En la aturdidora soledad de la habitación, con un nudo en su garganta, hubo de revivirlo todo por última vez.
La última palabra que escuchó de su parte fue el portazo que quedó resonando en las paredes de la casa durante meses, llenando el vacío y arrastrando el viento a través del picaporte. Pese al esfuerzo de no ceder ante aquella declaración, el estruendo terminó haciendo eco en su cabeza, arrebatándole el descanso y prohibiéndole soñar, al menos con algo que no fuese ella. Juraba escuchar el marco de la puerta recibir el castigo una y otra vez, agrietándose, propenso a colapsar ante el menor descuido. Al cerrar los ojos sentía que sus parpados producían una resistencia similar al de un mecanismo oxidado, dejándole sin más opción en esas largas noches que hacer guardia, contemplando la oscuridad ante sus ojos, que de vez en cuando era reemplazada por una imagen de su rostro, estática y opaca, con la mirada fija en él como aquella primera vez.
El final del camino fue el punto de encuentro para ambos. Si se concentraba lo suficiente todavía podía recordar la forma en la que sus miradas se fusionaron tras un vacilar entre un mar de gente cuyos rostros desconocieron al instante. Desde el primer instante prometió ante un juez inexistente su constante protección.
No tenían dónde vivir, pero tampoco les importaba, pues su hogar estaba donde quisiera que se posaran juntos. Se instauraron en aquella pequeña morada a la primera oportunidad; desde ese momento le juró amarla, como si de su última voluntad se tratase. El tiempo pasó, las flores marchitaron y en diciembre, cuando los conflictos afloran y el alma es susceptible al dolor, la somnolencia lo atacó. En los siguientes meses ella se sintió abandonada y dudosa; así, día tras día, semana tras semana, el hartazgo se hizo uno con su alma, y una mañana sin aviso previo, abandonó la casa antes de que el sol abandonase su exilio diario.
De cuando en cuando, mientras montaba guardia, daba una mirada a la casa y se hallaba a sí mismo extrañándola, amándola, pero sabía que era conveniente dejar ese portazo detenido en un limbo eterno, sin importar lo que ello conllevara. Al abandonarlo la somnolencia llegaron las preguntas, en compañía de una sola respuesta que se presentaba como un espacio vacío en cualquier lugar que frecuentaba. Su espíritu, inquebrantable hasta ese momento, se agobió al enterarse que no muy lejos del lugar que los vio unirse se encontraba ahora viviendo con un jardinero, por lo que el sueño lo golpeó sin previo aviso y se encontró a sí mismo viajando en su búsqueda. Lo recibió el jardín de la que sabía era su nueva casa y se posó en la entrada esperando ver su imagen de pasada entre las ventanas. Unas cuantas personas salieron con ramos, flores sanas que ostentaban belleza; suspiró, no como quien ha perdido, sino como quien sabe que ha cedido sin saberlo, y con pasos cortos empezó su camino de vuelta, pero se vio detenido por la voz de ella a sus espaldas.
—Conque tienes el descaro de buscarme.
No se volteó, pero podía imaginarse su silueta en frente, solo que esta vez su cara no contaba con claridad y su mirada atravesaba la suya. Entonces se le ocurrió decirle que estaba contemplando el suicido; su boca emitió un sonido, pero se detuvo a mitad de la articulación. ¿Con qué argumento pobre, rebuscado y sin sentido intentaba convencerla? Sin vacilar siguió caminando hasta volver a casa, y en la aturdidora soledad de la habitación, con un nudo en su garganta hubo de revivirlo todo, antes de colgarse.
Miguel Ángel Gutierrez es un joven caleño de 23 años, estudiante de Licenciatura en Literatura en la Universidad del Valle. A través de redes sociales comparte su escritura creativa, enfocada principalmente en la creación de cuentos y microcuentos. Su vinculo con la escritura se desarrolló a temprana edad, fortaleciéndose con el paso del tiempo y las vivencias que lo empujaron a ficcionalizar lo cotidiano. Desde el bachillerato comenzó a participar en concursos de cuentos y recientemente ha sido publicado en revistas literarias como Lexikalia.