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La proclamación de Isabel como reina de Castilla

De Madrid a Segovia la distancia no era demasiado larga; disponiendo de buenos relevos de caballos podía cubrirse en media jornada, y esto hizo el contador Rodrigo de Ulloa, que utilizó horas nocturnas para que Isabel de Castilla fuese cerciorada prontamente de la muerte de su hermano y comunicarle, de parte de la Junta nombrada por el difunto Enrique IV, que no interpusiese acción alguna hasta que la justicia de la sucesión fuese vista. Al recibir la noticia, Isabel se cubrió de luto pero no esperó al pronunciamiento de dicha Junta de Nobles. Sin más dilación, se decidió a preparar la proclamación para el día siguiente.

Su rápida reacción muestra que todo estaba dispuesto para dar los oportunos pasos que la pusieran en posesión de la Corona de Castilla. En primer lugar, su proclamación en Segovia; después, la notificación a todo el reino: a Grandes, a prelados y a las ciudades. La maniobra fue fulminante y ejecutada por ella sola, ya que su esposo Fernando se hallaba lejos. La princesa Juana, que aún no había cumplido los trece años, y sus partidarios pudieron comprobar que les habían tomado la delantera en el acceso hacia el trono.

LA CEREMONIA DE PROCLAMACIÓN

Parece ser que la ceremonia de proclamación de Isabel como reina de Castilla no fue tan espectacular como ha sido reconstruida por algunos cronistas. La visión solemne y brillante de la proclamación es la que más influencia ha tenido en la historiografía isabelina y en su leyenda. Sin embargo, la visión más fiel y menos divulgada, a pesar de ser bien conocida, es la del acta que levantó el escribano del concejo segoviano, Pedro García de la Torre, de la cual se conserva una copia autorizada de 1480. Según consta en el acta municipal coetánea:

El día 13 de diciembre, el concejo segoviano fue convocado a toque de campana, según era uso en la época, en su lugar habitual de reunión: la tribuna de la iglesia de San Miguel. Ante los miembros del concejo, reunido junto con el corregidor Diego de Avellaneda, comparecieron dos hombres de confianza de Isabel, Alfonso de Quintanilla, su contador mayor de cuentas, y el doctor Juan Díaz de Alcocer, ambos de su consejo. Traían la carta de Isabel en la que Transmitía la noticia de la muerte del rey Enrique y, asimismo, su deseo de ser recibida y obedecida como reina de Castilla y de León por los representantes y autoridades ciudadanas allí presentes. La hermana del difunto rey Enrique aguardaba en el interior de la iglesia de San Miguel, mientras sus dos consejeros daban cuenta de la situación al concejo.

Quintanilla y Alcocer solicitaron públicamente ante el concejo, mediante un breve discurso-razonamiento, el juramento del resto de los caballeros y prelados de la ciudad, para ella y para su legítimo marido, Fernando de Aragón. Sin ningún rodeo, la carta de Isabel instaba al concejo de Segovia a proclamarla reina. Pero, mostrando cierta desconfianza, los miembros del concejo solicitaron, antes de tomar la decisión, la confirmación de la noticia de la muerte del rey, para lo cual comparecieron dos de sus consejeros reales: Rodrigo de Ulloa y Garcí-Franco, quienes declararon haber estado presentes en el óbito regio.

Cada uno por separado narró la muerte del rey a los justicias, regidores y demás oficiales del concejo, jurando solemnemente ante la cruz que les presentó el corregidor, que lo que contaban era cierto. Una vez finalizado este acto los miembros del concejo dieron su respuesta a lo que se les pedía, asintiendo y otorgando su consentimiento a la obediencia y reconocimiento solicitados por la que ya se consideraba reina de Castilla. A continuación, se procedería a celebrar las juras públicas y el alzamiento del pendón real.

En el interior de la iglesia de San Miguel colocaron los pendones del rey Enrique y los de la ciudad, en posición de duelo (“baxos e cubiertos de luto”), y celebraron un breve oficio de difuntos por el desaparecido monarca, al término del cual Isabel ya estaba preparada para la proclamación. En tan breve tiempo no parece probable preparar una ceremonia especialmente vistosa. En la plaza mayor de Segovia se levantó un cadalso de madera en donde se colocó la silla “real”.

Al término del breve funeral, los congregados en el interior de la iglesia salieron a la tribuna. Isabel se hallaba acompañada del nuncio papal Leonoro de Leonori, sentado, probablemente, junto a ella. En la plaza se habían congregado “muchos caballeros y nobles destos reynos de Castilla e de León e muchos religiosos de las órdenes de San Francisco e Santo Domingo”. Sólo caballeros y nobles, los del consejo de Isabel y los nobles segovianos, ningún miembro de la alta nobleza es mencionado.

En representación de la iglesia catedral, acudieron Nuño Fernández de Peñalosa, arcediano de Sepúlveda, y el protonotario Estevan Daza. El obispo, Juan Arias Dávila, no acudió, pues se encontraba ausente de su sede, refugiado en Turégano desde su enfrentamiento con el rey. Además de las autoridades civiles concurrieron “otro muy grand número de gente de omes e mujeres”.

Todos juntos en la plaza, ante la tribuna, realizaron los llantos rituales por el rey difunto. Una vez concluidos, el doctor Juan Díaz de Alcocer, consejero de Isabel, dirigió a la princesa un razonamiento en nombre de todos los presentes, en el que afirmaba el legítimo derecho de Isabel a reinar en Castilla y el deseo unánime de ser recibida y obedecida como reina, señora natural y propietaria de los reinos de Castilla y de León.

El juramento de obediencia como reina que habrían de prestar los congregados se realizaría después de que Isabel jurase, previamente, respetar y guardar los privilegios y derechos del reino de Castilla y de León. En consecuencia, Isabel, poniendo la mano derecha sobre la cruz de un libro de los Evangelios que habían traído para la ocasión, juró solemnemente, tal y como se lo pedían, mantener los derechos y privilegios del reino. Una vez pronunciado este juramento, los clérigos, nobles y caballeros que allí estaban presentes, y sus consejeros, todos y cada uno de ellos, hincaron sus rodillas ante Isabel y prestaron el juramento en nombre del reino, solemnemente, imitando el gesto de Isabel, poniendo su mano derecha sobre la cruz de los Evangelios. Terminada la jura, sólo algunos expresaron un gesto de sumisión y reverencia, el tradicional besamanos.

Se adelantaron entonces el corregidor y las autoridades civiles de la ciudad. En nombre de Segovia y su tierra, declararon públicamente su voluntad de conceder a Isabel su obediencia y jurarla como reina y señora natural después de que la reina jurase, por su parte, los derechos, privilegios y libertades de la ciudad. A todo lo solicitado respondió Isabel con un segundo juramento. Inmediatamente, las autoridades municipales agradecieron el gesto jurando sobre la cruz de los Evangelios, en nombre de la ciudad de Segovia y de su tierra. La jura se cerró con otro besamanos, puestos todos ellos de rodillas. Todos estos gestos contractuales instituyeron a Isabel en la dignidad de reina.

El acto que seguía, un rito de transmisión de poderes, corroboraba el primer acto de gobierno de la reina: las autoridades ciudadanas, incluido el corregidor, procedieron a la entrega de las varas de la justicia, “en señal del reconocimiento de señorío”. La reina las tomó de sus manos y las entregó al justicia mayor de la ciudad, el mayordomo Andrés de Cabrera quien, a su vez, las volvió a entregar a sus poseedores originales.

El siguiente rito implicaba al propio Andrés de Cabrera, quien, en su condición de alcaide de los alcázares y fortaleza de Segovia, declaró, en un breve razonamiento, su deseo de prestar fidelidad a la reina y de entregarle el alcázar y fortaleza. La reina recibió las llaves de alcázares y fortaleza y Cabrera, de rodillas, con las manos entre las de Gonzalo Chacón, comendador de Montiel y consejero de Isabel, prestó pleito homenaje, ratificándose como alcaide de los alcázares de Segovia.

Una vez finalizados los juramentos respectivos, actos todos ellos legitimadores, se procedió finalmente a la aclamación. Unos reyes de armas, en voz alta, pronunciaron la fórmula aclamatoria “Castilla, Castilla, Castilla por la muy alta e muy poderosa princesa reyna e señora, nuestra señora la reyna doña Ysabel e por el muy alto e muy poderoso príncipe rey e señor, nuestro señor el rey don Fernando, como su legítimo marido”.Isabel era aclamada como reina propietaria, relegando a su marido a rey consorte. Al mismo tiempo, Diego de Ribera, el alférez que sostenía el pendón real, alzó el pendón que estaba puesto en una lanza de armas.

La ceremonia de proclamación había concluido. Isabel, ya como reina, bajó del cadalso y cumplió un acto personal de carácter religioso: en señal de acción de gracias, entró en la iglesia de San Miguel para rezar ante el altar mayor. Seguidamente, con sus propias manos, ofreció a Dios el pendón real con el que había sido proclamada, poniéndolo en las manos de un preste que esperaba en el altar para recibir su ofrenda.

En la anterior entrada hemos conocido la descripción de la ceremonia de proclamación que consta en el acta municipal, ahora os muestro la versión ofrecida por el cronista Alfonso de Palencia, que no estuvo presente en el acto, y que, al parecer, es la que más éxito ha tenido en la historiografía isabelina. Como comprobaréis al compararla con la anterior, parece antes una entrada real que la ceremonia de una proclamación:

“ Levantose en la misma plaza un elevado túmulo de madera descubierto por todos los lados para que pudiese ser visto por la multitud, y terminadas las fúnebres ceremonias, quitaron los negros paños y apareció de repente la reina revestida con riquísimo traje, y adornada con resplandecientes joyas de oro y piedras preciosas que realzaban su peregrina hermosura, entre el redoble de los atabales y el sonido de las trompetas y clarines y otros diversos instrumentos. Luego los heraldos proclamaron en altas voces a la nobleza y al pueblo la exaltación al trono de la ilustre reina, y en seguida se dirigió la comitiva hacia el templo, cabalgando doña Isabel en caballo emparamentado con ricas guarniciones, precedida de la nobleza y seguida de inmenso pueblo. Como símbolo del poder de la reina, a quien los grandes rodeaban a pie llevando el palio y la cola del vestido, iba delante un solo caballero, Gutierre de Cárdenas, que sostenía en la diestra una espada desnuda cogida por la punta, la empuñadura en alto, a la usanza española, para que, vista por todos, hasta los más distantes supieran que se aproximaba la que podría castigar los culpados con autoridad real”.

Palencia relata que la reina cabalgó bajo un palio portado por Grandes, hecho que es falso puesto que ningún Grande estuvo presente en la ceremonia, ni tampoco fue confeccionado para esta ocasión un palio, elemento que, de haber existido, hubiera sido mencionado en el acta municipal, puesto que el palio es una insignia que la ciudad ofrece a los reyes, únicamente empleada con ocasión de entradas reales y recibimientos, y nunca en las proclamaciones reales. Portar las varas del palio es un acto de honor para las autoridades municipales. Por otra parte, resulta incongruente que sean los Grandes, y no los regidores, los que porten un símbolo real cuyo uso es típicamente ciudadano.

Nos señala el cronista la presencia de Gutierre de Cárdenas con el estoque regio, insignia de la justicia, que levantó rumores y suspicacia. Alfonso de Palencia afirmaba que en Segovia, “No faltaron algunos sujetos bien intencionados que murmurasen de lo insólito del hecho, pareciéndoles necio alarde en la mujer aquella ostentación de los atributos del marido”. Cuando Fernando de Aragón supo que Cárdenas había procesionado el estoque, se extrañó y dijo, según Palencia: “Todos sabemos que se concedió a los reyes, pero nunca supe de reina que hubiese usurpado este varonil atributo”. Por ello pidió a Alfonso de la Caballería y al propio Palencia que le informaran de precedentes. Resulta poco menos que increíble que la escena se desarrollara en estos términos. Es obvio que el enfado de Fernando al conocer, no el detalle del estoque, sino el hecho de la propia proclamación de su mujer, debió ser monumental, y las palabras que debió emplear serían mucho más gruesas que las que reflejan una actitud de mera extrañeza.

El uso del estoque tampoco causaría gran asombro en la Corona de Aragón, contrariamente a lo que afirma Palencia, reino en el que, si bien las mujeres de sangre real quedaban desplazadas de la titularidad del trono, cumplían un importante papel efectivo como gobernadoras o lugartenientes del rey, cuando éste no se hallaba personalmente para ejercer el poder o la justicia. En la mente de muchos no se habría borrado la imagen de María de Castilla, esposa del Magnánimo, reunida con otros representantes del reino, en consejos, cortes y asambleas. Su figura ha quedado inmortalizada, precisamente, en una asamblea legislativa, ante los consellers barceloneses, sentada en su trono, con corona y espada desenvainada en la mano, simbolizando la justicia, tal y como puede verse en la ilustración de la portada de la glosa de los Usatges de Barcelona, dedicada a la propia reina por su autor Jaume Marquilles.

EL ENFADO DE FERNANDO

La noticia de la proclamación precipitada de Isabel como reina en Segovia, sin esperar el regreso de su esposo, coge a Fernando en tierras de Aragón. Su reacción primera es de cólera. Se considera postergado. ¿Acaso no tiene él también derechos a la sucesión? ¿Va a quedar como mero rey consorte? Eso no está dispuesto a consentirlo. No faltan, por supuesto, los cortesanos, incluso en Castilla, que alientan sus pretensiones. De acuerdo con las tesis que circulaban en el séquito de Fernando, se había operado en Segovia con astucia y no buena fe, a fin de que Isabel asumiera todos los poderes colocando después al marido ante los hechos consumados. De forma que el peligro de una ruptura en la cumbre, entre los mismos esposos, es verdaderamente alarmante. De momento, Isabel consigue verse proclamada como reina propietaria. Es más, no acabaría el mes sin que algunos de los más altos personajes del reino la reconocieran como tal.

EL REGRESO DEL REY

Fernando de Aragón regresa a Castilla. La numerosa comitiva va siguiendo la misma ruta que el joven rey recorriera cinco años atrás; ahora sin secretos y enarbolando el pendón real, con menos prisa. Fernando no entraría en tierras castellanas hasta el 24 de diciembre, pasando la Nochebuena en Almazán. Sigue su itinerario a través de la alta meseta soriana afrontando una fuerte tormenta de nieve. El día 31 llega a Turégano y allí se detiene dos días. Está solo a una jornada de Segovia. Pero debe hacer un alto en su camino. No entrará en la ciudad hasta el 2 de enero.

¿Qué estaba ocurriendo? Isabel le pide tiempo para tener a punto su solemne entrada. O quizá es el mismo Fernando el que se lo toma hasta conseguir la promesa de su esposa de que algo ha de cambiar. Ambos saben perfectamente que su éxito futuro –un futuro todavía tan incierto con tanta nobleza levantisca y con la perspectiva de una lucha abierta contra la princesa Juana y sus partidarios, entre los que estaba nada menos que el rey de Portugal- pasaba por llegar a un acuerdo. Ahora lo que urgía era el encuentro de los dos jóvenes soberanos en Segovia y su público buen entendimiento. En suma, el que apareciesen ante el pueblo como una pareja enamorada. Porque eso era lo que podía hacerles más populares.

LA ENTRADA SOLEMNE EN SEGOVIA

Cuando en la tarde del 2 de enero Fernando de Aragón llega a las puertas de Segovia, le está esperando lo más granado de la nobleza castellana, como los Enríquez, los Mendoza y los Alba. El joven rey de veintidós años entra acompañado, a un lado y al otro, del arzobispo de Toledo, Carrillo, y el cardenal Mendoza. Ambos se malquieren y ambos aspiran a ser los grandes privados del nuevo rey; de ahí que se vigilen y que ninguno quiera estar ausente en aquella solemne cabalgata. Fernando, entre un pueblo que se apiña a su paso, llega a la cercana iglesia de San Martín y descabalga; ha de jurar los privilegios de la ciudad. Reanudada la cabalgata, se dirige por las estrechas calles del centro urbano a la catedral, entonces asentada frente por frente al regio alcázar. La catedral es el escenario natural para el nuevo juramento del rey: el reconocimiento de las leyes y fueros de Castilla.

En todo este ceremonial, en toda esta cabalgata, la reina Isabel todavía no aparece. Será después, y en el mismo Alcázar, que era su natural asiento, donde Isabel acoge amorosamente a su esposo. Cuando Fernando llega al Alcázar, ya la noche ha caído y la escena se alumbra con antorchas. Allí, en el patio, su esposa le aguarda. Después presiden el gran banquete de bienvenida en el salón principal y, finalmente, se refugian en su cámara nupcial. Es fácil imaginar que la regia noche estuvo salpicada de reproches, promesas y de una amorosa reconciliación.

Las conversaciones en la intimidad que ofrece el matrimonio fueron eficaces en esta ocasión para despejar los recelos que se habían suscitado. Conociendo sus resultados imaginamos que la reina pudo convencer al marido de que se había hecho lo mejor, dadas las circunstancias. Tras la muerte de Enrique IV no había sido en modo alguno conveniente perder tiempo en la proclamación. Isabel no renunciaría a sus prerrogativas de reina propietaria de Castilla, no admitiría jamás quedar relegada al papel de reina consorte, dejando la corona en las sienes de su marido, pero sí estaría dispuesta a unas determinadas funciones de cosoberanía que, al menos, salvaran la dignidad del marido, que tampoco quedaría como un mero rey consorte. Ella defendía el derecho de la mujer a reinar en Castilla cuando ya no quedaba varón en la línea sucesoria directa. Fernando podía alegar derechos sobre el trono castellano como el pariente varón más próximo a Enrique IV, pero pertenecía a una rama colateral de los Trastámara, la aragonesa.

LOS ACUERDOS DE SEGOVIA

Poner por escrito los puntos principales del acuerdo alcanzado por ambos esposos era lo inmediato. Los representantes de las partes: el cardenal Mendoza, por Isabel, y el arzobispo Carrillo, por Fernando, se encargaron de redactar un documento donde se detallaba la forma en la que a partir de ese momento se iba a ejercer el poder. Los acuerdos de Segovia ultimados el 15 de enero de 1475, recogían lo anotado en las capitulaciones de Cervera. En la intitulación de los documentos el nombre del rey precedería al de la reina y las armas de la reina a las del rey. El pleito homenaje de las fortalezas se haría a la reina, así como la comunicación de las rentas ordinarias, en cuanto a todo aquel dinero que no estuviese ya asignado, daría cuenta Isabel a Fernando, y juntos decidirían dónde invertirlo. En la provisión de maestrazgos, obispados y abadías, y en general en toda provisión beneficial, suplicarían ambos, pero “a voluntad suya della”. Administrarían la justicia juntos, hallándose separados, cada uno conocería las causas por su cuenta. Parecida norma seguirían en el nombramiento de corregidores. El acuerdo era favorable a Isabel; pero sólo sobre el papel, ya que las circunstancias inmediatas de la guerra y las posteriores del gobierno fueron matizando estas disposiciones iniciales, valorando mejor a Fernando en Castilla y a Isabel en Aragón.Ç

Isabel de Castilla y su boda con Fernando de Aragón

A principios de 1469, la princesa Isabel se decidió en favor de Fernando de Aragón. Inmediatamente, Gómez Manrique y Pierres de Peralta se dirigieron a Cervera, donde estaba el príncipe aragonés, y el día 5 de marzo se firmaron las capitulaciones matrimoniales definitivas.

Isabel y Fernando obedecerían a Enrique IV. La justicia sería administrada por Fernando, que se comprometía a respetar la libertad eclesiástica y los fueros de las ciudades. No podría firmar, sino en unión de su esposa, mercedes, juramentos y homenajes, nombramientos de prelacías, maestrazgos, prioratos, alcaidías, corregimientos y cargos públicos. Fernando no podría abandonar Castilla sin consentimiento de su mujer, ni sacar de allí a sus hijos, ni emprender empresa sin su voluntad. Se concedía a Isabel en Aragón la dote de las reinas, la cámara de la reina en Siracusa y 100.000 florines de oro, pagaderos en cuatro meses de consumado el matrimonio.

La cancillería aragonesa se encargó de pedir la dispensa al Papa por el grado de parentesco de los príncipes, ya que ambos eran hijos de primos hermanos. En aquellos momentos se estaba tramitando la dispensa papal solicitada por Castilla para casar a Isabel con Alfonso V de Portugal. Paulo II debió hallarse en un mar de confusiones. No podía enemistarse con los reyes de Castilla y de Portugal. Se limitó a no hacer nada y dejar pasar el tiempo.

Fernando envió a la novia los regalos que sellaban el compromiso: un collar de balajes, valorado en 40.000 ducados y que sirvió de prenda para muchas hipotecas del reinado, y 20.000 florines de oro del cuño de Aragón, de los que sólo llegaron 8000. El collar tenía siete gruesos rubíes que colgaban de un torzal de hilos de oro macizo y se alternaban con ocho perlas ovaladas de tono agrisado. En el centro, rodeada de oro, pendía una perla extraordinariamente bella en forma de pera. Más adelante, los mercaderes valencianos aconsejaron a Fernando mandar fabricar una corona riquísima de esmeraldas, para los cabellos rubios de la futura reina.

La boda debía celebrarse en Castilla, no sólo por cuestiones de estrategia política, sino por prudencia, ya que era peligroso que Isabel abandonase el reino, pero lo que si tenía que abandonar era Ocaña, en donde se encontraba medio cautiva. Surgió el momento oportuno cuando el rey Enrique tuvo que trasladarse a Andalucía. Consciente de que negociaba con Aragón, la hizo firmar un documento por el que se comprometía a no variar en nada las cuestiones matrimoniales antes de su regreso. En ese momento Isabel aprovechó para anunciar que quería desplazarse a Ávila con el fin de preparar solemnes honras fúnebres por el alma de su hermano Alfonso coincidiendo con el primer aniversario de su muerte. El propósito era convincente y salió de Ocaña acompañada de sus damas, que la controlaban. Pero éstas, una a una, fueron desapareciendo ante los rumores de inseguridad en los caminos y de la presencia de hombres de armas.

Isabel cumple lo prometido y en Ávila preside los actos fúnebres en honor de su hermano. Pero ya no vuelve atrás. La princesa se trasladó a Madrigal. Allí llegaron los embajadores franceses con la proposición matrimonial del duque de Guyena. El maestre de Santiago convenció al rey de que debían ser cursadas órdenes para que la princesa quedase detenida en este lugar. Isabel pidió ayuda a Carrillo que la condujo a Valladolid, defendida por el Almirante. Segura y protegida, escribió una larga carta a su hermano el rey explicándole cómo había llegado a la decisión que confiaba que él aceptara. De las tres proposiciones de matrimonio que le habían hecho, la de Fernando de Aragón era la más conveniente para el reino y para su propia persona. Enrique IV guardó silencio.

Y ahora tenía que venir el novio de Zaragoza a Valladolid. Un juvenil príncipe que a sus diecisiete años se ve ya personaje de una aventura no exenta de peligros, puesto que se sabía cuán contrario le era el monarca castellano. Arriesgado viaje porque los principales pasos fronterizos estaban tomados por la nobleza adicta a Enrique IV, ya sobre aviso en cuanto a lo que los príncipes estaban fraguando. Así que fue preciso acudir a la estratagema de que hubiera un rechazo público a la embajada que había enviado Isabel a Zaragoza, proclamando que el príncipe era reclamado por su padre para que le asistiese en la guerra que tenía en tierras catalanas. La embajada castellana regresaba mohína por la ruta de Calatayud para entrar en Castilla por Medinaceli, con signos bien marcados del fracaso de su gestión diplomática. Mientras, se preparaba en secreto aquel arriesgado viaje para entrar en Castilla por un paso fronterizo perdido entre las montañas de la sierra de Montalvo.

A Juan II de Aragón le dolió en el alma dejar marchar a su hijo a Castilla, desguarnecido, atravesando tierras enemigas, ya que era su único hijo varón y heredero de sus reinos, pero al final le daba la bendición de Dios y la suya para emprender ese viaje. Fernando sale de Zaragoza de manera muy oficial el 5 de octubre y hace como si se dirigiese hacia el Este, es decir, al lado opuesto a Castilla. Después, rápidamente, cambia de dirección y de vestimenta y, sin protección, acompañado sólo de cuatro personas disfrazadas de mercaderes, toma el camino de Castilla. Se dice que su amante Aldonza Roig de Ivorra le acompañó vestida de hombre durante un largo tramo de su viaje a Valladolid.

Ya entrado aquél otoño, cuando los días ya menguan y las noches son cada vez más frías, Fernando se arriesga a internarse de ese modo en la altiplanicie soriana por Berdejo, franqueando el puerto Bigornia, de 1100 metros de altitud. Andando día y noche, con jornadas de cinco y seis leguas diarias, llegan a Gómara y por malos caminos alcanzan, el 7 de octubre, al caer la noche y ateridos de frío, la plaza fuerte de Burgo de Osma. No sin que antes tengan que pasar una noche en una aldea. El joven príncipe, que venía disfrazado de mozo de mulas, cuidó de los animales y sirvió la cena a sus compañeros.

En Burgo de Osma no se esperaba la llegada del príncipe y sus acompañantes hasta el día siguiente. La guardia los toma por merodeadores y los recibe a pedradas, y uno de esos proyectiles casi descalabra a Fernando, quien finalmente es reconocido. En este lugar tiene cita con el conde de Treviño, que acude con doscientas lanzas para asistirle y protegerle. Fernando partió antes de amanecer para Gumiel de Mercado, siendo acogidos en su casa por doña Juana Manrique, esposa del conde de Castro. El día 9, el príncipe llega con buena escolta a Dueñas, lugar del conde de Buendía, que por ser hermano del arzobispo Carrillo les ofrece ya un refugio seguro y cálido.

Avisada Isabel, comunicó por escrito a su hermano la llegada de su futuro esposo aclarándole que su venida no era para mover ningún escándalo sino para servirle, de forma que la paz no se alterase. Enrique IV, alborotado por cómo le presentaba la situación el marqués de Villena, que había vuelto a su privanza, reaccionó muy en contra, declarando que daba por nulos los acuerdos de Guisando, desheredando a Isabel y volviendo a proclamar a su hija Juana como la legítima y única heredera del trono castellano.

EL PRIMER ENCUENTRO

El 14 de octubre, Fernando viajó, en secreto, desde Dueñas a Valladolid para conocer personalmente a su prometida. Estaba a punto de caer la noche cuando llegó al Palacio de los Vivero, donde Isabel residía. El príncipe entró en la casa por una puerta trasera. El arzobispo Carrillo lo recibió, intentó besarle la mano pero Fernando le dio un abrazo, y lo condujo al lugar donde estaba la princesa. Como Isabel no le había visto nunca, uno de sus cortesanos, Gutierre de Cárdenas, le susurró quien era su prometido: “ese es”. En recuerdo de este detalle dispuso luego Isabel que dos eses figuraran en el blasón familiar de los Cárdenas.

Desde el primer momento en el que se vieron, se gustaron. Isabel tenía ante sí al príncipe audaz y arrojado que había arrastrado las mayores dificultades, y no pocos riesgos, para estar en aquella cita. Un atractivo joven de mediana estatura, algo más alto que ella, de cabello muy negro, ancho de hombros, fuerte musculatura, de mirada viva y alegre, frente despejada que cubría con el pelo peinándolo hacia adelante, barba tupida, astuto e inteligente, afable y con don de gentes. Fernando a su vez contemplaba a una bella princesa de dieciocho años, un año mayor que él, de estatura media, rubia y muy blanca, de ojos verde-azulados, de buen porte, incluso majestuoso, firme y animosa.

En esta secreta entrevista, que duró más de dos horas, asistieron como testigos cuatro caballeros aragoneses, por parte de Fernando, y dos de parte de Isabel. El novio le entregó a la novia los acostumbrados obsequios. Un notario puso por escrito la promesa formal de matrimonio. En esta primera cita se trató la unión de la princesa de Castilla con el príncipe de Aragón y rey de Sicilia. Se establecieron estipulaciones contractuales definitivas y quedaron por decidir las numerosas cuestiones de protocolo, de tan vital importancia para los rituales de la monarquía. Esa misma noche, Fernando regresó a Dueñas.

Como Paulo II, que mantenía unas excelentes relaciones con Enrique IV de Castilla, se negaba a conceder la ansiada dispensa matrimonial a la joven pareja, y como lo que urgía era la boda ante el pueblo, resultaba obligado hacer una pequeña trampa. Algunos autores dicen que los eclesiásticos que rodeaban a Isabel la convencieron de que era suficiente la aquiescencia del legado para que pudiera contraer matrimonio sin preocupaciones de conciencia y el arzobispo Carrillo se puso a fabricar una bula firmada por el anterior Papa Pío II, que había muerto hacía cinco años, a fin de incluirla en el acta y evitar el posible escándalo. Isabel escribirá que tenía su conciencia saneada.

Fernando regresó a Valladolid el día 18 de octubre, y esta vez lo hizo cabalgando majestuosamente en compañía de varios caballeros. Al atardecer, rodeados por los buenos deseos de mucha gente, en el gran salón del Palacio de los Vivero, Isabel y Fernando escucharon al arzobispo Carrillo leer, primero, la supuesta bula que dispensaba el impedimento de consanguinidad y, después, el acuerdo matrimonial firmado por Fernando y por su padre. Los jóvenes principes se casaron en secreto y se separaron. Aquella noche Fernando durmió en casa del arzobispo.

EL MATRIMONIO DE ISABEL Y FERNANDO

La ceremonia religiosa se llevó a cabo al día siguiente en la Sala Rica del Palacio de los Vivero, oficiada por Pedro López de Alcalá, capellán mayor de la iglesia de San Justo. Actuaron como padrinos don Fadrique Enríquez, Almirante de Castilla, y doña María, esposa de Juan Vivero. Los partidarios leales acudieron en gran número: allí estaban los Enríquez, Manrique y otros señores y caballeros, así como justicias reales y clérigos. Dicen las crónicas, hasta 2000 personas de todos los estados. El ambiente estaba cargado de emoción y el rito se desarrolló con extraordinaria solemnidad, sin llegar a ser pomposo.

El arzobispo asistió al oficiante, Pedro López de Alcalá. La pareja le presentó la dispensa de consanguinidad y le pidió que los casara. El oficiante la leyó en voz alta y les declaró absueltos. Después de decir misa, dio la bendición nupcial a los contrayentes. Corrieron las lágrimas de alegría y los vivas de la multitud, propios de la ocasión, al contemplar a tan hermosos y tan importantes desposados. Eran, de momento, los reyes de Sicilia. Los festejos públicos duraron todo el día. Todo fue celebrado muy pobremente, pues tuvieron que pedir dinero prestado. Fernando llegó sin dinero e Isabel carecía de él.

NOCHE DE BODAS

Al anochecer los esposos se retiraron a la cámara nupcial, donde consumaron el matrimonio. En la puerta de la cámara esperaban los testigos, hasta que al fin pudieron recoger la sábana nupcial manchada de sangre, que demostraba la pérdida de la doncellez de Isabel, la cual al sacarla tocaron todas las trompetas y atabales y ministriles altos y la mostraron a todos los que en la sala, llena de gente, estaban esperándola. Valera, dando a entender que la condición de la sábana complacía a los testigos, añade sin embargo que éstos examinaron la habitación, seguramente para asegurarse de que no estaban siendo engañados.

Las fiestas subsiguientes duraron siete días, según era costumbre. La ciudad estaba llena de espías de Enrique IV y del marqués de Villena, pero esto no impedía las alegres expansiones de la mayoría de los que participaban del acontecimiento. Al final de las celebraciones, Fernando e Isabel asistieron a una misa oficiada por Carrillo y recibieron su bendición.

TIEMPOS DIFÍCILES

Isabel y Fernando comunicaron oficialmente su matrimonio al rey de Castilla y le confirmaron que estaban dispuestos a portarse con él como "obedientes hijos". Al mismo tiempo escribían a Juan II de Aragón para que tuviera preparadas mil lanzas en previsión de cualquier evento y para que enviase a Roma al obispo de Sessa a fin de obtener la dispensa del matrimonio. Después de la boda, la vida de la joven pareja se fue complicando. No tenían dinero y estaban cada vez más aislados en Castilla, donde los partidarios del rey se van agrupando y pasan a la ofensiva.

La situación se hizo tan difícil que los príncipes consideraron que no estaban seguros en Valladolid y en la primavera de 1470 se refugiaron en Dueñas, al amparo de las almenas y de las lanzas del conde de Buendía, y después, a partir de diciembre, en Medina de Rioseco. Perdieron las villas de Valladolid y Medina del Campo que reducían gravemente la zona territorial controlada por los príncipes. Pero Asturias se mantenía firme en la adhesión a "su princesa" y Vizcaya invocaba la obediencia a los príncipes.

No llegaron ni a congeniar el viejo arzobispo Carrillo y el joven príncipe Fernando, produciéndose roces entre ambos. Con su ambición de gobernarlo todo, el arzobispo estaba convencido de que una vez convertidos en reyes sería su principal consejero y el auténtico dueño del reino, más se convertía en un aliado molesto y difícil que útil y provechoso. Solo la necesidad obligaba a los príncipes a buscar su alianza, aunque todas las señales indicaban que esta no podía durar mucho.

ISABEL EMBARAZADA

A tales dificultades, a tales contratiempos hubo que añadir el embarazo de la princesa, con el riesgo de que diera a luz antes de que Roma legalizara su matrimonio con Fernando. En todo caso, y dada la mentalidad de la época, un hijo varón podía fortalecer su estado, dando la esperanza al pueblo de que al fin un príncipe castellano heredaría en su día la corona. Incluso Aragón parece aspirar a distanciarse. Juan II no ha respondido a la insistente solicitud de los príncipes, que desean un refuerzo de mil hombres de armas para hacer frente a cualquier posibilidad.

En septiembre de 1470, Pedro Vaca, un agente aragonés, se encuentra con el marqués de Villena y le propone casar a Juana de Castilla con el hijo que está esperando Isabel, si es un varón, y declarar heredera a esta pareja. Entonces se pedirá a los reyes de Sicilia -es decir, Isabel y Fernando- que salgan del reino. Villena, que creía tener todos los triunfos en su mano, rechazó la propuesta. Al enterarse de esas conversaciones, Isabel rompe en cólera.

EL NACIMIENTO DE LA INFANTA ISABEL

El 2 de octubre nace en Dueñas una niña, llamada Isabel como su madre, y todo se hizo más problemático. E Isabel, la madre, era tan consciente de ello que al dar la noticia al reino prefiere dar a entender lo contrario, como lo hizo con la carta que manda a las ciudades, de las que se conserva la enviada a Trujillo:

Sabed que por la gracia de Dios nuestro Señor -les dice-, yo soy alumbrada de un Infante, e por su inmensa bondad, quedé bien dispuesta de mi salud ...

El nacimiento de la pequeña es recibido con una cierta frialdad en el bando aragonés y una cierta alegría en el enriqueño. Obviamente fue intitulada como infanta de Castilla y Aragón, con lo que manifestaban claramente que Isabel aún se consideraba princesa de Castilla.

ENRIQUE IV DESHEREDA A ISABEL

Y a poco, la temida reacción de Enrique IV, con su declaración hecha en Valdelozoya en contra de la princesa Isabel acusándola de haber roto los acuerdos de Guisando con su matrimonio con el príncipe aragonés, por lo que la desheredaba, al tiempo que proclamaba a su hija Juana como la única y auténtica heredera del reino de Castilla. Declaración que completó con la boda de la niña Juana con aquel duque de Guyena que apenas si hacía un año había intentado casarse con Isabel. Escandalosa ruptura, porque además Enrique IV denunciaría la falsedad de la bula pontificia utilizada por los príncipes, que corrieron el riesgo de ser excomulgados por la Iglesia por su osadía.

Isabel se defendería de los ataques, acusaciones y amenazas vertidas por su hermano Enrique IV en Valdelozoya, en un largo escrito de más de diez folios. La llamadaAutodefensa. En ella apareció la acusación de que el rey no estaba casado canónicamente con su mujer Juana de Portugal, y por tanto su hija era ilegítima y no podía ostentar ni el princesado ni la sucesión. Nótese cómo desplaza Isabel el peso de su argumentación: no se ceba en la ilegitimidad biológica de su sobrina Juana sino en la nulidad del vínculo canónico de sus padres.

EL CARDENAL RODRIGO BORGIA

Isabel y Fernando tuvieron que esperar dos años para que su matrimonio fuese legalmente canónico. Juan II de Aragón actuó con obsesión para conseguir de Paulo II la bula de dispensa matrimonial, que la obtuvo del siguiente pontífice Sixto IV el 1 de diciembre de 1471 y que fue traída en persona por el legado cardenal Rodrigo Borgia.Tenía el encargo de tantear a los príncipes, para averiguar si se podía contar con ellos para la defensa de la Cristiandad, ante la creciente amenaza turca. Recibido por Fernando en Valencia, a principios de septiembre de 1472, y por ambos príncipes en Alcalá de Henares, a mediados de febrero de 1473, el legado pontificio quedó favorablemente impresionado. Y sus informes enviados a Roma serían tan buenos, que Sixto IV les acabaría dando todo su apoyo, como futuros herederos de la Corona de Castilla.

Y no quedó ahí la cosa. El legado pontificio traía un capelo cardenalicio a favor de Pedro González de Mendoza, dejando bien patente al interesado cuánto se lo debía a los príncipes. Eso traería el distanciamiento definitivo de Carrillo, que lo había pretendido. Al tornadizo arzobispo de Toledo le sustituiría uno de los hombres más importantes y más leales de la alta nobleza castellana, el que andando el tiempo sería llamado el tercer rey de España, un Mendoza.

La joven infanta Isabel de Castilla y su hermano Alfonso

EL NACIMIENTO DE ISABEL DE CASTILLA

La tarde del Jueves Santo del 22 de abril de 1451, un correo salió al galope para, cambiando monturas, llevar con presteza a Juan II de Castilla, que se encontraba en el alcázar viejo de la villa de Madrid, la noticia de que, a las cinco menos veinte de la tarde, había nacido en el palacio de Madrigal, tras un difícil parto de la reina, una niña muy blanca, muy rubia. Desde Madrid el rey ordenaría luego comunicar a todo el reino la buena noticia, que ampliaba perspectivas sucesorias, hasta entonces limitadas al hijo de su anterior matrimonio: Enrique, que ostentaba el título de príncipe de Asturias, casado con Blanca de Navarra y carente de descendencia.

La nueva infanta recibió inmediatamente las aguas del bautismo con el mismo nombre de su madre, Isabel. La recién nacida no fue alimentada por su madre Isabel de Portugal. Consta que la nodriza de la pequeña fue María Lopes, a buen seguro una portuguesa del cortejo de la reina, quien pasando el tiempo, en 1495, recibiría una regia recompensa de 10.000 maravedíes, porque la dicha María Lopes dio a Su Alteza de su leche.

LA MUERTE DE DON ÁLVARO DE LUNA

En el breve período de tiempo en que Isabel fue la única hija pequeña del rey, tuvo lugar la prisión y ejecución en el cadalso del poderoso valido don Álvaro de Luna, por mandato real y no por sentencia, pues no habían apreciado los jueces suficiente figura de delito. Se decía que en la conjura que dio al traste con el valimiento del Condestable y con la pérdida de la gracia regia había intervenido la propia reina Isabel de Portugal, deseosa de la caída del valido para gobernar ella a su marido y de ese modo a Castilla entera. Desde ese momento, la salud quebradiza de Juan II se fue deteriorando poco a poco.

EL NACIMIENTO DE ALFONSO DE CASTILLA

El 17 de diciembre de 1453 nacería también en Madrigal su hermano Alfonso, llamado el Inocente. Según otras fuentes el nacimiento del infante tuvo lugar el 15 de noviembre en Tordesillas. La infanta aún no había cumplido los tres años pero ya empezaba a ser todo un personajillo. Y no hace falta mucha imaginación para darse cuenta de que miraría con recelo, al menos al principio, la irrupción de aquel hermanillo que la desplazaba del centro de atención materno. Otro desplazamiento se producía, y ese de mayor envergadura. Porque el nacimiento de Alfonso suponía cambiar el derecho de sucesión. Isabel ya no era la que iba detrás de su hermano Enrique en la lista sucesoria al trono castellano. Ese puesto correspondía ahora al nuevo infante, lo cual, dada la reconocida impotencia del futuro Enrique IV, tenía su importancia, sobre todo con aquella inquieta y ambiciosa nobleza, siempre anhelando nuevos cambios.

EL FALLECIMIENTO DE JUAN II

Apenas medio año más tarde, en el transcurso de un viaje a Valladolid, el rey Juan II enfermaría de fiebres cuartanas y fallecería en la ciudad del Pisuerga en julio de 1454, dejando huérfanos de padre a los dos pequeños infantes. Empezaba un nuevo reinado: el de Enrique IV, que para entonces había repudiado a su esposa Blanca de Navarra e iniciado las negociaciones de su nueva boda con una infanta de Portugal: Juana de Avis, hija póstuma del rey Duarte.

EL TESTAMENTO DEL REY

Poco antes de fallecer, Juan II había redactado un testamento en el que regulaba su propia sucesión. De acuerdo con él, si sus hermanos llegaban a fallecer sin descendencia legítima, a la infanta Isabel correspondería recibir la sucesión que ahora tenía Enrique. Además de reglamentar la sucesión, tuvo cuidado de dejar bien situados a los dos hijos de su segundo matrimonio. Establecía para ellos un régimen de tutoría y administración de sus bienes, presidido por la reina madre, pero siempre de acuerdo y con el Consejo de Lope de Barrientos, obispo de Cuenca, y de fray Gonzalo de illescas, prior del monasterio de Guadalupe. Este Consejo debía contar con la reina siempre " que estuviese en mis regnos y mantuviese castidad, e non de otra manera ".

En sus últimas voluntades nombraba al infante Alfonso, Maestre de la Orden de Santiago y Condestable de Castilla. Para representarle en esos cargos, hasta que cumpliese los catorce años, el rey había designado a Juan de Padilla. Además le concedía la ciudad de Huete y las villas de Escalona, Maqueda, Portillo y Sepúlveda. También pasarían al infante, muerta su madre, las villas de Soria y Arévalo. La situación del infante era envidiable y fastuosa. A Isabel, su padre le reconocía el pleno derecho sobre la villa de Cuellar, con sus rentas y jurisdicción. Muerta la reina madre, pasaría a la infanta la villa de Madrigal, que le pertenecería hasta que estuviese dotada y casada; en tal caso, ambas serían reintegradas a la corona. Desde que cumpliese diez años y hasta que contrajese matrimonio, se le asignaría una pensión de un millón de maravedíes para su mantenimiento, descontándole de esa cantidad el importe de las rentas de Cuellar y de Madrigal.

LA VIDA EN ARÉVALO

Sin saber a ciencia cierta qué hacer con la segunda esposa de su padre, su desolada viuda, Enrique IV decidió enviarla fuera de la Corte. Por muchas razones pensó que estaría mejor encerrada en la fortaleza de Arévalo, lejos de todo con sus dos hijos y sus servidores, entre quienes no debían faltar las damas portuguesas con las que la reina viuda había llegado a Castilla en 1447. La pequeña infanta contaba con tan solo tres años de edad; su hermano, aún no había cumplido el año.

Durante siete años, Arévalo se convertiría en el hogar de la pequeña Isabel que creció junto a su hermano y su madre alejada de la Corte y de la política del reino. Era un ambiente, en buena medida, portugués. El carácter melancólico de la reina viuda se acentuó tras la muerte de su esposo, y eso hizo que la abuela materna, Isabel de Barcelos, presente en Castilla con motivo del nacimiento de Alfonso, prolongara su estancia hasta su muerte en 1465, ocupándose de los asuntos de la casa.

Castillo de Arévalo

El día a día de la pequeña Isabel en Arévalo transcurría sobre todo dentro del recinto de su formidable castillo. Pero también en el palacio que se levantaba en la plaza del Real. La estancia en el castillo fue sin duda mayor, dando lugar a la entrañable amistad conBeatriz de Bobadilla, la hija del alcaide, que con sus catorce años, se erigió desde el primer momento en la protectora de los juegos de la infanta. Protección que no olvidaría Isabel en toda su vida.

Enrique IV se instaló en Arévalo, con alguna breve ausencia, desde mediados de septiembre de 1454 hasta marzo del año siguiente, dirigiendo desde allí la administración del reino. Es de suponer que durante estos meses tuvieron que existir contactos entre el rey y su madrastra en relación con los niños, y acaso se intentó llegar a algún pacto o convenio familiar. El comportamiento del rey significaba, sin duda, un deseo de vigilar y controlar a Isabel de Portugal y a sus hermanos pequeños que, en principio, no parece que le produjeran mucho respeto, si es cierta la información transmitida por el cronista Palencia, la Crónica castellana y Galíndez de Carvajal, al contar que Pedro Girón, con el apoyo del soberano, intentó sobrepasarse deshonestamente con la reina viuda.

Desde luego, las relaciones entre las dos ramas de la familia no debieron de ser muy halagüeñas, porque el rey se ausentó de Arévalo precisamente durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo de 1454-1455, que pasó en Segovia, su asentamiento preferido, para aposentarse de nuevo en Arévalo por algunos días en el mes de enero, y luego, tras otra estadía en Segovia, durante buena parte de marzo, antes de partir hacia la frontera con el reino de Granada. En cualquier caso, su propósito de supervisión resulta evidente al pretender, antes de abandonar la villa para la campaña andaluza, que la viuda y los infantes se mudaran a Segovia, ciudad muy bien fortalecida, en la que él tenía gran confianza, de modo que se evitara “ ningunt trato que contra él se fiziese en el tiempo de su absençia “.

El rey, seguramente porque sus relaciones con su madrastra no eran buenas, delegó en otras personas que hablasen con ella. Pero no pudieron convencerla, la reina viuda respondió que su voluntad era estar en aquella villa de Arévalo, que era suya, o en Madrigal. Ante tan rotunda decisión, el monarca decidió supervisar a la madre y los niños con personas de su entera confianza, dejando su guarda a Pedro de Acuña, Pedro Portocarrero y a Fernando de Villafañe.

Enrique IV pondría dificultades al cumplimiento del testamento del difunto Juan II. El rey no se mantuvo al día en el pago de las rentas de la infanta, ni tampoco las de su madre y hermano. Algunos historiadores aseguran que el monarca no cumplió ninguna de las cláusulas testamentarias y que durante sus años en Arévalo, el infante Alfonso carecía de rentas, señoríos y oficio, al incumplirse el testamento del padre. El cronista Fernando del Pulgar recordaba la vida de Isabel: " la reyna nuestra señora, desde niña, se le murió el padre, y aun podemos dezir la madre, que a los niños no es pequeño infortunio. Vínole el entender, y junto con él los trabajos y cuidados e, lo que más grave se siente en los (personajes) reales, mengua estrema de las cosas necesarias ". En más de una ocasión fueron los nobles castellanos quienes hubieron de sostener a la reina y los infantes.

La tutoría de los dos hermanos quedó bajo el cuidado de su madre asistida por fray Lope de Barrientos, el prior Gonzalo de illescas y Juan de Padilla. En los primeros años, los pequeños infantes tendrían la ayuda materna, al menos en su formación espiritual. Parece que debió de ser su madre la primera forjadora de sus hijos; ella y el ambiente de su casa. La reina profesaba una sincera fe cristiana y era gustosa de oír misa diaria en su propia capilla, para lo que tenía licencia pontificia, incluso aunque el reino estuviese en entredicho. Así las cosas, bajo la vigilancia o elección de la madre, y con la anuencia o no de los otros tutores, dado que no parece que los medios económicos permitieran contar con docentes de renombre traídos de fuera, resultaba indudable que la enseñanza infantil sólo podía recaer en manos de religiosos.

Había en Arévalo un convento franciscano y otro trinitario, amén de un monasterio con monjas cistercienses, por lo que no es de extrañar que de allá saliera algún preceptor para Isabel y Alfonso. En Arévalo fue donde la infanta tomó contacto con el que sería su preceptor: fray Martín de Córdoba, quien compuso para ella un tratado completo de educación cristiana el Jardín de nobles doncellas que le entregó cuando cumplió dieciséis años.

Muchos historiadores señalan la presencia de Gonzalo Chacón, el joven camarero de don Álvaro de Luna, en aquella reducida corte de Arévalo teniendo a su cargo a los dos infantes, en lo que le habría ayudado que su esposa fuera dama de la reina. Por él mismo sabemos que en una ocasión llevó a los dos niños a Toledo, lo que hoy podríamos entender como una pequeña excursión, pero para la época, y dada su corta edad, casi les debió de parecer toda una aventura.

Cabe dar por seguro que la educación de los hermanos no fue conjunta; primero porque las previsiones de futuro no eran idénticas y en la Edad Media la preparación infantil de un individuo tenía mucho que ver con las funciones que debía desempeñar en su ámbito social; segundo, porque una diferencia de dos años y medio de edad era bastante notable en cuanto al inicio de la docencia primaria; y tercero, porque aun cuando algunos aspectos coincidían, los varones recibían una instrucción especial relacionada con sus futuras actividades guerreras.

Es muy probable por tanto que la infanta, además de aprender a leer, escribir y calcular, junto con los principios fundamentales de la doctrina cristiana, iniciara el aprendizaje de la música y la danza, materias imprescindibles en la etiqueta cortesana, a parte de algunas normas de buena conducta y pautas de comportamiento. Recordemos que no estaba destinada a ser reina, y que por ejemplo, no comenzará sus estudios de latín hasta pasados los treinta años.

Isabel iba creciendo. Quienes la rodeaban insistían en presentarla como una chiquilla despierta. En este primer decenio de su vida se darían momentos de gozo alternados con la tristeza de ver cómo se iba agravando progresivamente la enfermedad mental de su madre. La niña asumió su papel de hermana mayor y cuidaba del pequeño Alfonso,que no conseguiría alcanzar la madurez. Se dice que fue en Arévalo donde la afligida reina viuda llegó a sentirse tan culpable por la muerte de don Álvaro de Luna que comenzó a perder la cordura. Según algunas fuentes, Isabel de Portugal empezó a sospechar que el castillo estaba hechizado y, posteriormente, a afirmar que escuchaba como se murmuraba el nombre de Alvaro de Luna día y noche a orillas del río Adaja, que discurría junto al castillo en el que cada día se sentía más cautiva.

UNA NOTICIA INESPERADA

En el verano de 1461 la reina Juana de Portugal anunció su estado de buena esperanza, tras siete años de infructuoso matrimonio. Aquel embarazo tardío, cuando ya la Corte se afirmaba en la impotencia o en la esterilidad del rey, resultaba sospechoso y se prestaba a las murmuraciones, que saldrían a la luz cuando estallase la crisis política, con el enfrentamiento del rey con la alta nobleza castellana.

El embarazo de la reina anunciaba un cambio inmediato en algo tan importante como el orden sucesorio al trono de Castilla. Hasta entonces ese orden sucesorio recaía en los hermanos pequeños del rey. Ahora los infantes quedaban postergados a un lugar secundario, desplazados del poder por el hijo o hija que diese a luz la reina Juana. De pronto, aquellos infantes que crecían a su aire en la olvidada villa de Arévalo, adquirían, por ese mismo hecho de su desplazamiento, un especial protagonismo. Eran piezas importantes en el juego político, podían convertirse en cabezas de una rebelión nobiliaria si caían en manos de algún poderoso noble descontento. En consecuencia, el rey ordenaría su inmediata custodia, sacándolos del hogar materno para llevarlos a la Corte.

ISABEL Y ALFONSO SON LLEVADOS A LA CORTE

Una orden llevada a cabo con medidas de fuerza que causaron asombro y dolor en la pequeña Corte de Arévalo. Con razón los infantes, y sobre todo Isabel, que ya contaba con diez años de edad, lo sintieron como si se hubieran convertido en personas puestas bajo sospecha. Así lo recordaría años después Isabel en su carta-manifiesto de 1471, que ella y su hermano Alfonso habían sido arrancados por la fuerza de los brazos de su madre:

Yo no quedé en poder del dicho señor Rey mi hermano, salvo de mi madre la Reina, de cuyos brazos inhumana y forzosamente fuimos arrancados el señor Rey don Alfonso mi hermano y yo, que a la sazón éramos niños, y así fuimos llevados a poder de la Reina doña Johanna que esto procuró porque ya estaba preñada, y como aquella que sabía la verdad, proveía para lo advenidero.

De la reina Juana partió la idea del traslado de los jóvenes infantes a la corte, o al menos así lo pensaba Isabel, no por cariño, sino como personas puestas en sospecha de la reina, temerosa de que reaccionasen los infantes contra los intereses de su hija, desde el punto y hora en que se sintió embarazada, y a fin de impedir que se apoderasen de ellos los nobles rebeldes.

En el castillo de Arévalo quedaría sola, abandonada a sus penas cada vez mayores, la reina viuda Isabel de Portugal. Un desamparo que haría crecer sus horas de angustia, que poco a poco la arrojarían al pozo de la locura.

Hoy podemos decir que hubo violencia en el traslado de los infantes, sacados de Arévalo, dejando allí sola y a su desventura a la reina madre, pero que en la nueva corte de la reina Juana, si bien tenidos bajo custodia, los infantes de Castilla no fueron tratados con rigor. Aunque la reina nunca fue amable con ellos y la sensación de Isabel fue la de ser un rehén político. La infanta Isabel había cumplido diez años, momento desde el cual, de acuerdo con el testamento de su padre, debía percibir unos ingresos no inferiores a un millón de maravedíes, que no se le hizo efectivo.

EL NACIMIENTO DE LA PRINCESA JUANA

Cercano ya el parto de la reina, por lo tanto en pleno invierno, Enrique IV ordenó el cuidadoso traslado – en andas, para mayor seguridad – de su esposa a Madrid. De ese modo, a primeros del año 1462, Juana de Portugal daría a luz en el viejo alcázar regio madrileño a una niña rubia, a la que se pondría su propio nombre. Había nacido Juana de Castilla, a la que la maledicencia cortesana pondría años después un humillante título: Juana la Beltraneja.

Pero eso sería pasado algún tiempo, cuando las intrigas nobiliarias trajeran a Castilla los aires de una guerra civil, enfrentándose con su rey natural. Pues, por lo pronto, no hubo ninguna reacción adversa, siendo celebrado el principesco nacimiento con la solemnidad y con las alegrías que pedía la tradición: solemne bautismo, convocatoria de Cortes para el juramento de reconocimiento de la nueva heredera del trono y fiestas populares; las alegrías de que nos hablan los documentos. Y en primer lugar, el bautismo de la neófita. Asistamos a ese acto. Es importante que nos fijemos en él, porque sería el primero en el que la infanta Isabel tendría un destacado papel.

EL BAUTIZO

Estamos en Madrid, y más concretamente en su viejo alcázar regio. El día, el 8 de marzo de 1462. La comitiva del bautizo hace su entrada solemne. La recién nacida es llevada por su madrina, la infanta Isabel, que aún no ha cumplido los once años. Una chiquilla, por lo tanto, pero sin duda consciente de la importancia que se le está dando. Porque los sucesos posteriores acabarán enfrentando a esos dos menudos personajes, pero de momento la realidad es que el rey ha querido vincular a los dos, haciendo que su hermana sea una de las madrinas de su hija; la otra sería la marquesa de Villena. Y al frente de la ceremonia religiosa, todo un arzobispo primado, Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, asistido de los obispos de Calahorra, Osma y Cartagena. Como padrinos, el conde de Armagnac, embajador de Francia, y el marqués de Villena. Nada hace presagiar, pues, el adverso destino que aguarda a la princesita niña.

EL ASCENSO DE BELTRÁN DE LA CUEVA

El rey dejó a un lado al antiguo privado Juan Pacheco, marqués de Villena, para volcar todo su favor en nuevos cortesanos; tal, Miguel Lucas de Iranzo, al que nombraría nada menos que Condestable de Castilla, y sobre todo Beltrán de la Cueva, mayordomo mayor de palacio, al que elevaría por aquellos días a la alta nobleza castellana, nombrándole conde de Ledesma e incluso prometiéndole el Maestrazgo de Santiago, la gran preeminencia que su padre, Juan II, había reservado para el infante Alfonso en su testamento, como el nombramiento de Condestable de Castilla. Lo que produjo cierto descontento entre algunos miembros de la nobleza.

En abril había cumplido la infanta Isabel ya los once años. Estaba en el centro del poder, en la propia corte regia, era la infanta, y su mirada atenta empezaba a captar aquellos signos de que algo no iba bien en el reino. Por otra parte, las mercedes de su hermano, el rey, volcadas tan aparatosamente sobre Beltrán de la Cueva, le afectaban de forma directa, pues una de ellas sería Cuellar, la villa que Juan II le había dejado en su testamento. Enrique IV, por lo tanto, elevaba a su privado a costa también de la infanta Isabel. Era un abuso de autoridad regia y también una torpeza, porque al mostrarse tan desmedidamente generoso con Beltrán de la Cueva, no hacía sino favorecer un escándalo. ¿No sería que con ello trataba de pagar algún secreto favor?. El más turbio, puesto que si durante tantos años se había mostrado impotente, de pronto le había nacido una hija. De ahí la pregunta que estaba en el aire. ¿Quién era, en verdad, el padre?.

JUANA ES JURADA HEREDERA AL TRONO

El 9 de mayo se reunieron Cortes en Madrid con el fin de jurar a Juana como heredera de la Corona de Castilla. La ceremonia tuvo lugar en la iglesia de San Pedro el viejo. La infanta Isabel estaba sentada en el estrado teniendo enfrente a los treinta y dos procuradores en Cortes. Era la primera vez que la infanta estaba presente en una reunión de Cortes y seguramente quedó deslumbrada con su boato y oficialidad. De nuevo, el arzobispo Carrillo se convirtió en protagonista, entrando con la pequeña princesa en sus brazos. Y todos los presentes, conforme el ritual de tal acto, van jurando a Juana de Castilla como heredera del trono: el alto clero, la alta nobleza y los procuradores de las Cortes, como representantes de las ciudades del reino. De este modo, Isabel pasaba a ocupar oficialmente el tercer puesto.

Sin embargo, la infanta Isabel era ajena a toda la trama política que previa a la ceremonia de jura de Juana como heredera había llevado a cabo el marqués de Villena. Éste había hecho levantar acta delante de un notario, protestando la nulidad de los actos: usando de amenazas y de engaño se estaba reconociendo y jurando como sucesora a quien de derecho no le pertenecía, aunque en dicho documento se olvidó de decir el por qué. Varias copias de este acta fueron guardadas por sus íntimos y aliados políticos. Había, pues, una parte de la nobleza que consideraba ilícito el juramento prestado.

Hacia el año 1463 los dos infantes viven en Aranda, en las casonas palaciegas donde moraba la reina Juana con su hija. Eran dos muchachos que ya empezaban a comprender el cúmulo de intrigas que les circundaban, pues Isabel contaba ya los doce años y Alfonso había cumplido los diez.

LA EDUCACIÓN EN LA CORTE DE ENRIQUE IV

En la corte de Enrique IV, los dos infantes tuvieron que continuar la instrucción iniciada en Arévalo, si bien sería una educación separada debida a la diferencia de edad y sexo. El moverse en el entorno de la reina Juana, arropada por un numeroso séquito de damas y servidores procedentes de Portugal, les permitió a ambos continuar practicando el portugués aprendido al lado de la madre durante la infancia, ya que esa lengua debía usarse como habitual en el trato diario.

Resulta lógico que la infanta continuara su aprendizaje profundizando antes que nada en la práctica de leer y escribir, más las operaciones de cálculo, sin abandonar, el ahondamiento en cuestiones religiosas y devocionales. Parece muy verosímil que esta docencia estuviera una vez más en manos o, al menos, bajo la supervisión de religiosos, al igual que en Arévalo y en correspondencia con la costumbre de la Casa real, si bien a lo largo de este período debieron integrarse también en la crianza y guarda de Isabel otras personas. Como parte de esa educación hubo de ocupar un lugar destacado la música, el canto y el baile, que debían de ser frecuentes en la corte. Las crónicas mencionan que se celebraban fiestas caballerescas de todo tipo, como justas, torneos, juegos de cañas o el correr de toros. En más de una ocasión, en el tiempo vivido en la corte enriqueña, Isabel asistió a estos espectáculos.

Asimismo la infanta hubo de ejercitarse en la equitación, ya que sabía montar a caballo, y con toda probabilidad se inició también entonces en la práctica cinegética, pues algunos cronistas la presentan en años posteriores participando en partidas de caza junto a su marido. Todas estas actividades debió de compaginarlas con el aprendizaje de algunos juegos de mesa, determinados tipos de lectura y las labores de aguja. Esta última afición la había heredado Isabel de su madre, quien entretenía sus delirios bordando y tejiendo. Se sabe que,como a su padre Juan II, le gustaban las canciones populares, el baile y las novelas de caballerías.

Por la corte desfilaron, en ese tiempo, muchos escritores, con los que la infanta hubo de mantener contacto, mientras que le llegaban las obras de otros y se codeaba con varios más en sus desplazamientos. Aprendió a apreciar la literatura en sus distintas variedades y a comprender el valor de la bibliofilia y el mecenazgo. Pudo aprender conductas o pautas de comportamiento, ceremonial cortesano y normas sobre la gobernación.

EL MANIFIESTO DE LA LIGA NOBILIARIA

El 28 de septiembre de 1464 surge el manifiesto de una liga nobiliaria, que tanta repercusión tendría en la evolución de los acontecimientos, afectando ya directamente a la suerte de la infanta Isabel y de su hermano Alfonso, por cuanto se pregonaba que los dos infantes estaban cautivos y que la princesa Juana no era la verdadera hija del rey, no teniendo, por lo tanto, ningún derecho a la sucesión al trono. El manifiesto era una protesta contra el mal gobierno del rey e impulsada por no pocas ambiciones. Escrito con suma habilidad, aprovechando todos los errores cometidos por el monarca, empezando por su débil carácter que le había dejado en manos de un advenedizo, Beltrán de la Cueva. El rey estaba " secuestrado " por su favorito y lo que procedía era liberarle. Por otra parte, se cuidaba mucho la cobertura religiosa: aquella Corte protegía a los infieles – la guardia mora del rey era una prueba de ello – con menosprecio de la Iglesia católica. Y se pregonaba que se miraba por el bien público, denunciando el continuo quebrantamiento de la Justicia. Y se declaraba que la princesa Juana no era la legítima heredera del trono porque no era hija del rey y lo que era más fuerte, que tal cosa era bien conocida por el monarca.

Finalmente se pedía al rey que acudiese a la ciudad de Burgos, donde había puesto su emplazamiento la liga, acompañado de los dos infantes, pero sin el odiado favorito, para convocar Cortes en las que el infante Alfonso fuese jurado heredero del trono, denunciando el peligro de que aquellos malos consejeros del rey, concretamente Beltrán de la Cueva, intentasen la muerte de los infantes para asegurar la sucesión de la princesa Juana. Mensaje que no podía ser más injurioso, dado que se presentaba a Enrique IV no ya como rey “ secuestrado “ y engañado, sino como sabedor y consentidor del todo, incluso del emparejamiento de la reina con su favorito para lograr una sucesión que él era incapaz de conseguir. En suma, no sólo era impotente sino también cornudo, el más grave insulto que aquella sociedad podía lanzar. Algo para encender los ánimos de cualquiera, por muy pacífico que fuera. Y, sin embargo, ese no sería el caso de Enrique IV.

Los consejeros instaron al monarca a actuar con mano dura como merecía tan insolente desacato contra su autoridad, en particular el obispo López Barrientos, que le incitó a tomar las armas contra aquellos rebeldes. No fue de esa opinión Enrique IV, que contestó: " Los que no habéis de pelear, padre Obispo, ni poner las manos en las armas, sois muy pródigos de las vidas ajenas. Bien paresce que no son vuestros hijos los que han de entrar en la pelea, ni vos costaron mucho de criar … "

Parece que estamos escuchando a cualquier admirable pacifista de nuestros días, un rey tan conmiserativo, tan cuidadoso de velar por las vidas ajenas antes que por su propio prestigio. Aquella sociedad pedía hombres duros, violentos, enérgicos. Nada de mansedumbre ni de contemplaciones. De ahí la sentencia del obispo advirtiendo gravemente al rey de lo que había de costar su blando comportamiento: " Quedaréis por el más abatido rey que jamás ovo en España e arrepentido eis, señor … "

ALFONSO E ISABEL SE SEPARAN

Pero el rey, conforme a su modo de ser conciliador, prefirió la negociación con los rebeldes antes que el enfrentamiento. Una postura que le debilitaba aún más, por cuanto que podía entenderse como un reconocimiento de que algo habría de cierto en las acusaciones de la Liga, en especial en lo referente a la dudosa legitimidad de la princesa Juana, en su discutida situación de heredera al trono. Y esa situación la sentiría ya la infanta Isabel en su confinamiento en Aranda, en los aposentos regios donde vivía con su hermano Alfonso, bajo la vigilancia de la reina Juana y de los servidores del rey. Pues difícilmente podían cerrarse el paso a los rumores que circulaban sobre los graves acontecimientos que estaban ocurriendo en el reino. Y aún más cuando llegó la orden de que el infante Alfonso debía incorporarse al séquito regio, como prenda de cambio, para apaciguar a la Liga nobiliaria que así lo exigía.

A partir de ese momento, cuando corría el otoño de 1464, los acontecimientos se precipitarían. Y cada vez más se acrecentaría el protagonismo de Isabel, que a sus trece años cumplidos la vemos ya como un personaje expectante, creciendo entre la incertidumbre y la esperanza. Ver salir a su hermano Alfonso de Aranda, sin conocer con seguridad su destino, la llenó sin duda de zozobra pero pronto supo que la Liga lo protegía. Y es más, que lo proclamaba como el verdadero heredero del trono.

Alcázar de Segovia

En las negociaciones de Enrique IV con la Liga nobiliaria que tuvieron lugar en el otoño de 1464, el monarca se avenía a entregar al marqués de Villena al infante Alfonso para que él lo tuviera y criara como su tutor. Sería jurado en cortes como príncipe heredero de la Corona pero con la condición de que en su día el infante se casase con la princesa Juana, que no había cumplido aún los tres años. Era como una compensación, para que el desplazamiento de la princesa no fuera tan absoluto. Al menos, ya que dejaba de aspirar a ser la reina propietaria de la corona, que se convirtiese en la esposa del rey. Se convino dar al infante la administración del poderoso maestrazgo de Santiago, que se consiguió, no obstante la resistencia planteada en la curia romana por Beltrán de la Cueva, quien se retiró temporalmente de la corte con buenas compensaciones.

Isabel seguía viviendo en la corte de su hermano, alejada de su madre, sometida a razonable vigilancia por razones de Estado. Eran palpables los intentos de los nobles de apoderarse de su persona. A tenor con su edad, había asistido a los diversos momentos de la negociación entre las fuerzas enfrentadas y después de la sentencia de Medina, a finales de diciembre, se encontró con importantes novedades que afectaban a su persona. La nobleza consideró que Isabel debía abandonar la custodia que sobre ella ejercía la reina y constituir su propia Casa aplicándose las mandas establecidas en el testamento de su padre. Incluso se advertía al rey que el sitio de la infanta debía ser en Arévalo, junto a la reina viuda Isabel de Portugal. Y en el caso de que Enrique IV quisiera seguir manteniéndola bajo su custodia, debería tenerla en el alcázar de Segovia con las doncellas enviadas por su madre y los hombres y guardas destinados a su servicio y custodia.

La entrega del infante Alfonso a la Liga no supuso la inmediata pacificación del reino. No pasó mucho tiempo sin que se escuchasen tambores de guerra. Y así fue como la infanta Isabel se vio sacada de Aranda y llevada, con la corte de la reina Juana de Avis, a la ciudad de Segovia, cuyo alcázar regio ofrecía más garantías contra un posible golpe de mano de la Liga. En mayo de 1465 dirigían los nobles una carta, mejor proclama, donde culpaban al rey de incumplimiento de los acuerdos pactados y declaraban la ruptura con él.

LA FARSA DE ÁVILA

El 5 de junio de 1465 los nobles alzaron un tablado fuera de las murallas de Ávila, donde colocaron un muñeco sentado en una silla que representaba al rey Enrique ataviado con todos los atributos regios: corona, cetro y espada. En la ceremonia estaban presentes el arzobispo Alonso Carrillo, el marqués de Villena, el conde de Plasencia, el conde de Benavente y otros caballeros de menor estatus, además de un público compuesto por personas del pueblo llano. También se encontraba allí el infante Alfonso, de once años.

Se celebró una misa y una vez terminada, los rebeldes subieron al tablado y leyeron una declaración con todos los agravios de los que acusaban a Enrique IV: mostrar simpatía por los musulmanes, ser homosexual, tener un carácter débil y no ser el verdadero padre de la princesa Juana, a la que por tanto negaban el derecho a heredar el trono. Acto seguido despojaron al muñeco de sus atributos regios uno a uno. Primero llegó el arzobispo Carrillo arrebatando al muñeco la corona; después el conde de Plasencia le arrancó la espada y el conde de Benavente el cetro. Finalmente, uno de los nobles dio una patada a la silla derribando al muñeco diciendo: “ ¡A tierra, puto! ”. Seguidamente subieron al infante Alfonso al tablado donde lo proclamaron rey al grito de: "¡Castilla, Castilla, por el rey don Alfonso!". Para después proceder a la ceremonia del besamanos. Aquel niño se convertía para aquellos rebeldes en Alfonso XII el Inocente.

Sepulcro de Alfonso de Castilla en la Cartuja de Miraflores de Burgos

El nombramiento del infante como rey de Castilla provocó rápidas reacciones a favor y en contra que condujeron a una guerra de sucesión, para la que ninguna de las partes estaba preparada. Alfonso el Inocente reinó en el territorio de sus nobles partidarios, a golpe de mercedes, hasta quedar exhausto. El carácter del infante, bondadoso, cordial y afable, hizo concebir grandes esperanzas de cambio a muchos miembros de la nobleza. El rey niño gobernó llevado de la mano por sus partidarios y dirigió cartas y provisiones a las ciudades y nobles, escritas desde la cancillería, que le prepararon el marqués de Villena y los suyos.

Se ha escrito su breve historia aunque nunca fue tenido en cuenta en la lista de los monarcas Trastámaras, ni en la general de la monarquía hispánica. La historiadora D.C Morales Muñiz ha dedicado a esta desconocida y olvidada figura diversos trabajos y describe la corte alfonsina como caballeresca con figuras culturales de primera fila. Fue corte de poetas y Alfonso potenció la Orden de Caballería por excelencia, es decir, la Orden de la Banda.

LA RELACIÓN DE ISABEL CON SU HERMANO ENRIQUE IV

Isabel siguió durante estos duros años a la corte de Enrique IV, al parecer sin haber conseguido tener casa propia. Consta que nombró a Gonzalo Chacón como mayordomo mayor y contador de su casa, despensa y raciones. Se piensa que también estuvo encargado de proporcionarle maestros para su formación. La infanta iba superando la adolescencia y entrando en la juventud. Y no deja de ser notable que tanto Enrique como Alfonso iban a rivalizar en concederle mercedes, asegurando de ese modo su estatus principesco. Enrique IV le concedió un juro en la ciudad de Trujillo por valor de 340.000 maravedíes y la donación de la villa de Casarrubios del Monte.

Enrique IV siguió ayudando a su hermana a montar su casa, consiguiéndole incluso del Papa el privilegio de altar portátil, a fin de que pudiese asistir con doce personas a misa, incluso en tiempo de entredicho. Este era un privilegio estimado, dada la movilidad de las personas. Es cierto que la obligó a vivir en la corte, como medida preventiva contra la oligarquía nobiliaria revolucionaria, mas también que nunca estuvo sometida a un trato sádico y deshonesto. Vivió en palacio en Segovia y con suficientes rentas. Hasta parece que no le faltó cierta ternura de aquel hombre descomunal, como prueba una carta autógrafa de Enrique IV, que paso a ofrecer un extracto de ella: “ Yo, señora, lo remediaré muy presto como a vuestra señoría cumple. También, Señora, vos suplico siempre se acuerde de mi, puesto que no teneys persona en este mundo que tanto vos quiera como yo … Que las de vuestra merced besa, El Rey vuestro hermano ”.

ISABEL REGRESA A ARÉVALO

Es seguro que después de la farsa de Ávila, la infanta Isabel pasó largos meses sin ver a su hermano Alfonso y sin relacionarse con él. La situación no era favorable, pues cada uno estaba en manos de distinto bando. En el mes de septiembre de 1467 la ciudad de Segovia, donde Enrique IV creía tener seguras a su mujer, a su hija y a su hermana, caía en manos de los partidarios de Alfonso. La reina Juana pudo refugiarse en el alcázar, que se mantuvo fiel al rey, pero no consiguió llevarse consigo a Isabel, que vivía en el segoviano Palacio Real de San Martín servida por cinco damas.

El marqués de Villena planeó el asalto a esta ciudad para apoderarse de la reina, la infanta y los cofres del tesoro guardado en el alcázar. La ciudad, que no contaba con suficientes medios de defensa, cayó efectivamente en sus manos, pero el alcázar resistió, por lo que no obtuvo ni el tesoro ni a la reina, aunque sí pudo incorporar a su bando a la infanta, que se reunió de nuevo con su querido hermano Alfonso y su madre en Arévalo. Para una parte de Castilla, Alfonso es el nuevo rey, un soberano muy joven, lo que convierte a Isabel en la heredera del trono mientras su hermano no tenga descendencia.

Una de las primeras decisiones del marqués de Villena fue despedir a las cinco damas que la servían, porque otras mujeres se harían cargo de la custodia de la infanta. Dos de ellas, Mencía de la Torre y Beatriz de Bobadilla, dijeron que por manera alguna iban a separarse de la infanta. Isabel fue en busca de los otros dos prominentes jefes del bando alfonsino, el arzobispo Carrillo y el duque de Alba, obligándoles a firmar un documento por el cual se comprometían a no imponerle matrimonio alguno sin su consentimiento. Poca garantía era un papel en los revueltos tiempos que corrían, pero la palabra de honor era cosa muy seria, especialmente si la interponían un primado de España o un Álvarez de Toledo.

EL CUMPLEAÑOS DE ALFONSO

Ambos hermanos pasan aquel otoño juntos, en el castillo que alberga a su madre la reina viuda. Son unos meses felices al lado de su madre, aunque demasiado tarde para que esta alegría le devolviera la salud. Y como está cercano el día del cumpleaños de Alfonso y su mayoría de edad con catorce años, su hermana quiere prepararle una sorpresa y encarga a Gómez Manrique una composición poética. Ella organizará los festejos de la celebración que tuvo lugar en Arévalo el 17 de diciembre de 1467. Isabel contaba con dieciséis años y participó de forma activa en los entretenimientos preparados al efecto.

El acto principal consistió en unos momos, el entremés festivo de moda, cuyo texto fue escrito por Gómez Manrique por encargo de la infanta. Se abría el telón con un tratado, o discurso de circunstancias, en el que Isabel imaginaba que la noticia había llegado alHelicón, el paraíso de las musas, que conocían:

(…) el comienzo, el medio y el fin de vuestra muy virtuosa niñez y todos los infortunios, peligros, trabajos y buenas andanzas que en ella os habían dado los dioses celestiales. Ahora se despedía de la acabada niñez y entraba en la edad viril, que es de catorce años en adelante.

Para felicitar a Alfonso descendían ocho musas vestidas de plumas y la novena de blancas gasas. Conocemos los nombres de dichas musas – Mencía de la Torre, Elvira de Castro, Beatriz de Sosa, Isabel Castañeda, Juana de Valencia, Leonor de Luján y posiblemente Beatriz de Bobadilla - que fueron dedicando a Alfonso sus mejores augurios. La primera musa, Mencía de la Torre, llevó el hado siguiente:

A tu real exçelençia

Venimos aquestas hadas,

Inducidas e guiadas

Por la divinal esençia.

Cada qual de su figura

Te hadaremos arreo:

Que las dichas y ventura

Obedescan tu deseo.

Las siguientes musas le entregarán justicia, franqueza … Doña Juana de Valencia lleva:

Yo te hado, rey señor,

El mayor de los señores,

Que por leal amador

Dispongas del dios amor

De la cadira de amores;

Pues con todos tus enojos

Miras tan enamorado

Que, donde pones los ojos,

Levantas nuevo cuidado.

Cerraba la representación el verso recitado por la misma Isabel:

Excelente rey doceno

de los Alfonsos llamado

en este año catorceno

Dios te quiera hacer tan bueno

Que excedas a los pasados

En los triunfos y victorias.

Y en la grandeza temporal

tu reinado sea tal

Que merezcas ambas glorias

La terrena y celestial.

Y pasaron los meses, como si el mundo no existiera, como si solo valiera lo que se encerraba en los muros del fuerte castillo de Arévalo. Fue en ese tiempo cuando Alfonso, dando muestras del cariño que profesaba a su hermana, le hace donación de la villa de Medina del Campo, donación que Isabel agradece tanto, que inmediatamente encarga a Gonzalo Chacón que tome posesión de ella en su nombre, en un documento en el que feliz y orgullosa estampa su firma: Yo, la Infanta. Por esas fechas, Isabel acude entonces a esa Medina del Campo, que se convertiría en uno de sus lugares preferidos. Eso ocurría a mediados de marzo de 1468, cuando ya apuntaba la primavera.

LA MUERTE DE ALFONSO

De pronto un correo trajo a los hermanos una alarmante noticia: aquel Enrique IV, que parecía ya vencido y destronado, había dado signos de vida. Buena parte del reino seguía considerándolo como su único rey verdadero. La ciudad de Toledo se había pasado al bando enriqueño. Por lo tanto, era preciso dejar el refugio materno de Arévalo y enfrentarse con la realidad. Alfonso decidió dirigirse a Ávila en donde confiaba reunir el número de soldados que le permitirían la reconquista de Toledo.

En el camino y al pasar por la aldea de Cardeñosa, Alfonso enferma repentinamente. El 5 de julio de 1468 se produce su muerte sin que ninguno de los cronistas de la época se pongan de acuerdo a la hora de certificar la causa de su muerte. Algunos señalan que fue la peste, otros se inclinan por el envenenamiento a manos del marqués de Villena. Nos dicen que el joven había cenado alegremente en compañía de sus amigos una trucha empanada y a las pocas horas fallecía. La consternación fue general, sólo el marqués de Villena, que se hallaba con ellos, permaneció indiferente.

Estaba presente, según se cree, la infanta Isabel en la muerte de su hermano. Cedemos la palabra al cronista Diego de Valera:

"Partió de Arévalo postrimero día de junio, y llegó a Cardeñosa, casi a dos leguas de Ávila, y con él la serenísima princesa Doña Isabel, su hermana. Y como se sentasen a comer, entre los otros manjares fuele traída una trucha en pan, que él de buena voluntad comía; y comió de ella, aunque poco. Y luego en punto le tomó un sueño pesado, contra su costumbre, y fuese a acostar en su cama sin hablar palabra a persona, y durmió allí hasta el otro día ... como no despertaba, comenzaron a dar voces. Y al clamor y grandes voces que daban, el arzobispo de Toledo y el maestre de Santiago y el obispo de Coria con la señora princesa vinieron ...

"Y venido el físico con gran prisa, lo mandó sangrar, y ninguna sangre salió; e hinchóse la lengua, y la boca se le paró negra, y ninguna señal de pestilencia en él apareció. Y así desesperados de la vida del rey los que mucho le amaban, menguados de consejo, daban muy grandes voces... Y sin ningún remedio el inocente rey dio el espíritu a Aquel que lo crió, en el quinto día del mes de julio...

"Lo cual más se cree ser yerbas que otra cosa, porque aunque era de poca edad, parecíales a los principales que con él estaban que sería más recio en la gobernación que su hermano ... "

¿Murió envenenado?

En el año 2006 se realizó un estudio de los restos de Juan II, Isabel de Portugal y su hijo Alfonso. El profesor de Antropología Física de la Universidad de León, Luis Caro, se encargó, junto a María Edén Fernández, del estudio antropológico de los huesos, mientras que el análisis genético se encargó al Instituto Toxicológico de Madrid y a la Universidad del País Vasco. Según este estudio ninguna señal de pestilencia apareció en los restos y los análisis toxicológicos practicados no revelaron existencia de sustancia alguna que pudiera confirmar que murió envenenado. No obstante, Luis Caro manifestó que la humedad había afectado a los restos con lo que fue imposible demostrar si realmente el infante fue envenenado.

DESEOS DE PAZ

La muerte de Alfonso fue una noticia luctuosa que volaría por toda Castilla. A Enrique IV le llega al día siguiente hallándose en Madrid. Y al punto, consciente de su importancia, manda una circular a todas las ciudades del reino. Nada de reproches por lo ocurrido, nada de echar lodo sobre aquel que se había levantado en su contra. Su hermano era un muchacho inocente y su muerte le había llenado de dolor. La infanta Isabel vivió en aquella primera quincena de julio un drama angustioso. Marchó a Arévalo para abrazar a su madre y confortarla en trance tan desventurado, pero la infeliz reina viuda, con su mente cada vez más perturbada, ni siquiera dio señales de haberse dado cuenta de que se había producido aquel infortunio. Aquella misma noche, el cadáver de Alfonso fue llevado por los criados del obispo de Coria al convento de San Francisco, extramuros de la ciudad de Arévalo, en el que fue enterrado.

El día 6, el arzobispo Carrillo y Juan Pacheco, maestre de Santiago, con gran cortejo de caballeros, llevaron a la princesa Isabel a la ciudad de Ávila, al amparo de sus muros, y protegida en el alcázar real. A Isabel se le presentaba un dilema: o bien seguir el camino trazado por su hermano Alfonso, haciéndose proclamar Reina como su heredera que era, lo cual le ponía en guerra abierta con Enrique IV; o bien optar por la vía negociadora. En principio tanteó la primera posibilidad. Era la más acorde con su dignidad y con la fidelidad a la memoria de su hermano Alfonso. ¿Obró así por consejo de aquellos que estaban en su entorno, como Chacón o Cárdenas? Posiblemente. De hecho, sabemos que mandó cartas a las ciudades del reino, cuando ya la grave enfermedad de su hermano Alfonso hacía prever su pronta muerte, para tenerlas prevenidas y en su momento jurarla por sucesora, en las que se titulaba: ... legítima heredera e sucesora que soy del dicho señor Rey, mi hermano ...

Y en esa línea se mantuvo al principio. Cárdenas, uno de sus hombres de máxima confianza, sería el encargado de ir notificando la muerte de Alfonso junto con los derechos de Isabel al trono de Castilla, que para sus partidarios había quedado vacante al rechazar el gobierno de Enrique IV. Sin embargo, los hechos pronto obligaron a Isabel a cambiar de táctica. De día en día, las noticias que iban llegando a su Corte eran cada vez más alarmantes. El partido enriqueño crecía continuamente, en parte por el desconcierto y el desánimo que había cundido entre los miembros de la Liga nobiliaria, al perder a su candidato, el príncipe Alfonso, y en parte porque en todo el reino se anhelaba que de una vez por todas se hiciese la paz, acabando con el caos y la anarquía en la que había caído Castilla.

Ante ese panorama tan contrario, Isabel toma la iniciativa. Tiene que entenderse con su hermano Enrique IV. La vía de la negociación se impone. Y le escribe una carta de su puño y letra, cuyos principales puntos conocemos por el eco que provoca en el rey: ella nada haría en su contra. La firme e irrebatible voluntad de Isabel era reconocer a Enrique como rey, reclamando de él que la reconociera como sucesora siendo así jurada por las Cortes. A los deseos de concordia manifestados por Isabel, el rey se muestra sensible. También él, conforme a su carácter conciliador, está deseando llegar a un acuerdo con su hermana. Y así, con este espíritu de paz y concordia, se llegó al pacto de los Toros de Guisando.