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Una nota del autor:
Este viaje a la locura de Neged ha-Be’arut ha-Kolektivít, Le-Ma’an ha-Chokhma ve-ha-Netzach Bilvad es el reflejo de muchas sombras y algunas luces que tuve que transformar en palabras.
Quiero agradecer a mi madre, por el milagro de la vida que me dio. Al mundo, por la crudeza de su verdad que, a veces, me asesinó. Y a mi hija, por devolverme la vida, por ser una luz en este caótico velo de la existencia.
Que este fragmento de locura os provoque.
—Negdan. 2025
(Mucho después del fin. Un eco de Kaelen en las postrimerías del ser. Escrito en la sangre de lo que una vez fue.)
Cuando Kaelen ya no era sino la ruina de sí mismo, un pensamiento sin sustancia, el residuo pútrido de un eco suspendido entre los pliegues mismos del no-ser. Cuando el cuerpo, esa jaula de carne, se había deshecho como una piel gangrenada y la memoria flotaba en jirones putrefactos, astillas de luz desvanecidas dentro de la Grieta que era ahora su único hogar, su eterno sepulcro. Cuando incluso Lyra, la Voz del Velo, la melodía de la ignorancia, comenzaba a diluirse, un último canto agónico que se ahogaba en el viento fétido del olvido que soplaba desde el Gran Vacío…
Allí, la esfera de cristal volvió a pulsar. Sí. Un latido. No era ya un instrumento frío, ni un objeto de visión, sino un órgano palpitante. Un corazón mineral, un núcleo de voluntad atrapada entre planos, que se negaba a extinguirse, a pudrirse. Kaelen —o lo que restaba de su conciencia— sintió su vibración, una nota que no pertenecía a ningún intervalo audible, una resonancia que desgarraba el éter; más primitiva que la propia existencia, más hermosa que la verdad y, sobre todo, más enfermiza que la más negra locura.
Lyra se presentó una última vez ante la Grieta, su forma flotando como niebla iridiscente, pero ahora con bordes deshilachados, sobre el abismo de la no-forma. Susurró, su voz ya apenas un murmullo de luz que se disolvía en la acidez del aire: “No respondas, Kaelen. No. Ella… no es lo que parece. Esa luz… ese brillo… es solo un disfraz de la boca. Un anzuelo para lo que queda de ti. ¡Un señuelo para tu alma, estúpido!”
Pero él ya no escuchaba. O quizás, escuchaba, y precisamente por eso avanzaba, arrastrado por una fuerza más allá del discernimiento. La elección de Lyra de ser el Velo había sellado su propio destino, y ahora la última resistencia se deshacía, se licuaba.
Dentro de la esfera —ahora pulsante con una intensidad febril que calentaba el aire, translúcida, transida de un vaho rojizo que parecía sangre respirando en un órgano vivo— se formó una escena. No un recuerdo. No una visión. Sino un umbral. La Grieta misma se abría en un nuevo paisaje de vísceras y desolación.
Un paraje bañado por una niebla de plomo y éter corrompido, donde el suelo era ceniza estelar que crujía bajo el pie, y los árboles se retorcían como si sus raíces fueran tendones disecados de algún dios muerto, sangrando savia negra. El aire era pesado, asfixiante, con el hedor dulce y metálico de lo descompuesto mezclado con lo etéreo, un miasma que quemaba los pulmones invisibles de Kaelen. Y allí, sobre una roca inclinada hacia un lago que no era agua, sino una superficie oscura y densa que respiraba con burbujas lentas y pesadas, como un cuerpo putrefacto, estaba ella.
Yeniah. Ese fue el nombre que surgió en la mente de Kaelen sin haber sido dicho. No lo recordaba haber aprendido, ni lo había escuchado en el eco de los eones. Pero lo supo. Lo supo como se sabe una verdad ancestral grabada en la médula de los huesos, más allá del lenguaje, más allá de la razón. Era un nombre que le perforaba el cráneo.
Pálida. Blanca como la carne olvidada bajo el hielo de un mundo sin sol, con la transparencia mórbida de un feto en formol. Su cabello era largo, casi blanco, con reflejos apenas perceptibles de color azufre, como un aura de enfermedad terminal. Y los ojos… Oh, los ojos. El horror último. Uno azul. Uno verde. Pero no un azul brillante ni un verde vivaz. No. Ambos eran opacos, casi idénticos, como dos piedras pulidas por la tristeza de toda la existencia, por el llanto de mil universos. Había que mirar muy de cerca para notar la diferencia. Y en esa diferencia infinitesimal, Kaelen encontró lo insoportable: la sutil distinción entre la vida y su sombra necrofílica, entre la verdad y su distorsión más dulce y letal.
Cuando sus miradas se cruzaron, Kaelen sintió que todas sus formas —pasadas, presentes, posibles, la ruina de su ser— colapsaban hacia un solo punto: el deseo obsceno de pertenecerle. Era la entrega. La rendición total a la última ilusión, una sumisión al horror que se disfrazaba de anhelo.
Yeniah no hablaba con boca. Pero su mirada lo decía todo: una invitación al olvido, a la disolución placentera en la bilis del ser. Su silueta parecía oscilante, como si estuviera hecha de humo y piel, de anhelos y mentiras, pero su presencia era la de una fuerza gravitacional. Llevaba un vestido raído, color marfil ennegrecido por los bordes, como si hubiese salido caminando de una ciudad quemada en el alba de los tiempos, de un crematorio cósmico. Tenía los pies desnudos. Sangraban levemente, dejando pequeñas, casi invisibles, gotas oscuras. Pero al caminar, dejaba flores negras tras de sí, que florecían y morían al instante, sus pétalos marchitos esparciendo un hedor a muerte y lirios.
Kaelen se acercó. Lo que quedaba de Kaelen, arrastrándose por el suelo de ceniza. Sintió una ternura tan absoluta, tan final, tan grotesca, que deseó morir de nuevo, mil veces, solo para experimentar ese dulce y aniquilador final. Se sentó a su lado, sin palabras, sin forma casi. Yeniah apoyó su cabeza en su hombro incorpóreo. Y lloró. Sí. La mujer que lo encadenaría a su último delirio, lloró como una niña extraviada en la memoria del tiempo, sus lágrimas ácidas quemando el éter. Y Kaelen sintió que su existencia, ese residuo de un eco, se regeneraba, se reconstituía, solo para poder consolarla, para ser su último combustible.
“¿Qué eres?”, preguntó en su mente, no con palabras articuladas, sino con la música rota del pensamiento, con la desesperación putrefacta de su propia alma.
“Soy tu otro final”, respondió ella sin voz, con la resonancia de mil susurros antiguos, un coro de la perdición. “El que no fue escrito. El que aún puedes vivir. Si renuncias a ser eco. Si dejas de ser un fantasma de la verdad. ¡Si te entregas a mi dulce podredumbre!”
La esfera vibró, pulsó con una furia final, al borde de la ruptura. Afuera, en la Grieta, Lyra se deshacía. Su luz se atenuaba, su esencia se dispersaba en la negrura, un sacrificio ya casi consumado, su último aliento de éter. El velo, debilitado por la elección de Kaelen, por su incesante búsqueda de la verdad, comenzó a rasgarse con un sonido sordo, como carne vieja desgarrándose. Sombras antiguas, los habitantes originales del vacío, se colaban por los márgenes de la realidad, babeando. Los tentáculos inmateriales de Aquello-Que-Observa danzaban en la distancia, no impacientes, sino con una placidez glotona, listos para reclamar lo que quedaba.
Yeniah se alzó entonces. Su movimiento era lento, magnético, una promesa hipnótica que envolvía. Tomó la mano de Kaelen (sí, ahora él tenía manos, el dolor de la carne reaparecía por ella, como si el cuerpo regresara solo para sufrir), y lo condujo al lago.
El agua olía a leche podrida y a sangre dulce, un perfume nauseabundo que atraía y repelía a la vez, el miasma de la creación y la descomposición. Y en la superficie, flotaban rostros. Algunos eran suyos, Kaelen lo supo. Caras distorsionadas por la locura, por el dolor de una verdad insoportable, máscaras de agonía eterna. Otros… quizás los de aquellos que también la habían amado, o deseado, antes que él. Víctimas del mismo engaño, flotando como escoria en un mar de bilis cósmica.
Yeniah le susurró al oído, finalmente, con una voz que era la suma de todas las seducciones y todas las desesperaciones, una sinfonía de la aniquilación: “La lucidez fue tu castigo. Yo seré tu final. Tu dulce y último olvido. ¡Tu tumba de placer y agonía!”
Lo besó. Un beso helado que quemó su esencia hasta la médula. Profundo. Inmóvil. El frío de mil abismos en su boca. Y en el beso, Kaelen vio. No una visión, sino la más cruda de las realidades, proyectada directamente en su mente moribunda.
La Grieta abierta, más vasta que nunca, devorando estrellas y galaxias, vomitando abominaciones. Lyra descompuesta, su luz reducida a una última bruma cenicienta, su esencia sacrificada para un velo que ya no importaba, licuada en el éter. La bola de cristal estallando en mil fragmentos brillantes, que flotaban como cristales afilados en un torbellino de agonía, cada uno con una escena sangrienta atrapada en su interior: la disolución de mundos, la agonía de dioses olvidados que se retorcían en el dolor, la desintegración de toda existencia en un vacío informe.
Yeniah, desnudándose lentamente, no con la coquetería del deseo, sino con la solemnidad de una revelación monstruosa, de una disección cósmica. Pero su cuerpo… Su cuerpo no era carne. ¡Era un templo de la podredumbre viviente! Dentro de sus costillas danzaban insectos alados con ojos humanos, mirándolo, juzgándolo con una frialdad blasfema. De su ombligo emergía una lengua negra, gruesa, reptando, que lamía el aire con un sonido viscoso. De sus pechos brotaba un líquido lechoso que quemaba el aire al tocarlo, un veneno vital que corroía la realidad. Su espalda, expuesta, tenía grabados jeroglíficos que lloraban lágrimas de tinta negra y pus, símbolos de un sufrimiento eterno.
Y entonces Kaelen entendió: Ella no era un arquetipo del deseo, ni una mujer. ¡Era un fragmento consciente del horror primordial! Un nodo residual del Velo que se había corrompido, una plaga espiritual. Un parásito afectivo, un cúmulo nauseabundo de todas las las pasiones humanas abortadas por el conocimiento, por la verdad insoportable. ¡La última emboscada! ¡La más dulce! La que garantizaba la sumisión absoluta, la aniquilación consciente.
Yeniah rió. Una risa sin garganta, un sonido seco, como huesos chocando en un saco, que resonó en el abismo, llenándolo de terror primordial. Y lo devoró. No con la boca, pues no tenía. Sino con el útero, con una succión inmaterial y voraz que aspiraba su esencia. Lo absorbió como una larva de luz en su propia sustancia, lo gestó en una placenta de vidrio ennegrecido y dolor, una matriz de locura.
Y el lago estalló en gritos de almas perdidas, un coro de la desesperación. Las flores negras se convirtieron en dientes afilados que mordían el aire. La Grieta se abrió más, insaciable, rugiendo con el hambre del no-ser.
Y en el último segundo, justo cuando todo se tornaba oscuro otra vez, cuando el Vacío se cerraba sobre él, el lector —tú— ve, por la última grieta que aún se aferra a la esfera, antes de que esta se disuelva por completo: Kaelen está dentro de ella. Atrapado. Fusionado. Con los ojos abiertos, dilatados por un terror que ya no tiene nombre. Y sonríe.
Y en su rostro, ahora reflejado, uno de sus ojos es azul. El otro, verde.
-Por Jeremy Arias Solano ---Costa Rica. 2025
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