Torta de zanahoria
Los recuerdos, vecina... los recuerdos. Vea, cuando comencé a hacer la torta de zanahoria me olvidé de que tenía la procesadora, que había aprendido a usarla, que todo se hacía más rápido, y empecé como antes, ¿vio?
Rallé las zanahorias con el rallador, mezclé 1/2 paquete de manteca con una taza de azúcar, le agregué 4 yemas, 1/2 litro de leche y la zanahoria rallada, mezclando todo bien.
Y llegó el momento de batir las claras a punto de nieve, con 2 tenedores comencé a hacerlo, y batía, batía, batía...
Y me fueron ganando los recuerdos...
Era un día como hoy, de sol radiante. Pablo y Elena regresaron a casa después de dos días de ausencia. De estudiar, dijeron... querían recibirse... serían doctores, claro.
Estaban un poco atrasados en los estudios. Elena porque quedó embarazada en la mitad de su carrera y luego porque tuvo que amamantar un tiempito.
Pablo, porque se pasaba noches enteras en reuniones que yo no alcanzaba a comprender de qué eran y cuando le preguntaba por sus estudios, respondía: “Mamá, la revolución está cerca, tendremos un país distinto, con más justicia, menos ricos y menos pobres, con equidad decía… y yo, yo no entendía bien qué significaba esa palabra, pero debía ser algo bueno, algo importante.
Cuando los dos señores de traje oscuro, llamaron a la puerta preguntando por Pablo Mendizabal y por Elena Carrasco, les dije: ¡No están! Para no despertarlos, ¿sabe?... dos días seguidos estudiando, tenían que descansar.
O quizás porque, de repente, un presentimiento comenzó a angustiarme.
Yo había escuchado por la mañana tempranito por la radio que habían asaltado el batallón 141 y que se habían llevado todas las armas... "¡La revolución está cerca, mamá! ¡La revolución está cerca!"
–¡Venimos con orden de allanamiento, señora!
–De allá... ¿de dónde?– Cada vez comprendía menos o, tal vez, entendía más.
Entraron sin esperar que los invitara a pasar. De pronto vi mi casa rodeada de soldados con armas muy grandes. Soldados en el techo, en el jardín, agazapados... ¡apuntando!
–¿Ustedes son comunistas?– Preguntó uno de los señores de traje oscuro.
–No, señor, vea... cuando falleció mi esposo, lo único que yo podía hacer para ganarme la vida era coser, pero no tenía máquina. Le escribí una carta a Evita Perón, explicándole nuestra situación y a los pocos días recibí una Singer, nuevita, esa que está ahí, ¿vio?... Lloré tanto de emoción... Si yo cosía y cosía, Pablito podría estudiar y algún día sería doctor.
Mientras intentaba explicar esto, los soldados abrían cajones, levantaban colchones, rompían sillones, ¡¡¡qué desastre!!! Se los llevaron, ¿sabe?... Solo dejaron a la nena, que lloraba reclamando la mamadera.
A Elena nunca más volvimos a verla y, tras un largo peregrinaje, supe que Pablo se encontraba detenido en la cárcel de encausados.
Me preparé ansiosa el domingo, para ir a verlo. Claro, primero hice la torta de zanahoria que a él tanto le gustaba.
Atravesé una gran puerta de hierro, luego otra, siempre acompañada por guardias. Al llegar a un cuarto maloliente, me dijeron: "Deje sobre el mostrador las provisiones".
Comenzaron a revisarme, por Dios, ¡qué vergüenza! Las axilas, los senos, la cintura, el bajo vientre... aquí, aquí me metía la mano una señora policía, por supuesto, mientras otra, despedazaba la torta de zanahoria, buscando no sé qué cosa adentro.
Junté los pedacitos, los puse en la bolsa de nylon y después de atravesar otra puerta, pude abrazar a Pablo.
Lloramos los dos y comenzamos a comer juntos las migas de la torta...
–No te preocupes, mamá. Yo estoy bien, la revolución está cerca, ¡cada vez más cerca! Cuídala a la nena por favor. Tendremos un país distinto, habrá justicia, habrá menos ricos y menos pobres... ¡Habrá equidad!
El domingo siguiente volví a la visita, con la torta de zanahoria. Esta vez no me requisaron, no destrozaron la torta, pero me destrozaron el corazón. Mi hijo no estaba, lo habían trasladado. Nadie supo decirme nunca adónde. Y yo seguí cosiendo en la Singer. Usted no sabe cuántas lágrimas mojaron mis costuras, pero la nena tenía que estudiar...
Hoy, vecina, es el cumpleaños de Paulita. Cuando salía para la universidad me gritó desde la puerta: "Abuela, para cuando regrese, quiero mi torta de zanahoria". Y yo, sin pensar que tengo la procesadora, comencé a hacerla como antes... y batí, batí las claras con tanto dolor, con tanta bronca, pero con tanta esperanza, que vea... así de alta me salió la torta… y la Paulita, pronto será doctora, ¿sabe?
Norma Valderrama
Incondizionato
Recuerdo aquel cumpleaños del 45 en mi querida Cefalú, cuando todos festejaban el fin de la guerra y yo recibía el mejor regalo de mi vida… ¿el mejor regalo de mi vida?
Esa primavera cumplía 10 años y desde los ocho la abuela Ana conocía el tesoro que más deseaba, pero eran tiempos difíciles y nuestra economía familiar (como la de todos, en Italia) solo alcanzaba para algún abrigo o alimento extra. Mi «carissima» Ana repetía que necesitaba tiempo para que preparen mi regalo. Y eso coincidía con más trabajos de costura (oficio que había retomado) y menos horas para estar con nosotras; lo que se intensificó ese año, en la semana de mi cumpleaños.
Todas las mañanas desde la cama, con mi hermana disfrutábamos ver cómo la nona trenzaba con precisión su cano cabello y sacudía sus extremos, al tiempo que con un guiño nos canturreaba un trabalenguas: “Trencé mis trenzas muy trenzadas/tristes trenzas, trencillas tan trabadas”, así comenzábamos nuestro día. Luego nos preparábamos para el paseo obligado, buscar la ración diaria de comida. La abuela en la cocina limpiaba la olla grande para llevar mientras atendía a vecinas con nuevos encargos de remiendos.
Nosotras cepillábamos los abrigos en un intento de quitar el nauseabundo olor a kerosene y a pólvora. Antes de salir hacia a la plaza cuidadosamente guardaba la «tessera» en su delantal y con sus firmes manos de costurera, aferraba las nuestras.
Siempre recorríamos las mismas calles, alejadas de vehículos en llamas y pocos escombros que permitían un paso ligero. Decía que debía entregar unos trabajos por la zona (lo que nunca vimos), pero su firme advertencia explicaba todo: “Niñas, ¡con cuidado! Vean por dónde caminan, no pisen los vidrios, no alcen nada extraño del suelo y siempre atentas a las paredes rotas”. Sin inconveniente llegábamos a la catedral donde el carro militar, oliendo a grasa de cerdo, congregaba a todo el pueblo.
En la espera la nona caminaba toda la explanada, entregando y recibiendo paquetes de ropa para coser, “nunca son suficientes” lamentaba. Nosotras jugábamos con otros niños y a veces, nos infiltrábamos en grupos de jóvenes para escuchar temas como: qué vecinos habían abandonado sus hogares; las calles menos vigiladas por los militares; dónde ocultarse cuando los aviones sobrevolaban y otros, que no siempre comprendíamos.
Fue en esas reuniones que entendí por qué mi familia solo usaba la cocina y el comedor, con sus improvisadas divisiones de frazadas entre las camas. Por qué estábamos rodeados de rejas aún donde no había aberturas. Por qué mi tío y mi buelo para “controlar los alrededores” subían a la planta alta, donde estaba la única ventana sin cubrir con madera. Por qué el resto de la casa estaba prohibido, como las terrazas que daban al mar y a la playa. Y por qué los regalos demoraban tanto para mi abuela.
El día anterior a mi cumpleaños mientras esperábamos el turno, se escuchó por primera vez “Faccetta nera” por los altoparlantes. Hombres y mujeres comenzaron a entonarla y algunos soldados también. La plaza se transformó en una rara fiesta, donde todos parecían estar felices aunque lloraran.
La nona soltó su bolsa de encargos y sin decirnos nada, casi corriendo nos alejó por una callejuela no acostumbrada; tropezándonos con nuevos escombros y descubriendo vidrieras aún intactas. Fue allí que nuevamente la vi: “¡Nona, nona, es ella! ¡Todavía está aquí! ¡Mira qué bonita es!”, y deteniéndola por el delantal señalé el escaparate con polvo de bombas, donde paradita con su vestido blanco y pelo rojo parecía mirarnos. Por el gesto en su rostro entendí que ese año también, mi tesoro era inalcanzable. Y con un suave tirón mi cariñosa Ana, me despegó de la vidriera.
Esa noche como de costumbre –a escondidas– los mayores fueron a buscar semillas al molino, para los panes de la nona y sus “lire” extras. Extrañamente ella cerró la máquina de coser y los acompañó cubriéndose la cabeza, con un pañuelo que dejaba escapar sus trenzas recién arregladas y sacudidas. Con mi hermana y sin vigilancia, improvisamos uniendo la almohada a una bufanda roja nuestra muñeca, con la que bailamos tarareando despacito “carita negra”. Cansadas nos dormimos con el último verso y yo, abrazada a la almohada.
Al otro día, sin demora ni remoloneo, corrimos hacia la cocina. ¡Mi cumpleaños!... o la extraña canción (que aún sonaba afuera) había traído de regreso a papá, y hecho llorar a mamá al no reconocerlo, sucio de sangre y barro.
¡Mi cumpleaños! Y todos juntos reíamos, llorábamos, saltábamos, nos abrazábamos, ¡qué maravilloso regalo! Solo faltaba la abuela, encargada de preparar y servir el desayuno en las fiestas.
Pronto ella llegó desde la calle y acercándose hacia mí, hizo aparecer por debajo del delantal ¡el regalo! ¡Mi tesoro! (aun con polvo de escaparate) y lloré, ¡cómo lloré!… al descubrir que ni la máquina de coser ni los panes extras habían alcanzado para pagarlo… a mi querida nona por debajo del pañuelo… sus grises trenzas ya no le colgaban.
Myriam del Rosario Díaz
Transparente
Algunas cosas sé a los catorce, del todo ignorante no soy. Sé lo que son las leyes de Kepler, por ejemplo, lo cual no está nada mal para una chica de mi edad. Y tengo una buena noción de cuándo se originó la vida en la Tierra: nunca se dijo a qué hora sucedió, pero sé que fue hace cuatro mil millones de años. También sé que estoy a medio camino entre la niñez y ser una bestia de mujer, solo que por ahora no estoy ni aquí ni allá. Precoz, dicen que soy... Aunque a veces me pregunto si no sería mejor que fuera procaz, para poder sobrevivir entre los salvajes que me rodean en clase.
Sé de las maravillas y las miserias del período femenino y de los distintos grados de enamoramiento, que básicamente dependen de cuán rápido caiga una envuelta en llamas. Del tiempo que pase desde la ilusión hasta que nos bajen de un hondazo. Pero me tiene cansada la gente adulta cuando insiste en eso de “quién pudiera volver a tener catorce años”. Sospecho que lo dicen porque ya se olvidaron de cómo eran las cosas a esa edad. Para mí, al menos, no es ningún picnic.
Las lolas, por empezar. ¿Cuándo van a decir presente? Porque lo que a mí me asoma es un chiste; soy de las que menos tienen en todo el curso. En mi celu MSG no es el acrónimo de mensaje en inglés: es “Mujer Sin Gomas”. Y de perfil no tengo nada espectacular que sobresalga, tampoco. Estoy planeando hacer gimnasia con la cola a solas en mi cuarto como una posesa. Algo tengo que tener, o no me van a prestar atención ni las mascotas del barrio.
Una de las pocas cosas buenas que tengo a los catorce es mi amiga Claudia. Nos contamos nuestros miedos y nuestras obsesiones, y vivimos todo juntas. Mayormente fracasos, porque no somos lo que se dice las chicas populares del curso. Qué se yo; feas no somos, tampoco. Aunque yo quisiera tener una nariz más chica, los ojos más juntos, labios más gruesos y el pelo más lacio. “Querés ser otra persona”, me censura Clau.
–¿Por qué no?
–Así como sos, sos linda.
–Linda ofensa al concepto de belleza.
Ella insiste en que soy bonita, pero supongo que lo dice para que no pierda las esperanzas. Especialmente con el atleta, con Nicolás. Qué atractivo que es, el muy cretino. Rubio en un país de morochos, con ojos azules entre un océano de marrones. ¿De abajo de qué piedra salió? Hasta lindo nombre tiene. Juega al tenis y se destaca, en el cole le va bien, y los profes lo respetan. Y no es presumido. Hasta donde yo veo, tiene un solo defecto: todavía no se enteró de que yo existo. No le avisaron. Uno de estos días le voy a mandar una fotocopia de mi partida de nacimiento.
Y sí… muy exitosa no soy, en esta cuestión de los chicos. El año pasado estaba fascinada con Sergio, y él estaba fascinado con otra, por supuesto. María Laura... Cola, lolas, bonita, tonta, pelo hermoso, y capaz de hablar sin parar. Yo no puedo; no sé cómo hacen. Hablar de corrido saltando de un tema al otro sin reflexión, sin pausa. No puedo ni quiero, y supongo que mi silencio no ayuda a hacerme notar.
Claudia tiene sus propios problemas; se deslumbró con el mejor alumno del curso. O el más inteligente, en realidad. Pablo, se llama, y tiene algo en común con Nicolás: los dos ven a través nuestro. Somos de vidrio. Al punto que compusimos una balada bastante pasable, con un estribillo que aullamos juntas en casa, cuando alguna de las dos está deprimida:
Claramente / transparente / nunca fui normal
Totalmente / transparente / vidrio, ser de cristal
Yo inventé la letra y Clau la música, y se convirtió en nuestro himno al fracaso. Cuanto peor es nuestro día, más fuerte lo cantamos, y al menos nuestros ojos dejan de estar vidriosos.
Este lunes sucedió algo raro: alguien dejó una flor en mi banco. Muy temprano, porque fui la primera en llegar y el clavel rojo ya estaba allí. No sé quién fue, porque en el aula no había nadie. Ni siquiera sé si era para mí, en realidad… Ah, sí. Qué segura de mí misma que soy. Por un momento me hice ilusiones de que fuera de Nicolás; la esperanza nunca se pierde. Pero llegó tarde, como siempre, y siguió con esa irritante capacidad de ver a través mío. Como si le hubieran dado el papel de Clark Kent… Cretino.
Pero fue hermoso volver a casa con una flor. Claudia se alegró mucho y me retó cuando dije que tal vez no era para mí. Qué bueno es tener una amiga de verdad. Si Clau no existiera tendría que inventarla, porque con la mayoría de las chicas del curso no me llevo tan bien... O no me llevo nada. La ropa, el celu, las uñas, quién es la más bonita y quién baila mejor. Hace mucho cometí el error de contarles que leía, y me miraron como a una leprosa. ¿Libros? me preguntaron. No, las etiquetas de los envases, idiota.
Esa tarde nos sentamos a conversar mate por medio, y Clau opinó que el de la flor fue Guille, por lo tierno. De Pablo ni hablar porque le gusta a ella; tabú. José Luis acaso puede llegar a ser un romántico, pero le falta impulso. No. Dani se la pasa hablando de películas de karatecas chinos, por Dios. Sergio me viene ignorando desde el año pasado, y todos sabemos que Santiago está embobado con Valeria, una de las populares del curso… y también de las peores. ¿Cómo no se da cuenta el flaco? Los varones parecen haber salido de otro… cascarón que nosotras, y hay momentos en que me pregunto si somos de la misma especie.
Cuando entré al aula al día siguiente me decepcioné porque en mi banco no había nada. Supongo que en mi ingenuidad esperaba que de allí en más me trajeran una flor cada mañana. Y cuando al otro día tampoco hubo nada, me convencí más que nunca de que esa flor no había sido para mí. La Mujer Sin Gomas se afanó una flor. La cleptómana chata golpea de nuevo.
Ese día en la clase de Historia no sé por qué la profe escribió “Schopenhauer” en el pizarrón, y preguntó si alguien sabía quién fue. Silencio. Me cae bien la profe de Historia, y me dio pena el silencio. Levanté la mano porque un poco había leído y algo papá me contó, así que dije lo básico; “filósofo alemán, siglo diecinueve”. Me preguntó si sabía alguna cita, y yo hice memoria porque la que recordaba la había leído en inglés. Lo vengo estudiando desde que era muy chiquita, y además vivimos años en el extranjero, así que no tengo dramas con el idioma. Pero si llego a citar a Schopenhauer en inglés me internan. Me matan.
Así que traduje mentalmente lo mejor que pude y recité: “Ni el mundo es un artefacto para nuestro uso ni los animales son un producto de fábrica para nuestro beneficio”. Fue lindo verla sonreírme, pero sé que en definitiva fue un error. Podía sentir las bocas abiertas a mí alrededor. De dónde salió esta flaca que es capaz de citar al Eschopenjágüer ese… Si, ya sé… Precoz. Solo que ahora debo ser más leprosa que nunca. En cualquier momento se me cae un dedo. O la nariz.
El miércoles por la mañana espié por la ventana de mi cuarto, como siempre. Es mi pequeño ritual privado para comenzar cada nuevo día: contemplar el mundo en silencio desde arriba, y dejar que me lleguen los aromas de lo que la vida está cocinando para mí. Vislumbrar qué es eso que me espera agazapado a la vera del camino. Y entonces noté un objeto rojo que nunca había estado allí: atado con una cinta a la rama que da a mi ventana había un clavel rojo, igual al que había aparecido en mi banco.
Ay, qué lindo. Ahora sí; ahora tenía que aceptar que era para mí. Porque mamá está crecidita para estas cosas, y esa era mi ventana.
Por supuesto que en casa no dije nada; nadie habla de esas cosas con los padres. Yo sé que me quieren, pero me tratan como si hubiera que soportarme unos años hasta que se me pase. Y todavía no sé bien qué es lo que se me tiene que pasar.
Cuando le conté a Clau camino al colegio saltamos y gritamos en la vereda como unas idiotas, pero fue hermoso. Saber que alguien está tan fascinado conmigo como para treparse a una rama y dejarme una flor... Y que a Clau no le den celos, y se alegre por mí. Porque no se puede fingir esa clase de alegría. No así, saltando como una loca.
¿Quién sería?
Esa tarde Claudia me ayudó a analizar otra vez a mis compañeros de curso. Yo todavía me aferraba a la esperanza de que fuera Ojos Azules, pero sabía que Clau tenía razón; lo más probable es que fuera Guille. Así que me obligué a ver a todos bajo otra luz. Y no está mal, Guille. Alto, vivaz… seguro de sí mismo… Debe ser por eso que nunca lo miré con ojos de mujer. No me gusta la gente joven que parece segura; sé que finge. Pero tal vez solo me choca porque a mí me falta mucho en ese rubro.
Una semana más tarde apareció otro clavel rojo en mi banco, esta vez acompañado por una nota.
“Te debo parecer cobarde, pero es que no puedo hablarte todavía. Cuando te veo se me bloquea el cerebro, y voy a sonar torpe. No sé qué decirte, pero lo que sí sé es que no te quiero decepcionar.”
Me derritió. Al carajo con Clark Kent y sus ojos azules, y averigüemos quién es este divino. La letra no me iba a ayudar, porque había impreso la nota con una compu. Clau volvió a saltar como un canguro, y cuando nos bajó un poco la histeria me preguntó si pienso tener sexo más bien pronto con ese romántico. Qué cretina; ella sabe que sería el primero para mí. Le pegué en el hombro y me hice la divertida, pero la realidad es que me da miedo a tantos niveles que puedo hacer una torre. Más alta que el Burj Khalifa.
Después se me paró el corazón: ¿Y si era una joda…? Dios, qué cruel... Mejor me cuido de andar con cara de boba por los pasillos. Que nadie piense que me la creo.
Por muchos días no hubo novedades. Ni cartas, ni flores, ni nada. Empecé a sospechar con suave tristeza que todo había sido un engaño. O que quienquiera que hubiera sido, perdió el coraje. Malditos mocosos de segundo año.
Entonces me iluminé: no era de segundo. Era mayor, más maduro... Por eso era capaz de expresarse de esa manera… Y seguro que dejaba la flor y se iba a su aula; por eso nunca había nadie en la mía. ¡Claro!
¿De qué sería...? ¿De tercero? ¿De cuarto...? ¡Guau! Por unas horas me sentí halagada. Un chico de cuarto se había fijado en la mujer chata. Un chico medio cobarde, pero en fin...
No sé cómo me vino la idea esa tarde, pero me entusiasmé enseguida. Se me ocurrió que en algún momento Mr. Enigma me iba a volver a dejar algo en la misma rama. De noche, sin testigos. Y decidí que lo iba a esperar con una trampa.
Con Clau buscamos hilo, campanillas y una escalera alta. Nos pasamos más de media hora armando una especie de alarma, y la probamos hasta que funcionó. Era imposible trepar a esa rama sin enredarse con los hilos y hacer sonar las campanillas. Y de noche los hilos no se iban a ver. Gatos del barrio, fuera de mi ventana.
Pero llegó la mañana y nada sucedió. Ni tampoco la noche siguiente ni la otra, y así hasta el fin de semana, y me empecé a sentir estúpida. En el cole no hubo más flores, y ninguno de los chicos de cuarto me disparaba siquiera una mirada. Los de tercero, lo mismo. Para Ojos Azules era cuarzo fundido, y los del curso seguían con sus pavadas habituales; siempre en pose y desesperados por mostrarte que tienen la vida bajo control.
Una semana de nada se fundió con la siguiente, y luego con otra, y un día me cansé. Basta; era todo ridículo. Me prohibí a mí misma estar pendiente de esta historia, y me propuse retomar poco a poco mi vida. La que tenía antes de la primera flor.
Y sí, me sentía un poco triste y un poco idiota, pero era una buena tristeza. Sana. Serena. De las que te hacen crecer y ser más fuerte. Arranqué los hilos y las campanillas, ignorando las protestas de Clau, y guardé todo en una caja de zapatos. Las flores, la nota, y las campanillas que puse como una idiota. Me busqué esa novela que hace mucho quería leer y me refugié en la fantasía, en mundos que otro imaginó.
“Se me bloquea el cerebro…” Estúpido.
Esa noche tuve un sueño interesante: yo estaba iniciando una fogata en medio del cuarto para quemar mi pasado. No sé cómo no se prendió fuego toda la casa, pero por lo visto en sueños todo es posible. El plan era poner la caja de cartón directamente en las llamas. Adiós a las flores y a la nota, cortemos con el pasado. Que se derritan las campanillas y al carajo con todo.
Fue la segunda ramita que partí para alimentar el fuego la que me despertó. Y comprendí que no lo había soñado: alguien había hecho ese ruido al lado de mi ventana.
En cuanto corrí la cortina, él me miró desconcertado con esos ojos azules que me derriten, y que se veían divinos hasta en la pálida luz de las farolas. Estaba más bonito que nunca.
Fue hermoso porque no nos hablamos. Él sonrió apenas, se encogió de hombros y separó las manos como diciendo “soy un idiota”. Y yo también sonreí, porque se me licuaba el alma de felicidad. Después abrí la ventana del todo y le tendí una mano.
Roman Ksybala