Dejar la escuela
Me jubilé.
Dejar la escuela es alegría y tristeza. Son muchos años com-
partiendo con los niños, sus anhelos, esperanzas, conflic-
tos y alegrías y también los míos.
El volver a explicar lo que no entendieron, me enseñó a
realizarlo también en la vida a volver a explicar, volver a
mirar, cambiar las certezas, ver desde otro lado.
No es sencilla la tarea de enseñanza, los docentes solemos
denunciar que la escuela «no puede todo» y es verdad. Pero,
aunque nos quedemos con la sensación de que es poco lo
que podemos hacer, estoy convencida que ese poco, es
mucho. Lo más difícil es generar la condición para que el
niño descubra el valor de los aprendizajes o se entusiasme
con lo que puede saber, para que no quiera perdérselo.
Ser maestro es un compromiso, un desafío que uno asume
con uno mismo y con los otros, no solo compartiendo apren-
dizajes, si no también, experiencias de vida, que son mu-
chas y tan diferentes, tantas como niños hay.
Generalmente los niños no están acostumbrados a com-
partir sus opiniones, a decir lo que no les gusta, pero siem-
pre tenemos una actitud de curiosidad frente a lo que los
alumnos saben y quieren, el docente es un adulto que es-
cucha.
Guardaré muchos recuerdos de un trabajo vivido con inten-
sidad, junto a las docentes que me acompañaron durante
años, a las que pasaron y dejaron su recuerdo y a los nue-
vos que rápidamente se sumaron al colectivo escolar. De
cada uno de ellos saque un aprendizaje que me hizo ver las
cosas de manera diferente.
Gracias a esos niños que me hicieron reír, a sus caritas de
asombro cuando comprendían un aprendizaje, a sus besos,
cartitas, cariños y abrazos.
Una nueva etapa de mi vida se va y otra comienza, ¡A dis-
frutarla!
María Magdalena Monteoleone
-»Y, usted, ¿cómo se siente al respecto?»
«¡Cómo me embola que los psicólogos siempre respondan
a una pregunta con otra! Al final parece que estuviésemos
jugando al «no diga si, no diga no, no diga blanco, no diga
negro», dando vueltas y vueltas para no responder lo que se
está preguntando. Sólo que en ese jueguito no tenés que
pagar cien pesos por vez».
Todo eso se me cruzaba por la cabeza cuando salía del con-
sultorio de mi terapeuta. Y ahora, además, me daba tarea,
como si ya no tuviese bastante con llevar la casa adelante,
el trabajo y una hija adolescente.
¿Cómo llegamos al tema de mi abuela?
No tengo la menor idea, tal vez porque las pérdidas más
nuevas se encadenan con otras más antiguas a través de
invisibles eslabones de dolor que uno no siempre logra ver
o entender.
«–Escriba una carta, diciéndole a su abuela todo lo que hu-
biese querido expresarle y nunca lo hizo»– explicó.
Yo la voy a escribir, si hay algo que nunca me costó hacer
es escribir, pero me siento tan tonta haciendo algo que no
creo que sirva ya que el destinatario no va a leerla nunca.
La actividad cotidiana me fue envolviendo, los horarios, las
obligaciones fueron dejando la carta en el olvido. De re-
pente la noche del martes, me acuerdo, ¡justo cuando me
quiero acostar a dormir! Busco un papel, una lapicera y me
meto en la cama con una copita de Amaretto, la bolsa de
agua caliente y una bandeja de desayuno que hace las ve-
ces de mesa improvisada. Las primeras palabras cuestan,
después brotan como una catarata de emociones que flu-
yen del corazón:
«Decime abuela, ¿qué hay más allá del cielo? Si te hubiese
hecho esta pregunta a mis 5 años la mejor respuesta hubie-
se sido: ‘cinco churros’, como me comprabas los viernes en
la feria, uno por cada año de edad, mientras yo ansiaba
cumplir doce para comerme una docena.
Hoy me gustaría saber si también están, allá, los buenos
recuerdos de la infancia cuando me sentaba a tu lado en el
patio durante el verano, vos con tu espalda torcida sobre la
vieja Singer y yo cocinando hojitas y migas de pan en las
ollas que los Reyes habían dejado en mis zapatos.
¿Estará tal vez el aroma de la torta tibia de ciruelas con
vino tinto que nunca aprendí a hacer y que servida con cre-
ma era la marca indeleble de tu herencia francesa?»
Perdida en los recuerdos no me di cuenta de que el sueño
me iba ganando, la infancia me sentaba en su falda y mis
ojos se cerraban a la realidad para ver la sombra de la vieja
parra proyectada en la tapia blanca.
La alarma del celular me despertó, una sensación de nos-
talgia me envolvía sin saber muy bien por qué. De repente
recordé la carta, ya no había tiempo para terminarla. Re-
signada a que mi terapeuta sacase quién sabe qué elabo-
radas conclusiones por mi incumplimiento de la tarea, la
busqué para releerla. Pero cuando mis ojos recorrieron la
hoja sentí como la adrenalina recorría todo mi cuerpo como
un shock eléctrico mezcla de miedo, incredulidad y emo-
ción.
Bajo las líneas escritas por mí había otro párrafo con la
letra redondita y apretada de mi abuela que decía:
«Aquí está todo lo que me decís y mucho más. Están las
noches en que poníamos las almohadas apiladas para leer
en la cama, vos Disneylandia y yo, figurines de moda. Están
también atadas con una cinta roja las mentiras que me de-
cías para escaparte con un noviecito y yo fingía creer. Y en
un lugar especial, destinado a los mejores recuerdos, en-
vuelto en trozos de nube para protegerlo está el último beso
que me diste en la frente el día que partí.»
Mónica Álvarez
Llegada la edad de jubilarse, la señora Nabuki pensó que
era el momento de conseguirse una buena compañía para
su vejez, como tantas veces lo había imaginado.
Para no restarle tiempo a su trabajo, no había formado fa-
milia ni cultivado amistades. Sus últimos años prometían
ser solitarios. Hija única y de carácter introvertido, prefirió
dedicarse a mantener activa la herboristería heredada de
su padre, un negocio que llevaba más de un siglo atendien-
do las necesidades de su pueblito, ubicado en los confines
del archipiélago japonés.
Nabuki tenía vista por televisión a mucha gente que acon-
sejaba adoptar un perro abandonado antes que comprar
uno de criadero. Decían que, además de caros, los perros
de raza eran más delicados que los mestizos. Y que el de
los criaderos era un negocio oscuro. Sin embargo, Nabuki
estaba decidida a comprar un perrito. A costa de privarse
de lo que le gustaba, tenía sus ahorros para hacerlo. Eligió
una raza especialmente preciosa, perritos blancos y peque-
ños con carita negra y grandes ojos vivaces.
Poco después de jubilarse, una mañana de primavera lla-
mó a su puerta un hombre enviado por el vendedor. Venía
desde lejos para entregarle el perrito que, luego del largo
viaje, dormía arrellanado en su cajita acolchada. Nabuki lo
recibió, y sin más despidió al hombre. Su ansiedad la tornó
descortés, ya que no convidar un té era imperdonable para
las costumbres lugareñas.
Cerró la puerta, sintiéndose feliz como jamás en su vida.
Para despertar al recién llegado, lo levantó en el aire y lo
zamarreó con cariño. Apoyó su cara contra la del perrito y
le dijo:
—Te llamarás Akira: ¡igual que el abuelo!
Lo apoyó con suavidad en el piso y le acarició la cabeza.
Fue suficiente. De inmediato Akira le respondió sentándo-
se con el cuerpo erguido, moviendo sus patitas delanteras
como si quisiera tocarla. Ahí ella se quedó enamorada de
la inteligencia que traslucían los negros ojazos del cacho-
rro.
Desde aquel primer encuentro, Nabuki se dedicó a entre-
narlo con amor y paciencia. Le hablaba como a un niño,
algo que el perrito parecía agradecer.
Primero le enseñó las habilidades básicas que aprenden
los aspirantes a mascotas: responder a su nombre, sentar-
se, dar la patita, demostrar alegría agitando la cola, ir a
buscar la pelota. Demostraciones tan simples como esas.
A medida que pasaba el tiempo, Nabuki observó que, qui-
zás por el trato humano que ella le daba, Akira reconocía
muchas palabras. Sin embargo, lo que más llamaba su aten-
ción, era que cada día él aprendía a reconocer otras nuevas
sin que ella se las enseñara.
Si bien la maravillaban las destrezas de Akira, Nabuki no
quiso exagerar su importancia. En algún documental había
visto las cosas extraordinarias que eran capaces de hacer
los perros más inteligentes, como los border collie. Pero,
fue cambiando su manera de pensar en cuanto a subvalo-
rar las habilidades de su cachorro. Ya era capaz de expre-
sar con claridad sus emociones, y Nabuki sabía compren-
der el lenguaje de señas que él había desarrollado. Movía
sus orejas a voluntad y por separado.
Demostrando su carácter, Akira andaba por todos lados. Se
interesaba por visitar a los vecinos, que lo recibían con ale-
gría y curiosidad.
Akira había cumplido seis años, y Nabuki se asombraba por
la variedad de sonidos que producía su mascota. Algunos
eran guturales como los de los humanos, al punto de que le
pareció que Akira podía pronunciar palabras simples. Ahí,
por primera vez pensó en las posibles consecuencias de su
obstinación por vivir aislada, sola con él.
Más allá de su inquietante idea, entre ellos todo marchaba
muy bien. Hasta que aquella apacible vida de mutua com-
pañía se vio seriamente perturbada.
Fue durante una tarde veraniega. Akira rondaba por el jar-
dín y de repente tuvo una crisis. Al pasar frente a un árbol
de tamagushi se quedó paralizado, como flechado por el
viento polar. Y aunque Nabuki acudió enseguida, lo llamó
por su nombre y le acarició la cabecita, el perrito no se
recuperó.
Asustada, lo llevó a su casa. Lo puso en su cucha y lo tapó
con una manta. Sin embargo Akira parecía no darse cuenta
de lo que le estaba sucediendo. Entonces Nabuki se comu-
nicó con el vendedor para pedirle ayuda. Para su sorpresa,
el hombre le contó lo que se había descubierto: a esa clase
de perritos les sucedía eso mismo pasados unos años, gra-
ve problema para el que no habían encontrado solución,
razón por la que habían dejado de venderlos. Al escucharlo,
Nabuki lamentó haber desoído la recomendación de adop-
tar mestizos, pero ya era demasiado tarde para esas recri-
minaciones inútiles. Con profunda tristeza se vio obligada
a aceptar que Akira había llegado al fin de su existencia.
Entonces quiso darle sepultura humana a su mascota, acor-
de a sus costumbres religiosas. Así que compró un peque-
ño ataúd de madera blanca donde los vecinos depositaron
los objetos usados por el perrito: la pelotita gastada, el tro-
zo de cuerda con el que jugaba a tironear, y el antiguo es-
pejo donde le gustaba observarse.
Frente al cajón puso una copa con las ofrendas: agua, arroz
y sal.
Devota, creía que los animales son mensajeros de los dio-
ses, de manera que dispuso dos estatuas de perros protec-
tores en el lugar donde se realizaba la ceremonia.
Para conducir el alma a la eternidad, el sacerdote recitó
unas plegarias ante un templo en miniatura. Después abrió
sus puertas para que el espíritu de Akira entrase a ocupar
su lugar. Y los vecinos agasajaron al alma con ofrendas de
flores, ramas de pino atadas con cintas blancas, y lampari-
tas de aceite.
Recién entonces Nabuki vistió a su mascota, poniéndole
una camisa abierta en el pecho y lindos calcetines con for-
ma de zapatitos. Y lo dejó acostado boca arriba. Ataviado
con sombrero y traje oscuro, el sacerdote inscribió el nom-
bre de Akira en una tabla, para agregarlo a la nómina de los
ancestros. Luego invitó al alma a participar del banquete
fúnebre, donde todos bebieron aguardiente de arroz. Por
último depositó la tabla en el altar familiar, para recibir como
ofrendas ramitas de tamagushi, el árbol sagrado. Antes de
que retiraran el ataúd, Nabuki fue a su último encuentro
con Akira. Con infinita ternura le abrió la camisa, para dejar
al descubierto el blanco pecho brillante de su mascota.
Entonces deslizó una tapa imperceptible para retirar la ex-
tinta batería de rubidio, que ya no era posible reemplazar.
Rubén Cocca
Ya cuando bajen las aguas veremos lo que ha quedado.
Este tiempo de tormenta, sabremos lo que nos trajo...
Volvieron a las cocinas recetas viejas y nuevas.
Aparecieron los juegos tendidos sobre las mesas.
Se callaron tantos ruidos que volvimos a escuchar.
Supimos que la distancia también podía acercar.
Respiraron bien los bosques, oímos cantar las aves.
Descansó por fin el aire y se aclararon los mares.
No pareció poca cosa el milagro de estar vivos.
Todos fuimos maestros refugiados en un nido.
Aplaudimos tareas de héroes desconocidos
Y volvieron las lecturas con sus viajes imaginarios.
Cuidamos más a los otros, las lágrimas fueron canto.
Transformamos en tesoro nuestro ritmo cotidiano.
Nos miramos para adentro, sin abrazos y sin besos.
Valoramos los latidos, nos unimos en un rezo.
Adriana Noemí Molina
Grandezas y miserias
de una historia en ruinas
la humanidad asume.
¡Tanta sangre derramada en vano!
¡Cuánto dolor innecesario se repite!
Las almas en jirones deambulan
por el mundo en círculos.
Sobreviviendo tan solo.
El que no ve
El que no quiere ver.
Ambos cómplices en esta redada.
El hambre del mundo es mi hambre.
El llanto de un niño, mis lágrimas.
Pero mi alma aún resurge
cuando despierta la esperanza.
¡Despierta humanidad!
¡No te duermas!
También cuentan las luces
de todas aquellas mentes preclaras
De esos corazones puros.
De esas voluntades vastas.
Presagiando un futuro digno,
la realidad nos hermana.
Como hijos del Amor
no todo está perdido.
Te pido una sociedad más justa.
El hombre sea hermano del hombre.
La paz sea su estandarte y su bisagra.
¡Ya despierta, humanidad!
¡Despierta!
Y estarás a salvo.
Adela Ferraretto
Que el viento serrano cumbreño y arisco
que mueve las hojas y mece los pastos
agite tu pelo, vuele tus cabellos
y lleve a tu alma rumor de calandrias,
que están en la fronda del monte tupido.
Y el canto del río
que corre bravo, gentil y ligero
entre piedras airosas, pulidas y duras
se meta en tus venas,
y te marque el ritmo salvaje ancestral de la tierra
para que mires con nueva mirada,
las sublimes cosas de madre natura.
Pero ten cuidado pequeña
sí caminas de noche por la serranía,
porque el incendio sideral de los astros
que alumbra con magia la orilla del arroyo
y los senderos de montaña
te puede hacer remostar
en el corazón, dulzuras del ayer
que te hagan soñar como cuando eras
una niña, bella y soledosa,
con el encanto natural y el brillo
del ardiente Sol que te envolvía.
Y que aún te engalana pese al paso
impiadoso del destino, sobre todo
a tus ojos cuando miras
y tu cálida expresiva voz,
cuando me explicas muy seria
ciertas cosas de la vida.
Pero no te aflijas si la magia del cielo inquieta tu alma
con sus misterios sorprendentes,
porque siempre te queda la Luna,
para que eleves hacia ella
en tono de cómplice amistad,
tu sentida endecha o toda tu ilusión,
según lo dicte o te lo indique
tu puro y sensible corazón.
Daniel Guido
Cuando entramos me miraste. Casi avergonzada, desvié la
vista. Una mucama tomó tu valija y vos me agarraste de la
mano. El lugar era hermoso, tenía jardín y una laguna con
peces anaranjados, grandes como zapatos. Recorrimos las
instalaciones, acompañadas por una mujer que describía
artificialmente lo que nuestros ojos veían, como si ese tono
infantil, mitigara la tristeza de ese patio donde varios vieji-
tos desprolijos se iban apagando.
El juego de sillones de jardín despintados, con sus almoha-
dones de plástico verde y la mesa ratona con sus patas
elegantes como cisnes, eran iguales a los que había en tu
casa.
Un destello de ilusión. No te diste cuenta. Nos sentamos y
te miré. Hiciste caminar tus dedos por el apoyabrazos des-
cascarado. Vos eras chica y con las tías los lijaban y pinta-
ban. Tu mamá traía la jarra con la biducola rebajada y los
vasos tallados. El respaldo formado por varias barritas de
hierro reforzado asemejaba un abanico. Te gustaba meter
el dedo entre los espacios hasta aprisionarlo o recorrer las
ondulaciones lentamente.
Apoyaste las palmas de tus manos en tus rodillas mientras
hamacabas las piernas. Nos trajeron un jugo de naranja
aguado y dulce que vos con el vaso en alto, volcaste lenta-
mente. Un charquito amorfo sobre el mosaico negro, te gus-
tó. Te sonreíste.
Un muchacho con un altoparlante anunciaba la final de un
partido de bochas y varias sillas de ruedas rodearon la can-
cha. De la mano nos acercamos. La tarde estaba hermosa,
el césped cubierto de hojas amarillas, doradas, nada te pro-
dujo y caminaste sobre ellas como si tal cosa. Tenías ham-
bre y me preguntaste varias veces cuando traían la cena.
Con el partido te entretuviste y yo me aparte para fumar un
cigarrillo. Te miraba de lejos. Cuando las enfermeras se
acercaron con una bandeja de facturas te pusiste contenta
y te agarraste una rebosante de membrillo, como te gusta
a vos.
Me pediste ver los peces y al llegar a la laguna, deshiciste
el bizcocho en miles de migas coloradas que velozmente
desaparecieron en la superficie. Te sacaste los mocasines
y con los zoquetes de nylon caminaste bordeando el agua.
Hablabas un idioma raro, nunca te lo había escuchado.
Gesticulabas, parecías enojada. Te pregunté qué te pasaba
y no me contestaste. Me dijiste que te gustaba el mar y que
ahora vendría tu hermana a jugar con vos. Por suerte, te
sentaste en un banquito, yo me arrodille a tu lado. Tu cami-
sa floreada se abría, me acerqué y te la cerré, me sacaste
la mano. Tu piel clara, ajada me recordó a la abuela. Como
siempre el crucifijo, escondido en el corpiño. Pasé el dorso
de mi mano por tu cutis. Olías a vos. Me dijiste que tu her-
mana traería los baldes para jugar. Una rana saltando se
arrojó a la laguna, la señalaste y te reíste como una nena.
Te miré y me tenté. Largué una carcajada. Tenías los ojos
celestes brillosos, estabas linda.
Me preguntaste cuándo vendría tu hermana. Una nube gor-
da, gris, tapó el sol, miraste hacia el cielo y me dijiste que
se vendría la lluvia. Repentinamente la laguna se llenó de
ranas, que desde todas direcciones acudían para precipi-
tarse al agua. Varias hojas verdes, grandes, que flotaban a
la deriva se habían convertido en trampolín, los batracios
saltaban y vos los mirabas. Comenzó a refrescar, te puse el
saquito sobre los hombros y me agradeciste. Caminamos
despacio hacia la casa. Nos sentamos en los sillones des-
pintados y en silencio las dos,durante largo rato, miramos
el atardecer. Te tomé de la mano.
Una enfermera me trajo unos papeles para firmar y me avi-
só que se serviría la cena en breve. Varios faroles del jar-
dín, a destiempo, comenzaron a encenderse. Cientos de
insectos voladores giraban desordenadamente atraídos por
la luz amarilla. Te paraste y me dijiste que querías ir a la
puerta a esperar a tu hermana. Te senté. Te dije que ella
estaría llegando. Bajaste la mirada y con tus manos tem-
blorosas sobre tu falta advertí tus uñas sucias.
Después de un largo rato, levantaste la cabeza y me dijiste:
llegó. Sonreíste, te paraste. Una campana anunciaba la cena.
Tu hermana había llegado con los baldes y las palas para
jugar. Tu mamá las miraría desde lejos. Harían un lindo cas-
tillo y llenarían las fosas de agua salada. Lo decorarían con
caracoles. Una enfermera cariñosa, te condujo hasta la mesa
y te sentó en la cabecera. Tu hermana y vos se reirían. La
arena estaría tibia. Te sirvieron una sopa que no comiste.
Me di vuelta y me alejé lentamente. Al llegar a la puerta,
giré la cabeza. Tu mamá se acercaba y con un beso las feli-
citaba, las tomaba de los hombros y juntas caminaban por
la orilla y compraban helados. Desde lejos te saludé. Cerré
la puerta. Estabas contenta. Tu castillo iba a quedar her-
moso.
Cecilia Caporaso
Sally era pintora y sentía especial predilección por los re-
tratos. Solía exponer de tanto en tanto y era entonces cuando
las galerías de arte se llenaban de críticos y visitantes. Esos
rostros poseían vida, esas miradas traspasaban el lienzo
para hundirse en la profundidad de los ojos de quienes los
contemplaban con admiración.
Su atelier estaba en el campo, en una inmensidad plana e
infinita donde los caldenes proyectaban sus sombras am-
parados por la oscuridad de las noches huérfanas de luna.
En realidad, ella no necesitaba más espacio, era ése su
lugar en el mundo. Le bastaba esa habitación de grandes
ventanales a través de los cuales se ponía en comunión
con los paisajes más brillantes que acariciaban sus ojos,
despertando su sensibilidad día tras día.
Cierta mañana, Sally recibió la visita inesperada de un jo-
ven estanciero quien había tenido la oportunidad de apre-
ciar sus obras de arte y, obnubilado por la fuerza que trans-
mitían esos retratos, deseaba encomendarle la pintura de
un caballo de tamaño casi real.
Sally quedó sorprendida cuando el joven le extendió la ima-
gen que llevaba consigo y le dijo que ése era el animal que
quería que pintara. Al principio dudó en aceptar la propues-
ta. No era este su estilo de pintura. Sin embargo, guiada
por el reto de un nuevo desafío, terminó por aceptarlo.
Los ojos del joven brillaron de alegría y se tornaron celeste
agua al reflejarse en la mirada ambarina de Sally.
Quedaron en verse al cabo de unas tres o cuatro semanas.
No bien Sally estuvo sola, observó la fotografía del caballo
y empezó a buscar los elementos para iniciar el trabajo.
Tuvo que confeccionar un bastidor de dimensiones colosa-
les, lo que no le resultó sencillo. Adaptó el caballete al ta-
maño del cuadro y apartó los colores que usaría en esta
oportunidad.
Pronto la noche fue ganando los espacios, cubriendo la pla-
nicie de soledad y silencio. La luna plateada en la vastedad
infinita salpicada de estrellas huidizas.
Al día siguiente, sus manos delicadas se hallaban trazando
líneas en una rítmica carrera que la conduciría hacia el fi-
nal de la meta. Cuando el boceto estuvo listo, se alejó para
observarlo desde la distancia y lo que vio le pareció armo-
nioso.
De ahí en más, comenzó a poner tintes en su paleta que, de
inmediato se encontró repleta de tonalidades chocolate,
negro, ocre y distintos matices de siena.
El rostro de Sally se iluminó por completo cuando tomó el
pincel y lo deslizó con gran habilidad sobre los trazos dibu-
jados. La pintura fluía con naturalidad en un despliegue
omnipotente de colores y emociones.
El primer día se le pasó volando y el atardecer la sorpren-
dió sin haber probado bocado. Sólo tenía a su lado el termo
vacío y la yerba gastada.
Esa noche durmió plácidamente con la tranquilidad otorga-
da por un trabajo encauzado.
Los días sucesivos la encontraron feliz entre óleos y pince-
les desparramados por doquier. El trinar de las calandrias
acompañaba el avance de la obra, otorgándole a veces el
compás perfecto para desplegar los colores en el lienzo y,
el canto de la lechuza le recordaba que ya era hora de ir a
descansar. En esa tarea no cabía la rutina sino únicamente
la pasión.
La pintura poco a poco tomaba forma, atrapándola con fuer-
za descomunal. Así fue durante tres semanas hasta que el
paisaje se vistió de invierno.
Una noche oscura y fría, vacía de estrellas, Sally se hallaba
dando los últimos retoques al cuadro cuando, de repente,
el caballete comenzó a dar saltos como un caballo desbo-
cado. La obra era tan real que parecía cobrar vida y el caba-
llete disparaba hacia la negrura del campo.
A la mañana siguiente apareció el joven hacendado. La es-
cena que encontró lo dejó desconcertado. Sally yacía sobre
el piso, inconsciente, el caballete estaba afuera, hecho tri-
zas, y un alazán correteaba por el campo helado.
Ahí fue cuando comprendió que en la pintura latía vigoro-
samente un corazón que no podía permanecer encarcelado
en la sólida rigidez de un bastidor.
Marisa Medrano
Cuando mi ciudad todavía era pequeña vivíamos en el cen-
tro a tres cuadras de la plaza principal. No había mucho
tránsito de vehículos, entonces, podíamos jugar en las tar-
des cálidas en la vereda o en la esquina donde nos juntá-
bamos un buen grupo para jugar al pisa pisuela, al pasará
pasará y el último quedará en el que había que elegir una
fruta, una flor, o lo que los que hacían la barrera decidían. Y
ahí, te tocaba un lado o el otro, porque no sabías lo que
cada uno de ellos había elegido, ¡y después a tirar para ver
qué fila se cortaba primero!
En esos años teníamos una perrita, se llamaba Somy, com-
pañera entrañable como son todos los perros y los niños.
Teníamos aventuras increíbles en el patio, en el río, en la
vereda, siempre estábamos juntos.
Con una amiga, Susana, nos juntábamos a jugar en su casa
o en la mía. Era una época donde no había edificios, la ciu-
dad era más baja y tranquila.
Una tarde, cuando recién habían terminado las clases, Su-
sana vino a jugar con su muñeca. Mi madre me había dado
unos trapos que ya no servían para que jugáramos. Tam-
bién teníamos unas maderas que habían quedado de una
obra.
En nuestro patio, había una parte con baldosas donde ha-
bía un asador que tenía unas paredes bajas que separaban
del de tierra. Es decir, que entre las paredes del asador y
esa división había un espacio genial para armar una casita.
Por supuesto, la Somy estaba incluida en el juego, así que
andaba dando vueltas. Con vocación de arquitectas (aun-
que estudiamos otra cosa de mayores), empezamos a ar-
mar la casita. Tenía una entrada, dormitorio y cocina. Em-
pezamos a poner las maderas paradas para sostener el te-
cho de la tela rayada y gruesa que mamá nos había regala-
do, y separamos los ambientes con el resto de paños que
eran floreados y de distintos colores.
Teníamos una casita cálida y agradable. Entrábamos bien,
las muñecas en el dormitorio, la cocina armada con jugue-
tes y nosotras nos sentábamos en el suelo. La Somy delica-
damente se acomodó en el dormitorio velando el sueño de
las muñecas, que para que no nos molestaran las pusimos
a dormir.
Mi madre cada rato nos advertía: - ¡Cuidado que se les va a
caer todo en la cabeza! - ¡No mami! - le decía yo, y Susana
aseguraba que estaba todo bien puesto.
Como es normal en esta ciudad, ese día había viento del
oeste. Mi casa estaba orientada de norte a sur, y al oeste
vivía un vecino que tenía un gato, tranquilo, pero como todo
gato, curioso. ¡La orientación del viento era favorable al
olfato de la Somy, pero contrario al del gato, es decir, ¡vien-
to de popa para el minino!
Nunca pudimos saber en qué momento la Somy salió del
dormitorio como loca, pasó entre nosotras, se enredó en la
tela de la pared, chocó una columna de madera ¡y el caos
se hizo presente! El gato no pudo oler la presencia de la
Somy y se lanzó a curiosear. Con Susana quedamos enreda-
das entre telas, maderas, muñecas, cocina y hojitas que
eran las comiditas.
¡Y llegó la heroína salvadora! Mi mamá, que tratando de
poner cara de enojada no podía aguantar la risa de ver el
terremoto, intensidad 11 en la escala de Richter, en que
nos encontrábamos por la celosa custodia de la Somy y la
desvergüenza del gato del vecino de venir a husmear don-
de no lo llamaron.
Pasó un buen tiempo desde ese día, que al gato del vecino
no lo veíamos de cuerpo entero. Solo asomaba las orejas y
los ojitos para mirarnos.
Todos aprendimos, la Somy no mucho, el gato tuvo más re-
caudos antes de lanzarse a curiosear, y nosotras, sin aban-
donar el intento de tener una casa para jugar, aprendimos
que las cosas se apuntalan bien si queremos estar debajo
de ellas.
Marta Cenci
Esa noche.
El hombre se acostó, el sueño lo desvanecía lentamente
hacia la nada, como si nada pasara en su vida, ni en el
mundo. Sólo roncaba. Sin imaginar que por la mañana un
desolado alarido habría de escapar de su garganta.
En cambio, Leonor, sin poder dormir, caminó directo a la
ventana, aferrada al libro que su madre le regalara el día
de su boda, con un secreto consejo escrito en clave en la
página 25.
A diferencia de la puerta cuya llave quedó atrapada en la
mano del hombre dormido, la ventana permanecía abierta,
¡por suerte! - pensó Leonor.
No sin dificultad, se apoyó en el suave marco. La fragancia
del jazmín que plantó hace 5 años, la envolvió con un soplo
tibio de vida y coraje. Ya no tiene dudas, ni miedo, trepa a
la ventana y simplemente ¡salta!. El tiempo se detiene, su
pulso se acelera, es solo un instante, pero en toda su vida,
nunca vislumbró tanta certeza. Miró hacia atrás, la ventana
le pareció una gran boca abierta por la sorpresa. Y supo
que no volvería.
Caminó rápidamente, luego echó a correr, la fragancia del
jazmín quedaba atrás a medida que se alejaba, iba en si-
lencio con las manos crispadas. De pronto, tuvo la sensa-
ción de que una mano pequeña y tibia, se metía en la suya,
ella le murmuró:
–¡No nos demoremos! Vayamos de prisa.
Leonor corre, no desea pensar. Pero de manera casi inso-
lente, sus pensamientos se obstinan en recordar hechos
del pasado, que buscan salir del laberinto de emociones
que su alma construyó en los últimos 5 años. Recuerda su
boda, y los tres contratos que la vincularon con el hombre
que amaba: el legal, en el registro civil; el del amor, «hasta
que la muerte nos separe»; y, el de la división de patrimo-
nio, para el caso en que los otros dos fracasarán, pero nin-
guno de estos majestuosos contratos hablaba de cómo di-
vidir niños. Así, lágrimas y sonrisas alternaban en su ros-
tro, mientras sus piernas corrían. Una pequeña voz la volvió
al presente:
–Mamá, ¡estoy cansado! ¿A dónde vamos?
Ella le dijo:
–¡No te canses! ¡Por favor! ya vamos a llegar a la estación
de trenes.
–Mamá, ¿estamos huyendo? ¿Somos ladrones?
Ella respondió:
–No, hijo, no estamos huyendo, ni somos ladrones, ¿O sí?
Pensó.
Más, ya no quería dudas en su vida, estaba harta de tanta
espera, dividida entre el deseo de ser feliz, y el miedo.
–¿Para qué vamos a tomar el tren? dijo el niño.
–¡Para ser felices, hijo! Y se tocó los hematomas que cu-
brían su rostro, y sintió su espalda como carne molida.
–¡Apúrate, hijo! ¡Ya falta poco! ¡Corre! ¡Corre!
–Sí, mamá. Pero, ¡corre tú! porque yo aún no he nacido.
Leonor sostuvo su abultado vientre, y le contestó:
–Claro, hijo. No te preocupes. Yo corro por los dos.
Por fin, ya sentada en el tren, Leonor sacó el libro de su
cartera, y abrió por enésima vez la página 25, y el signifi-
cante del título cobró real significado, ¡»Ni golpes, ni mie-
do».
Gladis Noemí Toranzo
Año 1900.
En un lugar de la Provincia de Santa Fe, la familia Lencina
se prepara para recibir la visita de un importante militar el
cual se encuentra allí con el firme propósito de buscar una
prometida para contraer matrimonio. Le habían comentado
que ellos tenían una sobrina casamentera.
Dicha familia gozaba de muy buen prestigio, ellos poseían
un almacén de ramos generales donde sus vecinos satisfa-
cían sus necesidades, además de la atención cordial que
recibían. El matrimonio completaba su familia con un niño
de 4 años y una niña de 10.
Llega el día acordado, en ese momento y accidentalmente
aparece Natividad, hija del matrimonio con una sonrisa
auténticamente angelical. Su largo cabello rubio, apenas
sujeto por unas horquillas, ondas naturales y ojos claros de
color indefinido, belleza que dejan prendado y confundido
al hombre. Ante esta difícil y poco clara situación el Gene-
ral Pedro Palacios, decide esperar para concretar su idea
(claro que era una excusa) y parte, con la promesa de re-
gresar cuando sus deberes militares se lo permitan.
La tía lejos de sentirse despreciada, se vio aliviada, pues
ya tenía su enamorado.
Transcurren dos años y el general regresa completamente
seguro de que la desposada será Natividad.
Ella tiene 13 años y él, 42. Todo ocurre muy rápido: cortejo,
compromiso ¡Qué vorágine, cuánto apuro!
Sedas, encajes, puntillas, flores, joyas, vestidos, regalos,
flores y más flores. Un casamiento digno de una princesa,
princesita en realidad. Ella se iba a una casa muy grande,
una estancia, con personas que la servirían y un esposo
que la cuidaría (casi como su papá). Muchas conversacio-
nes tenían sus padres y el general, en las que ella no parti-
cipaba, claro. Estaba muy ilusionada, tenía sueños muy dis-
pares, unas veces era flor y otras era un árbol seco, eso la
asustaba un poco aunque para ella eran todos halagos y
atenciones y extrañaría mucho, ¡no sabía aún cuanto!, a
sus padres, su cuarto y sus muñecas. ¡Cuánta inocencia,
cuánta ingenuidad!
Antes de los 15, Natividad daba a luz a su primer hijo, lla-
mado Pedro Aurelio como su padre y su abuelo.
Ese mismo año, se comentaba que un hermano menor de
su marido era elegido primer diputado socialista de Améri-
ca Latina para el Congreso Nacional, pero él jamás lo men-
cionaba, y eso que se murmuraba que Alfredo Palacios era
un hombre generoso. Ella sólo jugaba con su Pedrito. No
entendía esas cosas, su marido nunca le presentó a su fa-
milia porque eran demasiados, decía.
Fueron 7 hijos en total, 3 varones uno muerto y 4 niñas.
En la estancia, Natividad era «La Patroncita», apodo que se
había ganado por su generosidad. Sus peones le tenían tanto
respeto y admiración que muchos de ellos le solicitaban
ser madrina de sus hijos, a lo cual ella aceptaba gustosa.
El tiempo , la vida, transcurría. Los niños, la casa, sus com-
padres-peones y sirvientas lo más parecido a amigos y su
esposo cuando llegaba a la casa.
Algo no estaba bien. El general enfermó y comenzó a des-
prenderse de personal tanto en la casa como en la estan-
cia. Sus hijos mayores se marcharon hacia sus propios ho-
gares. Comenzó para Natividad otro tipo de vida.
Al tiempo queda viuda, empobrecida, con dos mujercitas y
un niño. Nunca supo qué pasó, ni cómo ocurrió.
Pero entre tantas lágrimas y sinsabores, por primera vez en
toda su vida, haría lo que ella decidiera y, la verdad eso la
hacía sentir extrañamente bien. Conoce el Amor de Verdad.
Un hombre casi tan joven como ella, humilde, trabajador.
Es gentil y cariñoso con ella y con sus hijas y su niño. Ya no
hay lujos, pero Natividad está siempre cantando y riendo.
Es Feliz
Año 1971.
Fue un año muy especial. Cumplí mis soñados 15. Junto a
otros parientes vino mi Abuela Natividad al festejo y se
quedó un mes con nosotros, que vivíamos en casa de mi
abuelo paterno.
¡Qué felicidad! Me gustaba mucho hablar con ella, tenía
muchas historias y la veía tan bonita que me embelesaba
mirándola, además de su fineza, de sus manos y elegancia,
lo que más me atraía era su forma de expresarse. Sin em-
bargo, por ese entonces había cosas que no entendía. ¿Por
qué mi abuelo paterno y mi abuela jamás se dirigían la pa-
labra? y ¿Por qué mi papá no se apellidaba como mis tías?,
sabía que nunca contestarían mis interrogantes.
Con el tiempo me enteré de que su muchachito (mi papá)
era su ahijado y lo había tomado como propio para criarlo,
conservando el apellido de su padre biológico. Pero esa es
otra historia.
Adiós a lo de parecerme a ella que era lo que más deseaba.
Las razones son muy obvias.
Cuatro o cinco años después, volvió otra temporada. Ya
estaba bastante perdida por momentos, pero con mi her-
mana le pedíamos que nos relatara sus historias, y yo me
atrevía a preguntar más sobre cuestiones familiares y per-
sonales, a veces contestaba y otras, callaba sumida en su
mundo.
Recuerdo muy especialmente un día que en medio de una
conversación, estábamos ella y yo, me miro y dijo: «Yo no
sé en qué momento, de jugar con mis muñecos lo hice con
bebés de verdad». Me conmovió tanto que no olvidé nunca
esas palabras ni la expresión de su hermoso rostro.
Mi abuelita Natividad murió un 31 de diciembre, y pudo
cumplir su último deseo que era tener a todos sus hijos
juntos en fecha tan especial.
Cristina Pas
- Salida -
¡Señoras y señores, preparen sus oídos y sentidos, los voy
a llevar a un viaje alucinante por nuestro Río Paraná, no
únicamente navegaremos, sino que compartiremos toda una
experiencia entre ustedes y nosotros la tripulación! Así co-
mienza diciendo el capitán del barco en el que nos embar-
camos una mañana muy temprano.
Tiro los dados y sale el número seis, avanzo. El día es ideal
soleado, limpio y templado a pesar del invierno, con mis
amigas estábamos contentas, es toda una aventura, al fin
íbamos a hacer ese viaje pluvial que teníamos programa-
do, nos trasladamos desde Santa Fe a Corrientes.
Tiro mis dados: sale el número cinco, pierdo dos juegos.
Comenzamos con un desayuno en la cantina del barco acom-
pañados con las canciones de Camilo Sexto, Nino Bravo y
también algunos chamames, era tan confortable el ambien-
te, todo de madera, bronce, almohadones de vivos colores
y una barra muy vistosa.
Tiro los dados y sale el número tres avanzo, allí en la barra
está él, su pelo rubio largo, una cara extranjera, sin dudas.
Tiro los dados y sale el número cuatro; avanzo. El viaje es
todo lo que imaginábamos y aún más, el barco es enorme
lleva los autos en su bodega y también pasajeros, su velo-
cidad es pareja, mansa, agradable permite disfrutar todo el
paisaje alrededor, allí está el litoral en todo su esplendor.
Tiro los dados sale el número siete y pierdo tres juegos,
nos detenemos a observar la vegetación selvática su aro-
ma es una mezcla de perfumes cítricos y dulces, sus árbo-
les: sauces, timbó blanco, palos bobos, cebil, ambay, lia-
nas, flores de todos los colores. Sus animales: monos cara-
yá, coatíes, osos meleros, pecaríes, yacarés. Sus aves: los
tucanes, lechuzas, zorzales y muchos más todo lo vemos y
nos describe una voz que le cuesta pronunciar los vocablos
españoles, pero que conoce cada especie, es el muchacho
de la cantina, y si, es ruso se llama Serguei con su porte le
hace homenaje a su raza.
Tiro los dados, sale el número cinco; avanzo. A esa altura
del viaje ¡ya me había enamorado de ese ruso!, sin dudar
parecía mi premio mayor.
Tiro los dados, sale el número dos, debo detenerme dos
juegos, llegamos a Goya Corrientes, queremos descansar
unos días y conocer lugares distintos. Serguei nos sirvió de
guía también en tierra ya que vivía allí, nos presentó a sus
amigos y fuimos a playas e islas increíbles.
Tiro los dados sale: el número tres, debo detenerme dos
juegos. Mis amigas siguieron viaje y yo me quedé como
decía el juego, pasamos cinco días increíbles sin pensar en
el después, ni siquiera si sería posible un futuro, sin saber
quiénes éramos, en realidad solo dos desconocidos con-
fiando el uno en el otro.
Tiro los dados y sale el número tres, debo avanzar.
Éramos extremadamente jóvenes y llenos de energía, vivi-
mos ese amor con toda nuestra pasión y desprejuicio, no
nos planteamos optar, debíamos seguir nuestros caminos,
él regresaba a Rusia y yo a mi provincia.
Me faltan tres últimos casilleros tiro los dados sale número
cuatro, llego a mi meta el premio, un amor vivido profunda
y apasionadamente sin dolor. Nunca mejor aplicados los
pensamientos filosóficos de Heráclito: «La vida es un enig-
ma invita a avanzar a correr riesgos, a jugar nuestros de-
seos sin certezas, en definitiva, a vivir ese es el desafío
habitar ese mundo incierto».
Serguei y yo nos separamos una mañana en la borda del
barco de regreso a puerto, con total alegría de habernos
conocido y amado sin mezquindad, solo por hoy.
Teresita Zaragoza