Cuentos

un cuento no policial

Este no es un cuento policial. Se los digo yo que de esos conozco bastante. Si lo fuera habría por lo menos un tipo que investiga, un detective, un comisario o una vieja curiosa que se mete en lo que no le importa. Este no es el caso, pues acá no hay nadie que investigue, nadie que le dedique dos segundos de su tiempo a resolver un enigma. Ése es el otro punto que también está ausente en esta historia y que la convierte en un cuento no policial, no hay enigma ni incertidumbre alguna, y es lógico pues si no hay un alguien que se preocupe por investigar tampoco hay enigma que salga a la luz. Si un árbol cae en medio del bosque y nadie lo oye ¿cayó realmente? Si a un tipo como Ernesto le disparan en la cabeza en medio de la calle y nadie lo ve ni lo oye ¿le dispararon realmente? Insisto en que este no es cuento policial, en los cuentos policiales hay sospechosos. Cada uno con un motivo para matar a la víctima y también con una coartada que le permita escapar de la categoría de sospechosos. Algunos siempre son más sospechosos que otros, los celosos, los soberbios, los ambiciosos y los rencorosos son los que más posibilidades tienen de dejar de ser sospechosos para ser finalmente culpables. Sin embargo, como este no es cuento policial y no hay quien interrogue a los sospechosos porque tampoco hay nada para preguntar, los, acaso, sospechosos llegan a ser apenas transeúntes ocasionales, gente, muchedumbre, la masa, nadie. El culpable resulta entonces un elemento innecesario en la reconstrucción de la historia. La ausencia de estos elementos fundamentales de la ficción policial constituye la imposibilidad de incorporar a esta historia en la prestigiosa categoría de cuento policial. Esto desde luego genera consecuencias indeseadas a la hora de poder entender lo que le pasó a Ernesto. Se sabe que Ernesto recibió tres balazos en la cabeza, en medio de la calle, cuando salía de trabajar, y punto. Es un típico cuento no policial, una producción estética propia de la decadente posmodernidad que toma como punto central de la construcción narratológica el desinterés por la cosa humana. El cuento no policial no es transgresor, es decadente, desanimado, escrito por el solo acto de juntar palabras para llenar espacios y repetir un molde hueco por dentro. Esta historia no es un cuento policial, es la vida de Ernesto y por ende sólo atañe a Ernesto, (que está muerto) o a lo sumo a su viuda, que llora con desconsuelo junto a su cadáver que aun chorrea los últimos restos de sangre.

En un cuento no policial el elemento principal, único para ser más preciso, es la ineludible presencia de la víctima. Es la víctima en su destellante soledad la que ocupa el centro de la escena, la que fundamenta, sostiene y alimenta con su cuerpo y con su sangre a la historia en su conjunto. Pero la víctima es víctima siempre en presente, el estado natural de la víctima es el presente pues en el pasado no era víctima era otra cosa, una inexistencia para el cuento no policial. Es el crimen lo que le da existencia, lo que la hace visible, sin esto la víctima es nada, o mejor dicho es apenas Ernesto. Por ello, el cuento no policial sólo existe en razón del presente, a diferencia del cuento policial que es una mera reconstrucción del pasado. El pasado de Ernesto no importa pues antes de que alguien le disparara tres tiros en la cabeza en medio de la calle al salir del trabajo Ernesto no existía. Ahora existe, muerto.

En este cuento no policial no hay desafío alguno para el lector, no tiene sentido adelantarse y leer el final para develar el enigma, que no existe. No hay pistas falsas que conduzcan el razonamiento hacia otra parte, no hay pistas ciertas que pasen desapercibidas para el ojo entrenado. No. No hay nada de eso porque al cuento no policial no le interesa mantener atrapado al lector en una trama hipócrita y artificial. El cuento no policial no narra una historia, la escupe. Por eso nadie con un poco de sentido común contaría la historia de Ernesto como un cuento policial y si lo hiciera el relato sería inverosímil. Lo cierto es que a Ernesto le dispararon tres veces en la cabeza al salir del trabajo. La policía jamás llegó porque en el Barrio de Ernesto la Policía no entra. El barrio entonces es también no policial. Nadie tomó fotos, nadie interrogó a posibles testigos, ni se llenaron interminables formularios. Eso ocurre en la ficción o en una realidad paralela, paralela a la ruta que divide el barrio de Ernesto del resto de la sociedad donde sí se narran historias policiales. Para Ernesto no hay cuento policial por la simple razón que su historia no encaja en los moldes ortodoxos de la literatura. Para Ernesto entonces hay una no literatura, un cuento no policial. Como tantos, Ernesto terminó tirado en una zanja. Ese es el final recurrente en un cuento no policial. En el cuento no policial, no hay crímenes perfectos ni imperfectos. Sólo crímenes que saben a cotidianeidad. La misma idea de crimen se cuestiona en el cuento no policial a veces es apenas algo que le pasó a alguien a una hora determinada. Un hecho inevitable en el destino de quienes viven de este lado de la ruta. Ahora el hijo de Ernesto anda armado. No trata de averiguar quién mató a su padre porque está seguro de saberlo desde siempre. Ni bien se lo cruce en el barrio le va a pagar tres tiros en la cabeza. Pero esa es otra historia, otro cuento no policial.

“Julieta tiene un revólver”, Maten al mensajero, Colección Gong, Bs As, 2018. 

tercer tiempo

Autor: Sandro Centurión

 A pesar de todo, tenía el rostro de siempre. El cabello ondulado sobre la frente, los ojos grandes y la expresión serena. Se lo veía bien, sin embargo estaba muerto. Sus pies se balanceaban a medio metro del suelo y su cuello pendía de un cable que se estiraba, tirante, de una de las vigas del techo del club San Martín. El cuerpo de Ariel Martínez "el toro", colgaba como el péndulo de un reloj antiguo y cada oscilación marcaba los segundos de su muerte. Tenía puesta la camiseta con los colores del club, short y botines. Cerca de sus pies una silla de plástico, testigo inmaterial de aquella muerte, yacía volcada. Más allá, una pelota de cuero con restos de barro. Decenas de huellas de manos y pies anónimos quedaron hacinados en la piel del balón. La lluvia aún repicaba en el techo de chapa.

 

El toro no pudo haberse matadosentenció el más gordo de los hombres y quebró el silencio fúnebre que se había instalado en la mesa del bar donde se había reunido el plantel titular de los veteranos de San Martín. Justo ahora. Es raroagregó un hombre calvo y de barriga prominente. Y recordó que estaban en su mejor momento como equipo, con grandes posibilidades de ascender a la primera.

No somos nadase lamentó alguien. Y aquella frase gastada por el uso cobraba un nuevo sentido.Esto es cosa de los Fernándezaseguró otro, la última palabra la pronunció lento como si le costara decirlo.Esos se la tenían jurada al toro desde que les hizo cinco goles el año pasado. Hijos de puta. Hay que hacer algodijo uno de ellos y luego vació en su garganta el contenido de la botella de cerveza.

 

Señoras y señores el toro Martínez está en la cancha, el goleador, la promesa del barrio San Francisco, al que se lo quieren llevar los grandes clubes de Buenos Aires. Apenas tiene dieciséis años pero ya es todo un señor. Está en la cancha y es el dueño de la pelota. Juega de nueve y puede patear tanto con la zurda como con la derecha, es un león, un tigre, es el toro Martínez, el temor de los defensores que saben que hay que voltearlo porque si no es gol seguro. Todos en el barrio lo saben, todos lo conocen, todos quieren jugar con él o contra él, poder patear la misma pelota que el toro Martínez es un honor. Todos saben que cuando el toro juega, el partido es otra cosa, es un acontecimiento. Ya no importa que la cancha sea de tierra y esté llena de pozos, ya no importa que no tenga las medidas reglamentarias y que uno de los travesaños esté notoriamente inclinado, cuando juega el toro Martínez, señores, es una final de la Libertadores, o de la Copa del Mundo. No hay referí en este partido, en las canchas del barrio nunca hace falta un tipo que diga que esa jugada es una falta, que corte la jugada o que cobre un penal. En la cancha hay códigos que se respetan con la vida. Aquí se hacen y se deshacen los hombres. Todo se resuelve en este rectángulo de tierra, las diferencias, los malos entendidos, las deudas; aquí, Señores, las cosas se definen a favor de quien sea mejor con la pelota. En el barrio se gana o se pierde el respeto al trote y con la pelota en los pies. Por eso todos respetan al toro Martínez, porque simplemente es el mejor. No hay silbato que suene para dar inicio al encuentro, el partido comienza cuando alguien se la pasa a Martínez. Como siempre, hay dos cajones de cerveza en juego pero, hoy, hay un extra, algo que sólo el toro Martínez y el diez del otro equipo saben, y que los demás sólo se atreven a adivinar con las miradas. Una diferencia que huele a perfume de mujer. Algo que puede hacer que el partido se salga de su cauce. Los rumores dicen que los dos se vieron antes del partido, y hablaron e hicieron un trato y que este partido va a definir la disputa. Señoras y señores, el toro Martínez recibe la pelota.

 

El occiso tiene entre treinta y cuarenta años, de profesión albañil, changarín, ex jugador de fútbol, con residencia en Miraflores y tercera, sexta casilla por el callejón en dirección Norte a Sur. Sin antecedentes en esta dependencia. Testigos afirmaron que vivía con su mujer de nombre Lucía, alias la luci, madre de un niño, actualmente con paradero desconocido.

No se le conocen otros familiares al difunto. Acostumbraba jugar al fútbol en el club de veteranos San Martín de esta ciudad. No se le conocen enemigos. El resultado de las primeras observaciones forenses no dio cuenta de lesiones ni marcas que pudieran ser el resultado de lucha o ataque por lo cual se sostiene la hipótesis inicial de suicidio. Los análisis de alcoholemia arrojaron resultado positivo. Un alto grado de alcohol se halló en la sangre, algunos testigos afirmaron que estuvo bebiendo hasta altas horas de la noche con sus compañeros de equipo en inmediaciones del club San Martín. Sin embargo una mujer declaró haberlo visto discutir con el encargado de una pensión del barrio. La testigo dijo que la víctima, en estado de ebriedad, cruzó unas palabras con un hombre que intentó impedirle el ingreso, sin embargo Martínez entró y unos minutos después volvió a salir a paso veloz. Este último dato es materia de investigación. Se desconoce la relación entre ese lugar y la víctima. El encargado de la pensión niega que la víctima haya estado en ese lugar la noche del sábado.

 

Necesito verte. Soy Lucíadijo la voz grabada en el contestador y Martín no necesitó volver a escucharla para saber de quién se trataba. A pesar de los años la voz de esa mujer le era inconfundible. Tampoco necesitó volver a escuchar el mensaje para decidir que iría. Luci, Lucía, la linda, la estrella, la princesa, la reina de la comparsa y del carnaval. La jovencita de ojos claros y curvas delineadas que solía pasearse por la vereda con un short bien corto, y recibía las miradas libidinosas de los hombres, y la envidiosa crítica de las señoras del barrio. Después de todo volvería a ver a Lucía. Estaría hermosa como siempre. Los años completaron la obra de arte iniciada en la adolescencia. La vería en el lugar de siempre donde en el transcurso de veinte años se habían encontrado en contadas ocasiones. Un café, una sonrisa, ¿cómo andás?, ¿qué es de tu vida? Y luego a alguna habitación por un par de horas, para después desaparecer y olvidarse de que alguna vez se habían encontrado.

 

El toro Martínez reposaba como una bestia cansada, junto a otros, sentado en el piso de la vereda del club, rodeado de mugre bebía litros y litros de cerveza. Ésa era la rutina de los sábados y domingos entrada la tarde y hasta que ya no hubiera nada que tomar, ni a quien pedir fiado, ni nada que empeñar. Entonces volvía a la casa y vomitaba toda la podredumbre que llevaba dentro y desquitaba su fracaso y su impotencia con la luci a fuerza de golpes y de insultos hasta que caía rendido, harto de ser él mismo. Junto a Martínez estaban los diez hombres del plantel titular. Sentados con las piernas hacia adelante exhibiendo los muslos y los botines, que parecían encarnados en los pies. Los cordones desatados, las medias bajadas hasta los tobillos, canilleras y vendas esparcidas por doquier como si fueran las tripas de un matadero. Se habían quitado las remeras y todos lucían la marca evidente de los años traducida en kilos de grasa que se acumulaban en las panzas cargadas de alcohol.

Fondo blanco, campeónle dijo el volante central y le acercó una botella de cerveza fría recién abierta. Mientras bebía, el teléfono del toro sonó, leyó el mensaje con esfuerzo y sin bajar la botella de la inclinación que le había dado. Bebió hasta la última gota y luego se levantó. ¡Mierda! exclamó y estrelló la botella contra la pared.

 

A todos les dolió la muerte del toro Martínez. La policía dijo que había sido suicidio, pero en el barrio nadie creía jamás lo que decían las fuerzas de la ley. Nadie se tragó ni por un instante que ese hombre, el goleador, el capitán del equipo, el que había jugado en las inferiores de Boca, el que había vuelto al barrio porque los grandes clubes no lo sabían cuidar, el que pudo haberse ido a Europa pero eligió quedarse, se hubiera matado así nada más. Dos noches después de su muerte el plantel de veteranos de la primera de San Martín, apedreó la casa de los mellizos Fernández, que según decían se la tenían jurada al veterano campeón. Corrió la voz y a la violenta manifestación se sumaron vecinos y conocidos del difunto, que reclamaban justicia por mano propia. Llovieron insultos y piedras sobre la casa. El viejo 504 estacionado en la vereda recibió los castigos más violentos. Los manifestantes se subieron al techo y saltaron sobre él. Rompieron los vidrios, entre varios lo volcaron y lo dieron vuelta. Luego alguien tuvo una idea, del tipo de ideas que surgen en estos casos. Devolvieron al vehículo a su posición anterior. Una botella con nafta, una mecha hecha de un trapo viejo, un encendedor y en unos instantes el viejo Peugeot ardía. Luego lo empujaron entre todos hacia el interior de la casa. La turba enardecida gritaba victoriosa. Luego vino la policía y la disputa se enfocó en los uniformados, conocidos rivales de los domingos cuando iban al estadio. La familia Fernández a duras penas pudo escapar. Las llamas consumieron la casa y la sed de venganza por aquella muerte cargada de misterio se apagó al amanecer.

 

Martínez entró por el pasillo que se metía hasta el fondo de la pensión. Por sobre el repiqueteo de la lluvia contra las chapas escuché sus pasos y la corta discusión con el turco que atendía la entrada de los huéspedes. Yo le había enviado un mensaje anónimo lo suficientemente convincente para que fuera a ese lugar. Siempre quise que nos volviéramos a ver para restregarle su fracaso en la cara. Un golpe seco abrió la puerta y el toro Martínez me vio, desnudo con Lucía. Adiviné su cara seria. La habitación estaba iluminada apenas por el reflejo de las luces de la calle. Se quedó un momento observándonos con la mirada perdida en la nada, como si hubiera errado un penal. Enseguida me reconoció. No hizo falta que prendiéramos la luz ni que alguien quebrara el silencio con una inútil explicación. Lucía se largó a llorar, no seas tonta le dije. Él balbuceó algo parecido a una puteada y luego se fue. La cosa no podía terminar ahí, así que lo seguí por varias cuadras hasta el club que había quedado vacío. Allí lo tomé por sorpresa y arreglé todo de la única manera que estas cosas se arreglan.

A la mañana lo encontraron colgado. Y de alguna manera el cable grueso que sostenía su cuello ocultó cualquier rastro que pudiera quedar.

De vez en cuando descubro a Lucía llorando y le preguntó por qué llora y me dice que por nada y entonces miro hacia el patio de mi casa donde su hijo corre con fuerza detrás de una pelota, y entonces entiendo, y a veces yo también quiero llorar pero no puedo.

 

Señoras y señores el partido termina y una vez más el toro Martínez y sus súbditos se quedan con la victoria. El final de la contienda lo determina el ocaso, la imposibilidad de ver en la oscuridad. El diez del otro equipo se niega a abandonar pero es evidente que el partido se termina y que el resultado ya está dicho. Los ánimos de todos caen con el sol como si éste fuera el origen de sus fuerzas y en un acuerdo tácito dejan de correr. Todo está dicho. El capitán del equipo vencido se queda solo, sentado en la oscuridad. Sabe que no habrá revancha y que deberá cumplir con lo pactado. El peso de la derrota le impide levantar la cabeza. Siente la tierra seca de la cancha en su mano y metida en sus uñas. Maldice su suerte y su falta de precisión. No quiere echar culpas. Se la banca en silencio. No volverá nunca a pisar esa cancha y es probable que ninguna otra. Deberá olvidarse del derecho a cortejar a Lucía. El toro se lo ha ganado en buena ley. Cabizbajo espera que la noche se cierre aún más para que le oculte sus lágrimas y recién entonces se levanta y se va, exiliado para siempre.



hamburguesas, cervezas y maní tostado

Autor: Sandro Centurión 


Ahí estaba ese hombre de aspecto misterioso y sobre todo peligroso. Aunque era apenas distinto de cualquiera de los tipos que esa noche se refugiaban en la cantina. Había poca concurrencia, tal vez por la lluvia que arreciaba desde hacía más de tres días. Un grupo pequeño en las mesas de pool, dos viejos solitarios, una mujer mayor junto a una joven en las mesas de café, un par de bebedores, y el recién llegado, arrimados a la barra. El sujeto pidió una cerveza y después de conversar por un rato largo con el cantinero sobre banalidades del clima en esa parte del mundo, el resultado del futbol, la escasez de trabajo, al fin le confesó que esa noche iba a matar a alguien. Al principio, el cantinero no lo tomó en serio. Cosa de borrachos pensó. En ese trabajo se suelen escuchar todo tipo de confesiones. Es bien sabido que los hombres solitarios son proclives a contar sus más profundos secretos a quien les da de beber.

Un asesinato. ¿Y cuál sería el motivo?

Dinero, Cachito, ¿qué otro motivo puede haber?

Venganza. Traición. No sé, se me ocurre una larga lista de motivos.

Revisá tu lista y vas a ver que al fin y al cabo todos los motivos se pueden reducir al dinero. Fijate que la venganza es una manera de resarcimiento. Cuando alguien te ofende tanto que querés matarlo, ¿qué decís?, me la vas a “pagar” o te voy a hacer “pagar” todo lo malo que me hiciste. Pensamos en términos económicos. Pérdidas y ganancias mueven la rueda de la vida.

Si el motivo es el dinero, a lo mejor el sujeto es un asesino a sueldo, alguien le va a pagar, o ya lo hizo. A lo mejor no es cosa suya, mata para otro.

Entendés bien, Cachito, y rápido. De alguna manera todos vivimos y morimos para otros.

El cantinero, un tipo reservado, con más habilidades para escuchar que para decir, lo miraba con desconfianza. Tenía curiosidad de preguntarle a quien iba a matar, al principio no lo hizo porque primero no le creyó del todo y luego supuso que se trataba de una bronca de la casa, de algo que pasaba fuera del universo de la cantina. Sin embargo, algo en el rostro de ese sujeto, en su manera de beber, en su manera de mirar de reojo a la clientela empezó a preocuparle y a hacerle sospechar. Entonces no le quedó más remedio que preguntar:

¿Y quién es la víctima?

Esa es justamente la cuestión, no lo vamos a saber hasta último momento. Dale, seguí.

El extraño no le respondió. De pronto un relámpago y de inmediato el trueno que hizo sacudir la cristalería de los estantes. Las luces amagaron apagarse por un instante. Afuera la tormenta ganaba fuerza. El sujeto sacó un cigarrillo y le hizo una seña para que le diera fuego.

La cuestión es decir sin decir, mostrar sin mostrar, ¿me entendés, Cachito? Y detenerse en el momento justo para no acelerar el desarrollo. El clímax se construye con avances y frenos. A veces pienso que una buena historia no se escribe, sino que se conduce, como un auto.

Como cuando un tipo quiere levantarse a una mina pero no quiere que ella se dé cuenta de que le matan las ganas de tirársele encima.

Exacto. Todavía no lo tengo todo cerrado. Pero la idea es que no sea un crimen planificado, sino que haya mucho de improvisación, de actuar en el momento y en el lugar. Porque mi teoría es que no hay plan que sirva. Todo crimen es siempre imperfecto. Toda la literatura policial moderna se alimenta de esa obsesión por el crimen perfecto. Si yo fuera un asesino no me preocuparía porque algo no salga como estaba previsto. No tendría plan alguno, sin un plan previo nada puede salir mal. Si fuera un asesino mataría como escribo.

De todas maneras es un crimen premeditado.

Premeditado sí, planificado no. Esa es la vuelta de tuerca que le quiero dar a la historia.

El cantinero volvió a mirar de un vistazo a los clientes. Si acaso ese sujeto decía la verdad alguno de los que allí estaba sería asesinado, esa misma noche. Pero ¿quién? ¿El muchacho de campera marrón y barba que apoyado sobre el taco de madera esperaba su turno en el juego? ¿O sería el gordo que se estiraba sobre la mesa de pool tratando de lograr una mejor posición para darle a una bola que le había quedado lejos? También podría ser el viejo de boina gris cerca de la ventana que miraba pasar a la gente mientras bebía café, o aquel otro viejo que dormitaba sobre la mesa. La mujer mayor que fumaba impaciente y que le reclamaba algo a la más joven que parecía ignorarle. O acaso uno de los hombres que tomaban cervezas en la barra y estiraban el cuello para ver las noticias en la TV ubicada en lo alto en un rincón.

Es una situación jodida. La verdad que a mí nunca me pasó.

Afuera la tormenta se tomaba un descanso. (Otro freno). Había comenzado a sonar un tema de Sabina que le cambiaba un poco el aire al salón. El cantinero sabía que era cuestión de levantar el tubo del teléfono que estaba en la puerta de la cocina y llamar a la policía, pero ¿qué les diría?, y en todo caso el sujeto podría decir que no era cierto, o que se trataba de una broma. Podía decirle a Miguel, el mozo, que lo sacara de allí a la fuerza si era necesario, pero ¿acaso cualquier cosa que hiciera serviría para evitar que ese sujeto finalmente matara a su víctima? Y en última instancia ¿valía la pena entrometerse? ¿Acaso tenía derecho a entrometerse?

Tomar una decisión es lo más difícil, Cachito, para cualquiera, sobre todo porque cualquier decisión que uno tome seguramente va a ser distinta de lo que otros hubieran decidido en igual circunstancia. La toma de decisión es la máxima expresión de la libertad individual de los sujetos y cada decisión construye el destino y generalmente es irreversible.

¿Y cuándo mata? Porque supongo que alguien va a morir.

Todavía no lo sé. A lo mejor cuando deje de llover. Lugar, tiempo y circunstancia de pronto se alinean y ahí está el asesino en el momento y lugar correcto para él, equivocado para el desgraciado. Y entonces hace lo que tiene que hacer y a otra cosa. “Cuando deje de llover” ese podría ser el título.

En ese momento le dispara.

Sí, puede ser, o mejor no. El sujeto no lo ha pensado todavía. Ahora sólo está ahí en la barra tomándose una cerveza y contándole al cantinero que esa noche va a matar a un hombre, porque suponemos que a eso se dedica. A matar gente por dinero. Es una hazaña que necesita de un público, de alguien que abra grande los ojos de asombro, sorpresa o asco. Así como un cuento necesita de al menos un lector, este crimen necesita de un espectador. Con respecto a cómo lo hará puede ser que lo haga con un disparo a la distancia en la nuca, en el pecho, o bien a punta de cuchillo en un callejón oscuro, o de un golpe con un fierro. El arma también la definirá la circunstancia.

Había seguido a su víctima hasta allí. Lo venía haciendo desde hacía un tiempo para estudiarla, conocer sus movimientos, pero sobre todo para estar ahí cuando la circunstancia fuera oportuna y el trabajo pudiera hacerse de manera limpia y rápida, como lo requería su oficio, razón principal por la que lo contrataban.

Tenía que ser uno de los viejos. Algo del pasado. Un ajuste de cuentas. O algo más trivial: una esposa que se cansó de esperar a una enfermedad y decidió que era el momento de disfrutar del dinero del seguro. Entonces contrata a este sujeto a quien le paga con un porcentaje de lo que cobrará del seguro. También podría ser uno de los muchachones que juegan al pool; alguno de ellos quizás sea el hijo de un tipo importante y alguien lo quiere destruir por envidia, o tal vez porque se quedó con algo que no le pertenecía. Algo más simple, uno de ellos es un vendedor de drogas que no pagó al proveedor lo que tenía que pagar y ahora le mandan un sicario para que otros vendedores entiendan el mensaje. Tal vez una novia despechada, tal vez no. Acaso la mujer mayor podría ser la esposa de un mafioso, o la madame de un burdel que conocía demasiados secretos sucios de gente importante; alguno de los hombres en la barra podría haber estado en la cárcel y no cumplió con su palabra al salir. El tiempo pasa rápido y cada vez parece más probable que si acaso el sujeto dice la verdad alguien será asesinado cuando deje de llover.

Son muchas posibilidades. Y pocas pistas.

Incertidumbre diría yo. En los cuentos gobierna la incertidumbre, como en la vida misma. Hasta último momento cualquier cosa puede pasar. Las pistas son para los idiotas, Cachito.

De pronto dejó de llover. Una brisa fresca se coló por la puerta entreabierta y podía oírse el agua escurrirse por los desagües. El cantinero vio al asesino confeso beber lo que quedaba en el vaso, puso un billete de veinte sobre la mesa, se acomodó el abrigo, le hizo una seña a modo de despedida, salió en silencio y se perdió en la noche. Cuando el cantinero se asomó a la vereda el sujeto había desaparecido. Se había ido para siempre con sus locuras o bien permanecía oculto en las sombras al acecho de su víctima.

Al final, es un fraude, no mata a nadie. Es una historia sin sangre.

Sólo tres personas alcanzaban para sostener ese pequeño negocio. Un mozo, un cocinero y él, que se encargaba de la caja y de las bebidas. Por eso siempre era el último en irse. Esa noche cuando todos se habían ido, apagó las luces, puso el cartel de cerrado, aseguró la puerta con el candado y caminó despacio. Ya no llovía. Debía recorrer al menos dos cuadras hasta el estacionamiento, pero siempre le gustaba hacerlo para desentumecer las piernas y sobre todo la cabeza del estrés de la noche en la cantina. Hizo unos metros y de inmediato sintió que alguien lo seguía, que unos pasos repetían los suyos. De inmediato recordó a aquel sujeto. No puede ser, se dijo, quién pagaría por verlo a él muerto, un trabajador, un nadie; y de pronto, una lista de nombres del pasado se le amontonaron en la cabeza, al mismo tiempo que los pasos que lo perseguían se acercaron a toda velocidad. (Fin)

El cantinero nunca muere, está mal. He visto un montón de películas y a menos que sea un accidente siempre nos toca un papel secundario. Informantes, testigos, a lo sumo cómplice necesario, pero no víctima de un asesino a sueldo.

He ahí la originalidad de la historia, Cachito. Lo prometido.

¿Cuánto será esta vez?

Una hamburguesa, una cerveza bien fría y maní tostado.

Hecho. Me quedo con las servilletas, señor escritor.

Que la hamburguesa sea doble entonces.

Prudencio fretes, un clandestino

Autor: Sandro Centurión

Un disparo. Y el cigarrillo encendido quedó flotando en el aire por un rato imponderable antes de caer al piso con el resto del cuerpo. El humo del tabaco se mezcló con el humo de la pólvora que salía del caño de la pistola. Un disparo en la noche no era más que eso, un disparo en la noche. Como quien dice que a la noche le sentaba bien la clandestinidad de una bala. 

Escuchá lo que decís, escritor, “Clandestinidad”, esa es sólo una palabra inventada por algún gil. A los giles les gusta inventar palabras largas y complicadas de pronunciar. No me imagino a un laburante o a un albañil diciendo "clandestinidad". Es un invento. Un nombre que le pusieron otros porque no saben qué hacer con gente como uno, marginales nos llaman, delincuentes nos dicen, y vaya a saber que más.

Vivir en la “clandestinidad” es como la vida de cualquiera. Mirame a mí, miro mucha tele y me rasco las bolas todo el santo día. Antes iba al cine pero ahora no puedo porque los cines suelen estar llenos de canas que van con sus mujeres, o con sus hijos y capaz que alguno todavía me reconoce. Ahí tenés una diferencia con mi vida de antes cuando era como vos, un normalito, un adaptado social.

Extraño las películas, me hubiera gustado ser crítico de cine. Considero que una película en la que la protagonista no muestre al menos una teta realmente no vale la pena. Así que como crítico no soy muy imparcial. La calidad de una película está en relación con la cantidad de tetas, y culos, que aparezcan en pantalla. Es un criterio, subjetivo, pero criterio al fin. La vida me enseñó a no pedir nada, sino a tomar lo que necesito. Los giles piden. La gente como yo, los clandestinos, como vos decís, simplemente tomamos lo que está al alcance de la mano. En mi caso, una buena cerveza, un fajo de billetes, una mina de buen culo y una 38 cargada que me ayude a conseguir los tres primeros.

El tipo seguía ahí tirado, dejando escapar la sangre por los caminos abiertos por las balas. Era un asco. La muerte es asquerosa y la oscuridad no opaca ni un céntimo el hedor asqueroso de la sangre.

Que feo lo que decís. Lo que vos necesitás, pendejo, es una mina. Una como Gisella. Esa sí que es una buena mina, tiene los dos requisitos fundamentales que yo busco en una mujer, sabe coger y sabe cocinar. Sin embargo, tengo que confesarte que estoy viejo, a veces siento que me calienta más un billete de cien dólares que una mina. ¡Cuánto daño le ha hecho el capitalismo a los clandestinos como yo! Gisella es pendeja, como vos. Me gustan las pendejas como a cualquier tipo grande. La calentura de los hombres por las pendejas es inversamente proporcional a la cantidad de años que uno tenga; o sea cuanto más viejo te pones más jóvenes te gustan. Me acuerdo que a los dieciséis me gustaban las mujeres mayores, ahora las detesto, son todas unas viejas chotas. Y ellas me odian a mí. Sólo buscan pendejos de dieciséis. Me hiciste acordar de Gisella, y de sus tetas, son enormes, y son dos.

El tipo era feo cuando estaba vivo. Ahora muerto, de pronto había adquirido una rara belleza.

Horrible. No me gusta para nada. Y mirá que son pocas las cosas que no me agradan. Soy por naturaleza desagradable para los demás, pero por el contrario, a mí, me agrada fácil cualquier pelotudez. Eso sí, no me agrada la gente fea. No soy racista, que a uno no le guste la gente fea no es racismo porque la fealdad se da en todas las razas.

También me enamoro fácil. Me acuerdo una vez. Era hermosa, un cuerpo angelical, ¿pero sabés qué?, tenía un defecto intolerable, fumaba; la muy perra fumaba y largaba humo como si fuera un caño de escape roto. Fue un romance que se consumió demasiado rápido. ¿Ves que yo también puedo decir pelotudeces que suenan lindo? La terminé convidando a un amigo que había conocido en celda de la comisaría 21. Ese hombre era un tipo pesado pero respetuoso, serio, educado. Era mi amigo y lo admiraba como a nadie. Ambos nos respetábamos, pero sobre todo respetábamos la sabiduría de una bala, que puede callar al más elocuente intelecto. ¿Ves que valoro la amistad? Soy un tipo sensible, como vos. A mi amigo le decían batería, era cuadrado, negro y pesado. Pero era un genio. Era capaz de fabricar una pequeña bomba con un desodorante y un encendedor. Dos cosas que siempre llevo conmigo. Dos presos escaparon de la comisaría 21 gracias a la potencia de un desodorante. Ese fue el titular del diario del día que nos rajamos. Una buena propaganda para AXE.

El rocío comenzaba a caer y no diferenciaba a muertos de vivos.

Matar no es poca cosa. A matar gente me refiero. No es como matar animalitos. Los tipos que van de cacería me parecen todos putos. Nada más gay que ir de caza. Tipos solos, de noche, durmiendo juntos en medio del monte. Yo cazo solo y por dinero. Nada personal, son sólo negocios, qué le vamos a hacer. Además, no sé hacer otra cosa.

Siempre quise tener guita, no mucha, sólo bastante. Sin embargo, no creas que tener guita es lo más importante de la vida, porque lo malo de tener guita es que ya no podés dar lástima. Nadie perdona nada a quien tiene guita. Para quien tiene plata, pendejo, el perdón, el olvido y el silencio tienen precio.

Parecía que iba a llover, siempre parecía, sin embargo no llovía. La sangre se secaba y de a poco se hacía tierra. A lo lejos, música. El asesino recuperaba el oído y el mundo volvía de a poco.

Nada vuelve, pendejo, la vida es siempre una inversión que no se recupera. No te queda más que vivirla. Relajate y disfrutá. Dejá de escribir y andá a bailar. Cuando era un normalito como vos siempre solía ir a bailar a alguna bailanta o a algunos de los boliches del centro. Ahora ya no voy, los boliches están llenos de canas de civil. Además, las minas bailan en círculo con otras minas, y los muchachos hacen lo mismo entre ellos. Los boludos bailan alrededor de una botella de cerveza como si fueran una tribu salvaje en adoración a su Dios pagano. Bailan para ella, se pelean por ella y le rinden pleitesía a la botella. Sólo falta que alguno quiera, bueno, imaginate, vos que sos alguien que espera que le paguen por imaginar. Es un asco. El asco es tanto o más fuerte que las balas, pendejo. Ambos tienen la capacidad de espantar a la gente. Para mí y mi vida clandestina elijo algo más tranqui, el mate amargo, el vino puro, la cerveza fría y las mujeres rubias. Gisella es rubia, teñida. Morocha arrepentida. Se hizo las tetas y el culo con mi plata. Toda ella es falsa, como su amor. Y también el mío.

El muerto ese de tu cuento era un gil. Que ahora esté muerto lo demuestra. Se enamoró de una mina como Gisella. No te podés enamorar de una mina así. No es una locura, es una pelotudez. Por ende es un pelotudo, pero démosle algo de crédito y digamos que sólo era un gil. Mirá, para saber si un tipo es un gil, sólo hay que observar; los giles siempre están esperando, hablando para nadie, o haciendo colas. Ese de tu cuento me estaba esperando, sí, a mí. Para definir la cosa con Gisella. Como te dije es un gil. O mejor dicho era. Gil es masculino, es una característica propia de los hombres, es una palabra que no tiene femenino, no existe la palabra gila. Las mujeres no son gilas, son boludas, pero esa es otra categoría de ser humano. Gisella no es boluda. Por eso se quedó conmigo y no con ese gil del que hablás en el cuento. Tal vez ahora estaría ahí tirada a su lado con dos tiros en el pecho, con las tetas desinfladas chorreando mitad sangre, mitad siliconas.

Tenés que entender que los tipos como yo vamos a un ritmo diferente que el resto, pendejo, nos movemos en otro espacio-tiempo. No nos detenemos a pensar demasiado, no sea cosa que terminemos avivando a algún gil. Nada más peligroso para el orden establecido que un gil que de buenas a primeras se descubre gil y por ende quiere dejar de serlo.

Este muerto ya no se va a avivar. Está muerto y seguirá muerto. La bala incrustada en su cabeza no se lo permite. Se escuchan autos detenerse en la oscuridad, las puertas abriéndose y cerrándose de golpe, las botas atropellándose.

Eso no se hace, escritor. Demasiado clásico que aparezca la cana al final. Ustedes, los escritores son más jodidos que nosotros. Me hacés quedar como un gil. El más peligroso de todos, el que cree no serlo. Estuve esperando demasiado. Esperando a Gisella para que vea lo que hago por ella. Esperando que deje de ser lo que es, lo que le gusta ser, una traidora. Andate pendejo, andate antes de que te mate a vos también.

Ha comenzado a llover y al cargador le quedan las balas suficientes.

A Prudencio Fretes no le gusta correr y mucho menos de la cana. Después de todo el muerto ese no iba a estar tan solo. Me fui y lo dejé con su destino, escapé con Gisella. Ya tenía mi cuento, con el primer tiro tipié el punto final.

el hombre en el espejo

Autor: Sandro Centurión


¿Quién era ese tipo en el espejo? No, no eras vos, no podés ser vos. Esas arrugas no te pertenecen. No, no eras vos; no podés ser vos. Vos siempre usaste barba, ese es tu estilo. El tipo del espejo está recién afeitado, para disimular, para dejar de ser vos porque no lo soporta, ¿me entendés? Porque vos sos mejor que ese rostro avejentado y cobarde. El otro se sacó la barba y quedó al descubierto un rostro aplastado por los años. No podés ser vos, porque vos nunca necesitaste ninguna máscara. Además, no podés ser vos por el simple hecho de que no te sentís como ese tipo que apareció de pronto en el espejo.

¿Cuánto hacía que no te mirabas en un espejo? Que no te mirabas como lo hiciste hace un rato. ¿Y justo ahora tenía que ser?, en este motel de mala muerte, y justo en este momento que tenías cosas más importantes en que pensar te cae la ficha existencialista.

Tranquilo, vos no sos ese, no podés serlo. Los que te conocen realmente saben que no sos vos. Vos sos otro, un tipo de esos que sostienen el whisky en una mano y el cigarro en la otra, al que siempre le gustaron las mujeres caras, ¿verdad?, el que acostumbra tirarse todo en el casino por placer, por puro placer, porque podés hacerlo, porque no es tu plata y te da lo mismo.

Vos no sos ese viejo choto que apareció en el espejo, ese que se parece a tu viejo a esa edad. Vos te parecés más a tu vieja. Vos no sos ese viejo. Viejo es el viento, pero igual sigue soplando. Y vos sos un huracán. Nunca necesitaste de una pastillita azul y menos ahora que estás en tu mejor momento y nadie pero nadie te va a frenar. No, ahora ni vos mismo sos capaz de frenarte. Ni vos ni ese boludo con cara de cobarde que apareció en el espejo.

No te preocupes por ese tipo que viste en el espejo, ese no sos vos, Luis, dale nomás, si vos sos intocable y no vas a caer ahora que estás en tu mejor momento y a punto de dar el gran salto, no pensés más, relajate y disfrutá, reíte con ganas de la gente que pasa y te mira con cara asustada. Porque vos nunca tuviste miedo, demostralo ahora y movete así, despacito. Dejá que los miedosos se atropellen y se caigan, vos movete lento, sos una sombra, Luis.

Dale Luis, levantá la cabeza. No tenés nada de qué avergonzarte. Sos un gran tipo y ahora sí que vas por todo, ¿no? Drogas, mujeres, poder. En ese orden y todo junto. Qué más da. Este país da para eso y mucho más. Está hecho para gente como vos, que sabe lo que quiere y se la juega, que tiene huevos para hacer lo que los cobardes sin futuro no se animan. Porque vas de frente y marche preso. Así se hacen las cosas carajo. No con sensiblerías, eso es para maricones, como decía el viejo. Los machos, machos, tienen toda la guita que quieren, todas las mujeres que pueden y todos los huevos que entran en el calzoncillo. “Primero tienes el dinero, luego tienes el poder y luego tienes las mujeres”, decía Al Pacino en Caracortada, y vos sos como él, pero no vas a terminar como él, porque ese final es pura fantasía, hecho para que los giles no se aviven y se les ocurra dejar de trabajar y estudiar y de hacer todo lo que hace la gente común. Común, como uno, como uno cualquiera, no como vos porque vos sos único, la puta que te parió. Porque la realidad es otra, los Caracortada, los verdaderos Scarfaces no caen nunca y son los que gobiernan las vidas de los demás y los que se dan la gran vida con la guita de los otros. Vos sí que entendiste esa película y desde entonces supiste qué hacer y cuál era el camino y ahora estás acá, te dicen señor, tenés auto y tenés guita, qué importa que sea sucia, la guita no se mancha hubiera dicho el Diego, o mejor dicho sucia sirve igual; y vos tenés la guita y a las mejores mujeres de la ciudad mientras los giles se acuestan con la misma cara mal maquillada de siempre; que más querés. Dejate de joder Luis, qué importa que no hayas podido, debe haber sido culpa de ella que no supo motivarte. Y por eso te ofreció esa pastillita de mierda. Vos sos un león, siempre lo fuiste. No llores, Luis, el tipo en el espejo es un llorón, vos no. A lo mejor se te fue la mano, es cierto, pero así sos vos, impulsivo y medio atolondrado, pero si te joden nomás, si vos sos un tipo sensible. Y ella te jodió porque no se aguantó y se rió de tu desgracia. Fue una risa boluda pero cuando la viste a los ojos supiste que por dentro se te cagaba de la risa. Y entonces le pegaste y descargaste toda tu bronca contra la pobre, que le vamos a hacer. Cosas que pasan. Después, bueno, no ibas a salir corriendo, vos no sos así, no sos un cagón que sale corriendo cuando ve sangre. Siempre te hiciste cargo de tus macanas. Y una vez más demostraste que sabés como hacerlo porque pensás rápido y no andás con vueltas. Por eso le prendiste fuego a las sábanas roñosas y a las cortinitas de mierda. Y toda la habitación comenzó a arder y a llenarse de humo. ¡Reírse de vos, justamente de vos! Y enseguida el fuego se extendió por todas partes. Si vos no cogés, nadie lo hace. Y ahora hay tipos corriendo en calzoncillos y mujeres en tanga por todas partes tratando de que nadie se dé cuenta de que son ellos, ni tiempo tienen de mirarse en ningún espejo y ver lo ridículos que son. Ahora que hiciste arder ese motel como una antorcha olímpica, va a ser menos que un mal recuerdo. Ese lugar era una mugre. Nadie se va a quejar. Vos sabés que el dueño real es un capo-capo y le importa tres carajos este lugar. Además seguro que para cobrar el seguro van a decir que fue una fuga de gas o una falla eléctrica. Después de todo qué importa. Vos nunca estuviste, acá estuvo ese tipo del espejo, vos no, así que olvidate. Mostrale tu credencial al policía y seguí tu camino, Luis.

el mate asesino

Autor: Sandro Centurión.

Entonces le pregunto dónde estuvo usted a la hora en que mataron a la víctima, y Rosendo me responde que estaba en su casa tomando mate con unos amigos. Esa es su mejor coartada, y a mí me pica todo el cuerpo, porque cómo alguien puede estar tomando mate tranquilamente en su casa y al mismo tiempo asesinar sin piedad a su vecino. Porque el muerto es nada menos que su vecino y se conocen de toda la vida y en el barrio todos saben que no solo no se querían sino que habían jurado matarse.

Se sabía que Rosendo le echaba la culpa a Artemio López, el occiso, de que Mónica, su mujer, lo haya abandonado, según Rosendo alguien le había llenado la cabeza para que lo dejara. Vaya uno a saber por qué, pero Rosendo apuntó hacia su vecino como el autor de aquella injuria. Esa sospecha, acaso, condenaría para siempre la suerte de la víctima. El caso es que aunque no se pudo demostrar la veracidad del chisme un día la mujer dio un portazo y se fue a vivir con la hermana que vive a unas pocas cuadras.

Al tiempo los tres aparecieron por la comisa-ría: Rosendo para denunciar a Artemio López, su vecino, por calumnias e injurias; Artemio para denunciar a Rosendo por lo mismo, más daño moral, decía que él no era un chismoso y que si la mujer lo abandonó habrá sido porque se dio cuenta de que era un inútil, seguramente encontró algo mejor. Y Mónica para denunciar que ya no vivía en esa casa pero que le pertenecía y quería que Rosendo la desalojara lo antes posible. Rosendo se empacó y no estaba dispuesto a irse. La feliz pareja no tenía hijos así que el tire y afloje fue por la casa, como suele ocurrir en estos casos.

Así fue que Rosendo y Artemio se prodigaron un profundo odio. Sin embargo no basta con que dos personas se odien para que alguien termine muerto. En el mundo no habría tanta gente si así fuera. El caso es que para todos y sobre todo para mí, Inspector Arístides Rojas -representante exclusivo de la ley en la localidad-, el principal sospechoso de la muerte de Artemio López era Rosendo. Lo decían sus ojos, su media sonrisa que aparecía al terminar cada frase, un leve temblor en la mano diestra y su forma de moverse en la silla. Todo su cuerpo lo delataba, sin embargo tenía una coartada efectiva por lo simple que resultaba ser. A las cinco de la tarde, la hora en que mataron a su vecino con un golpe en la cabeza, había estado tomando mate en su casa; aquello desviaba la investigación hacia otros lados y yo no estaba dispuesto a permitirlo. Si acaso el sospechoso hubiera estado sólo podría considerarse una mentira, pero tenía testigos que afirmaban bajo juramento haber estado tomando mate con él. Uno, el más convencido de la inocencia del sospechoso era un oficial de mi seccional, un recién llegado de la Escuela de cadetes; había sido convidado con unos mates a la hora en cuestión, cuando llegó al domicilio a ofrecerle una rifa que estábamos organizando en la comisaría, y Rosendo de buena voluntad y como siempre lo hacía compró dos números, el 17 y el 48, que en la quiniela representan a la desgracia y el muerto que habla… casualidad ¿no?

Otro testigo era una prima del concejal Fernández, que estaba ofuscada y quería escaparse por la ventana para que nadie la viera en medio de aquel escándalo. Ella se había acercado a la casa del sospechoso como parte de una reunión de la Asociación Cooperadora de la escuela que justamente era presidida por Rosendo. De eso se trataba la cuestión, a la hora del crimen el sospechoso y otras cinco personas integrantes de la comisión directiva de la Cooperadora de la escuela del barrio se reunían en la casa de Rosendo, que resulta ser el Presidente de la comisión, para deliberar acerca de las acciones a realizar para recaudar fondos y así poder comprar ventiladores nuevos para las aulas.

Entonces mi sospechoso tenía testigos que juraban haber estado con él esa tarde en su casa tomando mate; hasta había un acta confeccionada acerca de lo que se había tratado en la reunión y al pie firmaban los asistentes. Entre ellos, Rosendo, quien incluso se había asegurado de que se lo nombrara permanentemente en el acta y a la hora de la firma la había aclarado con imprenta mayúscula y había agregado su DNI.

Me pasé horas leyendo y releyendo esa acta en busca de algún indicio que me revelara algo inusual. "En la localidad de Buena Esperanza, siendo las 17,00 hs. del 25 de abril de 2009 se reúnen los Sres. miembros de la comisión directiva de la Asociación Cooperadora de la Escuela N°519 con el objetivo de analizar las acciones pertinentes a llevarse a cabo para la compra de seis ventiladores de techo... bla, bla, bla". Nada me decía aquel papel que no me hubieran dicho ya el sospechoso o algunos de los testigos.

Me dediqué entonces a analizar a la víctima. Acá no tenemos equipo científico que analice el cadáver. Todo se hace con voluntad, pero con el mínimo de recursos técnicos. A primera vista el muerto había recibido un fuerte golpe en la cabeza con un objeto contundente, de tal magnitud que había muerto en el acto. Fue encontrado en el patio trasero de su casa tirado en el piso, de lado, como si se hubiera caído del sillón plegable en el que momentos antes había estado sentado, también, tomando mate. El termo había caído al suelo y estaba roto por dentro, pero el mate apenas si se había deslizado de la mano del difunto. Artemio era un solterón y vivía solo. Fue Doña Juana, una vecina que solía ayudarlo en la casa, la que lo encontró muerto.

El hombre se habría levantado de su siesta, tomó su sillón plegable y lo acomodó en la única sombra que había en el patio, bajo una planta de mango cerca del tejido lindante con la casa de Rosendo.

Luego de alguna manera alguien se introdujo a la casa, tomó por sorpresa a la víctima y le dio un golpe certero que acabó con su existencia antes de que terminara de despertarse del todo. Sin embargo nadie vio nada extraño. Doña Juana es corta de vista y vive frente a la casa de Artemio. Ella dijo que regaba sus plantas a esa hora y que alguien la saludó desde la vereda pero recuerda solo un bulto gordo y algo azul.

Vuelvo entonces a mi único sospechoso que según declaró estaba tomando mate en su casa, mientras a unos metros alguien mataba a su vecino. Y les pregunto a los testigos: ¿qué tal estuvo el mate?

¿Cómo? me dicen¿Si este hombre ceba buenos mates? y todos se distienden del interrogatorio policial.

Es un perfeccionista dice una de las damas.

Al parecer Rosendo tenía un mate que era único, lo había traído de la selva misionera y había sido hecho por los aborígenes, la bombilla era de alpaca grabada con su nombre y apellido. Además tenía su propio ritual de preparación, no tomaba un mate si lo preparaba otra persona. Era muy exigente, no le ponía nada al mate, sólo yerba y de la mejor, y era muy atento; nunca un mate frío ni viejo, cambiaba la yerba cada cinco mates. Y entonces me pica el bichito de la inteligencia y les pregunto cuántas veces cambió la yerba esa tarde y todos me miran raro, pero me responden que al menos tres veces. Y entonces reviso la casa y el cesto de la cocina está vacío y voy al patio trasero y veo el montoncito de yerba junto a una planta cerca del tejido. O sea que el sospechoso fue a ese lugar que casualmente no está a más de tres metros de la víctima al menos tres veces a la hora en que ocurrió el crimen; un tejido de no más de 1,5 metros de alto lo separaba de la víctima.

Me rasco la cabeza para pensar un poco mejor y examino ese pequeño patio de vivienda urbana, apenas tres metros de fondo para hacer un asadito o mirar la puesta de sol y extender la ropa y hacer todo lo demás. Chico pero lindo. Algo no me cerraba. Si no tuvo nada que ver tuvo que haber visto o escuchado algo, pero el sospechoso sostiene que no vio ni oyó nada anormal y que además no es de estar prestando atención a lo que pasa en la casa del vecino, mucho menos de ese vecino. Pero yo no le creo, y me pica la nariz cuando me acerco a él y eso es porque me miente, porque cuando alguien me miente, a mí me pica la nariz, es algo que heredé de mi abuelo y siempre me sirvió en este oficio. Entonces recorro el patio y pienso en un rompecabezas, no sé por qué justo en ese momento se me ocurrió pensar en un rompecabezas y empiezo a jugar en mi cabeza con las cosas que hay en el patio. Intento ver la escena del crimen desde ese lado. Quiero pasar sobre el tejido, pero no es tarea fácil, mi panza y mis años me lo impiden. Sin embargo Rosendo es un hombre atlético, siempre ha cuidado su salud. Solía salir a caminar todas las tardes. Nunca se lo vio fumar o tomar. Un hombre recto en todo sentido. Por otra parte, si acaso el sospechoso hubiera podido trepar, de seguro que el ataque no hubiera sido sorpresivo.

Entonces encuentro unos restos de yerba en la medianera. Y la guardo en una bolsita de plástico. Luego voy a ver cómo hago para examinarla. Entonces creo entender lo que pasó y llamo a todos, incluido Rosendo.

Decime Rosendo, ¿qué yerba tomás?

Y él me lo dice.

Convidame un mate, Rosendo le pido.

Y él me lo convida, porque un mate no se le niega a nadie, menos a la Policía. Y enseguida me doy cuenta de que es un mate de calidad. Es pesado y se puede sentir la tibieza del agua caliente en la mano y el aroma de la yerba se mezcla con la madera del mate, una madera dura que nunca antes había visto. El primer sorbo lo disfruto de manera especial porque desde la mañana no había tomado mate y ya me estaba doliendo la cabeza. Entonces cuando le estoy por devolver el mate a Rosendo me doy cuenta que mi mano está húmeda. Tu mate está filtrando, le digo a Rosendo y él parece sorprendido, y entonces reviso el mate y descubro una pequeña rajadura, apenas visible. Vos lo mataste, Rosendo, le digo y él me mira serio. Lo planeaste todo desde el principio, la reunión de la cooperadora y el acta que según me dicen ahora es la primera vez que se hace. Todo era parte de tu coartada. Y en esa coartada la parte esencial era el mate, como ya lo dije antes. Como siempre preparaste el mate y en el primer cambio de yerba examinaste el lugar, enseguida te diste cuenta de que tu víctima estaba del otro lado, tan cerca e indefenso. Quizás no haya sido la intención matarlo, pero lo hiciste. Lo llamaste y cuando se acercó al tejido le diste un matazo en la cabeza. Artemio trastabilló unos pasos, se llevó por delante el sillón y cayó tendido, muerto.

Todos se quedaron con la boca abierta, hasta el mismo sospechoso, que ya no era sospechoso sino asesino. No le quedó más remedio que putearme y resistirse al arresto, lo que no hizo más que jugarle en su contra. Los agentes lo esposaron y se lo llevaron derechito al calabozo.

Al tiempo se lo llevaron a una cárcel de la ciudad y yo saqué de la caja de evidencias aquel bonito mate asesino.

Ahora que Rosendo fue condenado lo llevo conmigo a todas partes, sobre todo cuando visito a Mónica en su casa, aunque ella no quiere que todavía nos vean juntos. “Es muy pronto -dice- pueden sospechar”.


dan ganas de matar

Autor: Sandro Centurión

Estoy seguro de que usted es un tipo tran­quilo, igual que yo. Es un ser racio­nal y emo­cionalmente abierto. Le gusta la ma­yoría de las cosas que le gustan a todo el mundo, bailar, estar con amigos, beber una cerveza, comer un asado, ju­gar al fútbol. Son pocas las cosas que no le agradan. Sin embargo, al igual que a mí, de vez en cuando le dan ganas de matar, de destruir al prójimo. Ganas de mandar todo al mismísimo demonio, ga­nas de convertirse por un rato en el Sr. Hyde, ganas de dejarse llevar hasta las últimas consecuencias por la fiera que duerme dentro de su cabeza. Ganas de hacer desaparecer en ácido sulfúrico la humanidad del primero que se cruce en el camino o arrojarlo a un horno de hie­rro fundido y luego escupir sus cenizas. Ganas que, por el bien de la civilización, han sido reprimidas en lo más hondo de la moral durante generaciones. Senti­mientos primigenios, instinto puro, ne­cesidad terrible e incontrolable. Ganas de matar. No se trata de sed de ven­ganza o justicia anónima contra la cruel sociedad; tampoco es un trastorno psi­cológico o un estado de emoción vio­lenta, porque usted, al igual que yo, es un tipo sano y honesto. Sin embargo, usted sabe que cualquier minucia podría encender la mecha de la ira y entonces sentiría esa necesi­dad asesina que cada tanto se apodera de su alma. 

Su control emocional, al igual que el mío, pende de un hilo muy pero muy delgado, por nada en especial, sólo por­que así son las cosas, y para qué compli­carse con explicaciones que a esta altura del partido no ayudan en nada. Digamos que un día usted quiere encender el auto y éste se niega a arrancar. Es un auto usado, en el que ha gastado no poca plata para ponerlo a punto. Todo parece estar en su lugar pero sin embargo no arranca. Usted y yo sabemos que hay veces en que parece que las cosas están poseídas por el mismísimo demo­nio. Y es como si se rieran en la cara de uno. Como si le dijeran "Jodéte, me cansé de ser tu esclavo, mamífero inútil". Enton­ces usted lo deja, paciente y acostum­brado a no hacer nada cuando no hay nada que hacer, se sienta en su sillón favorito en el living o en el patio a pen­sar mientras espera que todo se arre­gle, pero nada se arregla. Hurga en sus bolsillos como si no terminara de con­vencerse de que al igual que yo está en bancarrota, porque usted está sin un peso, y con la tarjeta vencida. Porque es tan buen tipo que le ha prestado plata a medio mundo y nadie se ha acordado de devolverle el favor. Y ahora no tiene un peso. Y piensa, no para de pensar ni un instante. Y le duele la cabeza de tanto pensar y buscarle una solución al pro­blema, que a esa altura del día ya es un problema porque el mediodía se acerca y algo hay que poner en la olla para el al­muerzo, porque usted tiene que comer, quisiera no hacerlo pero su estómago, su mujer y alguno que otro hijo le recuer­dan a cada instante que tiene que hacerlo. La televisión no lo relaja, la gente corta rutas, hace piquetes, se aga­rra a las trompadas con la policía. Y na­die se hace cargo. Usted y yo sabemos que desde hace tiempo todo está patas para arriba. No, no tengo repite usted de pie en la puerta ante la mirada incrédula de doña Rosa, la encargada de la pen­sión, que se empecina en llamar a la puerta exactamente cada una hora; la vieja es un reloj en cuenta regresiva. No se preocupe, le voy a pagar, dice usted con su mejor cara de lástima. La vieja solo lo mira con sus enormes ojos negros y se rasca la cabeza. Se queda ahí, pa­rada, estática sin decir nada, sólo mira como sólo ella sabe mirar. Doña Rosa es una espe­cialista en miradas. Luego, da media vuelta y se va. Usted y yo sabe­mos que es una vieja chusma y que muerta le sería más útil a la humanidad. Entonces escapa hacia la calle, para no desquitarse con la pobre vieja. En su huida encuentra a Miguel, o a Juan o a José, para el caso da lo mismo, un amigo con quien suele jugar al fútbol los sába­dos a la tarde. Está comprando cigarri­llos en un kiosco, lo saluda con su mejor cara y de buena manera usted le pre­gunta si tiene algo del dinero que le ha prestado. El otro se enoja, no puede creer que le esté reclamando dinero, a un amigo no se le hace eso, la plata va y viene, los amigos son para siempre, ¡Ca­rajo! Y usted quiere decirle que en su caso la plata sólo va, nunca regresa, pero no lo dice, le pide disculpas por su atrevi­miento. Se va casi avergonzado. Sabe, al igual que yo, que hay gente que tiene una extraña capacidad para hacer sentir mal a sus semejan­tes. De todas maneras anda un rato divagando. Se de­tiene frente a un teléfono público, y piensa en llamar a alguien que le dé una mano pero se encuentra con que pri­mero, no tiene la moneda de 25 centavos para hacer la llamada y, segundo, no tiene a quién llamar. A quién pedir lo que tanto necesita: dinero. Regresa ca­bizbajo a su casa luego de un rato. Le duelen los hombros, el cuello, las piernas y el trasero; está exhausto y transpirado. No tolera más. Hace calor, como siem­pre, porque acá siempre hace calor y usted, como yo, odia el calor. Piensa, no deja de pensar ni un instante, se pasea de un lado a otro por la casa y le duele la cabeza de tanto pensar al pedo. El tim­bre de la puerta suena y usted lo siente como una alarma de incendio, y ojalá lo fuera y las llamas se devoraran todo de una buena vez. No atiende y deja que el timbre suene bajo el dedo imperté­rrito de doña Rosa. Más tarde sale a la ve­reda, mira el horizonte e intuye que otra vez no va a llover. Escupe el suelo ca­liente tratando de quitarse el mal sabor que persigue su boca. Un auto pasa a toda velocidad y la polvareda ingresa en la casa y se pega a su cuerpo transpi­rado. No dice nada, ni una mala palabra escapa de su boca, se guarda la bronca e intenta que se diluya en su sangre. Quiere bañarse pero la vieja, esa sádica y fea mujer, le ha cortado el agua y la luz, le ha hecho un piquete a su dignidad en espera de que se le pague lo que le adeudan. Y usted quisiera cortarla en pedacitos y luego ofrecer sus restos a los perros que buscan sobras y desparraman las bolsas de basura. Son las dos de la tarde, y el día que hoy le toca vivir no se termina, pareciera estancado en cada segundo. Su estómago le recuerda que aún no ha almorzado y que es probable que no lo haga. Entonces llega su mujer de la casa de la madre y en el rostro pueden leerse los reproches dibujados por la lengua venenosa de su suegra. Usted y su mujer se sientan, como es costumbre en el verano, a descansar bajo la sombra perenne de una enreda­dera y usted acepta el tereré tibio que ella le ofrece. La mira, y los ojos de gringa, celestes como el frío cielo pa­tagónico de donde usted la trajo con mil promesas, recorren la fisonomía escuá­lida, sucia y maloliente del hombre que tiene enfrente. Lo mira pero no dice nada, porque las mujeres nunca dicen nada, odian en silencio. Sin embargo, usted sabe lo que ella está pensando, que es un inútil, un pobre infeliz que no es capaz de conseguir un empleo y pagar sus cuentas. Que no hay remedio, que no va a cambiar más y será un fracasado como su padre. Que lo mejor sería que se fuera con el primero que se le cruce y lo abandone, como se lo ha dicho su ma­dre. Por ejemplo, con ese muchacho jo­ven con quien usted la ha visto charlar animadamente y reírse y sonrojarse. Y que además tiene un auto nuevo y anda en la política. A usted le duele la cabeza en cada pensamiento. Sorbe el agua tibia que le quema la garganta y la mira con los ojos bien abiertos. Ella esquiva la mi­rada con desdén, como si se negara a ver en sus ojos su propia bronca refle­jada. Los ojos de ella recorren el suelo y se fijan ansiosos en un enorme trozo de ladrillo que se ha desprendido de la pa­red; los de usted se clavan, extasiados, en un viejo caño de hierro oxidado. En ese momento, usted, que al igual que yo es un tipo tranquilo e incapaz de hacer daño a nadie, siente ganas de matar. Siente que hasta sería placentero hacerlo. Siente que las ganas lo ganan desde adentro y ya no hay cómo dete­nerlas. Tal vez usted logre controlar esas ansias asesinas, tal vez pueda reprimir­las mejor de lo que yo lo hice, pero es sólo cuestión de tiempo para que su ins­tinto rompa las cadenas. Y créame no es culpa suya, con el instinto no se puede, no se puede, señor juez


Este cuento obtuvo en 2009 el primer premio en el Concurso "Prof. Adriana Rendón" y fue publicado en el libro "Cuentos breves inéditos" Editorial Olmo. Bs. As

fondo de tango

Vamos escritor, ponga que son las cinco de la mañana, la hora en que la noche desnuda su agonía, y el tiempo parece ir más lento. Hágame caso, déjeme que le ayude a encontrar las palabras. Ponga que hay dos delincuentes, a los que vamos a llamar Mariano y Mario, nótese la parecida particularidad de los nombres. Mariano y Mario son prófugos, fugitivos, marginales da mejor, dos criminales de vasto prontuario, para ser más claros. Están escondidos de un centenar de policías que los buscan. Tienen su guarida en un sucucho de piezas acurrucadas, pequeñas cajas de ladrillos, chapas y maderas en medio de una villa en los suburbios de la ciudad. Para Mariano y Mario, que son gente de oficio y experiencia en el rubro, el reloj es tan importante como un arma, no dejan de mirarlo, y es un mueble más en la escena, porque se trata de saber convivir con el tiempo para seguir estando, en ese estar casi vivos casi muertos. Por eso, no le quitan los ojos de encima, ¿entiende escritor? Es probable que ya hayan pasado cuarenta y ocho horas, pero deben esperar al menos otras cuarenta y ocho. Saben que es cuestión de dejar que el tiempo pase, con cada movimiento de las agujas el hervidero que dejaron atrás se irá enfriando. Entonces, algún nuevo quilombo pasará lo suyo a un segundo plano, y luego, a un tercero y luego, ya no será necesario seguir escondiéndose, y la espera habrá terminado.

La música, la radio. Eso. Escriba que hay una radio vieja a la que sólo le funciona la AM. Está encendida y se oye un tango viejo, de los viejos, viejos.

"¿Me da su permiso, señor comisario?

Disculpe si vengo tan mal entrazao,

yo soy forastero y he caído al Rosario,

trayendo en los tientos un güenentripao.

Acaso usted piense que soy un matrero,

yo soy gaucho honrado a carta cabal,

no soy un borracho ni soy un cuatrero;

¡Señor comisario... yo soy criminal!..."

A Mario le gusta el tango. A Mariano le da lo mismo cualquier cosa que suene y que no lo deje sólo con su silencio. Dele, escriba escritor, ya sé que a usted también le gusta el tango. Cómo no saberlo, si tiene encendida esa porquería todo el santo día meta dos por cuatro. Ya sé que a Malena no le gustaba el tango, lo odiaba casi tanto como lo odiaba a usted. Claro que lo odiaba. No me lo niegue ahora. Escriba. Ponga que puede sentirse el aroma a dinero, a plata, a guita, como quiera llamarla, que escapa de unas bolsas abiertas que quedaron tiradas en un rincón. Al principio, habían contado cada billete, habían jugado con todo ese dinero, lo habían tirado al techo, hacían avioncitos, y barquitos como si fueran dos chicos, pero después simplemente se aburrieron de la guita. El aburrimiento es demasiado peligroso, porque te labura la cabeza, y te lleva a hacer tonterías. El aburrimiento mata, ¿cierto escritor? Ahora, el tiempo está detenido, estancado. Es el purgatorio para dos tipos acostumbrados a moverse, a bailar en medio de las balas. Pero están ahora en una sala de espera con tango de fondo. Lo de estos dos, Mariano y Mario, fue un trabajo perfecto, sin sobresaltos ni cabos sueltos, una obra de ingeniería. Un trámite al que sin embargo le falta una firma para darlo por terminado. Mariano hizo el trabajo muscular, y Mario la logística. Hacen un buen equipo los dos. Pero que sabe usted de trabajar en equipo, si siempre se las arregló solo, la mítica soledad del tanguero que lejos de su patria muere de melancolía. Pero ese no fue su caso; Malena, en cambio. Ya es tarde para la melancolía. Es tarde para todo, pero vea que para escribir todavía hay tiempo. Escriba que en ese purgatorio la mayor parte del tiempo se la pasan comiendo, escuchando los tangos interminables en la radio, y jugando a los naipes. Silencio de celulares, y de cualquier comunicación con el mundo exterior, es el mandato. Para todos están tan muertos como los custodios que quedaron repartidos en la vereda del banco. Qué otra cosa se puede hacer. Hasta que la calle se enfríe, y haga falta calentarla de nuevo. De eso se trata todo, es una cuestión de temperaturas, calentar el cuerpo propio, y enfriar el del resto. Y luego, el tiempo se muere y gobierna esta espera tediosa, y la mugre, y el frío, y los recuerdos. Esperar es aguantar el tiempo. Pero aguantarlo sobre el lomo. La música está ahí otra vez, escapándose entre los huecos de la intemperie, como una letanía, como una plegaria.

Humedad...

Llovizna y frío...

Mi aliento empaña

el vidrio azul del viejo bar.

No me pregunten si hace mucho que la espero:

un café que ya está frío y hace varios ceniceros.

Aunque sé que nunca llega

siempre que llueve voy corriendo hasta el café,

y sólo cuento con la compañía de un gato

que al cordón de mi zapato lo destroza con placer.

Ahora, hagamos que la cosa se complique, escritor, para estos dos. Ponga que no están solos. Atada a una silla en la piecita del fondo está una mujer joven, y bonita. Una rehén que se trajeron del robo. Con eso es suficiente para que la historia, que usted escribe, cambie de rumbo. Ella también espera. Aguarda el destino que le depara su suerte. Ella no ve lo que pasa, tiene los ojos vendados. Pero escucha todo, tiene los oídos más abiertos que nunca. Oye la voz ronca de Mario, que canta entre dientes, y la risa idiota de Mariano, pero sobre todo escucha la música, el tango que se le mete en la cabeza.

"Si ves unos guantes patito, ¡rajales!;

a un par de polainas, ¡rajales también!

A esos sobretodos con catorce ojales

no les des bolilla, porque te perdés;

a esos bigotitos de catorce líneas

que en vez de bigote son un espinel...

¡atenti, pebeta!, seguí mi consejo:

yo soy zorro viejo y te quiero bien."

— No vale la pena. Acaso no te das cuenta. Te lo digo por tu bien, vas a complicar todo. No hay ninguna necesidad de volverse pelotudo de golpe.

— Tenemos un trato.

— Con la guita de tu parte vas a poder tener a las minas que quieras.

— Quiero a esta, me gusta.

— Mirá negro, hay dos cosas que no me gusta hacer: regalar y perder, y mucho menos mujeres. Si la querés vas a tener que sacrificar tu parte. Y sin guita no vas a tener a ninguna mina. Mejor vamos a dejar que el azar defina la suerte. Si ganás yo me abro, y te la llevás de acá, si perdés, me quedo con tu parte, y con la piba.

Escuche escritor, es evidente que el conflicto es la muchacha. Mariano y Mario se rigen por sus propias reglas, las que van armando y desarmando a medida que la vida se les pone delante de lo que cada uno quiere. Entonces, hay que poner alguna regla, aunque sea para disimular. No hace falta decir nada más, ni siquiera un apretón de manos. Apoyan las armas sobre la mesa, y Mariano reparte los naipes. Apenas cruzan un par de miradas durante el juego que dura poco. Cuando la partida termina todo está resuelto. Mariano se acomoda el revólver en la cintura, bebe de un trago la cerveza caliente que queda en el vaso, y se dirige hacia la pieza del fondo. En la radio se oyen los acordes de un tango que termina y de otro nuevo que arranca.

¡No hables mal de las mujeres!

Que hasta tiembla Dios, que escucha,

Porque Él sabe que tú caes, en fatal murmuración.

¡No hables mal de las mujeres!

Que sin ellas en la lucha de la vida,

Flaquearía sin cesar, el corazón.

¡No hables mal de las mujeres!

Que retemplan nuestros pechos

Con caricias y ternuras y con magia celestial,

Y la vida nos adornan, cual finísimos helechos.

¡No hables mal de las mujeres, que no saben hacer mal!

Mario se queda sólo por un largo rato, su propia espera dentro de la espera más grande. Los perdedores siempre se quedan solos, como usted escritor, que ahora está solo como un perro, como le dijo Malena, ¿se acuerda? Claro que se acuerda, no me mienta ahora. Usted no sabe mentir, por eso le cuesta tanto escribir. Vamos, deje eso y escriba, ponga que Mario juega con los naipes. Que los examina de a uno, y luego los ordena. Como si quisiera confirmar que están todos. Cuarenta naipes exactos. Luego, toma un vaso de cerveza, y la bebida se hace sentir en su garganta; acaso le ayuda a quemar la bronca por dentro. Acomoda su cuerpo en la silla y simula la última mano de truco, la que acaba de perder. Sabe que no podrá sacarla de la cabeza hasta entender qué fue lo que hizo mal.

Digamos que afuera la calle está oscura como siempre. No hay mucho para ver. Lo interesante, o lo único para ver, está dentro de ese sucucho con olor a humedad y encierro. Una brisa suave y fresca proveniente del sur desfila por los pasajes oscuros de la villa, estrella el polvo y los restos de basura que levanta en su andar contra las ventanas iluminadas por el resplandor de focos moribundos que acompañan otras esperas interminables. Otro tango suena.

"A oscuras

hoy me muero por tu olvido.

A oscuras

voy sangrando en mi dolor.

Y ni la luna, ni cien soles

ni cien lunas

quebrarán estas tinieblas

donde me perdió tu amor..."

Vamos escritor, concéntrese. Escriba que Mario pasa un rato jugando con los naipes sobre la mesa, lentamente, marcando el ritmo de la espera, de esa espera maldita, y del frío que carcome cada uno de sus huesos de hombre duro. Después se dedica a observar la oscuridad que se arrima a la diminuta ventana. Está nervioso, inquieto y desde luego fastidiado con la interminable espera, con las sirenas de la cana, que aúllan a la distancia, y con su puta suerte. Por una cabeza suena con ironía en la radio.

Cuantos desengaños, por una cabeza,

yo juré mil veces no vuelvo a insistir

pero si un mirar me hiere al pasar,

su boca de fuego, otra vez, quiero besar.

Basta de carreras, se acabó la timba,

un final reñido yo no vuelvo a ver,”

Cómo se iba a imaginar perder con un siete de espadas. Para hacer más cruel su derrota escriba que ahora el silencio de la noche le hace escuchar el llanto de la piba, y los gemidos de Mariano, provenientes de la habitación del fondo. Sube el volumen de la radio, y deja que el llanto del bandoneón inunde la noche.

"¡Calla bandoneón!...

¡Calla, por favor!...

Tus notas me entristecen nuevamente,

tus notas me recuerdan ese amor.

¡Calla bandoneón!...

¡Calla, por favor!...

El tango que tus teclas hoy entonan

es ese que escuché con el adiós."

Ahora viene lo mejor, escritor, no se duerma, no tiene permiso para dormir, escriba. Viene el desenlace. El foco titila un par de veces, y luego se apaga. Mario se queda en silencio, y espera en la oscuridad. Detesta esperar casi tanto como perder. Todavía esconde en la manga una carta que no se atrevió a jugar, para no hacer trampa como otras veces, para ganarse el botín por derecha esta vez. Sin embargo, todos sabemos que la única manera de ganar es haciendo trampa, usted lo sabe mejor que nadie, escritor. Es la regla básica de su juego. Sin embargo, a lo único que no se le puede hacer trampa es al tiempo, no a la muerte.

Un tiro, escritor. Simple y contundente. Un tiro en la oscuridad. La música no se interrumpe. El tango no para. Mario no hace nada, nada hay por hacer. El tiro vino de adentro de la casa. Saca un cigarrillo del bolsillo de la campera, para apaciguar el alma, y quemar el tiempo. Lo enciende, y entre las chispas del encendedor se ve a la piba que semidesnuda se le acerca, lo mira, y lo apunta con el revólver de Mariano todavía humeante.

Fin. Ahí termina la historia, o lo que se acuerda usted de aquella noche, escritor. La noche de la espera, la noche en que los mataron a los dos, o crees que el lector, y yo, no nos dimos cuenta de quién es Mario. Está bien, la vida es siempre ficción, sobre todo la de usted, escritor.

Está quedando bueno el cuento, siempre tuvo imaginación para llenar los huecos de la memoria, huecos hechos por el plomo de las balas. Mientras tanto, hay que seguir esperando, y escribiendo, siempre quiso escribir, era escribir o ser chorro, y lo segundo era desde luego más rentable. Pero ahora, sólo puede escribir, no tiene otra cosa permitida para hacer. Vamos, que empieza otro tango. Volvamos a empezar. Esta vez vamos a pensar otros nombres, y vamos a cambiar el lugar. Pongamos que son las cuatro de la mañana, a esa hora el tiempo parece transcurrir aún más lento.

"Moriré en Buenos Aires, será de madrugada,

que es la hora en que mueren los que saben morir.

Flotará en mi silencio la mufa perfumada

de aquel verso que nunca yo te supe decir.

Andaré tantas cuadras y allá en la plaza Francia,

como sombras fugadas de un cansado ballet,

repitiendo tu nombre por una calle blanca,

se me irán los recuerdos en puntitas de pie.

Moriré en Buenos Aires, será de madrugada,

guardaré mansamente las cosas de vivir,

mi pequeña poesía de adioses y de balas,

mi tabaco, mi tango, mi puñado de esplín." 


vos sos mi héroe

 Vos que andás diciendo que hay mejores y peores

Vos que andás diciendo que se debe hacer

“Mal bicho” Los fabulosos Cadillacs

 

Vos, siempre tuviste tus negocios aparte. Trabajos por tu cuenta, por fuera de los burocráticos caminos de la ley. Y de esos trabajos sacabas lo que más te gusta de esta vida: La guita.

Sin embargo, vos y yo sabemos que Azucena B, era algo más que un simple negocio. Vos le caías en la casa. La que tenía en la esquina de Rivadavia y Entre Ríos. Ibas y le tocabas el timbre a las diez de la mañana porque sabías que a esa hora estaba sola. Vos sabías que bastaría que alguien dijera tu nombre en ese lugar para desencadenar una tragedia. Pero jamás te importó. Ella te gustaba, por eso te arriesgabas más de lo necesario. Te gustaba tanto o más que la guita que ella sacaba de la cartera, y te entregaba en la mano.

Pero la guita nunca alcanza. Azucena tenía cuarenta y cincuenta años pero le costaba dejar de ser lo que siempre había sido: bonita. Y vos la conocías desde siempre. Había sido linda toda su vida. Aunque no era feliz, por tu culpa, no era bonita y feliz. La acuciaban los secretos de un pasado de miserias que vos amenazabas con traer de regreso a su presente, ese en que pasaba sus días en la casa con jardín y pileta, en la esquina de Rivadavia y Entre Ríos.

 Por eso abría la puerta. Te dejaba entrar. Te pagaba sin protestar. Y luego, iba hacia la habitación desnudándose por el pasillo.

Fue uno de esos días, cuando pasó lo del suicida. Seguro olvidaste apagar el teléfono y te llamaron en medio de tu asunto con Azucena. 

Vos siempre te mandaste la parte de ser un especialista en situaciones complejas, decías a quien te quisiera escuchar que habías hechos cursos de toma de rehenes y negociación en la Capital Federal. Vos y yo sabemos que nunca pudiste terminar ninguno de esos cursos porque te perdías en los boliches de mala muerte de la Costanera donde amanecías abrazado a una que otra pelirroja que bailaba en el caño. 

— Zacarías —dijo el comisario del otro lado de la línea.— Tenemos a un boludo conocido que se quiere matar. Si se mata va a ser un quilombo para todos. Así que dejás de hacer lo que estés haciendo y te ocupas ahora mismo del caso.

El comisario sabía que si la sangre del boludo conocido salpicaba los carteles, con la foto del intendente, que cubrían las paredes de la ciudad, le iban a pegar un tirón de bolas o una patada en el culo, o ambas cosas a la vez.

Entonces, vos acataste la orden, porque la obediencia es el primero de una corta lista de atributos que ilustran tu carrera profesional. Fuiste, porque no te quedaba otra, porque después de todo para eso te pagaban un sueldo. Dejaste a la amable señora en la habitación, y le diste unas horas de prórroga para la concreción total del pago de la deuda que no tenías intenciones de condonar nunca.

Después, me llamaste.

— Si quéres ver cómo le salvo la vida al comisario trae tu cámara y vení —me dijiste, y acordamos encontrarnos en el lugar de los hechos.

Vos eras una gran historia, un policía duro que se movía en los bajos fondos. Eso vendía, además el editor del diario te debía algunos favores y quería convertirte en el nuevo héroe de la ciudad. Eras un hombre poco común y para nada corriente. No tenías casa ni auto, reptabas por callejones sombríos como una rata de alcantarilla. Tenías los necesario para ser un héroe que hiciera vender ejemplares.

Eras un tipo tranquilo. No sos un apurado, sobre todo cuando lo que te moviliza no te importa. Imagino que te fumaste un cigarrillo en la vereda, unas bocanadas de humo para contrarrestar el aire fresco de la mañana y aletargar el tiempo, para que el bendito suicida se matara de una vez.

Te conozco Zacarías. Sé todo de vos.

Mientras esperabas en la vereda, un remis frenó en la esquina. A mitad de cuadra autos blancos entraban y salían de una remisería. Te vio parado esperando y vio la oportunidad del viaje. Estaba dispuesto a llevarte más rápido de lo deseado. El conductor era un gordo morocho y calvo, de risa fácil, que al principio no dijo nada pero luego no se aguantó y escupió la pregunta:

— ¿hace mucho que la conoce a la Azucena?, está buena la gringa, y todas las mañanas está sola— dijo poniendo en evidencia que la existencia de Azucena era vox populi en la remisería poblada de hombres.

A vos no te gusta conversar con cualquiera, y los primeros en esa larga lista de cualquieras son los remiseros. El hombre entendió enseguida los peligros que se esconden detrás del amenazante silencio de una respuesta. No volvió a preguntar. Encendió la radio para ayudar a tragar el silencio. Y siguió viaje.  La noticia del loco que amenazaba con arrojarse al vacío estaba en el aire. Teorías de todo tipo crecían como agua de río a punto de romper la frágil barrera que resguardaba la paz social. Tu trabajo de héroe era resguardar la paz social ¿Te acordás?

Era hora de que estuvieras en la escena del crimen. “Si acaso el suicidio fuera un crimen y la pena fuera la muerte, la justicia sería perfecta”, me explicaste en una tarde de reflexiones compartidas. A lo mejor, además de héroe sos filósofo.

El remis estacionó a unas cuadras y cuando salías del auto el hombre se percató del fierro que asomaba en tu sobaquera. Es esa capacidad que tienen los tipos como vos de generar miedo sin saberlo.

En la planta baja del edificio de la esquina funcionaban un video club, las oficinas de Aerolíneas y más al fondo por un pasillo un sex shop. Prendiste otro cigarrillo. No tenías apuro. Viste el cartel de neón rojo, desviaste tu camino inicial, y te dirigiste hacia allí.

La chica que atiende el negocio es una morocha de escote voluminoso y  piernas interesantes. La conocés desde chica y le guardas un especial cariño.

— Qué sorpresa inspector, tan temprano —te dijo la mujer.

— Así soy yo —le contestaste— pura sorpresa.

La examinaste de pies a cabeza y la anotaste entre los pendientes de tu larga lista de prioridades de investigación. Entonces, revisaste los estantes coloridos, repletos de mercaderías de dudosa procedencia. Un vibrador negro y largo, unas revistas y un pote de vaselina fue la compra realizada en esa circunstancia, y supongo que atendían a la finalidad de proseguir la actuación iniciada antes del llamado del comisario.

La morocha te hizo un descuento y te agradeció la compra con una sonrisa. Vos le devolviste una sonrisa cómplice, y saliste con tu bolsa de regalitos. Te gusta que las mujeres te sonrían, que separen los labios y abran la boca cuando te miran.

Retomaste el camino, a pie, sin prisa alguna. Los transeúntes apuraban el paso. Nadie quería perderse el espectáculo que ocurría en tiempo real a unos pocos metros. Entonces, nos encontramos, y la barrera de agentes que atajaba a la muchedumbre de inmediato abrió el paso.

— Sonamos llegó Zacarías —dijo alguien en tono burlón.

A cargo del operativo estaba un allegado tuyo, "la pora" Giménez, era gordo, petiso y de bigotes, y mantenía la cabeza elevada a cuarenta y cinco grados vigilando al sospechoso.

— ¿Qué hacemos? —te preguntó cuando te sintió cerca.

— Por mí lo bajo a tiros —dijiste.

El edificio era un esqueleto de hormigón de cinco pisos. Desde abajo apenas se podía ver al tipo que estaba parado en la cornisa, agarrado a una columna de hierro. Giménez dijo que había que subir, a los policías como a "la pora" Giménez les gustaba decir lo obvio, ratificar lo evidente, era un conservador compulsivo ¿cierto?.

Giménez debía tener más de cien kilos. Llevarlo por las escaleras hubiera sido como sacarle las uñas con los dientes.

— Vamos nosotros —dijiste, y me miraste de reojo.

Giménez obedeció y se quedó a controlar a la chusma morbosa que crecía exponencialmente. Los tipos como vos suelen ser excepcionales. De corazón frío y mente privilegiada, incapaces de sentirse nerviosos aun en los momentos de mayor tensión.

Mientras subíamos por las escaleras, abriste la revista porno que había comprado en el sex shop y le diste una hojeada rápida. Te detuviste en la lámina central. No podías quitarte a Azucena de la cabeza, ¿era eso, cierto?. Llegamos al techo y el suicida seguía ahí, con los pies firmes en la cornisa. Era preciso hablarle, decirle algo para que no haga lo que el comisario no quería que hiciera.

—Quedate, teneme esto —me dijiste, y me diste tu bolsa de accesorios sexuales— Fijate si haces una buena foto —me ordenaste.

Me acuerdo que vos te le acercaste despacio, caminaste por una viga. Entonces, el tipo te vio. Estoy seguro que te vio. Y vos también pudiste verle la cara. Se reconocieron. El tipo se sorprendió de verte ahí.

—Vos —llegó a decir.

Giró el cuerpo. Se le enredaron los pies, y cayó al vacío.

Su cuerpo se estrelló en los escombros y las botellas rotas esparcidas en el baldío. La gente lo rodeó por todas partes como cuervos. El espectáculo había terminado.

— No llegué a tiempo —le dijiste a Giménez.— El tipo se quería matar y se mató nomás. Cosa de locos que le vamos a hacer.

Te fuiste casi de inmediato. Recuerdo que era un día particularmente agradable, el verano comenzaba a sentirse y el paisaje citadino parecía más iluminado que de costumbre. 

Sé que volviste a la casa de Azucena. La puerta estaba abierta asi que te metiste. Estaba sentada en el borde de la cama con la tele encendida. Tenía los ojos lagrimosos y cuando te vio entrar su mirada se transfiguró.

— ¡Hijo de puta! —te gritó, y te apuntó con un revólver. Ella te miró fijo, y gatilló al menos tres veces pero el disparo no salió. Entonces, te arrojó el arma y salió corriendo. En la tele estaban con la noticia del suicidio que ya tenía nombre y apellido, hablaban de las posibles causas, y vinculaban la muerte a una persecución del gobierno, en connivencia con las fuerzas oscuras de la mafia policial. A la mierda la paz social.

Por eso te echaron.

La noticias no decía nada de las fotos que llegaron desde un número anónimo al celular del marido de Azucena, de la angustia profunda que sintió ante el vil engaño de la mujer que amaba, de la desesperación que lo embargó al pensar que aquello se haría público. Esa era una historia privada, un trabajo por mi cuenta, una exclusiva que tuvo un buen precio.

Aquella mañana, vos, Zacarías, te quedaste solo, al borde de la cama, con una revista porno en una mano y un vibrador negro en la otra, pensando, a lo mejor, en las inoportunas coincidencias que anteceden a la muerte.

Vos sos mi héroe, Zacarías. 

punto muerto

Víboras, cientos de víboras lo rodeaban y se metían bajo sus pies y en la botamanga de sus pantalones. Era lo único que podía ver en la oscuridad en la que estaba inmerso. Se hundía de a poco en un mar frió y pegajoso de serpientes. Despertó con la garganta repleta de goma salivosa. Aún estaba oscuro y sintió la nalga fría de Rosa que dormía a su lado. Se levantó a orinar. Caminó en la oscuridad para no despertar a la mujer. A tientas buscó el inodoro. Junto a unos trapos sucios le pareció ver a una de las víboras de la pesadilla. Observó el rincón mientras somnoliento orinaba. Luego volvió a la cama. Recordó que debía comprar cemento para terminar de sellar la cámara séptica; un par de kilos serían suficientes para acabar la tarea. Dio un par de vueltas y finalmente se acurrucó sobre Rosa y la penetró suavemente hasta quedarse dormido. Sobre el tablero del viejo Renault 12 el celular permanecía en silencio. Debían avisarle por dónde ir, cuáles eran las calles liberadas sin embargo era evidente que nada saldría según lo previsto. Una montaña de dinero se derrumbaba en el asiento trasero, el revólver se enfriaba en la guantera y un muerto se endurecía en el baúl. Circulaba por la 25 de mayo, la calle más transitada del centro sin embargo ahora estaba vacía. Disminuyó la velocidad. A la altura de Deán Funes distinguió un vehículo que se detenía cortando el paso; miró por el retrovisor e igual situación ocurría sobre la calle Moreno. Se asomó por la ventanilla y espió a la izquierda y luego a la derecha hacia los techos de los edificios bajos. Finos caños de rifles apuntaban a la calle. Serpientes erguidas listas para escupir sus venenos. Pisó suavemente el embrague, puso punto muerto y dejó que la inercia hiciera el resto.

 

_Movete Juan, sos cochino, eh _ protestó Rosa mientras corría desnuda hacia el baño. Su cuerpo cortó por un instante los haces de luz que se filtraban por las rendijas de la ventana y a Juan le pareció un sueño verla correr desnuda. Mientras los reclamos de la mujer retumbaban en la casa y terminaban de despertar a Juan, él bostezó largo, se restregó los ojos, despidió una sonora flatulencia y se rascó con ganas los testículos.

Los enormes senos de Rosa avanzaron hacia él como dos enormes campanas que anunciaban las buenas nuevas: _No hay plata para hoy. A pesar de sus cuarenta y tantos años Rosa era realmente linda tanto como lo había sido en sus mejores tiempos cuando vivía en el centro con la vieja tía Clara. Era de piel absolutamente blanca y de cabellos negros largos hasta la cintura. Si Juan la hubiera conocido en esa época no hubiera tenido ninguna posibilidad, se hubiera muerto de ganas. Todos los tipos andaban detrás de ella y los pretendientes desfilaban en la casa de la tía. Y la vieja era cómplice, nunca le había hecho un reproche aunque tampoco le había dado un gesto de aprobación. Pasaba horas mirando la tele enterándose de todos los avatares de la farándula. Y a veces Rosa la acompañaba; sobre todo los fines de semana cuando tenía el día libre en su trabajo. Se sentaban frente al televisor y tía y sobrina pasaban horas, en silencio, sorbiendo el agua tibia del mate dulce lavado. Hasta que Rosa comenzó a tener ganas. Ganas de salir, ganas de conocer gente, ganas de crecer, ganas de ver el mundo pero por sobre todo unas ganas terribles de cojer. Entonces llegó Carlos; luego Ariel, Marcos, Esteban, Manuel, Javier, Don Antonio, El teniente Ayala, Rocky, el cicatriz, el negro, el chapita, y después de todos Juan. _Con las mujeres no importa ser el primero sino el último_ solía murmurar Juan en voz baja cuando las cargadas de los muchachos arrinconaban su orgullo contra la pared. Rosa era así. Pura mujer, pura hembra en cada pedazo de piel que ahora le pertenecía a Juan. Desnuda ante un espejo que carecía de marco y que apenas reflejaba, Rosa se maquilló. El tiempo había dejado sus huellas en cada una de las arrugas de la mujer. Lo primero que Rosa hacía en la mañana, era maquillarse. Y a Juan le agradaba verla marcar su rostro con colores al igual que un artista. Rosa hacía su arte. Nunca la habían visto despintada. Eso era privilegio de Juan y él apreciaba en silencio los momentos únicos en la mañana en que su mujer ocultaba a golpe de pinceles, cremas y pinturas las indelebles marcas de los años.

_ ¿Qué vamos a hacer? _ escupió la Rosa ante la falta de una respuesta a la primera pregunta. Y clavó los ojos en el reflejo del espejo que le mostraba la cara del hombre que a pesar de todo amaba.

_Hoy consigo _ susurró Juan. Y la mujer no le entendió pero se conformó con que le diera una respuesta a su preocupación. Terminó de maquillarse y luego comenzó a vestirse, en silencio. Juan terminó de levantarse, buscó las ojotas que se escondían bajo la cama, y se las puso. Se las tuvo que volver a quitar porque una tenía cortada la tira principal que se insertaba entre el dedo gordo del pie y los demás lo que hacía imposible desplazarse. Volvió a sentarse en la cama y observó, con resignación, a la ojota herida. Caminó descalzó por la casa con la ojota rota en la mano. Encendió la radio y buscó algo alegre que le levantara el ánimo. El aparato le ofreció la cumbia de todos los días con su ritmo constante y sus letras que hablaban de las desgracias del hombre por culpa de una mujer traidora. Tarareó la canción en voz baja mientras encendía la cocina y preparaba el mate. Siempre con una ojota en la mano. "Que llore, que llore esa malvada, que sufra, que sufra esa malvada, que pague el daño que me causó..." Finalmente cortó un trozo de alambre que colgaba de una tabla incrustada en la pared y con él arregló la ojota. Se la puso y sonrió satisfecho. Quitó la pava del fuego antes de que el agua hirviera y de inmediato vertió un chorro de agua para humedecer la yerba. Tomó fuerte el mate entre las manos, hasta sentir su calor. Abrió la única ventana que había en la casa y observó el horizonte, lejos. Vio un campo inmenso que empezaba a mostrar sus colores con las primeras luces de la mañana y se extendía mucho más allá de su campo de visión. Vio un pequeño estanque de agua cristalina con algunos patos dándose el primer baño; vio los árboles repletos de sombras y escuchó el sonido de las aves que revoloteaban en las ramas; aspiró fuerte hasta llenar los pulmones y pudo sentir el aroma de la tierra húmeda y fértil que se abría lasciva ante los hombres; todo eso vio Juan aunque nada de eso estaba allí realmente, en su lugar estaba la pared de la casa vecina pero hacía rato que Juan había aprendido a no verla.

La mujer terminó de vestirse y lo acompañó con el mate. Los labios de Rosa dejaron escapar un leve temblor después de sorber la bombilla caliente y sus ojos se perdieron en una mirada interior lejana e insondable. No dijeron una sola palabra hasta que el agua se acabó. A ninguno le gustaba conversar en las mañanas. Las conversaciones se dejaban para la noche y se extendían hasta la madrugada. Valía la pena amarla, pensaba Juan.

Cuando finalmente Rosa se fue a trabajar Juan sintió que la soledad le golpeaba el rostro