Los tres claveles
Era una vez un labrador que tenía una hija a quien quería mucho. Una vez que salió al campo, se encontró tres claveles tan bonitos, que los cortó y se los trajo a su hija.
Ella se puso tan contenta con sus claveles, y esa misma tarde estaba en la cocina contemplándolos, cuando se le cayó uno en la candela y se quemó. Entonces se le apareció un joven muy guapo que le preguntó:
-¿Quién eres? ¿Qué haces?
Y como ella no contestaba, le dijo:
-¿No me hablas? Pues a las piedras de todo el mundo me has de ir a buscar.
Y desapareció.
Entonces ella cogió otro de los claveles y lo echó en el fuego; y en el mismo instante salió otro joven que le preguntó:
-¿Quién eres? ¿Qué haces?
Pero ella no contestaba, y él le dijo:
-¿No me hablas? Pues a las piedras de todo el mundo me has de ir a buscar.
Y desapareció.
María –que así se llamaba la niña- cogió el otro clavel que le quedaba y lo tiró al fuego, apareciéndose otro joven más guapo todavía que los otros dos, y que le preguntó:
-¿Quién eres? ¿Qué haces?
Pero como ella no contestaba, el le dijo:
-¿No me hablas? Pues a las piedras de todo el mundo me has de ir a buscar.
Y se fue.
Pues, señor, que María, que había quedado enamorada del último joven que salió, se quedó tan triste, que a los pocos días determinó ir a buscar las piedras de todo el mundo.
Recorrió montañas y valles, y anda que anda, llegó a un sitio donde había tres piedras muy altas, y como la pobre estaba tan cansada y se sentía tan sola se echó al suelo y se puso a llorar. Estando llorando, ve que se abre una piedra de las tres y salió el joven de quien ella se había enamorado, y le dijo:
-María, ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
Y viendo que seguía llorando y no contestaba, le dijo:
-No te apures, llégate a aquel alto, desde allí verás una casa de campo, entra en ella y dile a la dueña si quiere admitirte por criada.
Se fue la joven y, cuando llegó al cerro que le habían dicho, vio una casa de campo muy bonita, entró en ella y, cuando llegó donde estaba la dueña, le dijo que si quería admitirla por criada. La señora, como la vio tan joven y tan bonita, le dio lástima y le dijo que bueno, que se quedara de doncella suya. Como era tan trabajadora y tan buena, a los pocos días ya era la favorita de la señora, que la quería mucho, tanto, que las otras criadas, que eran muy envidiosas, le tomaron una tirria que no la podían ver, así es que determinaron perderla. Estuvieron pensando lo que habían de hacer, y un día fueron a decirle a su señora:
-¿No sabe usted lo que ha dicho María?
-¿Qué ha dicho?
-Que no sabe para qué tiene usted tanta criada, pues ella se atreve a lavar toda la ropa sucia en un día.
-Ven acá, María –dijo la señora-, ¿has dicho tú que lavaría sola en un día toda la ropa sucia?
-No, señora –dijo María-, yo no he dicho eso.
-Pues las muchachas dicen que tú lo has dicho y no tienes más remedio que hacerlo o perder la casa.
Mandó unos criados que le llevaran toda la ropa al río, y la pobre María, no sabiendo cómo salir de su apuro, se fue a las piedras y se puso a llorar; en seguida se abrió una de ellas y salió el mismo joven y le preguntó:
-¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
Pero ella no contestaba y seguía llorando, y él prosigue así:
-No te apures por la ropa que mi madre te ha mandado lavar, vete al río y diles a los pájaros: <<Pajaritos de todo el mundo, venid a ayudarme a lavar>>.
Se fue María al río, y tan pronto como dijo las palabras que le había dicho el joven, vio venir por todas partes una multitud de pájaros de todas clases, que se pusieron a lavar la ropa; así es que en menos de un santiamén, ya estaba lavada y, cuando llegaron los criados por la tarde, ya estaba seca.
El ama se puso tan contenta, que cada vez quería más a su nueva doncella, de lo que les daba mucha rabia a las otras criadas, que siempre estaban inventando cosas para que la señora le riñera a María.
Sucedió que aquella señora estaba enferma de la vista, porque había tenido tres hijos, los cuales un día que salieron de caza fueron encantados y no volvieron ni supo dónde se hallaban. La pobre señora tuvo tanta pena, que a fuerza de llorar tenía los ojos siempre malos. Las criadas, que andaban buscando siempre un pretexto para perder a María, fueron y le dijeron:
-¿No sabe usted lo que ha dicho María?
-¿Qué ha dicho?
-Que ella sabe dónde se encuentra un agua que cura la vista.
-¿Sí? –dijo la señora-. Ven acá, María. ¿Con que tú sabes dónde se encuentra un agua que me pondrá buenos los ojos, y nada me has dicho?
-No, señora –dijo María-, y no he dicho una cosa que no sé.
-Pues cuando ella lo dicen –repuso el ama-, es que te lo habrán oído a ti, porque ellas no lo habían de inventar. O me traes el agua, o no vuelvas más a esta casa.
La pobre María salió al campo y, como ella no sabía dónde estaba aquella agua, se fue a sentar llorando junto a las piedras, y al oír el llanto salió el joven y le dijo:
-¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
Ella no contestó y el repuso:
-No te apures porque mi madre te haya pedido el agua para curar sus ojos; toma este vaso, vete a la orilla del río y dices: <<Pajaritos de todo el mundo, venid conmigo a llorar>>. Cuando hayan venido todos, el último dejará caer una plumita, la mojas en el vaso y le das con ella en los ojos de tu ama y verás cómo se le ponen buenos.
Pues, señor, que así lo hizo; se fue al río y les dijo: <<Pajaritos de todo el mundo, venid conmigo a llorar>>.
Como la vez anterior, empezaron a venir bandadas de pájaros por todas partes y todos iban dejando en el vaso unas lagrimitas hasta que se llenó. El último, sacudiendo las alas, dejó caer una pluma. María cogió el vaso y la pluma y se fue a la casa. Cuando llegó, mojó la pluma en el vaso y la pasó por los ojos a su ama, que a los pocos días ya estaba buena y loca de contenta con su doncella, que no sabía dónde ponerla. A las otras criadas se las llevaba el demonio y no sabía que hacer para que María de fuese de la casa. Un día fueron y le dijeron a su ama:
-¿Sabe usted lo que ha dicho María?
-¿Qué ha dicho?
-Que es capaz de sacar a sus hijos del encantamiento.
-Eso no es posible que lo haga.
-Sí, señora, que lo ha dicho.
Llamó la señora a María y le dijo si ella había dicho aquello.
-No, señora –dijo María-, no lo he dicho.
-Pues las criadas dicen que lo has dicho y es preciso que lo hagas como hiciste las otras dos cosas.
La pobre María se fue al campo, adonde estaban las piedras, y se puso a llorar. Salió el joven y le dijo:
-¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
Ella siguió llorando sin contestar, y él repuso:
-Ya sé lo que tienes; mi madre te ha dicho que nos saques del encantamiento. Pero no te apures, vas y le dices que reúna todas las doncellas de los alrededores, que vengan en procesión con una vela encendida y den tres vueltas alrededor de las piedras, pero que tengan cuidado de que no se apague ninguna vela.
-Se fue María y le dijo todo esto a su ama. Entonces ésta mandó reunir todas las jóvenes solteras y les dio una vela encendida a cada una y otra a María. Fueron en procesión hasta las piedras, dieron tres vueltas y al dar la última vino una bocanada de viento y apagó la vela de María. Ella, acordándose del encargo que le había hecho el joven, dio un grito y dijo:
-¡Ay! ¡Que se me ha apagado!
Desaparecieron entonces las piedras y los jóvenes estuvieron contando que, al pasar por aquel sitio, un mágico los había encantado, convirtiéndolos en claveles, pudiendo sólo salir de su encantamiento cuando hablase junto a las piedras la persona que quemase aquellos claveles.
La madre y los hijos se pusieron tan contentos y el más chico le dijo a María si quería casarse con él, y como ella también lo quería, le dijo que sí. Se casaron y todos fueron muy felices.