El desastre se predijo con un trompetazo que nadie escuchó salvo ella. Ocurrió un día, en la tarde, mientras escuchaba una conferencia con la soñolencia de un mal dormir. Lo que le arrebató el cansancio y la hizo brincar fue el gran sonido de una trompeta que no alarmó a nadie más. Cuando se le ocurrió preguntar la miraron extrañados. Ella aseguró haberlo escuchado, pero descartaron rápidamente el episodio asegurando: “estabas casi dormida, tal vez lo soñaste”.
No se sentía cómoda con la idea de descartarlo, cargaba con un dolor en el pecho que pronosticaba una calamidad, era un peso de sabiduría que la mantenía alerta. Tampoco durmió mucho esa noche, pero soñó con un páramo frío que se extendía y hacía crecer desde su interior ramas y grandes árboles frondosos. Ella, anclada al suelo con raíces que perforaban sus pies y se apretaban a su alrededor, era ajena al dolor que debería provocarle.
Despertó con la noticia de un tornado que destrozó casas y vidas. Era irregular que algo así sucediera en la zona, nunca ocurrían desastres más allá de lluvias fuertes o temblores que no provocaban más que sustos y risas nerviosas. Aparte de las consecuencias del tornado, se avistaban grandes fuegos forestales que no se detenían y seguían arrasando con todo el territorio natural. La noticia le dolió como si ella misma estuviera incendiándose. El malestar en su pecho no se detuvo. Esperaba otra tragedia.
Estuvo todo el día en su cuarto con la sensación de espanto tensando sus músculos. Tuvo la necesidad de poner un espejo frente a la cama para verse; contemplaba sus muslos gruesos, el estómago, los pechos caídos y los hombros. Presionó en algunos lugares, delineó su figura intentando darle forma, pese a sentirse como una extraña invadiendo un cuerpo que no le pertenecía.
No sabe cómo transcurrieron tres días, el sonido de otra trompeta la sacó del trance. El celular sonaba con una alarma. Se levantó de la cama para alistarse e ir a otra conferencia. No había comido ni dormido, y sus músculos no se resentían, aunque poseía una torpeza al caminar similar a la de un bebé que da sus primeros pasos. El roce de la ropa era incómodo.
Desde que volvió a ser consciente percibía una leve melodía que se hizo más fuerte a medida que pasaba el día. Para cuando se sentó en el bus, el sonido era más claro, casi podía entenderlo si le prestaba suficiente atención. Sintió un cosquilleo en su nuca, una tentación repentina de mirar por la ventana y encontró La Cosa a varios metros.
El tiempo se estiró para que pudiera distinguir todo el proceso. El cuerpo humano enramado, cuyos brazos se quebraban para darse forma, crecían y se engrosaban, su piel bullía y desaparecía para dar paso al tronco y, como serpiente, los tallos se adherían con firmeza y se retorcían para anclarse al suelo. El rostro se contorsionaba de placer, se iba perdiendo en la culminación de la transfiguración. La sangre que se deslizaba por el cuerpo atravesado de raíces permutaba a nuevas ramas que se tejían unas sobre otras. El tronco apareció revestido de carne despedazada, y sus raíces se arrastraron con fiereza en un intento de alcanzarla a ella; quería dejarse llevar, allí pertenecía. Quiso arrancarse la piel, le picaba la necesidad de levantarse y correr hacia eso.
Persistió el canto. Cada que el viento soplaba sobre la tierra y hacía mover los árboles, una voz similar a la de una madre airada, pero siempre amorosa, llegaba a sus oídos a tan bajo volumen que fue imposible entenderla, y la invocaba como a un hijo pródigo.
Perdía y recobraba la lucidez. En un momento estaba bajándose del bus y al siguiente estaba sentada escuchando la conferencia. La voz la afectaba tanto que la dominaba una ansiedad ridícula de correr y perseguirla, encontrar la fuente que la seduce con esas finas voces, encontrar sentido a las palabras que por más que intenta no puede comprender. Su atención se dividía entre la voz del conferencista y la tela de su ropa, el espaldar de la silla y su cabello sobre los hombros, y luego estaba voz metiéndose en su piel. Respiraba el sonido como si pudiera calmar la sed y el hambre.
En un parpadeo se encontró echándose agua en la cara. En el espejo unos ojos marrones la estudiaban. Intentó reconocerse, pero era imposible; era ella, y aún así no lo era. No del todo, ya no más. Se tapó los oídos con los ojos fuertemente cerrados, el canto le erizaba la piel, su cuerpo resentía la desobediencia de una orden que no descifrada.
—Tú también lo escuchas —una joven apareció junto a ella. Resplandecía belleza con un aura artificial cuya luz era alimentaba por el sol. Evitaba mirarse en el espejo y sus ojos se abrían enormes. Sonrió enormemente, un gesto exagerado, cuando ella reconoció el misterio que compartían—. Esa voz, ¿la escuchas? Es todavía más fuerte.
—Y las trompetas —la muchacha se llevó las manos a la boca. Empezó a llorar con fuerza, fascinada con la idea de no estar sola en el supuesto delirio—. ¿Desde hace cuánto lo escuchas?
—Hace unos cinco días, antes del tornado. Hoy volvió a sonar.
—Lo escuché.
—Hubo una inundación, cerca de aquí. Eso nunca había pasado —ambas suspiraron a la vez, conectadas por un enramado que aparecía y desaparecida con cada parpadeo, que cubría sus pies y las entrelazaba, para después soltarlas—. ¿Cómo te llamas?
Abrió la boca para contestar, pero nada se le vino a la cabeza. La muchacha entendía completamente su situación, ella se hallaba en la misma, y no se abstuvo de mostrarse aliviada cuando su silencio le confirmó que no era la única.
—Sé que tengo nombre, pero no me acuerdo. Se lo he escuchado decir a ella, pero no he logrado interpretarlo.
El que atribuyeran un género fue como admitir que tenía vida, que era un algo más grande que estaba oculto en los páramos de los sueños y en el bosque o los maizales que recorrían en la ruta a casa. Un pacto se hizo claro con una mirada de despedida cuando la conferencia llegó a su fin, ambas simplemente siguieron sus caminos y no volvieron a verse, pero cada vez que sonaba una trompeta o veía su apartamento partirse por la aparición fantasmal de raíces y ramas que se empujaban para alcanzarla, revivía la conversación para sentirse acompañada.
Perdió el sueño por completo y la abrigó una vigilia que no detuvo las visiones. A veces sus piernas se convertían en raíces, a veces La Cosa se abría paso en medio de su casa con una luz y una voz similar a un rugido. Veía cabalgar cuatro jinetes que se perdían en el cielo y luego una trompeta la hacía estremecer. El canto regresaba con tanta claridad, con un poder de seducción poderoso que solo se rompía cuando se golpeaba contra la pared por otro fallido intento de perseguirla.
No sabía qué día era, el cielo se apagaba y se encendía sin que los contara. Las cosas perdieron el nombre y la comida se pudrió cuando comer se hizo innecesario, incluso el agua se sintió asquerosa en sus labios. Se quedaba sentada en su cama, escuchando todo el día el arrullo de la madre, convocándola a su seno. Todavía no era el momento. En un parpadeo todo el cuarto estaba invadido por ramas y pasto verde, al siguiente volvía a estar normal. No sabía cuál la hacía sentir más extraña.
Como ya no dormía, intentó encontrar satisfacción en otras cosas. Sus manos exploraban su cuerpo para hacerlo responder. Pellizcaba sus costillas, sus pezones, apretaba sus senos, en medio de sus piernas, pero no podía hacerlo despertar. Es como si habitara un cuerpo inerte, muerto, que podía mover y observar, pero era ajeno a las sensaciones. Se le olvidó el nombre del instrumento que usaba para reflejarse, pero se aferraba a él para no olvidarse; verse a sí misma tocarse y no sentirlo la convencía de la inutilidad del cuerpo, el resultado de la brusquedad estaba reflejado, pero ella no sintió nada. Habría un destello en su corazón que latiría rápido por primera vez en semanas, como si el pánico hubiera regresado, pero ella no supo atribuirle nombre al sentimiento y se le olvidó.
Entonces, volvió a sonar otra trompeta y La Cosa apareció frente a ella. El cuerpo estiraba las manos hasta romperse y la sangre caía al suelo para evaporarse. Ramas irrumpían en el esqueleto, sobre la piel, serpenteaban para perforarla y salir por otro lado. Borraban todo rastro humano. Las piernas juntas hacían parte de un tronco, cuyas raíces se estiraban por el suelo. La Cosa abrió la boca en un grito mudo que rompió la piel de sus mejillas y no se detuvo. Los ojos se pusieron blancos mientras el cabello se caía y, en su lugar, las ramas salieran con fiereza, estirándose para recibir el sol y permitir que crecieran hojas verdes, vivas y danzantes. El rostro humano fue perdiéndose cuando el tronco se materializó, anchándose y arrancando el resto de piel.
Se erizaron los pelos de su nuca, su piel cosquilleó por primera vez en semanas, y se acercó al gran árbol que seguía creciendo. La voz, esa que la llamaba con un nombre ya entendido a sus oídos, aceptado en su corazón acelerado, la motivó a caminar para acariciar al tronco. Lo abrazó, se sostuvo mientras la conducía hasta el páramo, siguiendo la voz. Aparecieron sus propias raíces, serpentearon por su cuerpo y quebraron su piel, transmutando su cuerpo a algo que la hacía sentir más segura. Por fin, mientras se sentía anclada al pasto y sus pies se convertían en raíces, sus manos se estiraron al claro cielo y ella recordó todo al sonido de la última trompeta.
Carol Torres, nacida en la ciudad de Tuluá, Valle del Cauca, es estudiante de Lic. En literatura de la Universidad del Valle, sede Buga. En 2024 fue publicada por la editorial Mi máquina de Escribir en la edición de “Escritores del mundo VIII” con el cuento La paz está en lo azul.