Enterramientos

Al igual que sucede en la actualidad, la muerte era algo muy importante en aquella sociedad. Significaba la transición de la vida terrenal a una nueve vida, y este hecho era un acontecimiento que debía ser celebrado y llorado simultáneamente. De hecho lo celebraban con largos festejos y banquetes que podían durar hasta nueve días.

Si a ello añadimos el carácter supersticioso que caracterizaba a los romanos, nos encontramos con que tenían un alto grado de exigencia en el cumplimiento de los rituales funerarios, tanto para los ciudadanos más humildes como los más ricos. No así, los esclavos, que al no ser considerados personas, sino objetos, eran simplemente depositados en unos pudrideros comunes.

En la antigua Roma los ritos funerarios fueron evolucionando con el tiempo. Siempre hubo una preocupación por los muertos, a quienes veneraban y temían. Los romanos siempre realizaron ritos fúnebres con más pompa y ostentación que los griegos.

Debido a la Ley de las XII Tablas los romanos tenían prohibido enterrar a sus muertos dentro de la ciudad. Una medida muy higiénica muy importante que hizo que éstos se enterraran en las necrópolis, situadas a los lados de las carreteras y los caminos y en las zonas habilitadas para ellos a las afueras de las ciudades.

Las ceremonias del funeral podían reconciliar al hombre con los dioses que velaban el sueño de los muertos y más aún, paliaban también la angustia sobre el destino del difunto entre quienes le sobrevivían. Religión y mundo funerario se dan la mano con el fin de garantizar una potencial existencia en el más allá, con el fin de asegurar un descanso.


Estela Romana, Mazarelos, Oza dos Ríos, A Coruña

Desgraciadamente son muy pocos los datos que tenemos sobre el precio de las tumbas y, en general, sobre los gastos de sepelio. En su cuantía influía el precio del suelo elegido, el tipo y dimensiones del monumento funerario, de la estela y el texto a grabar, la inclusión o no de decoración adicional especial, etc.

En cuanto al tipo de entierro, había básicamente dos: la incineración (el ritual más extendido) y la inhumación, más propia de las poblaciones semíticas, como los judíos, los fenicios o los árabes.

El eclecticismo romano hizo que algunos adoptaran la inhumación como forma de entierro sin que entrara en contradicción con la religión romana. El cristianismo adoptó esa forma de entierro y la expandió por el Imperio cuando fue religión oficial, llegándose a prohibir la incineración.

Para incinerar al difunto se lo colocaba en una pira que ardía hasta que el cuerpo quedaba reducido a cenizas. Después se depositaban las cenizas en un recipiente (urna) y se enterraba en una tumba o mausoleo.

La inhumación era el entierro con el cuerpo sin alterar, que se depositaba en un agujero en el suelo y se cubría. Excepto los más pobres, la mayoría de romanos enterraban a sus difuntos en tumbas de obra, generalmente panteones. Los más humildes se tenían que confirmar con ser enterrados en cajas de madera.

En la Roma clásica, incluso en la muerte se diferenciaba a los ricos de los pobres. A los cadáveres se les hacía varios ritos. El primero, llamado conclamatio, consistía en pronunciar el nombre del muerto. A su vez, se le cerraban los ojos (este acto normalmente lo realizaba el hijo), mientras las mujeres exteriorizaban su dolor con todo tipo de lamentaciones.

A partir del auge del cristianismo, siglo II, la inhumación fue en aumento y con el paso del tiempo fue la única forma de entierro aceptada, ya que el cuerpo moría pero el alma regresaba.

Los rituales de enterramiento en Roma sufrieron un proceso de evolución a lo largo del tiempo:

  • Durante los primeros siglos del I milenio las manifestaciones funerarias del mundo latino y de la propia Roma son similares a las de las ciudades del sur de Etruria. Se encuentran aquí las mismas costumbres de incinerar, enterrar en pequeñas tumbas individuales, etc.

  • Entre mediados del siglo IX y finales del VIII a.C. comienza a extenderse la inhumación, y a comienzos de la República era ya el rito más frecuente.

En Roma, al decir de Lucrecio (94-55 a.C.), se emplearon tres ritos de enterramiento: incineración, inhumación y embalsamamiento, aunque esta última práctica no fue habitual.

Cicerón y Plinio indican que el rito habitual en la Roma primitiva era la inhumación. En el siglo V a.C., sin embargo, se siguen alternando las inhumaciones e incineraciones y sólo a fines de la República y comienzos del Imperio se podrá hablar de la primacía del rito incineratorio.

  • Sin embargo, a comienzos del siglo II d.C., especialmente desde el reinado de Adriano, comenzó a extenderse de nuevo la inhumación, y con ella la creación de sarcófagos. Esta extensión del rito inhumatorio tiene que ver mucho con la predicación en Roma del cristianismo y con el impulso de algunos cultos del ámbito semita, que preferían garantizar la integridad del cuerpo para una supuesta vida en el más allá o para la resurrección.

La práctica inhumatoria llevará, desde fines del siglo II d.C., a la aparición de las grandes sepulturas colectivas subterráneas destinadas a sectas de origen oriental o a cristianos. Aparecerán ahora las catacumbas cristianas, que tienen su apogeo en el IV d.C.



Caronte, el barquero

Una vez limpio, el difunto se exponía en el atrio de la domus cubierto de ramos y coronas de flores. Empezaba entonces el velatorio, que reunía a amigos y parientes. En él se llevaba a cabo una acción curiosa, la conclamatio, que consistía en llamar al difunto tres veces para asegurarse que realmente estaba muerto.

Ante el lecho fúnebre se entonaban entonces las neniae, cantos fúnebres de los familiares ante el cadáver convertido en letanía.


Caronte, el barquero

Una vez limpio, el difunto se exponía en el atrio de la domus cubierto de ramos y coronas de flores. Empezaba entonces el velatorio, que reunía a amigos y parientes. En él se llevaba a cabo una acción curiosa, la conclamatio, que consistía en llamar al difunto tres veces para asegurarse que realmente estaba muerto.

Ante el lecho fúnebre se entonaban entonces las neniae, cantos fúnebres de los familiares ante el cadáver convertido en letanía.


Funus romanorum

En el entierro en sí mismo, si el cadáver iba a ser inhumado, podía colocarse en féretro o sarcófago, introducirse en un nicho tallado en la roca o enterrarse sencillamente bajo una fina capa de tierra. En las incineraciones, el cadáver podía ser quemado in situ (bustum) o en lugar aparte (ustrinum); las piras solían tener forma rectangular y las cenizas se guardaban después en diferentes tipos de recipientes, atendiendo los deseos y gustos de los familiares o del propio difunto.

Tras el funeral, la familia debía realizar un rito de purificación con agua y fuego (suffitio), con lo que comenzaban una serie de ceremonias en honor del muerto, que incluían banquetes. En las grandes sepulturas estas ceremonias se podían realizar dentro en salas destinadas al efecto. Cuando el cadáver del difunto no se encontraba en el lugar en que debía realizarse el sepelio (muertos en combate, por ejemplo) se construía un cenotafio.

Era parte de la tradición que el difunto en su tumba dispusiese de algunas de sus pertenencias: el llamado ajuar funerario. Estaba compuesto por elementos que describían la vida del difunto: sus herramientas o sus armas. También lo acompañaban al más allá ofrendas, ungüentarios, vasos con alimentos o estatuillas de divinidades protectoras.

Además, en el mes de febrero, el último mes del calendario romano original, cuando el 1 de marzo era el día de año nuevo, los muertos era honrados en un festival de nueve días llamado Parentalia, durante el que las familias se reunían en los cementerios para ofrecer comidas a los antepasados, y luego compartían vino y pasteles entre ellos.