LA PRINCESA DE ÉBOLI
LA PRINCESA DE ÉBOLI
Ana de Mendoza y de la Cerda es el personaje femenino más enigmático, controvertido y atractivo de la Corte de Felipe II pero también uno de los más desventurados. La apodaban “ La Tuerta ” y es conocida como la princesa de Éboli. Por esos vaivenes de la fortuna y los caprichos del destino, pasó de ser la principal dama de la Corte a caer en desgracia, muriendo en la lóbrega prisión de Pastrana.
Nació el 29 de junio de 1540 en Cifuentes ( Guadalajara), en el seno de una de las familias más poderosas del siglo XVI. Era hija única de don Diego Hurtado de Mendoza,segundo conde de Melito, y de doña Catalina de Silva, hija de los condes de Cifuentes. En su partida de bautismo consta que fue bautizada como Juana de Silva, este cambio de apellido se debe a la esperanza del conde de Melito de tener más tarde un hijo varón para el que quiere reservar el apellido de los Mendoza. Mas como no llegó el anhelado hijo varón, se produjo el trueque del apellido materno por el paterno y de esta forma la niña bautizada como Silva acabaría siendo en el mundo una Mendoza. Ahora bien, ha pasado a la historia conocida como Ana. ¿ Su verdadero nombre era Juana o hubo un error en su partida de bautismo?.
Educada por su madre, su infancia y juventud estuvo muy influida por las peleas y separaciones entre sus padres, en gran parte debidas al carácter mujeriego de don Diego y que llevarían a una separación de hecho. Ana tomaría partido por su madre, generalmente. Se la educó sin escatimar esfuerzos. Es más, su completa formación abarcaba campos muy diversos e incluso propios de la preparación que, por entonces, se limitaba a los varones. Así, por ejemplo, era una espléndida amazona y conocía las artes de la esgrima. Desarrolló un carácter orgulloso, dominante y altivo pero también voluble, rebelde y apasionado. Una mujer de la que se dice que no se amilanaba ante nada y ante nadie, y sobretodo una adelantada a su tiempo.
Con tan sólo trece años, el monarca Felipe II la eligió para casarse con Ruy Gómez de Silva. En los cinco años siguientes, Ruy se mantuvo fuera de España en diferentes misiones que le llevaron a Inglaterra o Flandes. Mientras esperaban que la joven tuviera la edad necesaria para consumar el casamiento, se fue a vivir con sus padres a Valladolid y allí se producen nuevos escándalos entre sus padres, debido al amancebamiento público de éste con una nueva amante que al salir de la Corte se llevaría con él a Pastrana, llegando a tener con ella su segunda hija ilegítima. Valladolid era la Corte de la monarquía escogida por la princesa Juana para gobernar desde allí, en nombre de su hermano, los reinos de España. Una Corte que estaba animada con la presencia de dos reinas: Leonor y María, las hermanas de Carlos V que habían vuelto con él cuando el emperador había decidido su retiro a Yuste.
En Valladolid, Ana entraría por primera vez en contacto con libros de magia y esoterismo. Se cree que durante estos años, acostumbrada a jugar y a entrenar con las espadas con sus lacayos, sufrió un grave accidente que la llevó a perder su ojo derecho. Se queda tuerta entre los doce y los diecinueve años, pero el misterio que envuelve a esta mujer es tal, que ni siquiera los especialistas se ponen de acuerdo en este dato.
La causa pudo ser un accidente de esgrima, una caída del caballo o una enfermedad degenerativa, debida a la cual el ojo se le fue deteriorando hasta ponerse casi blanco y no ver con él. También se dice que Ana era tan frívola y presumida, que era bizca y no quería que la gente viese como un ojo se le iba de un lado a otro. Sea cual fuese la causa, la joven Ana se colocó un parche en el ojo derecho.
En 1557, Ruy regresó a España un breve tiempo, suficiente para dejar embarazada a su esposa, que dio a luz unos meses más tarde en medio de la desolación producida por la fuga de su padre con una doncella de la corte. Este escandaloso asunto destrozó la familia Mendoza, pues don Diego desmanteló su casa dejando a su mujer e hija prácticamente en la ruina y abandonadas a su suerte en la fortaleza de Simancas. En 1559, Ruy volvió a España para recibir, gracias a su buen trabajo, el título de príncipe de Éboli.
Establecidos en la corte madrileña, Ana de Mendoza sabe ganarse el afecto de la tercera esposa de Felipe II, la reina Isabel de Valois, siendo compañeras de diversiones y aficiones comunes hasta la muerte de la soberana. Acompaña a la reina en sus excursiones campestres y en sus cacerías. La joven reina, en más de una ocasión, la invitaba a comer a su mesa. Allí entraban las sobremesas y los juegos de cartas. Y tal es la amistad que se profesan que Catalina de Médicis, madre de la reina, enviará como presente a la princesa de Éboli una sortija.
Tan estrecha relación de Ana con Isabel de Valois daría como resultado que, inevitablemente, el rey se viera con gran frecuencia con la princesa de Éboli, la dama de la Corte que más llamaba la atención por su juventud, su vitalidad y su belleza. Su rostro de facciones proporcionadas y su esbelta figura la hacían destacar entre el resto de damas, pero sobre todo, lo que la convertía en el centro de atención era su inteligente conversación y sus exquisitos modales.
Ana de Mendoza fue enemiga del partido de la Casa de Alba, el opuesto al liderado por su marido y que tras su muerte dirigirá Antonio Pérez, quien le sucederá como secretario de Felipe II. Ambos partidos siempre en pugna intrigando por el poder. La mayor parte de los Mendoza fue afín al partido " Ebolista ". Los príncipes de Eboli mantuvieron amistad con don Juan de Austria, siendo en su casa madrileña dónde conoció a María de Mendoza, amante y madre de su hija Ana de Austria. Durante el periodo de su matrimonio la vida de Ana fue estable y no se le conocen andanzas ni problemas, salvo los encontronazos con la duquesa de Alba o Santa Teresa de Jesús. El matrimonio tuvo seis hijos vivos en los trece años que duró, de un total de al menos diez embarazos.
En 1564 el rey apartará de la corte a los príncipes de Éboli, nombrando a Ruy Gómez de Silva Mayordomo mayor de su hijo el desventurado príncipe don Carlos. Los tiempos de la gran privanza de Ruy Gómez habían pasado y con ellos, los triunfos, las galas y los esplendores de Ana de Mendoza. En estos años se produce el sombrío suceso de la rebelión, la prisión y la muerte entre rejas del príncipe don Carlos, el heredero de la corona.
Los príncipes de Eboli compraron Pastrana, donde crearon un pequeño reino en miniatura. Además de establecer una serie de talleres textiles que se encomendaron a expertos artesanos flamencos e italianos, favorecieron el enriquecimiento de la Colegiata, urbanizaron la villa e incluso llamaron a su presencia a Teresa de Jesús con intención de que las carmelitas abrieran allí un nuevo convento. El tiempo, sin embargo, puso en evidencia que la santa y la princesa eran dos genios demasiados parecidos para llegar a entenderse.
En aquél tiempo apareció en España una extraña mujer, su nombre Catalina de Cardona. Había vivido su juventud en Nápoles, donde se había casado. Al enviudar entró al servicio de la princesa de Salerno y, a su muerte, logró el amparo de los príncipes de Éboli. Fue entonces cuando empezó con sus rigurosas penitencias, se fustigaba el cuerpo para purgar sus pecados, y a tener visiones. A partir de ese momento, mediada la década de los sesenta, Catalina vive como una ermitaña y extrema los rigores de sus penitencias, se alimentaba solo de raíces del campo y vestía un tosco sayal, prefiriendo incluso el hábito de fraile al de monja. Un comportamiento que influyó y mucho en los frailes carmelitas descalzos de Pastrana. Lo cierto es que su fama, como de santa, fue creciendo y hasta el propio rey quiso conocerla.
En mayo de 1571 vuelve a Pastrana, al palacio de los príncipes de Éboli. Seguramente la admiración que sentía Ana de Mendoza por aquella extraña mujer penitente la llevó, al enviudar, a tomar la decisión de meterse ella misma a un convento. La caída en desgracia del duque de Alba ayudó al príncipe de Éboli a recuperar la gracia del rey y en 1572 Felipe II concedió a Ruy Gómez de Silva el título de duque de Pastrana, que lo convertía en Grande de España.
La muerte de su esposo en 1573, la hizo entrar en una depresión que la llevó a querer ser religiosa, encerrarse entre cuatro muros y vivir el misticismo de las carmelitas. Tomó un nuevo nombre: Ana de la madre de Dios. Ante el mismo cadáver de su esposo y en presencia del prior del convento carmelitano descalzo de Pastrana y de otro fraile, Ana exigió a este que se quitase su hábito y, al momento, ella se lo puso. De ese modo salió de Madrid al frente de la comitiva fúnebre que llevaba a su marido para ser enterrado en Pastrana. Y para hacer más ostentación del desprendimiento de las cosas del mundo, no salió en su coche, sino en una carreta. No iba sola, la acompañaba su madre, doña Catalina de Silva y con igual determinación: entrar como monja en las carmelitas descalzas de Pastrana. " ¡ La princesa monja, yo doy la casa por deshecha ! ", parece que dijo la priora Isabel de Santo Domingo.
La princesa de Éboli hizo una asombrosa petición al rey, que tomara la tutoría de sus hijos para que ella pudiera meterse monja. Manuel Fernández Alvarez cree ver aquí un indicio que apoya la teoría de una supuesta paternidad del rey. El ruego de la princesa de Éboli era inusitado si se trataba de una súbdita a su rey pero comprensible en el caso de una antigua amante al padre de uno de sus hijos. El rey no rechazó esta demanda, le contestó que en cuanto los grandes negocios de Estado se lo permitieran la tendría en consideración.
Nada más llegar al convento la princesa dio signos de su prepotencia. De entrada ordenó que todo se pusiese a punto para que pudieran tomar el hábito de monja dos criadas jóvenes que llevaba consigo. Su esposo fue sepultado en la iglesia del convento y al acabar la ceremonia, Ana de Mendoza recibió a las autoridades locales que le querian expresar su pésame. Y eso rompiendo la clausura del convento, con gran escándalo de las monjas. De nuevo, exigió que le pusiesen a su servicio dos criadas, aparte de aquellas otras dos a las que había hecho tomar los hábitos. La priora, consternada, trató de evitar aquel nuevo quebranto de la normas por las que se regia el convento y acudió a la madre de la princesa pidiendo su apoyo. Pero no hubo nada que hacer, Ana se mantuvo firme en sus exigencias.
La priora prefirió negociar con la madre, doña Catalina, que una parte del convento quedase para aquellas dos grandes señoras, con las criadas que quisiesen tener a su servicio y con la posibilidad de mantener el trato que quisiesen del mundo pero que el resto del convento pudiese seguir conservando su clausura y las austeras normas por las que hasta entonces se había regido.
Y Ana de Mendoza aceptó pero siguió mostrando sus aires de gran señora feudal. Cuando una monja debía hablarle, o cuando era llamada, debía hacerlo con todo acatamiento de respeto y humildad, de rodillas. En vano la priora trató de entrar en razón a la princesa y hasta Santa Teresa tuvo que intervenir escribiendo a Ana. Armándose de valor y haciéndose acompañar de otras dos monjas, se presentó la priora ante la princesa y le advirtió que si no cambiaba de actitud la madre Teresa las sacaría del convento de Pastrana. Ana de Mendoza, muy enojada, abandonó el convento aposentándose en unas ermitas que había en la huerta del monasterio y les retiró todo el apoyo económico que hasta entonces les había ido dando. Y como esos eran los únicos ingresos que tenían las monjas, empezaron sus dificultades hasta el punto de pasar necesidad.
El propio rey y las autoridades religiosas también trataron de persuadir a Ana de que cejara en su actitud tan hostil y que se saliese de monja, pero todo resultó inútil. No había otra solución que deshacer el convento, llevando a las monjas a otro fuera de la jurisdicción de la princesa. Santa Teresa encomendó la misión a dos hombres de toda confianza, grandes admiradores de la Orden, valientes y llenos de recursos: Julián de Ávila y Antonio Gaitán, ambos hidalgos y vecinos de Segovia. Los cuales salieron dispuestos a afrontar aquel serio peligro: entrar en la capital del señorío de la princesa de Éboli para sacar a las monjas carmelitanas de Pastrana de su encierro.
Por mucho sigilo que trataron de poner en aquella operación, no pudieron evitar que alguien diese cuenta a Ana de Mendoza de lo que estaba pasando, la cual inmediatamente mandó a su mayordomo para impedirlo. Por suerte salió en defensa de las monjas un fraile carmelitano que supo replicar a las fuertes voces del mayordomo con otras más fuertes todavía. Y aprovechando aquella confusión, los dos hombres sacaron a las monjas a toda prisa del convento. Refugiadas en cinco carros entoldados, se puso la comitiva en marcha toda aquella noche para escapar lo más pronto posible de la jurisdicción de la princesa y tras muchas dificultades por el camino, las monjas de Pastrana llegaron al convento carmelitano de Segovia.
Finalmente, Ana abandonará el claustro para gobernar la hacienda familiar y el señorío de Pastrana, apartada de la corte y apoyando a otras fundaciones religiosas, en especial a la orden de San Francisco. La princesa mantenía una estrecha relación con el secretario Juan de Escobedo, al que los príncipes de Éboli debían algunos favores. Ana de Mendoza traspasó a Escobedo unas casas que poseía en Madrid como pago de dicha deuda y hasta le otorga poder para tasar el ducado de Francavila, sito en el reino de Nápoles.
En 1576 fallece en Madrid su madre doña Catalina de Silva, aquella mujer maltratada por su marido de cuyos atropellos Ana de Mendoza trató siempre de proteger. En su afán por lograr un heredero varón, su padre se casó con Magdalena de Aragón, hija del Duque de Segorbe. Aunque don Diego murió en 1578, dejó a su mujer embarazada para susto de su hija Ana quien no perdió la herencia paterna pues Magdalena tuvo una hija que murió a poco de nacer. Otro pariente, don íñigo López de Mendoza, pleiteó contra la princesa reclamando sus derechos a una parte de la fortuna de la Casa de Melito. La princesa, obligada a defender sus propios bienes, comprendió que tenía que volver a Madrid, alojándose en su casa palaciega en la parroquia de Santa María. Parece que el rey Felipe vio con disgusto la llegada de la Éboli a la Corte.
Entre Ana de Mendoza y Antonio Pérez se estableció de inmediato una enorme afinidad. Ambos eran inteligentes y ambiciosos. Él era un antiguo protegido de su difunto esposo que le había sucedido como secretario de confianza de Felipe II y era su ministro preferido por su habilidad para tratar los altos negocios de Estado. Pero no era honesto, las dádivas y los sobornos más o menos encubiertos llegaban continuamente a su morada. Todo aquel que quería que prosperase algún negocio suyo en la Corte debía recompensar previamente y de forma espléndida al secretario del rey.
Antonio Pérez, como secretario de confianza de Felipe II, conocía tanto los problemas debidos a la rebelión de Flandes como la desconfianza del rey hacia su hermanastro don Juan de Austria por su popularidad tras sus éxitos militares y al que creía ver con demasiadas ambiciones. Para acompañar y espiar a don Juan en Italia, Pérez sugirió mandar allí a Juan de Escobedo, amigo suyo desde cuando ambos estaban al servicio de Ruy Gómez de Silva. Pero Escobedo se pasó en cuerpo y alma al servicio de don Juan tras conocerle. Respecto a don Juan, mantenía la amistad con Pérez desde los tiempos en que vivía Ruy Gómez, incluso se alojó en "La Casilla", la finca de Pérez en Madrid, cuando vino por sorpresa a la corte en agosto de 1576 antes de marchar a Flandes seguido de Escobedo.
La rebelión de Flandes no había podido ser terminada por el duque de Alba, y la situación había empeorado por los motines y saqueos de las tropas sin paga. Antonio Pérez prometió a don Juan mediar entre él y el rey, pero en realidad hizo un doble juego entre ambos. Se cree que pudo ser incluso un "triple juego" pues Antonio mantenía un tren de vida y lujos superiores a su sueldo. Se piensa que pudo vender secretos de estado a los rebeldes protestantes y se sabe que alteraba las cartas que se enviaban mutuamente el rey y don Juan, pues todas pasaban a través de él. Nótese que se va a mezclar un problema amoroso con otro político, unido a envidias y tráfico de influencias.
La situación en 1577 era de un rey que desconfiaba de su hermanastro pero le mandaba al punto más conflictivo, con un secretario real, Antonio Pérez, que manejaba la relación entre ellos como quería. Entre medias, Pérez frecuentaba la casa de Ana de Mendoza y compartían una intimidad que parece difícil que no incluyera también la política que pasaba por las manos de Antonio. Ana hizo unos regalos muy lujosos a Antonio durante su amistad. Y, además, recordemos la acusación de que Pérez proporcionaba bajo mano información de Estado a los holandeses.
Tradicionalmente se ha dado por supuesto que Ana de Mendoza vivió una intensa historia de amor con Antonio Pérez, quien era seis años mayor que ella. No se sabe realmente si su relación, desde finales de 1576 a 1579, fue simplemente una cuestión de amor, de política o de búsqueda de un apoyo que le faltaba desde que muriera su marido. La princesa, que conocía a Pérez de antiguo, lo había tratado públicamente de petimetre, solía llamarle " oloroso insoportable ", a causa de su afición por los perfumes, y lo acusaba sin recato de querer medrar en la corte. Sin embargo, al quedarse viuda, la relación se hizo más estrecha.
Ana no se privó de alabar públicamente las cualidades de Pérez, intensificar sus encuentros e implicarse en la vida del secretario del rey, hasta el punto de verse salpicada en el espinoso tema del asesinato de Juan de Escobedo. Pero esta relación estuvo oculta al rey. Pudo ser porque la sociedad de entonces era menos permisiva si alguno de los amantes estaba casado, consintiendo en secreto cuando ambos fueran solteros. Antonio Pérez estaba casado con Juana Coello, que siempre fue fiel a su marido, le defendió cuando fue arrestado y luchó hasta su muerte por defender su memoria y la honra de sus hijos.
Ana de Mendoza y de la Cerda
Don Juan de Austria mandó a Juan de Escobedo a Madrid en julio de 1577 para solicitar ayuda al rey. El hermano del soberano tenía el proyecto de casarse con María Estuardopero incluso mostró inclinación de hacerlo con Isabel de Inglaterra, con el consiguiente disgusto de Felipe II. Tal actitud de su hermano sembró el recelo y la desconfianza en el monarca. Y Antonio Pérez procuró que esa desconfianza fuera cada vez mayor. Escobedo estaba obligado a visitar a la princesa de Éboli, como antiguo criado que había sido de aquella Casa y sin duda le debió de sorprender la familiaridad con la que entraba y salía de aquella casa, Antonio Pérez. Escobedo descubrió los amores ilícitos entre el secretario del rey y la princesa de Éboli e incluso se atrevió a reprochar a Ana de Mendoza sus escandalosas relaciones y la amenazó con denunciarla. La princesa replicó a esta amenaza de una forma chulesca: " Haced lo que queráis, Escobedo, que más quiero al trasero de Antonio Pérez que al Rey ".
Es posible también que Escobedo sospechara algo de las intrigas que allí se fraguaban e incluso de las filtraciones de graves materias de Estado. Ahora bien, si Juan de Escobedo había descubierto algo peligroso, esa noticia podía llegar a oídos del rey. Y de ello hizo alarde y fue entonces cuando firmó su sentencia de muerte. Antonio Pérez no podía estar bajo la amenaza de una delación. Tras decidir asesinar a Juan de Escobedo, el intrigante Pérez hizo creer al rey que Escobedo era quien empujaba a don Juan de Austria a las más atrevidas ambiciones, incluso a la de la rebelión para convertirse en el nuevo rey de España y que era necesario eliminar a Escobedo por razones de Estado. Se pensó primero en el veneno.
Tras dos intentos fallidos de envenenar a Escobedo, el primero como invitado en una comida en la casa de campo de Antonio Pérez y el segundo en otra comida en la casa madrileña del insistente Pérez, se introdujo al servicio de Escobedo a un sicario fuertemente sobornado para que envenenase su comida en la cocina. El pobre Escobedo lo pasó tan mal que tuvo que intervenir la justicia y como una esclava morisca estaba al servicio de Escobedo trabajando precisamente como pinche en la cocina, se la acusó de ser la malvada ejecutora de aquel envenenamiento. Como Escobedo volvió a salir airoso de ese percance, Pérez ideó otro plan.
El 31 de marzo de 1578, tres sicarios se apostaron en las cercanías de la casa de doña Brianda de Guzmán, amante de Escobedo. De allí vieron salir, ya entrada la noche, a Escobedo acompañado por varios criados todos con sus hachones para alumbrar el camino. Asaltándolos por sorpresa les fue fácil dispersar a los criados y uno de los asaltantes le dio una estocada en el pecho a Escobedo que le hizo caer del caballo, moribundo. Los criados de Escobedo dieron voces pidiendo auxilio alertando a los vecinos, escapando a duras penas de allí los tres asesinos, perdiendo sus capas en la precipitada fuga y algunos de ellos fueron reconocidos.
La familia de Escobedo alentada por Mateo Vázquez, otro secretario real rival de Pérez, pidió justicia al rey. Doña Constanza, viuda de Escobedo, acusó a Antonio Pérez y a la princesa de Éboli como culpables por sus tratos infames descubiertos por su marido.
Poco después, el 4 de agosto de 1578, murió el rey Sebastián de Portugal. Parece probable también, según Marañón, una intriga compleja de Ana y Antonio relacionada con la sucesión al trono vacante de Portugal. Intentaban casar a una hija de la princesa de Éboli con el primogénito del duque de Braganza, familia con posibilidades de heredar la corona contra los intereses de Felipe II. El rey conoció poco a poco los manejos políticos de Antonio Pérez a través de Mateo Vázquez y fue preparando pacientemente su caída. Para sustituirle en los asuntos de estado mandó llamar desde Italia al anciano políticocardenal Granvela.
En mayo de 1579, Felipe II ya tiene en su poder toda la correspondencia de su hermano Juan de Austria que había fallecido hacía cinco meses en los Paises Bajos y pudo comprobar entonces la inocencia de su hermano y su lealtad, asi como el engaño en que había caido. Sus ambiciones habían sido grandes pero nunca había sido un traidor ni había maquinado rebelión alguna contra su regio hermano. Sin duda, esta revelación creo un problema de conciencia en Felipe II por su comportamiento injusto con su hermano.
Juan de Austria
Cuando el cardenal Granvela llegó el 28 de julio a Madrid, el rey hizo arrestar a Antonio Pérez y Ana de Mendoza al día siguiente. La princesa de Éboli fue arrestada en su casa, cerca de la medianoche, y llevada fuertemente custodiada al torreón de Pinto en penosas condiciones de encarcelamiento. Jamás se procesó judicialmente a Ana de Mendoza, sin que pudiese defender su inocencia y pedir una sentencia justa, aunque no dejara de reclamarla.
Algunos autores indican que la princesa no fue cómplice de los manejos políticos de Antonio pero los tuvo que conocer necesariamente y compartir algunos, de ser cierta su implicación directa en la sucesión portuguesa. En la documentación aparece la frase " la hembra es el fermento de todo ". Además la situación para Antonio y Ana era diferente, pues Pérez poseía, o hizo creer al rey, papeles de estado comprometedores que impedían su reclusión sin proceso o su ejecución.
El primer proceso y condena contra Pérez fue por corrupción y no sería acusado hasta diez años después del asesinato de Escobedo. Por otro lado, la princesa de Éboli era una "Grande de España" con tratamiento de "prima" y los nobles de su nivel intercedieron durante su primer encierro en Pinto, como el duque del Infantado o su yerno el duque de Medina-Sidonia. Felipe II se vio obligado a sacarla de la prisión de Pinto por la intercesión del anciano rey-cardenal Enrique de Portugal y sería trasladada a Santorcaz.
Felipe II de España, retrato de Sofonisba Anguissola
Una de las medidas más severas contra la princesa era que no podía ver a sus hijos. En la primavera de 1580, el rey ordena un régimen más benigno para Ana, le quitará al fiero guardián, don Rodrigo Manuel y a sus guardas y mandará, para que le releve, a un antiguo criado de la Casa de Éboli llamado Juan de Samaniego y le permite ver a sus hijos. La humillación para la princesa no podía ser mayor, ser vigilada y gobernada por un antiguo criado suyo. Ana de Mendoza lo tomó mal, de forma que decidió dejar de hablarle y no tratar ninguna cosa con él. El rey conquista Portugal y ella tiene esperanzas de recibir alguna merced de su parte, de hecho Felipe II tuvo sus dudas respecto a concederle la libertad. Pero todo siguió igual en Santorcaz y la princesa enfermó, tan grave que estuvo al borde de la muerte. El rey da la orden de que la princesa fuese desterrada a su palacio de Pastrana.
A los pocos meses de instalada en su palacio, la princesa parece que se está recuperando físicamente. En la Semana Santa de 1581, Ana de Mendoza había decidido salir de palacio para hacer la visita a la iglesia el día de Jueves Santo. El entorno de aquella villa tan grata para ella, sin duda contribuyó a levantar su ánimo, y tan rápidamente, que hasta se sospechó que no había estado tan enferma en Santorcaz e incluso que había montado una buena comedia, cuando todo el mundo hablaba de que tenía los días contados. Incluso se dice que la princesa fue tan insensata que se rodeó en su palacio de Pastrana de una cuadrilla de facinerosos capaces de cualquier maldad, manteniendo además un trato continuo con Antonio Pérez y derrochando su fortuna. Eso es lo que afirman historiadores como Gaspar Muro y Gregorio Marañón, basándose en documentación del tiempo.
En 1582 Felipe II despoja a Ana de Mendoza de la tutoría de sus hijos y de la administración de sus bienes pero meses antes había planeado recluirla en un convento. Es curioso que mientras la actitud de Felipe hacia ella podría tildarse de cruel, siempre protegió y cuidó de los hijos de ésta y su antiguo amigo Ruy. Desde Pastrana, Ana escribe repetidos memoriales al rey y se interesa por sus hijos Diego y Ruy, pero apenas por el heredero Rodrigo. En sus cartas llamaba " primo " al monarca y le pide en una de ellas que le protegiera como caballero. Felipe II se referirá a ella como " la hembra " y no varió su dura actitud con ella.
El destierro de Pastrana, donde hasta entonces había vivido la princesa de Éboli a su antojo, se convierte en una auténtica prisión y el palacio ducal en una cárcel relativamente confortable. La servidumbre que atendía directamente a la princesa estaba formada por dos dueñas, dos criadas y tres criados. La asistía también su hija menorAna de Silva, que viviría todos los últimos años de su madre en aquel encierro de Pastrana. El resto del servicio doméstico quedaba ya bajo el mando de la gobernadora de la casa, la mujer del Gobernador y Justicia Mayor.
Balcón del palacio ducal de Pastrana
Una y otra vez Ana de Mendoza pide perdón al rey pero el soberano ni siquiera le contestará y ese perdón nunca le llegaría. La salud de la princesa cada vez sería mas precaria. Tras la fuga de Antonio Pérez a Aragón en 1590, el rey descargó su furia contra Ana de Mendoza ordenando su más severa reclusión con el mayor rigor. Poniendo rejas y contrarrejas en todos los balcones y ventanas del piso que habitaba la princesa en su palacio ducal de Pastrana. Mientras los albañiles procedían con su labor, Ana de Mendoza con su hija, las dueñas y las criadas gritaban desde las ventanas diciendo que se las trataba como si estuvieran en tierras de luteranos y que se morían de sed. Y el resultado fue convertir la prisión de la princesa de Éboli en un lugar oscuro e insano.
La leyenda dice que Ana de Mendoza se asomaba una sola hora al día por la reja de un balcón que daba a la Plaza, que se llama desde entonces "Plaza de la Hora". El encierro y el trato final agravaron su enfermedad y su escaso deseo de vivir, falleciendo después de hacer testamento el 2 de febrero de 1592. Los restos de Ana y Ruy Gómez fueron trasladados por su hijo fray Pedro y están enterrados juntos en la cripta de la antigua Colegiata de Pastrana.
¿ Hubo un romance entre Felipe II y Ana de Mendoza ?
El historiador Manuel Fernández Alvarez sospechaba que Ana de Mendoza fue amante ocasional del rey durante un corto tiempo y que el hijo de la princesa llamado Rodrigo, nacido en 1562, pudo haber sido engendrado por Felipe. El cabello rubio del muchacho fue uno de los detonantes que hicieron extenderse la creencia de que era hijo del rey. El propio monarca lo distinguió siempre de sus hermanos e incluso le procuró un buen destino tras el encarcelamiento de su madre. A favor de la existencia de los amores entre el rey y la dama están también la soltura con la que la princesa de Éboli interpeló al monarca al verse involucrada en el asesinato de Escobedo, pero también la frase de la carta que el rey dirige a su secretario Mateo Vázquez, el 28 de julio de 1578: ( ...) de ella me habréis visto andar siempre bien recatado porque ha mucho que conozco sus cosas. Es evidente, pues, que el monarca jamás negó conocer a fondo a la princesa.
Si existió esta breve relación entre Felipe y Ana de Mendoza coincide en el tiempo con el matrimonio con Isabel de Valois, que tardó en consumarse dada la juventud de la reina. Amores de los que no tendría conocimiento la reina Isabel - de cuyo séquito formaba parte la princesa de Éboli y eran amigas -, o bien si los rumores llegaron a oídos de la reina, se comportó como si no le importaran, no hizo ningún reproche. El punto final a este romance tal vez lo puso el amor del rey hacia su joven esposa, pero también la pasión de Ana de Mendoza por el poder. Es muy probable que el rey, al advertir que la princesa, además de hermosa, era inteligente y ambiciosa, temiera que los asuntos de estado acabaran por confundirse con los secretos de alcoba y, rey ante todo, pusiera fin a la relación. Cierto es que la historiografía no apuesta de pleno por este romance, un buen número de historiadores niegan toda relación amorosa del monarca con la enigmática princesa de Éboli.
¿ Cuáles fueron los motivos de Felipe II para dar tan duro castigo a la princesa de Éboli y mostrarse tan inflexible ?
Antonio Pérez, en su famosa obra que publicó cuando estaba en Paris, escribió que el rey había sentido hacia Ana una pasión amorosa que no fue correspondida por la princesa y es este despecho la causa de la persecución posterior que la princesa de Éboli sufrió de manos de Felipe II. La desmesurada reacción de Felipe II al condenarla al ostracismo tal vez se debió, más que al despecho, al hecho de saber que la princesa era cómplice del intrigante y ambicioso secretario y al temor de que hablase e hiciera pública la implicación real en el asesinato de Escobedo.