Una lágrima se deslizó despacio, evitó la comisura de los labios, ganó impulso mientras viraba hacia el centro del mentón y continuó su descenso hasta reventar en el zapato de charol de la pequeña Dahlia. Un aroma a flores inundaba el amplio salón, cosa que le resultó poco agradable; el olor de los arreglos florales le recordaban constantemente el motivo de encontrarse allí entre lirios y crisantemos. Sus rizos caían alcanzando a rozar sus clavículas marcadas, sus aretes dorados bailaban con cada negación de su cabeza; no lograron convencerla de acercarse a la madre, no tenía caso; nadie se había preocupado por abrir la tapa del ataúd. Sentada en aquel rincón, secaba sus manos temblorosas y sudadas en el vestidito negro, a pesar de que sabía que debía mantenerlo limpio. De vez en cuando echaba una mirada a su padre, esperando ser notada, queriendo ver una sonrisa capaz de sacarla de esa esquina que se hacía más oscura conforme las manecillas del gran reloj se cruzaban; él no volteó a mirarla, su rostro estaba escondido entre sus manos, en su anular faltaba el anillo, se lo había quitado hacía tres días; a pesar de que era viudo hacía dos. Sus cabellos desaliñados permitían ver las entradas que le nacían a cada lado de su frente, hasta ese momento nunca habían sido tan evidentes para Dahlia.
Entre los allí presentes se encontraban tres tías que rara vez veía y que con afán preguntaban qué pasaría con el juego de cucharas inglesas de la difunta, también la talla de zapato que usaba e insinuaban que sería una pena que aquellos vestidos veraniegos se perdieran entre polvo y polillas. El señor Miller había aprovechado la ocasión para acercarse a cobrar la renta, estaba sentado en el lado opuesto al que se encontraba el padre, esperando a que éste se quitara los dedos huesudos de la cara y así poder hablar de números, todo hombre tarde o temprano debe pagar sus deudas. Joseph de Gules, amigo cercano de la difunta, se encontraba parado al lado de la puerta, sostenía una rosa amarilla que tres veces había puesto en el ataúd y tres veces había vuelto a agarrar. El resto de personas, amigos y vecinos de la familia, se limitaban a conversar. De vez en cuando acercaban sus sillas con disimulo hacia donde estaba Dahlia, aquello le incomodaba, no entendía cómo podían fijar su atención en ella cuando lo verdaderamente importante estaba en el centro del gran salón.
Los siete campanazos del gran reloj la espantaron, los crisantemos empezaron a perder sus pétalos, giraban en el aire hasta que caían a los pies de todos los allí presentes, pequeñas lágrimas que al tocar el suelo se deslizaban hacia debajo de la mesa de madera que servía de soporte para el féretro. Dahlia seguía con la mirada el recorrido de cada pétalo, los ratones también entraban y salían de allí, haciendo bailar el mantel blanco de seda. La oscuridad del rincón se volvió insoportable, el sereno de la noche le erizó la piel, los murmullos se habían visto reducidos y el silencio había empezado a espantarla, aún más que los campanazos de hacía un momento.
Se puso de pie ante la mirada de todos, sacudió el vestido haciendo volar los pétalos que habían estado aterrizando sobre este. Sus pasos resonaron por todo el lugar mientras caminaba al ataúd dispuesto finalmente a abrirlo. La tapa rechinó, fue más fácil de lo que pensó. Al mirar el interior se encontró con que solo estaba el revólver, exceptuando el tambor, este había perdido por completo su brillo, el guardamonte estaba partido y los acabados de la madera estaban pelados. Gules se acercaba con su rosa amarilla por cuarta vez. El padre de Dahlia reveló su rostro hinchado y sus ojos rojos a causa del insomnio, temblando se puso de pie y caminó rápidamente hacia donde se encontraba su hija, logrando llegar antes que el otro hombre. El señor Miller se acomodó el chaleco, dejó la taza en el marco de la ventana y aún con su cojera dió alcance al viudo. Los tres hombres se encontraban allí parados, cada uno esperando saldar una cuenta, distintas eso sí, pero al fin y al cabo deudas.
Brandon Ramírez, apasionado por la lectura y la escritura, es un estudiante de literatura de la universidad del valle sede Buga. Oriundo de la ciudad de Tuluá, Valle del Cauca, cuenta con veintidós años y varios cuentos y poemas escritos en los que intenta reflejar asuntos de la vida cotidiana desde su punto de vista.