto es a otro precio. Un reducido espacio con ventana al fondo, sin aire y sin luz casi, desprovisto de colchoneta y aparadores y repisas: sin las cosas esenciales y urgentes, pero eso sí, con biblioteca aunque pobre, con máquina de escribir aunque vieja. Revistas, periódicos, papeles, manuscritos, octavillas, originales, afiches, carteles, pinturas, discos. Deficiente como habitación, incómoda, pero al fin y al cabo un sitio donde se vive lo más parecido a uno mismo: donde se hace el amor con Laura. Aquí se puede pasar como sea y comer o no comer y dormir poco y reír de vez en cuando y cantar y rabiar a sus anchas. Esto oscuro y estrecho y deficiente es al fin de cuentas la libertad: lástima que no tenga sol ni aire, suele quejarse ella.

Claro que afuera no es así, ni mucho menos.

Acá en la calle hay que andar a cuatro ojos, los tres echando pistero como se dice, mirar con frecuencia atrás y a los lados, abajo y arriba, también al frente: así hace ella. Al cruzar una esquina, observar primero muy bien. Para subir al bus es lo mismo o peor: precauciones, sospechas, malicia indígena. Hay que aprender a eludir los perros, esquivar a los que pueden llegar a serlo y a aquellos que no lo sean pero lo parezcan, lo mismo a un conocido sin juramentar que al vecino con quien se ha soñado discutiendo alguna vez, qué vaina. Desconfiar de los amigos es una maldición, es invivible así la vida, y la muerte. El acontecer diario y nocturno se torna pecaminoso, criminal, y uno mismo tiene que convertirse en ficha de secta y peor en ficha de secta oficial. Porque ahora hay unos que persiguen y otros que son perseguidos y otros que... perros y perros, escupe ella.

Después de una eternidad la idea de unos furtivos pasos que imagino al oído me distrae un poco de tanta pensadera en falso, pero me arrastra poco a poco a la realidad. Le digo que percibí levemente la excitación de un pecho e-mocionado, muy cerca de la cueva de cemento. Fue un salto al vacío, desde mi acústico vacío. El espacio alto y hondo se desvanece, se hace palpable y más sonoro: contra la puerta un resuello - nervioso - entrecortado. Trepidan mis piernas, se altera el pulso, hay una pausa en mi respiración: astronauta, he regresado al caos, de la nada. Estoy listo para nacer o para morir, da lo mismo, así había vivido desde el comienzo de la lucha y ya casi era una costumbre, así viviré luchando si no me fusilan ahora y hasta el alba o el crepúsculo de nuestra victoria. Un frufrú, un roce de manos o de pies, un presentimiento. Mis ojos bajan hasta el suelo de cemento, al quicio de hierro, al charco de orines. Y nuestra hoja clandestina sobre el piso. Metida por debajo de la puerta? Advierto que ya no estoy en el espacio cósmico. Temeroso, cobarde como he sido, vacilo y tiemblo pero la recojo. Con vehemencia leo y releo Garcialorcados Tres Poetas. El espejismo de siempre, pero me conforta: son nuestros deseos, al fin. Hay luz en las tinieblas, fuego en la noche, parece que hubiera salido de una fantasía para entrar en otra. Verdaderamente nuestra hoja es un fantasma, diría Laura si dijera, si estuviera conmigo en este instante y en esta celda.

Hubo el transcurso de un tiempo.

Tras un ruido atronador de llaves y carramplones y herraduras y espuelas y sables y pistolas, se abrió la puerta de mi cielo: cuadrilátero hermoso de luz - sol - aire - vivir, entrada y salida a la vez, la misma puerta por cuyo pie se ha filtrado nuestra hoja. Volví a ver el rostro-milagro de la vida y al salir me di cuenta de lo que es un girón de libertad, me di en las narices un sorpresivo golpe de esperanza revolucionaria... Y Laura?

Muchas veces habíamos discutido con ella nuestro asunto, nuestra lucha proletaria. La lealtad nos parecía lo primero, el fundamento de la vida, de la clase obrera, de la lucha. Para nosotros el principio de solidaridad era algo así como el catecismo inmaculable y debido a nuestro lema nos obligaban a subsistir como prófugos: habitantes subrepticios de la ciudad amada donde nacimos y hemos de luchar y morir héroes de la esperanza. Según Laura los perros son el otro extremo: no se avienen ellos mismos, unos con otros se comportan como hienas. No se sabe si estos que nos persiguen olfatean en nosotros a otros perros, pues quién de nosotros lo habrá sido o lo será cuándo. No sabemos si el destino de los hombres esos tuvo un seguro contra el destino de los perros: de ser así estaríamos a salvo, pero si no? , dice ella.

Como sea, los tres acabábamos de encontrarnos en la iglesia del barrio, con disimulo, por disimular. No mirábamos el altar ni los confesionarios ni las veladoras prendidas ni los promeseros ni las imágenes sagradas ni el pulpito ni nada de eso, íbamos a lo que íbamos. Y después, sin persignarnos ni hacer la venia frente al altar, sin haber rezado ni pasado por el bautisterio salimos por la otra puerta y marchamos en dirección lateral, dimos la vuelta. Mañana calurosa y brillante, sol que ardía en los ojos de Laura. Cruzamos la plazoleta sombreada de camias y acacias floridas de lila, de girasol, de amarillo quemado, y los colores vegetales nos alegraron y nos hicieron reconciliar con la vida y con la lucha. Uniformados, dijo Laura sonriente, un gabán verde, otro gris, el otro habano, de la misma edad indefinida y maltrecha. Las personas que nos miren verán a tres de gabán caminando en grupo: Laura tomada de mi mano. En grupo, dijo ella preocupada, no se nos ha ocurrido otra táctica menos estúpida. Hay que ser corajudos, inventar mucho valor, porque tenemos miedo, somos imprudentes y soñadores.

Le digo a ella que recuerde. Así unidos nos fuimos aproximando a la puerta del día, desde lejos la hemos reconocido esperanzados. Verla fue un alivio. Casi no hubo necesidad de tocar, sabía que llegábamos, nos intuía alguien. No es la nuestra pero nos pertenece, no es la puerta de la gloria porque nadie sabe cómo ha de ser ni si hay gloria y puerta en lo indeciso. Es la puerta, y eso nos basta. La vieja placa de su nomenclatura clavada en el dintel de madera roñosa y descolorida, el número confuso en relieve blanco sobre fondo azul oscuro. Ver que se abre con sólo mirarla es un consuelo, cuando todas las puertas se cierran, ésta se abre. El día que todas las puertas se abran a nuestros deseos y nos acojan con amor, ese día el mundo será todo lo que andamos buscando en nuestra lucha: ese día habrá perros, ha dicho ella con rabia.

En tanto seguir memoriando nuestro paseo espacial, sin escafandra. Nos habíamos elevado hasta las nubes y abajado hasta las profundidades en busca de un destino presentido y probable, habíamos sido lo que somos y fuimos, también lo que pueden llegar a ser las galaxias y los despojos orgánicos. Antes habíamos ejercido de pecadores y de confesores construyendo y destruyendo el universo, repetía Laura complacida: todo lo habíamos regado con rocío e incienso en el fuego de nuestras ideas revolucionarias. Eso habíamos sido los tres o dejaríamos de serlo para siempre después de la lucha y la lucha no termina, para volver a serlo en otros combates. Pero ante todo habíamos oficiado de hombres y esto es más importante al criterio de ella.

Desde siempre los tres éramos redactores, corresponsales, gacetilleros, correctores, agentes exclusivos y habíamos creado un perfecto sistema circulatorio que irrigaba toda la ciudad: su corazón fabril, sus zonas comerciales, sus barriadas, y hasta llegaba a despoblado por la periferia urbana. Era satisfactorio volar sobre el mundo y constatar que la hoja rodaba entre los dedos proletarios en un recorrido sin fin. Si se iba a las fábricas, manos anónimas la deslizaban por lo bajo, si se visitaban los talleres, las muchachas la confiaban dobladita a sus clientes preferidos. Y en los parques públicos el niño y la criada se entretenían deletreándola. En todo caso la hojita llegó a convertirse en un fantasma, como decía ella. Unos la requerían para confesarse con sus letras, otros para echársela encima o para cobijar sus vergüenzas. Desde luego había quién la perseguía para venderla como un plato de lentejas, porque hubo una institución que la pagaba muy bien y se dedicaba a seguir sus huellas durante su peregrinaje silencioso, cotidiano. Para eso adiestraban fieras de presa que perreaban hasta a sus mismos auspiciadores, como juraba Laura. A tal punto, dice ella, que se habían vuelto locos: andaban perdidos y furiosos, envenenados o con mal de rabia. Si sorprendían a alguien, éste se la tragaba como una hostia, comulgaba con ella y entonces se llevaban al delincuente, lo ultrajaban, lo cundían de amenazas y lo herían. Pero la hoja no aparecía sino a las venticuatro horas, y eso evacuada. Cuando lograban topar alguna hoja tirada en el suelo por descuido o para que los perros se alimenten con ella, entonces se armaba el lío. Gran escándalo en el Diario Oficial y en los periódicos particulares, exámenes microscópicos y reconocimientos dactilares. La depositaban en la caja fuerte del Banco del Estado, guardianes y centinelas y celadores y policías y detectives: fotocopias y exhibiciones y concilios y juntas al más alto nivel. Todo para concluir que nadie entiende el significado político y poético de su texto. Si acaso llegaban a maliciar sus intenciones, pues ni el arzobispo ni los secretarios y consejeros ni los técnicos ni los mariscales podían captar su espíritu soñador y libertario. Para todos ellos era igual que enfrentarse al lenguaje de las estrellas, lo mismo que les ocurría a los agregados militares del imperio: el cazador nunca aprenderá la magia de las palomas mensajeras, según Laura. Ella pensaba que debían sentir vergüenza.

Ahora vamos entrando sin mirar hacia atrás según recuerdo, y no vemos a los perros. Cuando dos alas de madera se cierran tras de nosotros, hay un descanso, se tranquilizan los nervios, se relajan los músculos, dejan de sudar los ijares. El calor de la calle desaparece enseguida y nos abraza con dulzura un cierto frescor de casa fraterna. Al principio seguimos viendo estrellas y chisporroteos cuando cerramos los ojos, es como un incendio entre las órbitas. Nuestro olfato desiste del olor vegetal de la calle para hacerse al aroma de la cocina y los detergentes, aunque no disminuye en nuestra mente la obsesión de jaurías y delaciones. Según ella es posible que para ciertas gentes la sentencia bíblica debiera ser "perro eres y en perro te convertirás". Sin embargo los saludos y el tintineo de los pocillos de tinto nos van haciendo olvidar lo inolvidable: así se nos facilita encontrarnos en la tarea periodística y periódica, comenta Laura. Es la visión de entonces, nuestro delirio. Voy a decirle que el ardor al duodeno y la fatiga me hacen salir de mi universo real y algo así como náusea o vómito se apoderó de mí y de mi angustia y me zambulló en la somnolencia más absurda. Vendrá un sopor voluptuoso, nuevamente seré un meteorito sonámbulo o algo que ha dejado de existir, hasta el recuerdo se hará borroso entre los muros: sólo quedará una esperanza en que cada espacio vacío de este trance formará algún día sus continentes y archipiélagos. Más tarde o más temprano, ya se verá. La lucidez ha de retornar en la eternidad o en el instante, porque todo ha sido turbia marea, fuerte vaivén, flujo y reflujo de lo blanco y lo negro, así que volverá lo perdido y la cueva será de nuevo tangible, concreta, inhumana, indigna celda, como imaginaría Laura si imaginara ahora. Taconeos y voces afuera, soledad adentro, alegría afuera, tristeza adentro, ruidos humanos, minerales, cruzan los intersticios de la puerta: no tan palpables como los del escondite de nuestra imprenta, ni tan familiares como aquellos del cuarto-biblioteca. Emanaciones animales, indicios de vida organizada, quizás manifestaciones vitales de esos malditos ... La memoria discurre a su capricho, halla recuerdos alrevesados, se coordina un capítulo negro de esta historia, el aparato electrónico del cerebro actúa, ejerce todos sus mecanismos, al fin. Es como quien dice "hágase la celda". Pero luego viene una estratosfera de silencio y elabora planes para después del calabozo. Amar como antes, vivir y luchar, dormir un poco bajo el espíritu de la música, soñar siempre como lo hace Laura, como ella pide que seamos todos.

Le digo que al salir a la calle, media hora antes de la cita, no me acordé de los perros y me dice que ella tampoco, luego no soy culpable. Siempre que nos toca esta faena mis facultades se inhiben un poco, emociona demasiado el trabajo creador, y los días domingos madrugábamos más de la cuenta. Yo soy el que más me descontrolo, un día dejé los anteojos y sólo me di cuenta en el bus. Todo a causa de la an­siedad que nos entra. En ese momento mi preocupación era la cita, teníamos el acuerdo de ser puntuales, de manera que si alguien caía se sabría de seguro sin más aviso que su ausencia.

Pero el bus amarillo-zapote marchaba lento, haciendo alto en cada paradero. Laura me había dicho que el tiempo tiene sus valores según la urgencia de los hombres, pero tampoco se me ocurrió cerciorarme de los perros al descender en la parada del rond-point, le digo.

Asistimos como a la apertura de bóveda en un banco de Wall Street, Laura a mi derecha, Lino a la izquierda. Vigilando la ventana Pablo, Rosa Elena y sus hijas. Hasta el pulso estaba en suspenso cuando corrí al mueble de madera que camufla la portezuela del escondite de la imprenta, y así di la vuelta a la llave. Al empujar chirrió la madera y crujieron mis huesos al tiempo que desde la oscuridad un vaho caluroso nos pegaba de frente, mientras sorbíamos ese tan conocido olor a viejo y las cucarachas buscaban nuevo refugio. El aparato brillaba en el fondo y nos alegramos de verlo: cada vez nos sorprendía más este milagro. Cuando lo vimos brillar allá en la oscuridad nos volvió el alma al cuerpo: fue como si descubriéramos que aún existíamos los tres. Dice Laura que el escondite tiene un no se sabe qué para nosotros, acaso también para los dueños de casa, a lo mejor ellos lo mantienen ahí, presente y ausente a la vez, como quien guarda su propio ataúd sobre las vigas. Desen-polvamos la imprenta y la echamos a andar, no queremos privarnos del gusto supremo de hacerlo nosotros mismos, somos egoístas. Laura dice que todo hombre es egoísta a su manera, que la filantropía es una forma de amarse en los demás: el egoísmo de la humanidad. Así nos disculpamos, y cuándo nos corregiremos, le pregunto. Ella opina que el tableteo de la máquina es una sinfonía de ametralladora en el escondite y que el compás del aparato, su rítmico girar, su tomar un pliego e imprimirlo para tirarlo sobre los ya impresos: es nuestra pulsación de soñadores.

Para la casa amiga nuestro siempre trajín, según ellos, viene a ser su dosis de animación dominical.

Dice Laura que después de una eternidad, al fondo del tráfago se oyó el silbo acordado, entró por las rendijas. Salimos como quien resucita. Pasamos al comedor y besamos a las mujeres. Sentados a la mesa comentamos del tiempo, de cine, de fútbol, de modas, de la canción del día, fuimos una misma carcajada, según los dueños de casa.

Le había dicho a ella que aquí en el calabozo he perdido toda noción vital, que se me ha olvidado el tiempo y se me han extraviado los lugares, los sitios de la tierra, ignoro aquellos espacios en que orbitaba hace siglos o minutos, ha desaparecido la cápsula: navepatrulla que nos condujo en calidad de astronautas indeseables. Todo lo he perdido pero ya no andan los perros tras de mí, ya me dejaron solo, ya no los veo, por más que busco en los rincones y palpo con los pies, por más que trato de pichonearlos en las rendijas, en las grietas, por más que... este antro es inmundo, huele a excrementos, es helado, húmedo, asfixiante. Piso, techo, paredes, todo de agresivo cemento, siempre los pies hinchados, la piel partida, entumidas las piernas, dolor en la espalda, acidez en la boca, doloroso todo y la cabeza en girándula y el pensamiento en giróscopo, la memoria en babel, siempre la insistente visión. En mi continente de vacío surgían a veces, sin embargo, ciertos oasis, pequeñas lagunas de lucidez que llegaban por sorpresa como habían venido, sin dejar una herencia, un hábito, desaparecían de lugar y de historia, es lo que digo a Laura.

No supimos cuándo se oyó el golpe, que resonó agresivo, estrepitoso, seguido de otros más violentos con gritos y amenazas. Luego de mirarnos unos a otros convenimos en abrir mientras seguían llegando insultos de afuera. Laura, Lino y yo revisamos bolsas, carteras, bolsillos y tragamos papel sin demora. Trepidamos todos porque no somos héroes y estuvimos listos para lo que fuese, como buenos cobardes, dijo ella. Y afirma que en aquella visión entraron los perros desaforados, insaciables. Nos señalaron con sus rabos, ("grooo") Qué dicen? ("gruuu") Ah, sí, allá en el ropero, ("graaa") Dinamitar nuestra ciudad? ("greee") Con qué y para qué? ("grouuu") Qué bombas ni que diablos! ("grrr") Ustedes están locos, ("gorrr") Nada de extranjeros, colombianos! No ven? ("grrr") Nos requisaron y se ganaron relojes, estilógrafos, pañuelos, monedas, fotos de familia, ("grirr") No entendemos nada. Nos ataron las manos atrás y arremetieron a dentelladas y arañazos. Las mujeres lloraron, incluso Laura y Pablo intentó hacer algo pero se lo impidieron a mordiscos. Maniatados nos lanzaron a la calle, mordidos y arañados. Ferozmente nos metieron a la radionave que nos esperaba con su fauce abierta y hambrienta, medrosa: nos tragó en su vientre metálico. Zumbar de motores, arranque brusco, sacudida violenta, y estuvimos en el espacio? Tres astronautas novatos en cápsula fantástica, girando en órbita de algún astro fuera del zodíaco, sin posibilidades de escotilla.

Cerramos los ojos y había transcurrido un siglo o un instante fugaz, porque el nuestro era un viaje milenario, según ella, hacia los satélites de la eternidad. La nebulosa de tanto sputnik nos impidió ver a un dios determinado, y esto la hizo meditar en el misterio de la Santísima Trinidad, aunque íbamos con los perros de tripulantes y de guardianes. Sólo faltó que por allá en el cielo (razo? ) se convirtieran en dioses y que hubieran entrado a la órbita de seres que como nosotros tampoco existen. Es lo que uno puede creer y entender en todo este enrarecimiento, había dicho ella.

Antes de los perros habíamos hecho versos y proclamas. Dice Laura que aprendemos a firmar y ya estamos escribiendo renglones medidos y rimados, que nuestra enfermedad infantil es la versorragia. Y esto nos unía desde mucho antes y para mucho después. Pero habíamos sido también profetas, con fervor y autenticidad. Por boca de ella los tres habíamos anunciado la verdad de la causa internacionalista y patriótica: para un día venidero aunque distante o no mucho, quien sabe si presente. Convencidos de nuestro credo, lo habíamos difundido y pregonado por todos los horizontes y lo vivíamos a diario. Siempre mediante Laura, incitábamos a todos los seres y objetos a soliviantarse. Y lo hacíamos a nombre de toda la humanidad.

Cierto que ahora estamos libres, por fin. Laura ha dicho que en nuestra Patria la libertad tiene cara de perro, que le duele a uno por todas partes y a todas horas como una tarascada.

De nuevo los tres. Sólo que aún no hemos aprendido la lección y caemos como antes en el antes. Siempre el siempre, la lucha luchadora.

Y después, el día que no haya perros?... pregunta otra vez Laura.

Se terminó de imprimir el 15 de Mayo de 1.974 en los Talleres Offset del Centro de Publicaciones, Medios y Ayudas Audiovisuales de la Universidad del Tolima, bajo la supervisión de Carlos Orlando Pardo R.