DIÁLOGO CON LAICOS

EL LAICO EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO


INTRODUCCIÓN


El apostolado del laico está esencialmente en la línea de un "envío", de una "misión": de la Iglesia y de Cristo. "Como el Padre me envió a Mí, también Yo los envío a ustedes" (Jn. 20, 21). Porque Cristo es el primer enviado del Padre para salvar al mundo, por eso la Iglesia es enviada por Cristo, es puesta en el corazón del mundo, no para condenarlo sino para salvarlo. Y en esta Iglesia -"sacramento universal de salvación"- vive y actúa el laico, participando en su misma e idéntica misión salvadora. "El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia" (L. G. 33).


La misión puede ser considerada a veces como "tarea". Hablamos así de la misión del laico en la Iglesia y en el mundo, es decir, de su tarea o función específica. Pero en el fondo de la tarea misma, del trabajo inmediato, está la realidad fundamental de la misión como "envío": nos envía Cristo, en su Iglesia, al mundo concreto de hoy. Todo lo cual importa -para que la "misión envío" sea eficaz- una triple interiorización permanente: en la Persona viva de Cristo, en el Misterio de la Iglesia, en los signos de los tiempos. Y esta interiorización nos lleva a comprometernos sagradamente con Cristo, con la Iglesia y con nuestro mundo.


Pero debe ser subrayado todavía el sentido de esta misión (sea en Cristo, en la Iglesia o en nosotros mismos) desde una triple perspectiva: su principio, su objetivo, su condicionamiento histórico.


El principio de esta misión es un fuerte amor. "Dios amó tanto al mundo, que le dio a su Hijo único para que todo aquel que crea en Él no muera, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él" (Jn. 3, 16-17). Es el mismo amor que preside el envío de toda la Iglesia: "Como el Padre me amó, también Yo los. he amado", "Como el Padre me envió, también Yo los envío a ustedes" (Jn. 15, 9; 20, 21; Cfr. 17, 18 y 23). Porque Dios sigue amando nuestro mundo -y porque Cristo nos ama fecundamente, con un amor que transforma y equipa sobrenaturalmente a las almas- por eso somos enviados. Ello engendra en nosotros responsabilidad y confianza: frente al mundo responsabilidad de amar como Dios, frente a Cristo confianza de ser permanentemente amados.


El objetivo o término o fin de la misión: es la salvación integral del hombre y sus cosas, del mundo y su historia. No somos enviados para condenar, sino para salvar. Y salvar integralmente al hombre: su persona y su comunidad, su cosmos y su historia. Parcializar la salvación es salirse de la misión de Cristo, es no realizar la Iglesia. La salvación definitiva se hará cuando toda la creación, que ahora gime como redimida en esperanza, sea ella misma "libertada de la esclavitud de la corrupción, para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rom. 8, 19-24).


El acondicionamiento histórico de la misión: la Encarnación Redentora. "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn. 1, 14). Con todo lo que supone la asunción de todo lo humano -excepto el pecado de crucifixión y de resurrección. Cristo entra en la historia, pero para trascenderla. Entra como el "Hombre Nuevo", vivificado por el Espíritu, para hacer una humanidad nueva, una creación nueva, nueva tierra y nuevos cielos. Y conducirlo todo "a la gloria del Padre". La encarnación redentora no termina en el hombre, ni siquiera en Cristo; todo es recapitulado en Cristo para que El entregue el Reino al Padre (1 Cor. 15, 28).


Así la Iglesia y así nosotros. Toda la Iglesia trasciende al mundo y a la vez se encarna. Tiene esencialmente un carácter supramundano -por el Espíritu que la vivifica y por el Reino definitivo que prepara-y un carácter intramundano: está en el mundo sin ser del mundo. Esencialmente espiritual y escatológica, presenta al mundo -con el cual, sin embargo, se compenetra la imagen de la "humanidad nueva".


En esta Iglesia "Pueblo de Dios", "Comunidad santa de fe, esperanza y caridad", está ubicada la misión del laico, El Vaticano II -por ser esencialmente un "Concilio de Iglesia", como lo definió Pablo VI-debió ser necesariamente un "Concilio del laico" Una eclesiología integral supone también una "laicología", es decir, una teología del laico.


Recogiendo los preciosos elementos ofrecidos por los movimientos litúrgico, bíblico y apostólico, de los últimos años y, sobre todo, las profundas reflexiones que sobre ellos hicieron los teólogos, el Vaticano II nos entrega las líneas fundamentales de esta laicología. Y nos abre horizontes ilimi tados para que nosotros sigamos pensando y sacando consecuencias.


A la luz de los Documentos Conciliares -especialmente de la Constitución Dogmática "Lumen Gentium", del Decreto "Apostolicam Actuositatem" y de la Constitución Pastoral "Gaudium et Spes"- haremos una serie de reflexiones, muy simples y breves, sobre estos tres puntos: el ser del laico, su compromiso en la tarea de la Iglesia y en la construcción del mundo, su espiritualidad.



I. EL SER DEL LAICO


Para comprender bien cuál es la misión del laico en la Iglesia y en el mundo -y cómo debe ser su espiritualidad hoy- es preciso que empecemos por ver qué es un laico. No se trata de hacer un estudio exhaustivo sobre la estructura del laico, sino más bien de describir -partiendo de la definición conciliar- cuáles son sus principales características. Es decir, cómo lo concibe Dios en su plan de salvación y cómo queda constituido por El en esta "comunidad de salvación" que llamamos Iglesia.


El Concilio lo define así: "Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo" (L. G. 31).


Si bien la primera parte pareciera negativa (laico es todo fiel cristiano que no es clérigo o religioso), sin embargo la definición completa nos lo presenta bien positiva mente como aquel miembro del Pueblo Santo de Dios que, injertado en Cristo por el Bautismo y la Confirmación, realiza su tarea de salvación viviendo en el mundo y obrando desde su interior como fermento. De aquí podemos deducir tres características fundamentales de la naturaleza del laico: su carácter sagrado, secular y comunitario.


a) El carácter sagrado. El miembro del Pueblo Santo de Dios, ha sido incorporado a Cristo que es "El Santo" por antonomasia, ha sido consagrado para siempre en la santidad con el sello indeleble del Bautismo. Forma parte de esa comunidad de "santos, de elegidos, de amados por el Señor", a la que se refiere frecuentemente San Pablo. No importa que en él exista el pecado o la mediocridad. Seguirá siendo paradójicamente un santo. Precisamente esto constituirá el drama tremendo de su pecado o de su mediocridad. Y aquí estará también la permanente exigencia de una vida de gracia y de santidad. Un laico en pecado es posible, hasta puede ser corriente porque es humano. Pero resignarse a vivir en pecado o en la mediocridad es absurdo.


Este carácter sagrado hará que el laico esté en el mundo, pero no sea del mundo. Tiene esencialmente, como toda la Iglesia, un carácter supramundano. Pertenece ya a los "salvados", al menos en esperanza, a la "humanidad nueva" que se ha instalado en la historia desde el primer advenimiento de Cristo, y más precisamente desde su Muerte y Resurrección. Es un hombre, con todas sus posibilidades y riquezas, con todas sus angustias y miserias: pero es un "hombre espiritual", es decir, recreado en Cristo Jesús por la acción del Espíritu Santo. Y esta existencia nueva -que le ha sido dada en el Bautismo, ahondada en la Confirmación y que le es constantemente alimentada en la Eucaristía- exigirá de él que esté en contacto vivo con Cristo y sea permanentemente animado por su Espíritu. Sólo así podrá convertirse en "salvador" de otros, es decir, en constructor activo de una humanidad nueva que ha de abarcar todos los hombres y todas las cosas.


El Bautismo lo ha "segregado", lo ha apartado interiormente del mundo profano, para "consagrarlo" definitivamente a Dios -como sacerdote, profeta y rey- y devolverlo al mundo como sal, como luz, como fermento y levadura de Dios. En la vida y en la acción del laico ya nada puede ser definitivamente profano. "Cada laico debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, y signo del Dios verdadero "(L. G. 38).


b) El carácter secular. Es lo que lo especifica, en cierta medida, como contradistinto del sacerdote y del religioso, completando así la fisonomía global de todo el Pueblo de Dios.

"El carácter secular es propio y peculiar de los laicos" (L.G. 31). Esto significa dos cosas: una modalidad propia de su existencia cristiana y una función específica de su tarea apostólica. Por vocación divina -tan divina como la vocación del sacerdote o de la religiosa- debe vivir en el mundo y sentirse comprometido a realizar la historia junto con los demás hombres. Por vocación divina el sacerdote es constituido Ministro de la Palabra y los Sacramentos, servidor de todo el pueblo de Dios. Por vocación divina el religioso es constituido como testigo de que el mundo no puede ser transfigurado sino en el espíritu de las Bienaventuranzas. Por vocación divina el laico es sumergido en el mundo para realizar desde dentro su santificación y transformación definitiva en Cristo.


"Los laicos viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad" (L. G. 31).


Hasta hace poco -en una mentalidad excesivamente clericalizante y monacal- esta característica de la "secularidad" del laico no podía ser enteramente comprendida. Tenía un sentido primordialmente minimis ta y negativo. En una visión pesimista del mundo, sólo quien escapaba al mundo podría tender a la perfección y llegar a ser un hombre "espiritual". Los otros eran necesariamente "carnales", no representaban el verdadero tipo del cristiano. Sólo el clero y los monjes -los que vivían segregados del mundo manifestaban prácticamente la Iglesia. Los demás se resignaban a no realizar plenamente el Evangelio y la santidad, a ser simples beneficiarios pasivos de la Iglesia. Había como un intento por disimular o encubrir todo lo que fuera carácter "secular" en la Iglesia. Los mismos laicos que servían el altar debían primero "des profanizarse" vistiendo hábitos clericales.


Este carácter "secular" indica, ante todo, el único modo como el laico puede realizar plenamente el Evangelio y construir la Iglesia: viviendo en el mundo. En la medida en que sacáramos al laico de su vida familiar y social, de su actividad profesional, de su compromiso temporal, le cerraríamos el camino de la plenitud evangélica para él, le impediríamos realizar la santidad. Es allí, en las ordinarias condiciones de su vida, donde él puede y debe desarrollar su existencia cristiana, las exigencias fundamentales de su Bautismo.


Y esta "secularidad" le impone al laico, además, el tipo de su tarea apostólica. "A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales... A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera, que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor" (L. G. 31).


No debe olvidar el laico que es siempre un testigo y signo del Dios vivo y que debe esencialmente promover su Reino. Pero esto lo debe hacer mediante un compromiso cada vez más hondo y más amplio con sus condiciones normales de vida y con las inquietudes y problemas de los hombres de su tiempo. Con todos ellos debe ir creando en Cristo la humanidad nueva.


Hagamos todavía una última precisión con respecto a esta nota de "secularidad" del laico. Ante todo, es necesario subrayar que se trata solamente de su modo de vivir la existencia cristiana y del tipo específico de su tarea. Pero esto no puede hacerle perder su carácter "sacro", espiritual, de hombre nuevo. Plenamente sumergido en el mundo, pero sin ser del mundo; con un corazón abierto al Evangelio -limpio, desprendido y pobre-, interiormente vivificado por el Espíritu de Cristo y tendido ardientemente hacia la plenitud del Reino en la escatología.


Finalmente esta "secularidad" es propia y exclusiva del laico, pero no de la Iglesia misma. Toda la Iglesia -como continuadora de la misión salvífica de Cristo, Palabra hecha carne- tendrá que "encarnarse" en la historia. Pero esta "encarnación" es distinta para el sacerdote, para el religioso y para el laico. No todos los miembros del Pueblo de Dios deben necesariamente asumir todas las formas de encarnación de la Iglesia: matrimonio, trabajo, actividades temporales.


c) El carácter comunitario. Por definición el laico es miembro de una comunidad, del Pueblo Santo de Dios, y por exigencias de su vocación particular, está plenamente insertado en la comunidad de los hombres.


Dios pudo salvar a los hombres individualmente, pero no lo hizo. Formó un Pueblo, una comunidad,de salvados. El Misterio Pascual de Jesús no tiene otro fin que ése: juntar en la unidad a los que estaban dispersos, es decir, realizar esta maravillosa comunidad de salvación que es la Iglesia, hacer de dos pueblos -el judío y el pagano un solo Pueblo, el nuevo Pueblo de Dios, constituido por los que creen en Cristo y son animados por su Espíritu, "linaje es cogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición... que en un tiempo no era pueblo, y ahora es Pueblo de Dios" (I P. 2, 9-10; Cfr. L. G. 9). ¿Qué implica este carácter "comunitario" del laico?


Ante todo la unidad. "El pueblo elegido de Dios es uno: un Señor, una fe, un bautismo; común dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa caridad. Ante Cristo y ante la Iglesia no existe desigualdad alguna en razón de estirpe o nacimiento, condición social o sexo, porque 'no hay judío ni griego, no hay siervo ni libre, no hay varón o mujer. Pues todos vosotros sois uno' en Cristo Jesús" (L. G. 32). No existen en la comunidad de Iglesia cristianos de primera y de segunda categoría. Habrá diversidad de funciones, pero la misión es la misma. Como es el mismo el Espíritu que nos anima, es el mismo el Cristo en cuyo sacerdocio, profetismo y realeza participamos, es el mismo el Cuerpo del Señor que todos construimos. Fundamentalmente nos aúna la misma dignidad de cristianos. En este sentido dirá san Agustín: "Si me aterra el hecho de lo que soy para vosotros, eso mismo me consuela porque estoy con vosotros. Para vosotros soy el Obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es el nombre del cargo, éste el de la gracia; aquél, el del peligro; éste el de la salvación".


Pero en esta unidad existe la diversidad de funciones y de carismas. Cada uno realiza a su manera la vocación cristiana. Una es la función de los pastores, otra la de los laicos. Unos son los carismas de los doctores y maestros, otros los de los fieles cristianos. La misión es la misma -hacer llegar toda la salvación a todos los hombres-, pero los caminos de la salvación y del testimonio son diversos.


Sin embargo, cada uno debe hacer fructificar sus dones para bien de todo el Cuerpo; cada uno debe poner sus personales carismas al servicio de la comunidad. "El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (I P. 4, 10; Cfr. L. G. 13). Esto exige del laico una gran fidelidad al Espíritu, una generosa actitud de cooperación con los otros, una real y sincera disposición para el diálogo con los pastores.


Pero el laico es, además, miembro de la comunidad humana. No puede sentirse ajeno a sus problemas y angustias, a sus posibilidades y trabajos. "El gozo y la esperanza, el dolor y la angustia de los hombres de este tiempo, sobre todo de los pobres y de los afligidos de todas clases, son también el gozo y la esperanza, el dolor y la angustia, de los discípulos de Cristo, y no existe nada verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón" (G. et S. 1).


II. EL COMPROMISO DEL LAICO


Esto nos lleva a precisar el compromiso del laico en la misión de la Iglesia y el mundo. Digamos, ante todo, que si bien son dos realidades distintas -Iglesia y mundo-, no constituyen un binomio separado, mucho menos opuesto. La Iglesia es el Reino de Dios ya presente en la Historia. Y ha sido plantada en el corazón de la familia humana como "sacramento universal de salvación". La Iglesia convive con el mundo y opera dentro de él. Hay una compenetración profunda, sólo percibida por la fe, entre la ciudad terrestre y la ciudad eclesial, "nacida del amor del eterno Padre, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, congregada en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad salvífica y escatologica que sólo podrá ser plenamente conseguida en el mundo futuro. Pero ya está presente en esta tierra, formada por hombres miembros de la ciudad terrena que son llamados para formar en la historia del género humano la familia de los hijos de Dios, en perpetuo incremento hasta la vuelta del Señor..." et S. 40). (G.


La Iglesia mira hoy al mundo con los ojos redentores de Cristo. Un compromiso auténtico con la Iglesia significará, por eso, para el laico, un compromiso también verdadero con los hombres, con la totalidad de sus cosas y la historia.


Cristo ha sido enviado por el Padre no para condenar al mundo sino Y la Iglesia es enviada para Cristo salvarlo. Y la Iglesia es enviada por Cristo para realizar integralmente esta salvación. La misión del laico es participar en esta única misión salvífica total de la Iglesia. El Concilio lo expresa claramente: "El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por él mismo Señor en razón del Bautismo y de la Confirmación" (L. G. 33).


¿Cómo lleva a cabo el laico esta misión salvífica de la Iglesia?


El Concilio, lo precisa: "Ejercen el apostolado con su trabajo para la evangelización y santificación de los hombres, y para la función y el desempeño de los negocios temporales, llevado a cabo con espíritu evangélico, de forma que su laboriosidad en este aspecto sea un claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres. Pero siendo el estado propio de los laicos el vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, ellos son llamados por Dios para que, fervientes en el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento" (A. A. 2).


Hagamos una breve reflexión sobre cada uno de estos tres términos: evangelización, santificación, animación cristiana de lo temporal.


a) Evangelización


Evangelizar es "anunciar la Buena Nueva de la Salvación". En otras palabras, que el Reino de Dios ya ha llegado y que Jesús es el Salvador que murió y resucitó por todos. El contenido esencial del mensaje es éste. Así evangelizó Jesús, así los Apóstoles, así la Iglesia primitiva. En el centro del mensaje de salvación está la Persona misma de Jesús "el Salvador".


El laico debe sencillamente anunciar esto. Pero ¿cómo?


Ante todo con el testimonio de su vida, de su fe, de su esperanza, de su caridad. Debe manifestar abiertamente al mundo que Jesús ha sido el Salvador para él, que el Reino de Dios ya ha ganado su corazón, que el Espíritu de Cristo lo ha hecho ya un hombre nuevo. Si su vida personal y familiar, si su actividad social y profesional, está permanentemente acorde con su fe, será un evidente testigo de la resurrección de Jesús, un heraldo viviente de su Evangelio de salvación (Cfr. A. A. 6).


Este testimonio de vida es la forma más inmediata, irrenunciable y permanente de evangelización. Pero no se trata sólo de algunos gestos solemnes o de ciertas actitudes irreprochables. Puede ser nuestra conducta exteriormente intachable, y sin embargo no ser todavía un testimonio. Nuestra existencia cristiana debe transparentar sencillamente la fisonomía de Cristo. A través de una serenidad muy honda, de una alegría muy profunda, de una esperanza muy inconmovible, tenemos que mostrar al mundo que Jesús nos ha salvado. Más que lo que hacemos, importa lo que somos. Que el mundo nos vea permanentemente alegres y serenos, transparentando la alegría y el equilibrio de la salvación. Es todo un estado de alma, toda una interioridad, que se refleja en la totalidad de los gestos y la mirada, en la sencillez de una presencia salvadora. En ella los hombres tienen que intuir-sin saber quizás siempre descifrarlo que en nosotros se ha producido algo, es decir, que en nosotros ha nacido Cristo.


Esto es esencial. Y lo ofreceremos al mundo en la medida en que vivamos en la plenitud evangélica de la caridad. El mundo exige del cristiano, sobre todo, un permanente testimonio de amor. Que amemos generosamente. Que formemos una comunidad que ama. Que instalemos en el corazón de los otros el amor. No basta que cada uno de nosotros ame; el mundo espera el testimonio de una comunidad que viva en el amor. Tampoco basta esto; el mundo necesita que en su corazón engendremos el amor.


Pero la evangelización implica también la palabra. En todas sus formas: las más solemnes y las más populares, las más personales y las más colectivas, las más directamente religiosas y las más aparentemente temporales. En todo momento y a propósito de cualquier ocasión el laico debe anunciar a Cristo. "Este apostolado (de la evangelización) no consiste sólo en el testimonio de la vida; el verdadero apóstol busca las ocasiones de anunciar a Cristo con la palabra, ya a los no creyentes para llevarlos a la fe; ya a los fieles para instruirlos, confirmarlos y estimularlos a una vida más fervorosa: la caridad de Cristo nos apremia, y en el corazón de todos deben resonar aquellas palabras del Apóstol: Ay de mí si.no evangelizare!" (A. A. 6).


La evangelización, al estilo laico, puede hacerse de diversas maneras. Evangeliza la madre cuando transmite la fe a sus hijos en el hogar, como evangeliza el catedrático que enseña Filosofía de la Historia en la Universidad. Evangeliza el catequista que en la Parroquia explica el Evangelio a los niños que se preparan a los sacramentos, como evangeliza el obrero que en la fábrica ilumina las dudas o problemas de su compañero de trabajo. Evangeliza el joven o la joven que van a misionar tierra adentro, en tiempo de sus vacaciones, como evangeliza el estudiante o universitario que durante el año se esfuerza por hacer descubrir los valores del espíritu a aquellos que comparten su Colegio o su Facultad. Evangeliza el hombre o la mujer que explica una página del Evangelio a sus amigos, como evangeliza el técnico o profesional que presenta los principios cristianos de un orden social más justo y más humano.


Hay una evangelización más solemne: la del laico que transmite a Cristo a una muchedumbre reunida. Y una evangelización más simple y cotidiana: la que el laico hace, mano a mano, con quien convive, con quien trabaja, con quien sufre, con quien se alegra, con quien ama. "Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo" (L.G. 35).


b) Santificación


Santificar es comunicar la gracia, hacer entrar a los hombres en la actualidad de la salvación mediante la incorporación a Cristo y la unción del Espíritu Santo. Se da inicialmente por la fe y el Bautismo que nos hace entrar en la comunidad de los elegidos, en la "nación santa, sacerdocio real y pueblo de adquisición". Pero exige luego el crecimiento progresivo en la santidad por la adhesión personal a la Palabra, la recepción de los Sacramentos especialmente la Eucaristía- y la práctica de las virtudes. El proceso de santificación acaba recién cuando el hombre es definitivamente salvado, es decir, cuando entra definitivamente en el Reino del Padre.


Sólo Dios santifica: porque sólo Dios es Santo. Pero El nos ha hecho, en su bondad, instrumentos de santificación. Hemos de hacer pasar a los hombres su gracia y ordenar o consagrar el mundo para su gloria.


La evangelización -anuncio de la Buena nueva de la salvación- es el paso previo y necesario para la santificación. Pero no basta. Hay que crear en el hombre un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Hay que provocar en él la respuesta personal al Evangelio en la obediencia de la fe. Hay que ponerlo en contacto vital con Cristo y hacerle sentir la alegría personal de la salvación,


El laico coopera aquí, según su estilo propio, con la acción del sacerdote, ministro de la Palabra y de los Sacramentos.


Ante todo -y es su primera tarea santificadora en el interior mismo de la Iglesia debe poner sus talentos y sus carismas al servicio de la comunidad santa para que crezca progresivamente en Cristo por la acción del Espíritu Santo. Es decir, debe hacer más santa a la comunidad en la que está insertado (familia, profesión, parroquia, diócesis, iglesia universal). Cada crecimiento personal en la santidad contribuye a elevar espiritualmente a todo el Cuerpo. Cada irradiación, como testigo de la resurrección del Señor y signo del Dios verdadero, tiende a hacer más profundamente presente a Cristo en el corazón de la comunidad.


Pero hay otro modo de santificación del laico hacia afuera: preparar los caminos de la gracia a los que todavía no han sido salvados. Ponerlos en contacto vivo con Cristo, hacerlos entrar en el misterio de la muerte y de la resurrección del Señor, introducirlos a la práctica de los Sacramentos. No es tarea fácil; pero tampoco es imposible. Toda conversión o comunicación de gracia es obra de Dios: pero hay una aproximación humana, muy lenta y muy suave, que está exclusivamente en nuestras manos.


Todo laico tiene que haber santificado a alguien, es decir, haberlo salvado. Esto está en el plan de Dios. La vocación cristiana -que es esencialmente vocación al apostolado desemboca necesariamente en la transformación espiritual de los hombres. El cristianismo no es primariamente una religión de conquista: es, ante todo, levadura de transformación.


Finalmente el laico-por su estado propio de "secularidad"- deberá santificar al mundo, con sus instituciones y sus cosas, desde adentro. Deberá ir haciendo que la historia humana sea cada vez más una historia santa. Es todo el trabajo de sanea miento de las estructuras, de la restauración en Cristo de todo el orden temporal. El mundo, por ser obra del Dios Santo y haber sido consagrado por la presencia santificadora del Verbo, es fundamentalmente sagrado; pero, por el pecado del hombre, ha caído en un estado de profanidad y laicización. Y es preciso volverlo a consagrar a Dios recreándolo en Cristo. "Así también los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando santamente, consagran a Dios el mundo mismo" (L. G. 34).


c) Animación cristiana de lo temporal


Esto nos lleva a la tercera tarea del laico como miembro de la Iglesia y ciudadano del mundo. "La obra de la redención de Cristo, mientras tiende de por sí a salvar a los hombres, se propone la restauración incluso de todo orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es sólo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico" (A. A. 5).


Digamos, ante todo, que esta acción en lo temporal, si bien es propia del laico, no es la única. Como si lo espiritual perteneciera sólo al clero, y lo temporal o profano al laicado. Al laico le corresponde también hacer crecer interiormente la Iglesia, dilatar su Reino, ofrecer como sacerdote un culto espiritual al Padre. "Todos los cristianos también los laicos- estamos así marcados por el carácter supramundano de esta nueva forma de ser en Cristo. En este orden, no es posible ceder la Iglesia exclusivamente al clero como campo de acción propio y reservar el mundo para los laicos. Sacerdotes y laicos tienen una tarea primaria en la misma Iglesia" (Schillebeeckx).


¿Qué supone esta animación cristiana de lo temporal?


Ante todo, una justa y positiva valoración del mundo y de sus cosas, una comprensión redentora de la historia. "Todo lo que constituye el orden temporal, a saber, los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales, y otras cosas semejantes, y su evolución y progreso, no solamente son subsidios para el último fin del hombre, sino que tienen un valor propio que Dios les ha dado, considerados en sí mismos, o como partes del orden temporal: y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno" (A. A. 7).


En segundo lugar, un reconocimiento de la realidad del pecado que quebró la armonía de la creación y desfiguró el uso de los bienes temporales. "Incluso en nuestros días, no pocos, confiando más de lo debido en los progresos de las ciencias naturales y de la técnica, caen como en una idolatría de los bienes materiales, haciéndose más bien siervos que señores de ellos" (A. A. 7).


Por último, la obligación de toda la Iglesia -pero muy especialmente de los laicos de plantar en la historia la Cruz redentora de Cristo y de trabajar "para que todos los hombres se vuelvan capaces de restablecer rectamente el orden de los bienes temporales y de ordenarlos hacia Dios por Jesucristo".


¿Cómo hacer esto? Los Documentos Conciliares insisten frecuentemente en estas tres cosas: conocer plenamente la naturaleza íntima de las cosas, capacitarse seriamente en el campo de lo temporal, comprometerse valerosamente en el saneamiento de las estructuras y los ambientes del mundo, si en algún caso incitan al pecado, "de modo que todo esto sea conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien que impedir, la práctica de las virtudes. Obrando así impregnarán de sentido moral la cultura y el trabajo humano" (L. G. 36).


III. LA ESPIRITUALIDAD DEL LAICO


¿Cuál es, ahora, el tipo de espiritualidad que corresponde al laico de hoy? Es decir, ¿cómo tiene que vivir su existencia cristiana para realizar bien su compromiso en la Iglesia y en el mundo?


Digamos, ante todo, que no hay más que una única espiritualidad fundamental que es válida para todo miembro del Pueblo santo de Dios: vivir plenamente la caridad evangélica. Para todos sigue siendo verdadero que toda la Ley y los Profetas se resumen en esto: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu... y a tu prójimo mismo" (Mt. 25, 34-40). En lo que se refiere a Dios, esto significa que para el cristiano no puede haber otro centro de interés que Dios mismo, que todo tiene que ser mirado desde la perspectiva de Dios y todo tiene que estar orientado a su gloria. Lo que importa, en definitiva, aun cuando nos ocupemos de la salvación del hombre o de la construcción de la ciudad terrena, es que el Nombre de Dios sea santificado y que su Reino llegue profundamente a nosotros.


Y en lo que se refiere al prójimo, el gran mandamiento exige que le procuremos el bien de su salvación integral; es decir, que nos esforcemos por hacerle llegar la fe y la gracia de Cristo, que le brindemos los me dios para un pleno desarrollo de su personalidad humana y social. у


Pero el modo de vivir esta caridad evangélica es distinto para el obispo, el monje, el sacerdote diocesano, la religiosa de vida activa o el laico.


La fisonomía específica del laico, en la manera de vivir su fundamental caridad evangélica, estará dada, sobre todo, por su "secularidad"; es decir por su vocación divina de vivir en el mundo y de sentirse directamente comprometido con una familia, con una profesión, con un ambiente social determinado.


Amará a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todo su espíritu en la medida en que se esfuerce por santificar al mundo desde adentro y ordenar todas las cosas para la gloria del Padre. El amor a Dios sobre todas las cosas no le permite al laico evadirse de ellas o ignorarlas.


Y amará al prójimo como a sí mismo en la medida en que sepa descubrir a Cristo en el hombre o en la mujer con quien comparte su existencia ordinaria o con quien realiza una tarea común. O en la medida en que se esfuerce por hacer más plenamente presente en ellos el mensaje de salvación integral de Cristo.


Partiendo de las tres características señaladas sobre el ser del laico (carácter sagrado, secular y comunitario) diremos que su espiritualidad exige una triple fidelidad: al Cristo del Evangelio, a la comunidad humana y a la comunidad eclesial.


1. Fidelidad al Cristo del Evangelio


"Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen de todo apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado seglar depende de su unión vital con Cristo, porque dice el Señor: permaneced en mí y yo en vosotros. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada" (A. A. 4).


Más que nunca es necesario subrayar hoy esta urgencia de la conexión vital con Cristo. Porque le asalta al laico la terrible tentación del naturalismo, de la temporalidad y del activismo. Frente a ello hay que subrayar el sentido de lo sobrenatural, el desprendimiento y la pobreza, del diálogo permanente con Dios.


Lo sobrenatural: El cristiano tiene un carácter esencialmente supramundano: es, ante todo, ciudadano del Reino, miembro del Pueblo Santo de Dios, humanidad nueva en Cristo. La única esfera en que puede moverse, aun cuando se ocupe de los hombres y de sus cosas, es la esfera de Dios, de lo religioso, sobrenatural y eterno.


Sólo un fuerte espíritu sobrenatural le impedirá la angustia, la impaciencia o el desánimo en la lucha. Hará que nunca se sienta definitivamente quebrado o en fracaso. Lo mantendrá en la paciencia, serenidad, humildad y obediencia que exige todo proceso de cambio, sea en la Iglesia o en el mundo. Sólo a la luz de la fe podrá descubrir bien, en cada caso y en todo acontecimiento, el verdadero plan de Dios y le dará ánimos para entregarse a realizarlo, aunque le parezca humanamente absurdo o difícil.


Desprendimiento y pobreza: Como ciudadano del Reino, el laico tiene que amar a los hombres y a las cosas con un corazón libre y desprendido. Ha sido constituido por Dios señor de lo temporal, y no siervo. Esta pobreza no es sólo relativa a las cosas y a los hombres sino a sí mismo. Es un fundamental desprendimiento de sí mismo para darse y servir mejor. Es una radical con ciencia de la nada que somos y podemos, para hundirnos en la riqueza de Dios, como María, esperando que Él nos llene con su plenitud. Ser definitivamente pobre porque el Evangelio se anuncia y la gracia se ofrece sólo a los pobres. Porque sólo en los pobres nace Cristo. Sólo sobre los pobres desciende el Espíritu Santo.


También esto hay que subrayarlo fuertemente hoy porque el laico corre el riesgo de sentirse encadenado por el valor positivo de las cosas materiales o por una atención casi exclusiva del hombre en sí mismo o en su historia.


Diálogo con Dios: Es el sentido de la oración. Pese a la multiplicidad de las tareas y a la complicación de la vida moderna, sigue siendo verdadero que la fecundidad es dada desde la profundidad del silencio y la oración. Será la participación activa en la liturgia-sobre todo la comunión con Cristo por la Eucaristía-, será la meditación personal o comunitaria del Evangelio, será la permanente contemplación de Dios en las cosas y en el rostro de los hombres; pero es necesario, es urgentísimo, rezar. La primera condición para un diálogo verdadero con los hombres, es el diálogo con Dios. Hay que procurarse los momentos y el clima interior. Cada vez se hace más difícil (a veces hasta resulta imposible) substraerse a las normales ocupaciones familiares o profesionales para estar a solas con Dios. Pero es necesario hacerlo. Y, sobre todo, pedir insistentemente a Dios que nos enseñe a orar, que nos hunda en clima permanente de oración, que nos haga respirar en El cómo respiramos en la atmósfera natural (Cfr. A. A. 4).


2. Fidelidad a la comunidad humana


Una fidelidad plena al Cristo del Evangelio, que ha sido enviado al mundo por el Padre no para condenar al mundo sino para salvarlo, exige del laico una generosa y valiente fidelidad al mundo y a su historia. De la misma manera que su fe lo impulsa a penetrar vivamente en la Persona de Cristo y en su Palabra, lo lleva también a descubrir conscientemente los signos de los tiempos, el sentido de las cosas, la presencia del Espíritu en la historia. Por eso su espiritualidad tiene que ser profundamente encarnada. Lo cual exige: una plena comprensión de la realidad histórica que vive, un compromiso por realizar el Reino de Dios en la ciudad de los hombres y una positiva valorización de lo humano.


Comprender la realidad histórica: Su existencia cristiana tiene que ser una respuesta de Dios a este momento concreto y a estas situaciones concretas. Cómo es el mundo de hoy, cuáles son las angustias y las esperanzas, los dolores y las alegrías, los problemas y posibilidades, del hombre de hoy. Más concretamente, cómo viven, en lo humano, en lo religioso, en lo cultural, los hombres con quienes se convive. Cómo son las estructuras familiares, sociales, económicas o políticas, en las que se siente comprometido. Cuáles son las posibilidades de mejorarlas, cuáles los caminos. Con quiénes puede contar (cristianos o no) para sanear las desde dentro. No sería cristiano desentenderse de la realidad histórica, desconocer o subestimarla. Tampoco sería cristiano evadirse de ella por pereza, por miedo o por falso misticismo. Hay que saber descubrir el rostro de Cristo en los hombres, y las posibilidades de Dios en las cosas.


Comprometerse a realizar el Reino de Dios en la ciudad de los hombres: Una auténtica espiritualidad laical exige una presencia activa del cristiano en el quehacer cotidiano de la historia: "El cristiano, negligente en sus obligaciones temporales, descuida sus deberes para con el prójimo, más aún descuida al mismo Dios, y pone en peligro su salvación eterna" (G. et S. 43).


Respetando la legítima autonomía de las cosas creadas, que tienen su consistencia, verdad y bondad propias, sus leyes y sus valores, el cristiano insertado en el mundo, tiene obligación de contribuir a la construcción de la ciudad temporal con todas sus posibilidades, sus talentos y su preparación técnica. Todo lo que haga por promover la dignidad humana, la fraternidad universal, el sentido de la libertad a la luz de la fe, es un modo de evangelización y preparación a la Gracia. Todo lo que ponga de su parte para procurar el progreso científico-técnico o desarrollar los auténticos valores de la cultura o del arte, facilita la expansión misionera del Reino de Dios. Por especial exigencia de su vocación cristiana en el mundo, el laico debe volverse hacia la tierra y los hombres y arriesgarse a transformarlo todo en Cristo, preparando así, en historia, la nueva tierra y los nuevos cielos de los tiempos escatológicos.


Valorización de lo humano: Todo esto supone una mirada positiva y optimista del mundo y sus cosas, del hombre y su historia. El mismo Espíritu Santo que ha hecho del laico una criatura nueva en Cristo, es el que ha planeado sobre las aguas primitivas para dar comienzo a la creación primera. Hay que ser fieles al Espíritu en toda su plenitud, en toda su actividad, en todas sus manifestaciones. "Redimido por Cristo y hecho una nueva criatura en el Espíritu Santo, el hombre puede y debe amar las cosas por Dios creadas: las recibe de Dios y las ve como brotando siempre de su mano; por eso las respeta. Da gracias por ellas a su Bienhechor, y usando y disfrutando en pobreza y libertad de espíritu de todas las cosas, alcanza la verdadera posesión como quien nada tiene, pero posee todo. Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo de Dios" (G. et S. 37). y Cristo es


Valorización de lo humano en sí mismo: el laico es fiel al Espíritu si ama equilibradamente sus bienes y talentos personales (su cuerpo y su alma, su inteligencia y su libertad) y si lleva su personalidad hasta la plenitud humana querida por el Señor. Su espiritualidad auténtica le exige un pleno desarrollo de las virtudes humanas, hoy tan valoradas y exigidas por la comunidad de los hombres: lealtad, sinceridad, fortaleza, sentido de responsabilidad, etcétera.


Valorización de los hombres, como imagen y semejanza de Dios; de las cosas creadas, como manifestación de la bondad, omnipotencia y sabiduría de Dios; valorización del trabajo de los hombres: el arte y la cultura, la ciencia y la técnica.


3. Fidelidad a la comunidad eclesial


Finalmente la espiritualidad del laico supone una auténtica fidelidad a la comunidad de Iglesia. Sobre todo hoy. La Iglesia se nos manifiesta esencialmente como "comunidad de fe, de esperanza, de caridad", como "sacramento de unidad en Cristo", como "Pueblo de Dios". Esto supone ser fieles a las exigencias de un compromiso organizado, de un diálogo leal con la Jerarquía, de una intercomunicación sincera en el seno del mismo Pueblo de Dios.


Exigencias de un compromiso organizado: Aunque el apostolado individual -que surge esencialmente de la vocación cristiana y se realiza mediante el testimonio de toda la vida laical y la palabra- "es el principio y condición de todo apostolado laical, incluso consociado, y no puede sustituirse por éste" (A. A. 16), sin embargo "el apostolado asociado de los fieles responde muy bien a las exigencias humanas y cristianas, siendo al mismo tiempo expresión de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo que dijo: Donde estén dos o tres congregados en mi nombre, allí Yo en medio de ellos" (A. A. 18). 


Las circunstancias actuales hacen que el compromiso organizado sea, hoy, "en absoluto necesario". Cualquiera sea la forma de asociación. Pero, entre todas, el Concilio recomienda encarecidamente la Acción Católica (A. A. 20 y 21).


Diálogo con la Jerarquía: Tal vez convenga subrayar hoy -momento de la promoción del laico y de su legítima autonomía en determinados campos- la conexión vital e insustituible entre Jerarquía y Laicado. Formamos una comunidad, un pueblo, reunido por el Espíritu en torno a Cristo y su imagen visible, el obispo o el sacerdote. Hay mutuas obligaciones, a las cuales corresponden mutuos derechos. Una perfecta y vital coordinación supone una auténtica actitud de diálogo. Por una parte y la otra.


La Jerarquía -obispo o sacerdote- debe saber escuchar a los laicos. Debe consultarlos sobre problemas que ellos conocen mejor. Debe respetar su personalidad y aceptar sus iniciativas. Juntos construirán la Iglesia. Los laicos deben -por amor a Cristo, la Iglesia y el mundo, por fidelidad al obispo y a su propia vocación cristiana acercarse a la Jerarquía con humildad y caridad y exponerle con sinceridad en Cristo lo que piensan y desean, lo que juzgan necesario para la dilatación del Reino y la salvación del mundo. Deben saber transmitir a la Jerarquía, con valentía y lealtad, las exigencias de la realidad temporal en que están metidos.


Pero, al mismo tiempo, se exige al laico un verdadero amor filial, una generosa con fianza, una obediencia madura y responsable, frente a aquellos que "hermanos entre hermanos" y todos "discípulos del Señor"- han sido constituidos por Dios "padres y pastores" de su Pueblo. El diálogo exige que todos, en la caridad del Espíritu, nos pongamos a pensar juntos, a reflexionar, a planear, a ejecutar, el único plan de la salvación para los hombres.


Diálogo en el seno del mismo Pueblo de Dios: Finalmente la espiritualidad laical exige una generosa apertura, en el interior mismo de la comunidad eclesial, a todas las demás instituciones apostólicas y a todos los restantes miembros del Pueblo de Dios. Nadie monopoliza la Iglesia. Nadie posee la totalidad exclusiva de la salvación y del Reino. Es necesario que todos respetemos las distintas funciones, que valoremos los distintos carismas, que recibamos gozosa mente las distintas manifestaciones del Espíritu para la edificación del mismo Cuerpo de Cristo.


CONCLUSIÓN


Vivimos un momento grande y definitivo. El momento de una de las más poderosas intervenciones de Dios en la historia. Tal vez, por eso, un momento lleno de tanteos y de riesgos. Es una hora de renovación en la Iglesia y de cambios en el mundo. Por eso todo se hace más difícil y heroico. Sólo los hombres grandes -los que no tienen miedo a las aventuras de Dios y a las exigencias de su cruz- pueden comprometerse de veras en la empresa.


Esta es nuestra hora. Hora de providenciales esperanzas, de cruciales dificultades y de generoso compromiso. Es necesario que la comprendamos bien, que la amemos de verdad, que la vivamos con intensidad.


Pero es imprescindible que nos dejemos invadir plenamente por el Espíritu de Dios: que nos ilumine su luz, que nos queme su fuego, que nos robustezca su potencia.


Que el Espíritu nos comunique el indispensable equilibrio de Dios: para que no nos quedemos atrás o no apuremos precipitadamente los pasos.


Y que, en la unidad del Espíritu, todos caminemos juntos. Que mutuamente nos tengamos confianza y mutuamente nos ayudemos. Más unidos que nunca: los laicos con sus pastores, los católicos con los demás cristianos, la Iglesia entera con el mundo.



EL LAICO EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO en Diálogo con laicos. Buenos Aires, Patria Grande, 1986 (Pags 37 al 70)