Caza, abandono y ley
Esteban Céspedes
(publicado por Colectivo Cardumen, junio, 2020)
Pensando en la moción presentada hace unos días por un grupo del venerable senado, según la cual podría permitirse la caza de perros, parece relevante no sólo criticar esta propuesta, sino también la ley contra la que operaría (Ley de tenencia responsable de mascotas y animales de compañía, N. 21.020). Es necesario un cuestionamiento más radical, que no se quede en los detalles de la moción ni en cómo ésta pueda ser condenada en particular.
El argumento principal de la modificación legislativa propuesta es que las conductas de los perros abandonados (“asilvestrados”) podrían implicar riesgos ecológicos y sanitarios. Cuando hablan de peligro ecológico, se refieren al riesgo que corren ciertas especies protegidas, y cuando hablan de peligro sanitario, hablan del riesgo que podrían correr personas de la especie más protegida de todas. (Y, claro, dentro de nuestra especie, hay personas más protegidas que otras.) Con esto queda inmediatamente a la vista el supuesto de base: Ciertas especies son éticamente más valoradas que otras. (Así también, ciertas clases sociales son más protegidas y valoradas que otras por los sistemas económicos y políticos dominantes). Es este principio lo que debería ser el blanco de crítica; no las pequeñeces de las medidas legislativas contingentes, no los detalles de los reclamos reactivos que luego caen olvidados.
Recordemos el caso, ocurrido el año 2018, en que una niña tortura y mata a la gata Emma. Como reacción, el senador Guido Girardi propuso considerar penas sustitutivas para las personas responsables, sosteniendo que cuando menores de edad cometen este tipo de actos, las sanciones no tendrían que implicar pena de cárcel necesariamente, sino que podrían variar incluyendo distintas alternativas, como multas, trabajos comunitarios o amonestaciones. Por otro lado, desde una perspectiva más drástica, distintos grupos animalistas organizaron manifestaciones y realizaron denuncias en contra de quienes cometieron estos horrendos actos. Así, uno de los debates que surgieron se enmarcaba en decidir sobre el rigor del castigo que debería ser aplicado. Pero ninguna disputa sobre castigos va a la raíz.
Esta discusión no sólo resultó triste por el hecho violento al que estaba referida, sino también por la manera en la que dividió a grupos que en el fondo parecían compartir principios éticos de respeto hacia los animales. Parece plausible pensar que tanto esta división como la pobreza del debate no dependían sencillamente del contenido de los argumentos expresados, sino de una falta de foco.
El esfuerzo del senador Girardi fue entonces sólo meritorio en la medida en que impulsaba la discusión y la legislación sobre estos temas. Pero especular sobre el grado de castigo que debería ser aplicado en casos como éste pareciera implicar que la mencionada ley (celebrada en varias ocasiones por el respetable senador) es lo suficientemente firme como para abordar de forma coherente los problemas asociados al bienestar de los animales y que los matices que deberían ser estudiados corresponden al plano de su aplicación. Así, lo que parecía ser un impulso moral tenía también el aspecto de un quietismo, un conformismo legal con respecto a un conjunto de normas profundamente insuficientes.
Un primer punto en el que podemos detenernos está relacionado con lo conceptual. Uno de los objetivos principales de la Ley 21.020 es, supuestamente, el de proteger la salud y el bienestar de los animales (evitar la crueldad y el maltrato). Pero basta una ojeada para darse cuenta de que el concepto general de animal no está definido y que, como dice su título, la ley está restringida a ciertos grupos de animales, como los animales de compañía, mascotas y animales usados para crianza comercial. Es claro que esta restricción está dada principalmente en función de intereses humanos muy particulares y no en función del bienestar animal como tal. Así, el objetivo general de la ley no está bien abordado. Ya es cuestionable si es siquiera posible pensar en la tenencia de mascotas en circunstancias que no contradigan la búsqueda del bienestar animal. Pero no me detendré en esto, para no alejarme tanto de la contingencia mediática. (Ni siquiera mencionaré los mataderos.) El punto en el que quisiera poner énfasis aquí es el hecho de que el objetivo de la ley (o el que debería tener) es muchísimo más amplio que su dominio de aplicación. Y por esta razón, una pregunta verdaderamente fundamental es si debe ampliarse y cómo.
Considerando este aspecto, el debate político de quienes impulsan la relevancia de estos temas debería estar enfocado en el avance crítico, realmente radical, y no en cuestiones judiciales sobre cómo debería ser aplicada una ley estrecha ni en cómo debería ser modificada.
Por supuesto, tampoco corresponde a un punto central cuestionar si la búsqueda del bienestar de los animales merece tiempo de discusión, considerando todos los otros grandes problemas que afectan a la sociedad. Nuevamente, esto es un cambio de tema. Cuando se trata de violencia, de maltrato, de dignidad y de convivencia, la preocupación de base es una sola y debería unir todos los frentes (pensando quizás en los derechos de la naturaleza y de todas las especies de forma equilibrada, no en un ecocapitalismo). Las preguntas que debemos hacernos acá corresponden a cómo abordar cada uno de estos temas en particular y a si la manera en la que lo hacemos actualmente es correcta o no.
Un ejemplo claro de la debilidad de la ley en cuestión es su aplicabilidad nula en la práctica del rodeo, una tradición retrógrada, bruta y carente de empatía. De hecho, si un grupo de activistas busca defender el bienestar de los animales explotados en un rodeo, la norma actual referente al bienestar animal es ineficaz y es la noción de orden público la que toma importancia. Así, está permitido perseguir a lxs activistas pero no a quienes organizan el llamado deporte.
Lo central en el caso del rodeo es lo siguiente: Hay personas que tienen la voluntad de divertirse considerando a otros animales como medio para satisfacer esa voluntad. En otras palabras, la sociedad asigna un mayor valor al interés superficial de entretener a un grupo de personas que al bienestar de otros animales. El mismo principio se repite en el caso de las famosas “victorias” viñamarinas o en el uso de animales en circos. El mismo principio se repite en el caso de la gata Emma. El mismo principio se repite en el mascotismo, en la “tenencia” de animales en general (sea considerada responsable o no). El mismo principio se repite en cada bocado proveniente de la explotación animal (sea un lujo exótico o no, venga del mercado que venga).
¿Por qué se formulan leyes que protegen sólo a ciertas especies (o clases) y sólo en ciertas circunstancias? Una respuesta rápida e ingenua podría indicar que el problema es uno de incoherencia. Pero la cuestión es más grave: Los sistemas económico-políticos dominantes (y, con ellos, la legislación, por supuesto) establecen escalas de preferencia sobre los intereses de las empresas, los ciudadanos y los animales. Al parecer, los intereses de Emma habrían sido, según la ley, más importantes que los intereses de alguno de los novillos golpeados hasta el cansancio en algún encuentro del deporte nacional. De manera similar, los intereses de la industria de mascotas parecerían ser más manejables que los intereses de la industria asociada al rodeo. Los intereses de la industria agropecuaria, del turismo, de la industria maderera (y tantos más) estarían también por encima de muchos otros, por encima de cuestiones sociales graves. Un debate que pone así en la balanza las voluntades es un mal debate. Cuando se trata de violencia y de dignidad, ningún interés individual debe estar por sobre otro y quien sufre el abuso debe tener protección (o el asilo contra la opresión).
Estamos claramente ante un problema educativo, un problema de construcción común de conocimientos y hábitos. Y con esto no quiero cuestionar únicamente la educación de quienes abandonan a sus mascotas. Me refiero a la educación social. Debemos someternos a esto como sociedad, como sociedades. Quienes fomentan el maltrato de animales no actúan sólo por diversión o por satisfacer su paladar, sino también porque sienten que su voluntad de calmar su aburrimiento y de saciar su antojo es más importante que la voluntad de lxs sometidxs. Lamentablemente, este sentimiento (directamente relacionado con otros problemas sociales) expresa un principio que es ampliamente aceptado y que opera de forma implícita en la pequeña ley que tenemos que obedecer y que dice buscar el bienestar de los animales.