Cuelgo.
Soy el perenne ahorcado, el murciégalo doméstico.
Sin mí, como sucedió durante siglos, sólo podías amontonar tu ropa en un baúl y esperar que no se llenara de gusanos o pudriera, o que no tuviera demasiadas arrugas.
Nací hace poco más de siglo y medio, cuando el señor O. A. Norte, de Connecticut, en 1869, creó a mi primer antepasado, aunque se dice por ahí que el primero en pensar en mí fue el mismísimo Thomas Jefferson. Pero fue don Albert J. Parkhouse quien me dio el diseño definitivo. Obviamente no obtuvo ningún beneficio de ello, sino que fue don Elmer D. Rogers quien me patentó, en 1935, obteniendo pingües ganancias de una idea que no le pertenecía. Pero ¿no hizo lo mismo Graham Bell al apropiarse del teléfono que habían inventado el italiano Antonio Meucci? Como estos hay muchos casos que demuestran que el latrocinio es algo común.
Soy los hombros sobre los cuales descansa vuestra presencia. Sin mí, tu ropa tendría que ser lavada y planchada mucho más seguido, además de acumular olores poco agradables.
Soy modesto. No destaco ni me hago notar, sino que me mantengo siempre en segundo plano, sirviendo a los demás, cuidando de vuestras prendas, siempre en silencio, sin reclamos ni sugerencias. Tampoco opino, aunque en ocasiones debería hacerlo, pero prefiero callar.
Pero tengo mi vida privada también, como todos. Y mis sentimientos están a la altura de cualquiera, aunque mi silencio hace que pase siempre desapercibido y nadie me presta realmente atención. No me importa, porque, aunque no me aprecien tal como me lo merezco, sé que soy imprescindible y que, sin mí, estarían condenados a amontonar vuestra ropa de forma muy incómoda. Sólo piensen en lo sencillo que es que abran su armario y observen:
«—¿Qué me pongo hoy?» —dicen.
Y basta una mirada para tomar tal decisión. ¿Cómo podrían hacer eso si tuvieran toda la ropa amontonada en un baúl? Incluso, la que queda al fondo, probablemente la perderían, terminarían por olvidarla y, probablemente, se azumagaría.
Pero me ignoran.
Yo soy quien cuido vuestra imagen, literalmente.
Mi silencio es mi religión.
Soy un servidor, jamás servido.
Sin embargo, mi presencia es absoluta: estoy en todas partes, en todas las casas, en el comercio, en los hoteles; soy amigo de los pobres y los ricos, de los buenos y los malos, de los hermosos y los feos; soy como un dios, omnipresente, pero nadie me ve, aunque dependen de mí; soy necesario y, a la vez, no lo soy o, mejor dicho, intercambiable, porque me pueden reemplazar, pero siempre por otro como yo, jamás por algo diferente porque no lo hay.
Los colgadores somos de muchas razas pero, al contrario que los humanos, podemos convivir armoniosamente, en un mismo armario, sin resquemores ni, mucho menos, odios. Porque todos servimos para la misma causa. No hay más distinciones entre nosotros que la materia de la cual hemos sido hechos, lo que no tiene relevancia alguna ya que eso no nos hace diferentes.
¿Se imaginan ustedes una «revolución de colgadores»? Sería algo completamente absurdo, además de sembrar el caos en todos los armarios del mundo. Nadie podría tener orden, nadie podría vestirse adecuadamente, echando mano sólo a las prendas que pudieran atrapar. Pero estaríamos perdidos porque no podríamos vivir sin servir para lo que fuimos hechos. Estaríamos renegando de nuestra naturaleza, de nuestro destino… incluso de nuestra vocación.
Pero no crean que los colgadores somos simples trozos de metal, plástico o madera; tenemos nuestros sentimientos, pequeños quizás, casi insignificantes, pero para nosotros, importantes.
Porque cuando a uno lo cubren con un traje bien hecho, obra de un sastre o costurera de prestigio, hecho con amor y arte, uno siente que adquiere mayor importancia. No así cuando le cuelgan a uno cualquier pilcha barata comprada en una liquidación.
Tenemos nuestro orgullo, deben saber ustedes. Además, también tenemos gusto. Si escucharan ustedes las conversaciones que tenemos, en la más absoluta oscuridad, respecto de la ropa de nuestros propietarios.
Hay colgadores tristes que lamentan servir a alguien con mal gusto, pero junto a estos hay otros burlones, sarcásticos, que se ríen de la señora entrada en años que se compra ropa de adolescente para parecer joven y que, al fin, se ve más vieja que nunca.
«—Yo no sé cómo esta señora se va a poner estos pantalones que son dos tallas menores de lo que requiere».
«—Mira este vestido ordinario, lleno de perlitas y brillos. Esta vieja quiere llamar la atención, aunque se vea ridícula».
«—Y esta blusa semitransparente… ¿Para qué se la pone si lo que quiere es que le vean las tetas?»
«—No se rían de la señora. Por lo menos tenemos dónde vivir».
Y también en los armarios de caballeros.
«—El viejo ama este terno que ya se está deshilachando. Y, además, le queda pésimo».
«—Y esta chaqueta tiene los codos gastados y el cuello bastante mugriento. ¡Me da un asco!»
No quiero imaginar lo que saldría de un seminario de colgadores, donde fueran a comentar sus vidas de encierro y oscuridad, teniendo que convivir con arañas, polillas y cucarachas. Además, rara vez los humanos se preocupan por limpiar sus armarios; los consideran algo secundario porque, como nadie ve su interior, entonces no importa cómo estén. Son pocos los que se toman la molestia de mantenerlos limpios. Y nosotros, los humildes colgadores, tenemos que soportarlo todo, incluso maltratos, además de la indiferencia. Sin embargo, no hay psiquiatras para colgadores…
Hay algunos colegas que tienen la suerte de vivir en un armario amplio, incluso luminoso, limpio y oloroso, de alguna familia pudiente que se preocupa por su presencia y compran buena ropa; pero la mayoría tenemos que vivir en roperos o closet a veces minúsculos, atestados, incluso fétidos. Nuestra vida tiene, como pueden ver, sinsabores y desagrados como cualquiera. Aun así, nunca se ha sabido —ni se sabrá— de una Revolución de Colgadores, lo que sería, sin duda, un desastre mundial. ¡Imagínense la ropa tirada por ahí, cualquier parte, o amontonada en cajones! Sin nosotros, se termina el orden en las casas. Somos un complemento vital en la existencia de los humanos, pues colaboramos con el orden que les permite una búsqueda rápida y eficiente.
Desde el más humilde de nuestros compañeros, desde ese hecho de alambre, pasando por los de plástico barato que se usan en los centros comerciales, hasta los más finos de madera o acero inoxidable, constituimos toda una jerarquía imprescindible para el orden, el aseo y la mejor utilización del espacio. Pero los humanos siguen mirándonos con completa indiferencia, sin darnos el auténtico valor que nos corresponde.
Somos el apoyo invisible de vuestra ropa, algo a quien no se nota, algo que pasa desapercibido… hasta que hacemos falta.
Pero no estamos solos; hay muchas cosas en la vida de los humanos que son muy necesarias y que no tienen, al perecer, importancia, porque están ahí de forma habitual. Es muy extraña esa actitud humana que sólo se da cuenta de algo cuando ya no lo tiene o se ha estropeado. Pero con nosotros sucede algo muy especial, ya que no estamos presente, a la vista. Las almohadas, las toallas, el cepillo de dientes, las cortinas, el basurero, en fin, todas esas cosas son «secundarias» para el humano, pero las ve, las usa, forman parte de su vida cotidiana; nosotros también, nos usan, somos necesarios, imprescindibles diría yo, pero no nos ven, no nos notan…
De todos los objetos que forman parte de la vida, los colgadores somos, lejos, los que recibimos la menor atención.
No importa. No nos importa. No estamos preocupados por destacar porque sabemos que nuestra tarea es modesta, secundaria podría decirse, aunque nadie podría negar, tampoco, que somos parte vital de la vida moderna, un invento destacado, destacable, que ha contribuido notablemente al desarrollo de la civilización.
He conocido colgadores de todos tipos, de esos que les ha tocado viajar debido a una gran cantidad de mudanzas por parte de sus dueños. Los hay solitarios, depresivos que cuelgan con absoluta indolencia de la barra, pero también los hay alegres, de colores llamativos, que parecen sonreír bajo las prendas. En los closets más atestados forman verdaderos contubernios, asambleas y, de noche, cuando nadie se da cuenta, cuchichean levemente sobre de sus aprensiones y pareceres.
No falta el colgador pedante y el malhumorado, el quisquilloso y el lloriqueante. Hay, como ven, colgadores con todas las personalidades.
Pero hay algo que nadie sabe y es que nosotros, escondidos en el closet o el armario, con apenas una placa de madera de por medio, nos enteramos de todo lo que sucede en la habitación y no se imaginan ustedes los secretos que guardamos —porque sí los guardamos—, respecto de nuestros dueños y su vida íntima. Podríamos escribir historias muy picantes y sabrosas, y también tristes e, incluso, crueles.
Pero esos secretos están muy bien guardados porque, ¿quién creería lo que dice un colgador? Finalmente somos un aparato el colmo de lo sencillo, una «tecnología menor», por decirlo de alguna forma y, por lo mismo, carentes de toda credibilidad.
Pero somos irremplazables.
La vida es, ante todo, estar colgados. De muchas maneras. Los humanos creen que son muy diferentes de nosotros, incluso nos miran con cierta displicencia. No somos más que un colgador, algo sin demasiado valor, porque no ponen atención en lo indispensable, en lo fundamental. Por eso los humanos, también, viven colgados y, la mayoría, en un armario, en ese armario que construyen con sus rencores, su soberbia, su indolencia, su mezquindad…
Bien visto, son iguales a nosotros; la mayoría no pasa de ser una percha, un colgador ambulante que muestra la ropa que lleva puesta y que nunca, o muy rara vez por lo menos, representa lo que hay debajo. La mayoría de los humanos se viste para esconderse, para intentar representar algo que no son; su ropa es más un camuflaje que una vestimenta. Y lo peor es que, hoy en día, se ha perdido la elegancia. Resulta casi espeluznante ver a esos hombres mayores vestidos con pantaloncitos cortos, camisetas y sandalias, lo que los hace ver muy ridículos, y visten así no solamente porque haga calor, sino porque quieren verse «jóvenes», como si la juventud fuera una cuestión de ropa más o menos. No sólo se ha perdido toda elegancia, sino que, además, se burlan de ella, de quien viste elegante, de quien se preocupa por verse bien. El tipo de cuello y corbata resulta ridículo, así como cualquiera que siga los parámetros de elegancia de hace algunas décadas. La verdad es que, finalmente, en nuestro país terminó por imponerse la vulgaridad yanqui, un pueblo nómada que no comprende lo esencial de la vida, que considera, incluso, la presencia como algo importante, ya que es muy difícil que alguien te tome en serio si tienes el aspecto de un atorrante. Ustedes dirán que eso es secundario, que a las personas deberían calificarlas de acuerdo a sus actos y no a su presencia, cuestión en la que estoy de acuerdo, pero también es importante la presencia, la forma de mostrarse, de «verse» y de cómo te ven los demás, lo que no es menor si analizamos un poco la historia, ya que en los tiempos de mayor creatividad e inteligencia, como el Renacimiento y el Romanticismo —por dar dos ejemplos—, eran también tiempos en que se ponía extremo cuidado en el vestir. No así en los períodos de decadencia, cuando a todo el mundo le da igual su imagen.
Es que vivimos tiempos de decadencia y el vestir lo señala con claridad. La «elegancia» es vital en todos los aspectos. ¿Acaso los científicos no ponen todo su empeño en explicar los fenómenos de la Naturaleza en lo que ellos llaman «ecuaciones elegantes»? Simples, precisas pero hermosas. No quiero decir con esto que basta con vestirse bien para ser inteligente, una idea muy tonta; pero sin duda que el buen vestir es en parte un efecto del buen pensar. Precisamente en estos tiempos de gran torbellino intelectual, de ideas flojas y vacías, la gente se viste mal, intentando parecer lo que no es, intentando «camuflar» sus carencias bajo prendas que persiguen, sobre todo, desviar la atención de lo real y donde, además, se pone un empeño extremo en demostrar indolencia, aunque es una mentira, ya que quienes se visten «casual» pasan horas frente al espejo buscando la mejor forma de verse «casual», lo que no es, de ningún modo, «casual». Incongruencias de la decadencia…
Y esto se refleja en el arte, uno de los eslabones más explícitos de la cadena social, y que hoy en día refleja tal nivel de mediocridad que resulta insoportable para todo aquel que tiene algún nivel de sensibilidad.
Pero, como decía antes, el humano es, como nosotros, nada más que una percha que se pone encima lo que le indica la «moda», aunque le quede pésimo, pero le resulta extremadamente necesario para «formar parte» de algo, cualquier cosa, por idiota que sea. Y no solamente lo hace con la ropa, sino también —y lo que es peor— con las ideas, o lo que considera como tal. Así es como lo «políticamente correcto» se ha convertido en una prenda vital de una sociedad mediocratizada hasta el tuétano. Lo que nadie puede explicar es qué es lo «políticamente correcto», ni siquiera que significa eso. No es más que una moda vulgar, como casi todas las modas, vacías, sin espíritu, sin sentido y sin futuro, aunque en el fondo consiste en adoptar como propias ideas imbéciles que ni siquiera debería ser consideradas.
Nuestra situación general, como colgadores, no es sino una prolongación de la situación humana; vivir colgados dentro de un closet. Lo más extraño es que quienes declaran «haber salido» de dicho closet, no hacen sino meterse en otro, igual como nos sucede a nosotros. Pero los colgadores tenemos una razón para estar allí, es nuestro mundo, incluso nuestro universo, porque no podríamos existir fuera de él, pues nos veríamos extraños, ajenos al lugar, fuera de contexto… Y en eso también nos parecemos a los humanos.
En realidad, es muy poco lo que puedo decir de nuestra vida, al igual que la mayoría de los humanos. Cumplimos con un servicio y cuando ya no nos necesitan, nos arrojan a la basura y nos reemplazan por otro más nuevo, al igual que la mayoría de los humanos. Quién sabe si a futuro la tecnología creará una nueva forma de guardar la ropa que no requiera de nuestros servicios, por lo que pasaremos a la extinción… al igual que los humanos…
[AQUÍ]