Carta a la tierra
“Los días cantan la tierra del hombre al borde del hombre”.
Como si los párpados quietos, cabizbajos, estuvieran dormidos.
Hay sonidos desgarradores que salen de la entraña del miedo.
La esperanza anida debajo del alma, y el mundo traspasado por la angustia, atravesado por un puñal incierto.
Las aguas parecen desvanecerse al ritmo del rugido de los bosques.
La danza de la humanidad calla, y están solo las voces ancestrales despedazando el tiempo.
El poema solitario busca el sendero de la paz, donde sopla el viento sobre un rostro que no escucha.
Sin embargo, tierra: ¡¡Canta!! Oye, tierra: ¡¡Canta!! Al borde de Dios… y estaremos a salvo.
Juliana Eguizabal
La mano negra
Se enrosca la tarde
en el ocaso ardiente.
La mano de un verdugo
deja estéril
el cuerpo de las sierras.
Una cresta en llamas
devora vestiduras
de peperina y helechos.
Con su piel desnuda
observa los huesos calcinados
de algarrobo, tala y chañar.
Quisiera exprimir la luna
darle a beber su llanto
y así saborear
el aroma a tierra mojada.
Quisiera que el cielo
abra sus compuertas
arrastre hacia el abismo
a la parca
y su guadaña de fuego.
Emilia Beatriz Borreda
Niños luciérnagas
Luciérnagas sin luz
que desean volar y no pueden.
Se caen en las plazas,
en los espacios grises
o en el corazón de la ciudad.
¡Huérfanos o abandonados!
¿Quién sabe qué pesares
los empujan a vivir en la calle,
expuestos a la soledad, al desamparo,
al hambre y a los abusos?
¿Qué constelación de dolores
abraza al niño de la calle?
¿Qué peligros los acechan?
¿Qué riesgos y qué tormentos
oscurecen la vida de estos niños?
¿Dónde perdieron su luz?
¿En qué tormentas naufragaron?
¿Qué imágenes tallarán sus retinas?
¿Qué heridas marcan su vida
y qué angustias salpicarán su memoria?
Solo sé que un manto gris,
una gris constelación…
abrazó a estos niños.
¡Todos bajo un mismo cielo
como luciérnagas sin luz!
¡Sin luna llena!
¡Solo sombras!
¡Sombras que danzan sobre sus cuerpos
cual fantasmas que esconden la luz
de estas pequeñas luciérnagas!
Felipa Castro
Detrás del arco iris
En una tarde de lluvia, del último cajón del mueble rescato una caja de lápices de colores. En la mesa, de cálido cedro rojizo, espera impaciente mi nieta donde prometí entretenerla con coloridos dibujos. Ella copia con perfecta sincronía los rasgos que hago de un arco iris. Trabajamos juntos con la armonía que da una atmósfera sin tiempo. La curiosidad infante hace surgir de sus labios una pregunta que casi me deja sin respuesta: “¡Abuelo!, ¿Qué hay detrás del arco iris?” Entre la maraña de pensamientos rescato una contestación: “Detrás del arco iris hay un mundo mágico con jardines que nos sumergen en gratas emociones, diluyendo nuestras angustias, dudas y problemas”.
Ese estupendo lugar es apacible y sereno. Un sitio perfecto con verdes praderas, surcadas por una cálida brisa. Un lugar de tranquilidad y sosiego donde todos llegaremos algún día… Mi nieta escuchó con reflexivo silencio. Con una sonrisa reflejó su satisfacción por la respuesta y además por la colorida obra terminada. Luego agregó algunas aves revoloteando la franja multicolor. Su abstracción al dibujo era total. Observé cómo los niños ven todo con una luz absoluta y pura. Entonces decidí escribirle una carta para que la lea dentro de algún tiempo:
“Cuando un día de lluvia no encuentres al abuelo en la cocina, ni en su sillón cerca del fuego ni sentado junto a la mesa de cedro; no es que me haya ido, es que ahora no seré perceptible a tus ojos. Las cosas más importantes y bellas de la vida no pueden verse ni siquiera tocarse, solo pueden sentirse con el corazón.
“Si quieres percibir a tu abuelo, solo debes estar atenta a la lluvia y cuando esta agonice, corre escaleras arriba y observa por el balcón al Cielo. Un arco iris el firmamento dibujará y aplacará el gris de tu vida. Te dará vigor para que encienda los colores de tu espíritu y desde allí te acompañaré para darte fuerzas en instancias de duda o flaqueza.
“Pero me mantendré distante en momentos de fortuna que en forma inexorable la vida te regalará. Celebraré sin intromisión tus éxitos, circunstancia de las que serás merecedora para alegría de mi espíritu y gloria de mi alma; y mientras tu cuerpo se estremece al sentir una brisa semejante a una caricia, soy yo, niña, que en tu ser vibro observándote ufano desde ese mundo cálido y sereno, donde todos llegaremos algún día”.
Doblé la carta, la introduje en aquel último cajón, quedando como vivo testimonio de un entrañable momento sin tiempo, guardado por siempre en el corazón de una nieta y su abuelo.
José Luis Castellano
Réquiem
Primer amor
Recuerdo, te vi por primera vez, desde lejos y entre mucha gente. Sin embargo, parecía que caminabas solo, la gente desaparecía, tu manera de vestir, tu gesto adulto a pesar de solo tus 18 años hizo que te eligiera sin que lo supieras. Y fue mi secreto, era una niña y solo debía pensar en el colegio.
Mi elección fue lejos, casi atrevida, estaba orgullosa en la conquista pues no eras un chico de mi grado.
La vida nos unió en un mismo camino, compartimos una juventud llena de vivencias elegidas, nos atraían por igual la música, el cine, el deporte. Soñábamos que era para siempre, pero el destino ya había señalado otros caminos y quedó una fecha esperando. En septiembre, mi vestido de novia en la cama de soltera y una infinidad de preguntas para siempre postergadas.
Cuánto tiempo después, un llamado telefónico inducido por una sana curiosidad, y lo que escuché a través de él logró someterme a un dolor inesperado, incomprensible, casi irrazonable. Por un momento no pude hablar, sentía que mi cuerpo se vaciaba de sus vísceras y me sentí morir.
Mientras el teléfono sonaba, había tenido la sensación de estar abriendo la puerta de una casa extraña y entrar a ella sin llamar, despertando una vivencia adormecida por largos años en el fondo de mi corazón.
Cómo pudiste partir y no llamarme.
Cómo te fuiste así, sin un signo en el cielo.
Ni una brisa amiga llegando a mi patio. Contándolo en secreto.
Cómo no supiste que el día del anuncio de tu muerte mi alma de pena estallaría.
No poder correr hasta tu tumba ni gritar a viva voz lo que sentía.
Te buscaré en cada atardecer, te buscaré en plena madrugada
en el río, en los árboles, en el ir y venir de cada día
Si tu espíritu y el mío estaban juntos
más allá de las cosas de este mundo,
de sus leyes y de sus trucos.
Las reglas de juego de la vida imponen a veces volver la espalda al corazón, callar, no herir, cambiar de rumbo. Sin embargo, ante la circunstancia de la muerte, desaparece el telón, los actores, sus libretos y ahí queda nuestro ser a corazón abierto, sin más verdad que la verdad misma.
Es probable que nuestras vivencias nos acompañen para siempre, permanecerán adormecidas y podrán morir con nosotros, si no es que en un día inesperado algo las despierta dolorosamente.
A lo largo de la vida, simple y hermosa, casi siempre perdemos el diálogo; ese hecho tan importante que va fortaleciendo y madurando.
De este modo tal vez la muerte solo sería un “hasta pronto”, no escribiríamos tanto dolor por un amor ni llegaríamos treinta años tarde a buscarle…
He llegado a ti, ciudad de mi niñez
voy entrando silenciosa y dolorida
No sé si es mi cuerpo el que camina
mi dolor, mi impotencia o todo ello.
Soy libre y vengo a encontrarte.
La larga calle de tu entrada, el viejo bulevar, tus eucaliptus, tus álamos
los sauces llorando sobre el río
tu puente gris acoplado de pisadas.
Voy entrando temerosa y solitaria
me inundo de contenido llanto
y lloro también con mis entrañas.
Mis manos vacías, el pelo blanco de tiempo y mi nada.
Ya sé que no estás, por qué buscarte.
Si el teléfono dijo que no estabas,
que tu ser era ya parte del cielo.
Las veredas extrañan tus pisadas,
los amigos no te cruzan por las calles.
Tu lugar y tu mesa están solos, tus melodías mudas.
Ya no está aquel que las nombraba
a cada una con melodía incomparable
seguramente caminas, como siempre, taciturno
en los caminos del cielo.
Allí se habrá subido con tu alma, la música que amabas.
El destino preparó el final
no puedo recordar cómo pasó
solo parece un mal sueño en mi memoria.
Nos separamos, vivimos separados
cada uno tan lejos de esa historia.
Tú te has ido, yo estoy viva
no hubo tiempo para despedidas
soñé que había un día para todo
aún para curar heridas…
Pelliza Nilse Norma
En dos tiempos
Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa.
“La partida del tren”, de Clarice Lispector
Me encanta remolonear un rato en la cama, y después bajar a preparar el desayuno y tomarlo en el jardín. Cuando el tiempo está lindo, hasta salgo descalza porque adoro el contacto de los pies en el césped. Me gusta armar la mesita debajo del sauce, llevar una jarra con té de hierbas, un poco de pan casero, dulce de naranjas y sentarme a desayunar durante todo el tiempo que tenga ganas. Pensar que antes vivía pendiente del reloj. Lo que ahora cuenta para mí es la isla.
De todos los elementos de mi nuevo hábitat, la marea es el más importante. El río baña las plantas y los arbustos, y alberga los peces, las nutrias y los patos del lugar, pero también es capaz de arrastrar devastadoramente cuanto animal, arbusto u objeto le venga en gana.
La marea sube y baja al menos dos veces por día, pero su llegada es caprichosa y a veces me sorprende en medio de los preparativos para recibirla. La peor de las sorpresas me la dio al poco tiempo de venirme a vivir acá. La noche anterior había dejado las reposeras afuera y una mesita preparada para desayunar al día siguiente en el jardín.
Cuando me levanté por la mañana, la marea había irrumpido como un vándalo abalanzándose sobre la mesa, las reposeras y el mantel cuadrillé, que quedaron cubiertos de barro. No supe qué hacer. ¿Por dónde empezar? ¿Me convenía esperar a que secara o era mejor embarrarme y rescatar las cosas? Primero me senté a llorar; después miré al río con furia a los ojos. ¿Por qué? Y al rato pensé: “Bueno, ¿por qué no?” Me serené, me metí en el barro y empecé a limpiar las cosas, una por una. No habían pasado diez minutos que me reía sola, embarrada hasta las orejas.
Desde ese día, cada vez que me despierto, con los ojos todavía cerrados, me estiro y dejo caer una pierna al costado de la cama hasta tocar con un pie el piso para saber si el agua subió y entró a la casa. Luego, ese primer pie es seguido por el segundo, y si no hay moros en la costa ahí se quedan retozando. El resto de mi cuerpo aletargado necesita más tiempo para unirse al movimiento de los pies.
Siempre me divierte pensar que todas las cosas que me rodean se van despertando lentamente al mismo tiempo que yo y que, hasta un rato antes nomás, los pájaros, el viento, los insectos estaban todos en silencio durmiendo conmigo.
El viento de la zona también tiene su carácter. De a poco fui descubriendo sus misterios y sus diferentes voces. Pero a veces decide salir a mostrar su fuerza arrolladora y, cuando el río se le suma al juego, ni siquiera los nacidos en el delta pueden prever lo que sucederá. Pero, ¿se puede acaso?
Desde que llegué, los patos que andan por ahí fueron mis mejores maestros. Que puedan nadar, volar y caminar los convierte en privilegiados habitantes del lugar: pueden adaptarse fácilmente. Los veo andar solos o en pareja, alimentarse tanto de los peces del río como de las semillas y lombrices de la tierra. Cuando presienten alguna situación de peligro, aletean a toda velocidad y, en un divertido vuelo rasante, se van en fila india a un lugar más seguro. Cuando todo está en calma, nadan serenos, dejándose llevar. A veces sueño con convertirme en pato.
Hoy es sábado y vienen Silvana y Rocío. Como la mañana está tan linda, tengo pensado seguir leyendo el libro de Clarice que estoy traduciendo. Es un día perfecto para eso. Pensar que cuando dije que me mudaría a una isla en el delta, casi todos creyeron que me verían de vuelta a más tardar en un mes.
“¿De qué vas a vivir? ¿Cómo te vas a arreglar allá? ¿No te vas a aburrir?”, me preguntaban. No tenía las respuestas, pero a qué me iba a dedicar lo supe la primera vez que pisé la isla. Fue como desenterrar del lecho del río un tesoro abandonado. Me iba a dedicar a traducir. Era la manera perfecta de combinar mi pasión por la literatura y los idiomas.
Ahora puedo leer durante horas y dejar que el sol me cubra hasta adormecerme. Disfruto no tener esa sensación de urgencia que antes me acompañaba hasta cuando nos íbamos de vacaciones. “La persecución del segundero”, la llamaba.
Falta poco para que llegue la lancha colectiva. A veces las chicas vienen con sus maridos y se quedan todo el fin de semana. En esas ocasiones, la casa se llena de voces y del olor al asado que Juan nunca deja de hacer, aunque llueva. Lo prepara con la devoción de un rito religioso.
A Miguel no le gusta hacer el asado, pero es el primero en sentarse a la mesa cuando está listo. Él prefiere tirar una o dos líneas al río y esperar el pique. Mientras eso ocurre, no le gusta hablar ni que le hablen, pero cuando pesca algún bagre o dorado, salta de alegría y se larga a hablar con la excitación de un chico.
Cuando mis hijas vienen solas, es el turno de las tortas y de la charla.
* * *
Fue un martes, lo recuerdo bien. Me levanté de un salto de la cama de mi amplio departamento del piso 20. Estaba tensa. Era un día crucial. En el taxi camino a la empresa pasé revista a la lista de los pendientes. Fiel a mi costumbre, tenía todo cronometrado hasta el milisegundo, porque del resultado de la reunión dependía que me ofrecieran el cargo en Brasil por el que había luchado a brazo partido durante meses, día y noche, renunciando a todo lo demás.
Llegué y me encerré en la oficina. Encendí la computadora y revisé los datos por enésima vez. Perfecto. Nada había quedado librado al azar. Todo estaba listo para que ese día mi vida diera un salto. Salí de mi oficina con paso firme. Todavía hoy recuerdo el sudor de mis manos en el picaporte de la puerta de la sala de reuniones.
Cuando abrí los ojos, todo era blanco: la ambulancia, la camilla, las sábanas, los guardapolvos. Todo menos el dolor punzante que me perforaba la cabeza. Cerré los ojos para ver si se me pasaba. Inútil. Las puntadas me latían como una bomba de tiempo. No podía hablar ni siquiera para pedir que dejaran de gritar a mí alrededor. Boca arriba, veía pasar el techo a toda velocidad, me dio vértigo, cerré los ojos. Mi cuerpo avanzaba abriéndose paso por el pasillo sin que yo hiciera nada para que eso ocurriera.
Los médicos no sabían cuándo había comenzado a desarrollarse el tumor, pero por el tamaño sospechaban que llevaba ya varios años de evolución. Lo que menos se explicaban era cómo no había tenido ningún síntoma hasta el día en que me desplomé en la sala de reuniones. Con las horas y los calmantes, el dolor agudo fue cediendo. Estaba temporariamente narcotizada. Pero era fundamental operar enseguida. No había tiempo que perder. El tiempo, otra vez el tiempo. Tenía dos días antes de la operación. A medida que pasaban las horas, el miedo me fue ocupando. Tenía frío, mucho frío. Y temblaba como una hoja. Quería que esas cuarenta y ocho horas pasaran lo más rápido posible y, a la vez, no quería que pasaran. Era demasiado poco tiempo para estar con Silvana y Rocío.
La cirugía duró seis horas. Cuando me desperté, solo vi a mis hijas. “Todo salió bien”, dijo alguien de más atrás. Los médicos pasaban, tomaban nota de mi evolución, el intercambio al principio era mínimo. Yo solo quería dormir y no sentir dolor. Todo lo demás podía esperar.
Poco a poco, los médicos empezaron a acortar la distancia y hasta se sentaban, de vez en cuando, a conversar conmigo sobre nada en particular, señal de que me estaba recuperando. Silvana y Rocío se turnaban para acompañarme a toda hora, a veces en silencio, otras veces con breves intercambios, siempre sin exigencias.
La mañana en que me dieron el alta salí a la calle de la mano de mis hijas, dueña de otro tiempo.
Julia Inés Benseñor