EL PERAL DE LA TÍA MISERIA
Miseria era una pobre anciana que se dedicaba, para mantenerse, a pedir limosna. Tenía un hijo que se llamaba Ambrosio, y andaba también por el mundo pidiendo. Y tenía un perrito, que se llamaba Tarro, que era el único que le acompañaba en la pequeña choza que tenía.
Así vivió varios años hasta llegar a una edad muy avanzada, viviendo tan sólo de lo que sacaba con las limosnas y el fruto de un peral que tenía próximo a la choza, del cual pocos años cogía fruto, debido a que los chicos le quitaban todas las peras. Como ella no corría, les azuzaba el perro, y los chicos huían; pero, cuando no estaba ella, se las quedaban antes que llegaran a sazonar.
Un día se presentó a la puerta de su choza un pobre, al anochecer. Mas, como estaba nevando, la tía Miseria le dijo que pasara a refugiarse, invitándole a cenar una sopa del poco pan que había recogido durante el día. Después partió la saca donde ella dormía para dar parte al pobre. Y cada uno se durmió en su saca de paja. Pero lo extraño del caso es que el perrito Tarro que tenía la tía Miseria era muy malo, y a todos los que se aproximaban a la puerta les ladraba. Y observó la tía Miseria que al recibir a esta pobre en su casa, no sólo no le ladro, sino que ser arrimaba a lamerle los pies. Así pasaron la noche durmiendo, y al amanecer observó la tía Miseria que se levantaba el pobre con la intención de marcharse. Mas, como estaba nevando, no consintió en que saliera. Y así salió ella al pueblo inmediato, diciéndole:
-No saldrás de mi casa sin que antes desayunes, que ahora voy a recoger cuatro mendrugos de pan al pueblo. Y cuando venga, almorzarás y te marcharás.
Viendo el pobre la buena intención de Miseria, se conformó con lo que le propuso. Mas luego, cuando volvió y habían desayunado, le dijo el pobre a la tía Miseria:
-En vista de tu bondadoso corazón, voy a hacerte un favor. Pídeme lo que quieras, pues, aunque me ves vestido de pobre, no lo soy. Y quiero pagarte el favor que me has hecho.
Dicha promesa rechazó la tía Miseria, diciendo que no quería nada; pero tanto le insistió el otro, que ella no tuvo más remedio que aceptar y pedir algo. Y pidió que todo aquel que se subiera al peral que tenía, sin su permiso, no pudiera bajarse. Porque, aunque daba buenas peras, no las recogía, porque se las quitaban los chicos. Le contestó el otro:
-Concedido. Con poco te conformas, mujer.
Pronto llegaron a sentirse los efectos de la concesión. Al año siguiente, tan pronto como llegaron las peras a media sazón, los primeros chicos que subieron a cogerlas quedaron allí presos hasta que llegó la tía Miseria. El primer día que quedaron presos los chicos, al verlos la tía Miseria desde lejos, ya les gritó:
-¡Ah, granujas! ¡Bien me las vais a pagar, que ahora no os escapáis de mis uñas!
Y llegando el pie del peral, empezó a golpearlos con el báculo en que se apoyaba, hasta que le dio lástima y los mandó bajar. Entonces les azuzó el perro, que les mordía de los pantalones a unos y otros y se iban a sus casas llenos de jirones.
Este mismo año los chicos seguían yendo a comer peras; pero, después que se fueron dando cuenta de lo endiablado que estaba el peral, ninguno se acercaba. Al año siguiente ya pudo disfrutar la tía Miseria, con toda tranquilidad, de las peras de dicho peral. Así pasaron largos años, hasta que un día se acerca a la puerta un hombre alto, seco, con una guadaña al hombro, que llamó a la tía Miseria tres veces, diciéndole:
-Vamos, Miseria, que ya es hora.
La tía Miseria, que se acercaba a la puerta y reconoce que es la Muerte exclama:
-¡Hombre, ahora que por fin estaba disfrutando de una vida mejor, y del poco tiempo de tranquilidad que he tenido!
Mas, como la Muerte le insistía, la tía Miseria le suplicó un favor. Y la Muerte le dijo:
-Bueno, ¿qué es lo que quieres?
-Pues que, mientras yo preparo un poco mis cosas para el viaje, hagas el favor de bajarme esas cuatro peras que quedan en el peral.
Y le contestó la Muerte:
-Bueno, mujer, anda ligera. Prepárate.
A todo esto se dispuso la Muerte a coger las peras del peral. Subió al árbol; más, como estaban en lo más alto, tuvo que hacer grandes esfuerzos, a pesar de sus largos brazos, para cogerlas. Una vez cogidas quería bajar del peral, y no podía desprenderse de las ramas. Se cansó de hacer esfuerzos por bajar, y no podía conseguirlo. A todo esto la Tía Miseria, que asomada a la puerta la vio, soltó la carcajada, diciendo:
-¡Ja, ja, ja! ¡Bien estás ahí! ¡Déjame a mí, que ahora estoy segura!
Así estuvieron muchos años, haciéndose sentir la falta de la Muerte, pues había ancianos que, a pesar de sus penosas enfermedades, ninguno moría. Llenaban los hospitales y estorbaban y algunos pasaban de doscientos años.
Suplicaban a los médicos que les dieran algo para acabar con la vida, que los aterrorizaba ya, y, a pesar de eso, nadie moría. Se daban cuchilladas unos a otros; se tiraban de precipicios; quedaban hechos una lástima; pero ninguno moría, ni siquiera en las guerras, pues la Muerte se hallaba colgada en el peral de la tía Miseria y no podía bajar de allí sin su permiso.
Cuando se llegaron a dar cuenta los pueblos cercanos, empezaron a dar vueltas por todos los sitios para ver dónde podían encontrar a la muerte. Hasta que un día llegó el médico, que era muy amigo de la Muerte, observó que desde lejos le llamaba alguien que decía:
-¡Eh, médico! ¡Ven acá!
Acudió a las voces y pronto observó que la Muerte estaba colgada del peral de la tía Miseria. Avisó a los vecinos, y todos, armados de hachas, se fueron al lugar con el fin de derribar el árbol, que decían estaba endiablado. Pero, por más que daban hachazos a un lado y a otro, las hachas no mellaban el árbol. Se cansaron de hacer por cortarlo. Otros se subían al árbol y, agarrando de las manos a la Muerte, tiraban por ver si la desprendían de allí. Pero no sólo no la pudieron arrancar de allí, sino que todos los que subían quedaban colgados como racimos. La tía Miseria se reía y decía:
-Inútil todo lo que trabajéis, pues nadie bajará sin que yo le dé permiso.
Viendo esta fuerza tan poderosa de la tía Miseria, acudieron personalidades de distintos pueblos y provincias a suplicar a la tía Miseria que la dejara bajar de allí, porque era una lástima ver el mundo como estaba, que no ser moría nadie por ningún sitio a pesar de las horribles calamidades y sufrimientos que muchos padecían. La tía Miseria, en vista de tanta súplica, y dándole ya lástima de la humanidad entera, les propuso una condición.
-¿Cuál es? –le dijeron.
Contestando ella que la condición había de ser que no volviera a llamar la Muerte, ni se acordara de su hijo Ambrosio.
-No te acuerdes nunca de mí ni de mi hijo Ambrosio, hasta que yo no te llame tres veces.
A lo cual accedió la Muerte, contestando que concedido lo tenía, siempre que le diera permiso para bajar del peral. Acto seguido bajó la Muerte del peral con todos los que a ella se habían agarrado. Y empuñando el asta de la guadaña, empezó a cortar pescuezos por todos los sitios. Morían a millares, la muerte la encontraba de inmediato, y todo el que llegaba su hora. Menos La anciana y su hijo, que por eso viven todavía la miseria y el hambre.