Un día en la vida de Piter Grin

iter estaba a punto de ser capturado, su ser racional sabía que no había escapatoria, pero su espíritu se rebelaba ante cualquier destino inapelable y él seguía corriendo con todas sus fuerzas, luchando contra la maleza que le impedía avanzar, dispuesto a defender su vida con uñas y dientes.

-¡Pedro! ¡A cenar!

¿Por qué sucedía siempre en el momento más apasionante? Parecía como si su madre hubiera desarrollado un sexto sentido para la inoportunidad y disfrutara ejercitándose. Piter enfiló cabizbajo el camino a casa comentando estas incidencias con sus compañeros de juegos.

-Debe de ser que empezamos tarde -aventuró Moli-, por eso no nos da tiempo de acabar. Tardamos demasiado en merendar.

-No podemos hacerlo más deprisa -se defendió Yon, que era un gordito feliz-, merendar bien es importante para tener fuerzas.

Piter se sentó a la mesa con la peor cara de pocos amigos que creía poder poner.

-Oye, señorito -le amonestó su madre con el más logrado de sus tonos irónicos-, convendría que te lavaras las manos antes de comer, a saber dónde las has estado metiendo todo el día. ¡Y lávate un poco el resto, estás sudado como si alguien hubiera estado persiguiéndote!

Piter oyó esta última recomendación a sus espaldas mientras caminaba hacia el cuarto de baño enfurruñado como un bulldog. ¡Persiguiéndole! ¿Cómo podía no darse cuenta de que había estado al borde de morir horriblemente asesinado a manos de los esbirros del Conde Sinistri. Uno de esos días iban a depositar su cadáver ensangrentado en los escalones de entrada y entonces ..., entonces quería ver la cara de su madre al ver muerto a su único hijo.

-Já -exclamó Piter mientras se remojaba indisciplinadamente, saboreando este último pensamiento.

-Mamá, ¿es absolutamente necesario que tome sopa toooodas las noches? -inquirió Piter, ya de regreso a su puesto en la mesa, secado a medias.

-Absolutamente.

El clán, clán metálico del cazo abollado sobre el frío, sucio y pétreo suelo de la celda sonó con irritante puntualidad, anunciando una nueva ración de bazofia, siempre exactamente la misma cantidad, siempre exactamente el mismo color marrón verdoso. El carcelero de la torre era un ser exasperantemente metódico, cosa que al principio constituía la peor tortura, peor que las ratas, la humedad, la falta de luz del sol o la privación de libertad; pero a la larga resultó una bendición, que permitía a Piter dedicarse con tranquilidad a horadar los gruesos muros de su prisión rascando con la hebilla del cinturón en la piedra.

-¡Quieres dejar de arañar la mesa con la cuchara y tomarte la sopa de una vez! -reconvino la madre-carcelero-. Vas a romper el mantel.

El prisionero apuró el brebaje de rápidos sorbos, había que acumular toda la energía que fuera posible para escapar de aquella torre.


Se acercaba la hora del lanzamiento, Piter Espeis se ajustó el traje astronáutico y comprobó las instrucciones de navegación en su tablilla de vuelo. A su lado, Moli Estar y Yon Escai, ya vestidos, hacían las últimas comprobaciones en el equipo.

-Bueno, muchachos, ha llegado el gran momento -declaró Espeis con toda solemnidad-; sé que cada uno de vosotros cumplirá con eficacia su deber en cualquier circunstancia.

-Sí -afirmó Estar.

-Por supuesto -corroboró Escai.

Los tres astronautas entraron en el elevador con sus escafandras en la mano, muy serios, después de dedicar un postrero escueto saludo al Mundo, a través de las cámaras de televisión, desde la pasarela de abordaje. Accedieron a la cabina, se acomodaron en sus asientos y procedieron a la rutina que tantas veces habían practicado en los entrenamientos.

-Cinturones.

-Presión.

-Indicadores.

-Presurización.

-Controles.

-Compuertas.

-Niveles.

-Motores.

-Relojes.

-Todo listo, capitán -informó Estar.

-Muy bien -afirmó Espeis-. Torre, aquí Apolo XI, estamos preparados para el despegue.

-Aquí Torre, muy bien, caballeros, son ustedes conscientes de que este es un momento estelar de la Humanidad, que Dios les acompañe -los tres astronautas se estremecieron de emoción dentro de sus trajes-. Comienza la cuenta atrás: diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno .... ¡cero!

¡Brooom! ¡Brooom! ¡Brooom! Los motores de propulsión estallaron en enormes lenguas de fuego mientras mil millones de kilopondios de fuerza mecánica empujaban el cohete hacia arriba, venciendo con su empuje brutal la fuerza de la gravedad y la resistencia atmosférica.

-¡Quieres dejar de hacer ruidos y dormirte de una vez! -gritó la madre de Piter desde la Torre de Control, más allá de la puerta del dormitorio.

Se hizo la oscuridad del espacio cuando Piter Espeis, Moli Estar y Yon Escai, los tres intrépidos pioneros de los viajes interestelares, atravesaron la atmósfera y se sumergieron en la infinitud del universo.


Torre de Control les había sacado de su sueño inducido cuando estaban a muchos años luz de La Tierra; afrontado mecánicamente los trabajos de estabilización y ahora estaban tomando sus raciones energéticas para afrontar un duro día de trabajo.

-Haz el favor de desayunar de una vez, que vas a llegar tarde al colegio.

-Mmmññá.

-¿Qué dados? No hables con la boca llena, ya ver si aprendes a peinarte, pareces un gallo de pelea.

Piter Espeis se colocó su mochila transportadora a la espalda y salió al espacio sideral.

-En posición, cambio -informó.

-Abriendo compuerta -se oyó por el intercomunicador.

-Ya está, ya lo veo, el universo a mis pies, es muy hermoso -clamó tembloroso.

-Suerte, Capitán.

Piter Espeis salió a dar el primer paseo por el espacio de un ser humano, flotó y flotó hasta que se dio de bruces con una nube de asteroides.

-¡Hola, Piter!

-¿Qué, pensando en las musarañas?

El Capitán Espeis recibió un fuerte golpe en la nuca al caer en la concentración de meteoritos, perdiendo el conocimiento.

-¡Vaya colleja! -exclamó un niño, y varios echaron a correr riéndose y tirando de sus mochilas.


Pitichtitlán era el más audaz de los jóvenes guerreros de los indios Tanmajaras, por eso, cuando el Gran Consejo de ancianos de la tribu pidió un voluntario para una peligrosísima acción de castigo, nadie dudó ni un segundo en que él iba a ser el primero en ofrecerse. Tras deslizarse por la selva como una serpiente verde, Pitichtitlán había llegado por fin junto a su objetivo, el culpable de la agresión humillante a uno de los suyos; diestramente, extrajo la cerbatana, introdujo un dardo de madera envenenado, asomó un extremo por entre el follaje, apuntó cuidadosamente y sopló con toda la fuerza de sus pulmones.

-¡Sí!

La profesora se detuvo en seco en mitad de la explicación.

-¿Qué le sucede, Braun?

-Alguien me ha tirado algo -contestó Braun indignadísimo mientras se frotaba el pescuezo.

-Alguien, algo ... ¿Puede ser más explícito? -insistió la profesora.

-Un alumno de esta clase, presente hoy y situado detrás de mí me ha lanzado con fuerza -y a traición, debo añadir- un proyectil que ha impactado en la cara posterior de mi cuello, produciéndome un cierto y súbito escozor en la piel -detalló Braun-. Mire, aquí está el susodicho proyectil -añadió recogiendo del suelo y mostrando triunfal una pequeña bola de acero.

-Muy bien, deposite ese objeto sobre mi mesa, Braun, y continuemos la clase. Espero que, al final, el propietario del proyectil vaya a mi despacho a recogerlo.

Maicol Braun era, en realidad, hijo de la profesora Braun; pero mantenían ambos su papel de profesora-alumno tan rigurosamente durante las horas de clase que nadie se acordaba, aunque todo el mundo lo supiera. Algunos, incluso, llegaban a asegurar que en casa se comportaban igual que en el colegio, lo que era considerado una desgracia tan grande que no era creída generalmente posible. Sea como fuere, lo constatado estaba en que la profesora Braun era una veterana del sistema educativo nacional y, como tal, un ser terrorífico tanto para el alumnado como para los inspectores del ministerio. Por eso, cuando Indiana Grin decidió arriesgar y aprovechar la hora del café para penetrar en la cueva llena de obstáculos y trampas mortales en busca del tesoro inca, no pudo evitar que le sudaran las manos. Indiana se deslizó por entre el follaje tratando de no ser visto por los habitantes del Machopocho, llegó hasta la entrada de la cueva y, sin perder tiempo, entró. Lo primero que tuvo que hacer fue esquivar un gigantesco portón de bronce que cayó del techo y que a punto estuvo de aplastarlo. El portón tenía en su superficie una colección de planchas cuadradas que se deslizaban por unas guías.

-Un acertijo geométrico -pensó Indiana.

Movió los cuadros arriba y abajo hasta que consiguió dibujar el damero inca, el símbolo del dios Sol Poniente, y se abrió un portillo en el portón.

-¡Ajá! -exclamó.

Indiana penetró en la cámara sagrada, todo era oscuridad, polvo y telarañas, unas telarañas gigantes que se le pegaban al cuerpo y le hacían costoso avanzar. Encendió una antorcha, tanto para ver como para librarse de las telarañas, y allí estaba, sobre una especie de ara, la bola mágica inca, el proyectil envenenado que nunca yerra su objetivo.

-¡Ajá! -repitió estirando la mano para coger la pequeña esfera.

-¡Ajá! -se oyó desde el fondo de la caverna.

Indiana se quedó paralizado, alzó la antorcha y vio una momia inca sentada hierática sobre una especie trono; la momia tenía una especie de diadema sobre la cadavérica cabeza, que recordaba lejanamente al tupé de la profesora Braun.

-Sabía que vendrías, Indiana Grin -añadió la momia-; ahora prepárate para morir.

Indiana no dudó ni una milmillonésima de milisegundo, cogió la bolita, salió corriendo, se lanzó a través del portillo justo antes de que este se cerrara como la hoja de una guillotina y salió fuera de la cueva tan deprisa que no vio lo que le esperaba fuera, chocando con algo consistente y acolchado.

-Bien, bien, Grin -dijo la profesora Braun-, con que ese proyectil es suyo ... Me alegro de que haya acudido a recogerlo. La próxima vez no olvide aguardar a que yo esté en mi despacho.

-Sí, profesora Braun.


La situación de la ciudad era desesperada, sin agua, sin comida, sin descanso y, sobre todo, sin munición. La última esperanza de los griegos, después de dos años y tres meses de sitio por parte de Roma, además de la incierta ayuda de los veleidosos dioses del Olimpo, se llamaba Piterquímedes. El sabio había concluido por fin un nuevo invento y mandó que se cargaran las catapultas con las bolas de hierro incandescente que quedaban en la ciudad. Con cierta aprensión, los soldados atenienses contemplaron cómo los artilleros colocaban en la cazuela sus últimos proyectiles, después de esto ya nada podría detener los artificios romanos de asalto.

-¡Lanzad! -gritó el general ante una indicación del sabio.

-¡Fisiú!

Las bolas salieron lanzadas por los aires por encima de la empalizada de la polis e impactaron en las formaciones de ataque enemigas.

-¡Sí!

-¿Otra vez, Braun?

-Otra vez, profesora

-¿Lo mismo?

-Lo mismo -aseguró el chico mientras se retorcía buscando la bolita metálica por el suelo-. Hasta la he oído caer, debe estar por aquí.

Ya todos los niños, los de cerca y los de lejos, andaban inclinados atisbando el suelo.

-Aquí sólo hay polvo.

-Mira, un trozo de bocata de mortadela.

-¡Cinco céntimos, qué suerte!

-¿De quién es este botón?

Pero la bola no aparecía por ninguna parte. La profesora Braun aprovechó la confusión para mirar inquisitivamente a Piter, que permanecía muy quietecito en su pupitre; pero éste negó la implícita acusación con un gesto.

Piterquímedes mandó que abrieran las puertas de la empalizada y sacaran por ella los extremos de un enorme artilugio en forma de herradura que iba montado sobre una tarima de madera con ruedas. El sabio, entonces, unió dos cables de cobre dentro de un balde con agua y ... ¡oh maravilla !, los proyectiles regresaron atraídos por una misteriosa fuerza para quedar adheridos a los extremos del artilugio, junto con otros objetos de hierro como corazas , clavos, pernos, tachuelas, etc., arrancados de los carros, bridas y pertrechos del enemigo. Piterquímedes separó los cables de cobre y todo lo de hierro cayó al suelo con estrépito.

-Recogedlo todo y cerrad la puerta -ordenó.

-¿Y bien, Braun? -quiso saber la profesora Braun.

-Pues no hallo el cuerpo del delito -se lamentó Braun junior.

-Querrás decir el arma homicida -corrigió Piter-; el cuerpo del delito eres tú.

Se lió lo más grande, todos, niños y niñas, se echaron a reír escandalosamente, lo más escandalosamente que sabían.

-Ya basta -exigió la profesora Braun sin levantar la voz-. Es suficiente jaleo para todo el mes -se hizo el silencio en el aula-. Ahora, usted, Braun, usted Grin, y .... -paseó la mirada por toda la clase buscando a alguien al azar-, y usted, Llelou, salgan a la pizarra, que sus compañeros van a preguntarles la lección: un punto para el que haga la pregunta más complicada.


Le habían cazado, de la manera más tonta, después de meses de hostigar sus puestos, sus líneas de abastecimiento, sus convoyes, cuando él y su gente estaban consiguiendo convertir la región en un infierno para el ejército invasor, justo entonces, lo capturaban. Pitiérrez, alias El Algarrobo, estaba ahora contra la pared, con una venda en los ojos, esperando a que el pelotón de fusilamiento del Quinto Regimiento de Dragones, al mando del Coronel Roquefor-Grullère, descargara sobre él su andanada mortal. Estaba convencido de que le habían traicionado y de que sus dos compañeros de paredón, hasta entonces rivales irreconciliables y ahora colegas de infortunio, Pepe Moreno, el bandolero de Sierra Morena, y Roig i Gualda, alias el Tambor del Bruc, tenían algo que ver con ello, sobre todo Moreno, que nunca llevó bien su prestigio y sus hechos heroicos. Pero había sido la bravata en la Taberna del Gallo -que se llama así porque no cierra hasta que canta el gallo-, esa de que brindaría con Chatenefdipap de la mismísima bodega del Coronel esa mismísima noche, la que le había puesto en manos de su odiado enemigo. Ahora, tras un juicio sumarísimo e inapelable, aguardaba el momento de rendir cuentas ante Dios y ante la Historia.

Cuando a los insignes miembros de la clase de Piter Grin se les da la oportunidad de despellejar a alguien, muestran una capacidad, imaginación, diligencia, constancia y entusiasmo que nadie les atribuiría en condiciones normales; por eso, las preguntas fueron dificilísimas, cargadas con la más rebuscada pólvora de su arsenal. Los reos de muerte cayeron malheridos pero, a pesar de todo, no muertos: Pitiérrez porque la inquina mayor recayó sobre Moreno-Braun -por aquello de que era el hijo de la profesora y, por tanto, objeto de un prejuicio irrebatible de favoritismo-, y sobre Llelou-Tambor del Bruc- propietario de una inteligencia insultante-; Braun porque su profesora-madre intervino de parapeto vetando algunas cuestiones por improcedentes -que lo eran-; y Llelou porque era, en efecto, brillante, capaz de esquivar las peor intencionadas inquisiciones.


No era justo, de acuerdo con que la guerra es dura, llena de privaciones y sacrificios, y que en la guerra como en la guerra; pero él era el Gran Piterski, el alma y la columna vertebral de la escuadra de cazas de la fuerza aérea de los soviets, la misma que se las estaba teniendo tiesas con los Stukas y frenando los bombarderos Junker de los nazis. Ya era mucho que tuvieran que jugarse el tipo con aquellos cazas anticuados; pero que encima pretendieran hacerlos volar tan mal alimentados era demasiado.

-Así vamos más ligeros -le consolaba Yonin, que era capaz de comerse el ala de su aparato.

-Es lo que hay, camarada piloto -le espetó el brigada Bazofiev mientras arrojaba en el plato una masa parduzca entreverada de verde mohoso con un experto golpe de muñeca.

A su alrededor sus compañeros comían en silencio, apagados por el peso de la conciencia de afrontar esa tarde una nueva ruleta rusa, sin atreverse a levantar la cabeza, para no ver los asientos vacíos que iban dejando las bajas en combate en el comedor. Piterski, sin embargo, alzó la mirada para no ver el mejunje que tenía delante y se topó con la de Molievskaya, la heroína del aire, la primera mujer piloto de caza de Rusia, ejemplo para el proletariado mundial. Era una tipa dura, Molievskaya, se había comido toda aquella porquería, estaba rebañando el plato con pan negro y le miraba desafiante.

-¡Piter Grin! No sales al patio hasta que te acabes todo eso -amenazó la profesora encargada del comedor-; así que ya estás haciendo trabajar ese tenedor.

Jamás se había enfrentado Piterski a un combate tan duro, hasta la fecha; los proyectiles silbaban por doquier diezmando su escuadrilla; él mismo había recibido varios impactos y se mantenía en vuelo de milagro, Brauninski y Yonin habían caído, el mismísimo Llelov lo estaba pasando mal, sólo Molievskaya parecía a sus anchas en aquella tormenta de fuego, hierro y muerte.

-Mis queridos alumnos -anunció solemnemente la profesora Braun, agotada la munición de preguntas de la materia de turno-, vais a tener que estudiar muchíííííísimo más si queréis tener alguna opción, por pequeña que sea, de aprobar esta o cualquier otra asignatura.


No fue posible escapar, corrió y corrió pero le dieron alcance, lo arrojaron al suelo de bruces, una bota le pisó bárbaramente la columna vertebral mientras unos brazos rápidos y fuertes le ataban las muñecas a la espalda. Notó en el pescuezo el aliento de un perrazo descomunal.

-¡Vamos, muchachos, unas vueltas al campo para calentar! ¡Vamos! -gritó entre estimulantes palmadas el entrenador de rugby, un tipo gordo y con bigote, a punto de reventar un chándal de cuando País de Gales era alguien en este deporte.

Ahora, Piteranwi, de la tribu de los Anwi, peinaba el río con un cedazo en busca del diamante que hiciera de oro al gordo capataz que los azuzaba, al gordo jefazo que mandaba aquella mafia esclavista y al gordo blanco que compraba, tallaba y vendía la joya al tonto del culo que la compraba para pagar con ella unos meses de compañía de alguna famosilla temporalmente neumática.

-¡Vamos chicos, calentando esos músculos! ¡Uno, dos! ¡Uno, dos!

Lo odiaba, sí, odiaba a aquél estúpido capataz que les hacía andar todo el día con el espinazo doblado, filtrando agua y más agua, vigilando para que nadie se guardara la más mínima piedrecita en algún pliegue del cuerpo.

-¡Vamos, esas flexiones! ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Estirad, arriba, abajo! ¡Arriba, abajo! Bien, ya basta, ahora, a placar, ¡vamos, vamos!

Lo intentó, lo intentó una y otra vez, huir, y huir no de cualquier manera, sino con parte del botín, abrazado al saquito con el resultado precioso de sus esfuerzos y sacrificios; pero una y otra vez era violentamente placado, golpeado contra el suelo, pateado, aplastado hasta que el sabor a hierba y tierra húmeda pasaba a formar parte de su aliento durante meses.


No fue posible coronar, la tormenta se les vino encima antes de llegar a la cumbre, quedaban pocos metros, muy pocos metros; pero el frío se volvió insoportable, el oxígeno desapareció y la nieve empezó a azotarlos sin piedad haciendo imposible ver nada, decir, pensar, hacer nada. Sólo la experiencia, la sangre fría, el aplomo, la presencia de ánimo del gran escalador Piter Grinwald pudo lograr que la cordada emprendiera el penoso, lento, fatigoso, heroico camino ladera abajo, con la esperanza casi vana de alcanzar el campamento de ataque antes de morir resquebrajados en trocitos de carne congelada. Después de lo que pareció una eternidad en el purgatorio, Grinwald, Yon y Moli divisaron la tenue luz del campamento, luego la sombra de la tienda y, por fin, la puerta en la que les aguardaba el resto del equipo con la lógica preocupación,

-¿Se puede saber dónde te has metido hasta ahora? -interrogó la madre de Piter con las manos en jarras y la cara de un guardia de Abuh Grahib.

-¿Es muy tarde? -preguntó Piter con sincera sorpresa.

-Más que muy tarde, nenito.

-Hoy tenía entrenamiento.

-¿Taaanto entrenamiento? Pasa, anda, y lávate las manos, la cena te está esperando.


-No quiero seguir en el equipo de rugby -anunció Piter con carácter definitivo, una vez sentado a la mesa.

-¿Pero no querías llegar a ser el gran capitán de la selección, ganar el Cinco Naciones…? -preguntó su padre con el mismo tono distraído de voz con el que hubiera pedido que le acercaran la panera.

A Piter Grin III le gustaba pasear la vista por los trofeos ganados en su gloriosa vida deportiva, tocando las copas y las medallas con las yemas de los dedos, leer una y otra vez las crónicas enmarcadas de sus hazañas en los terrenos de juego de todo el mundo, Escocia, Irlanda, Francia, Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda, Argentina ... Toda una vida de carreras, topetazos, placajes, patadas a seguir, melés, ensayos, narices rotas, dientes descabalgados, columnas desplazadas, brazos dislocados, cejas abiertas, costillas hundidas, cráneos entrechocados ...

-Sí, no. Además, los entrenamientos hacen que regrese muy tarde a casa.

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Esa noche hubo fiesta en el campamento base; con la cena, Piter Grinwald, el legendario escalador, y Yon y Moli, sus compañeros de cordada, se recuperaron perfectamente del frío, el susto y el agotamiento. Mientras, en la base aérea de Novgorod, Piterski y su mecánico reparaban las averías de su caza, bajo la burlona mirada de la camarada piloto Molievskaya. Por su parte, Piteranwi dormitaba en el suelo de la choza soñando que era un cazador de antílopes en la sabana, lo mismo que Pitichtitlán acechaba al jaguar en la espesura nocturna del Amazonas. La misma noche en que la bella Moli restañaba las heridas del guerrillero Pitérrez con mano enamorada, la misma que Piter Espeis, Yon Escai y Moli Estar contemplaban asombrados por su belleza desde el espacio, la misma en que Indiana Grin encontró la entrada a la tumba inca sin salida, o en la que Piterquímedes descubría el modo de derrotar a los sitiadores de Siracusa. Pero el prisionero seguía encerrado en su torre, arañando la piedra con la hebilla del cinturón, y fuera, al amanecer, aguardaba el Conde Sinistri, preparado para cometer multitud de fechorías.