Era algo tarde cuando regresé a casa y el único autobús que encontré me dejó a varias cuadras.
Como la noche no estaba tan fría, me animó la idea de caminar un rato. Un buen ejercicio para un hombre mayor y me ayudaría a dormir mejor.
Tomé una calle lateral para acortar camino, la cual estaba bastante oscura, pero absorto en mi reciente experiencia intelectual, no le di mayor importancia hasta que vi, algunos metros delante de mí, la figura de un individuo que se me acercaba. Apreté el mango de mi bastón y caminé decidido. Los asaltos no eran comunes en ese barrio, poco transitado de noche, así que no me sentía muy intranquilo, hasta que estuve a pocos metros del individuo.
Se me quedó mirando un momento. Me resultaba familiar, pero no sabía de qué o de dónde. Su aliento alcohólico era bastante fuerte.
De pronto, su rostro se transformó en una más- cara de ira, enrojeciendo hasta la raíz de los cabellos y sus ojos relampaguearon como los de la diosa Juno.
—¡Viejo tal por cual! —vociferó. (Ese tal por cual pueden interpretarlo como varios insultos humillan- tes y vulgares fáciles de comprender).
Entonces le reconocí: aquel era el fulano al que había denunciado por agredir a la mujer, frente a mi departamento.
Le vi levantar sus manos grandes como zarpas en busca de mi cuello, mientras su rostro encolerizado era una máscara de odio. Sin duda había averiguado que yo había sido el autor de la denuncia.
¿Quién me había mencionado? ¿Por qué estaba libre? Eso, lo sabemos todos…
Entonces, en una reacción automática, giré el puño de mi bastón y extraje el estilete que puse frente a mí para atemorizarlo o, cuando menos, hacerlo desistir de su agresivo intento, haciéndole notar que estaba dispuesto a defenderme a pesar de mi debilidad notoria.
Pero se abalanzó sobre mí y, antes que pudiera hacer yo nada al respecto, el estilete se hundió lim- piamente en su pecho, justo en el corazón. Me miró con ojos desorbitados de sorpresa ante el inesperado ataque y, luego de un instante, se separó de mí sa- cando el arma de su pecho y, dando algunos trasta- billones, llevó sus manos a su herida de la cual co- menzó a manar abundante sangre, y cayó al suelo, inerte. Me acerqué a mirarlo, me incliné temeroso de lo que podría suceder, y noté, por su expresión y por el hecho de que no respiraba, que estaba muriendo. Sus ojos continuaban muy abiertos como en un intento desesperado de aferrarse la vida, la que se le iba escapando, pero la luz de su interior desaparecía rápidamente.
Después… expiró…
Miré aterrorizado a mi alrededor intentando encontrar a alguien para que me auxiliara o llamara a la policía, pero todas las casas se veían a oscuras y el silencio era sepulcral. Me sentí desesperado, incluso caminé algunos pasos en dirección a la puerta de una de las viviendas, para pedir auxilio.
En ese momento pensé, recordando mis conocimientos legales, que lo más probable era que me iba a enfrentar a una situación muy complicada, pues el tipo que me atacaba no estaba armado y yo sí. Eso implicaba que, probablemente, terminaría yo en la cárcel.
Entonces, luego de guardar el estilete en mi bastón y de mirar a mi alrededor para percatarme que nadie me había visto, me marché raudamente.
Cuando entré en mi departamento, casi todo mi cuerpo temblaba. Me quedé de pie un momento en el vestíbulo, sin atinar qué hacer. Me fui a la cocina y me serví un vaso grande de vino que bebí casi de un trago. Luego me acordé del bastón que había dejado en la entrada y decidí limpiarlo prolijamente. Lo puse bajo el chorro de agua de la llave del fregadero y pude ver como se teñía de rojo, como una película que se deslizaba pastosamente. Sentí un leve mareo, pero, tomando la esponja, limpie el arma y la vaina con energía, para luego bañarlas en cloro pues así, ya lo sabía, eliminaría todo rastro biológico.
Pensaba en las aterradoras consecuencias que todo aquello podía arrastrar para mí, aunque final- mente pudiera conseguir, cuando menos, una condena remitida, pero al poco rato comprendí que, el hecho mismo de haber atravesado el corazón de aquel infame era lo que menos me importaba y casi
me dio un ataque de risa, quizás por puro nervio- sismo.
Si nadie me había visto, cosa por demás evidente ya que, en un caso así, el morbo hubiera hecho que todos salieran a la calle a enterarse del suceso, cuestión que en estos tiempos adquiere carácter de farándula, grabada en celular y enviada al universo digital, lo mejor era quedarme en silencio y guardarme el secreto.
Pero volví a tener esa extraña sensación de no sentirme culpable por lo que había hecho. ¿Quién era el fulano? Un borracho abusador, probablemente con prontuario, cuya existencia no era más que un desperdicio de oxígeno, alguien a quien su madre debió haber ahogado en un balde en cuanto nació.
Y recordé a Dostoievski. Me había convertido en una especie de Raskólnikov, aunque no tenía yo, como el protagonista de Crimen y Castigo, ningún sentimiento de superioridad, ninguna vana soberbia, sino más bien lo contrario. Tampoco contaba en mi vida con una Sonia, fuera o no prostituta, a quien confesarle el crimen y en quien buscar alguna clase de redención. Mucho menos, sin duda, me encontraría con un Porfirio Petróvich, inteligente y filosófico policía —más bien juez de instrucción—, que se adentra en la psicología de Raskólnikov de forma apabullante; lo más probable es que me encontraría frente a un detective indolente y poco avezado, cumpliendo sus funciones burocráticamente.
No era el momento para ponerme a hacer aquellas disquisiciones literarias ni filosóficas, pero mi cabeza daba vueltas y, de alguna forma, no quería enfrentarme a la realidad de mi acción, aunque la acción, en sí misma, era lo que menos me importaba,
sino mi propia seguridad, mi libertad… mi «justificación». Porque esa era la palabra clave. Necesitaba justificar mi crimen para que perdiera relevancia, para que dejara de ser un crimen y se convirtiera en un acto… ¿necesario?
Ni siquiera sabía cómo se llamaba el tipo. Nada sabía de él, excepto que no era una buena persona. Pero si nos dedicáramos a matar a todas las malas personas, no nos quedaría tiempo para nada más.
¡Qué manera de estropearme la velada!, pensé y me dio risa. Después de haber sido halagado profuSamente por mi profesionalismo literario y paleográfico, terminaba convertido en un asesino, esa misma noche. Nuevamente, las trampas de la vida que siempre, de una u otra forma, te pone en situaciones que han de desequilibrar tu mundo, romper tus esquemas, destrozar tus anhelos…
Pero ¿por qué debía yo, Anselmo Pardo, un viejo jubilado y sin familia, un solitario inofensivo (hasta ese momento), que sólo quería esperar la muerte sin mayores sobresaltos, renunciar a todo aquello por un miserable abusador, a quien, dicho sea de paso, no había asesinado propiamente tal, sino que él mismo se había abalanzado sobre mi estilete? Claro que eso no lo podía probar.
No, me dije. No tenía motivo para confesar lo hecho y perjudicar mi futuro por algo que, estoy con- vencido de ello, no merecía la pena. Por lo demás, un cretino menos en el mundo es ya un beneficio considerable.
—Raskólnikov —dije en voz alta—, fuiste un estúpido. Dostoievski, perseguido por sus propios dile- mas morales que era incapaz de superar, buscaba afanosamente una redención, pero a mí, al humilde Anselmo Pardo, la redención me interesa un soberano pepino.
Decidí darme una ducha caliente, prepararme un té caliente y acostarme a dormir. Probablemente al día siguiente, todo parecería un sueño, una mala película vista la noche anterior. Si la policía era capaz de atraparme, bien por ella, pero no contarían con mi ayuda para nada.
Entonces comencé a comprender esa mentalidad común en la historia, especialmente en el pa- sado, y no muy lejano, que justificaba el crimen de cualquier forma tranquilizadora de la conciencia, ya fuera por motivos políticos, religiosos, morales, familiares, sociales e, incluso, económicos. En mi caso, fue legítima defensa, pero como las leyes no me favorecen, entonces, ¡a la mierda las leyes! Yo actué en Justicia…
[AQUÍ]