EUGENIA DE MONTIJO, Emperatriz de Francia
EUGENIA DE MONTIJO, Emperatriz de Francia
Cuando tras el desastre de Vitoria en 1813, José Bonaparte declinó su corona de “rey intruso”, un oficial español afrancesado de su guardia se negó a abandonarle: Cipriano Guzmán Palafox y Portocarrero, conde de Teba. El conde malvivió en el exilio y sólo a la caída del Primer Imperio francés se decidió, desilusionado, a volver a España amparándose en una amnistía decretada por Fernando VII, instalado de nuevo en el trono de Madrid tras la sangrienta guerra de la Independencia.Por aquel entonces el aspecto de don Cipriano no debía de resultar en extremo seductor: de resultas de sus avatares había perdido el ojo derecho- que ocultaba con un parche-, tenía un brazo casi paralizado y cojeaba lastimosamente. Tales defectos no fueron obstáculo para su boda con una lozana y ambiciosa joven de veintitrés años, diez menos que él, María Manuela Kirkpatrick, hija de un comerciante de vinos escocés que había conseguido ser nombrado cónsul de Estados Unidos en Málaga. Había recibido educación en Londres y luego en casa de una tía suya en París. Las costumbres francesas la dotaron de cierto refinamiento, un interés aparente por la literatura- o más exactamente, por los literatos- y una bulliciosa conversación en varios idiomas. La condesa de Teba era, en suma, una mujer lista, hecha para destacar en el gran mundo.
Cuenta la leyenda que el 5 de mayo de 1826, un fuerte terremoto amedrentó de tal modo a los habitantes del granadino barrio de Gracia, que muchos salieron apresuradamente de sus casas para buscar refugio en campo abierto. El susto de la condesa de Teba fue tan grande que se vio sorprendida por los dolores de un parto prematuro en el jardín de su mansión, donde se había refugiado, y allí mismo, en una especie de improvisada tienda de campaña, dio a luz una niña de ocho meses llamada Eugenia.Eugenia pasó en Granada los cuatro primeros años de su vida, para después trasladarse con su familia a Madrid. No obstante, siguió ligada a su tierra natal. Durante su juventud, visitaba la ciudad con su padre, al que acompañaba en sus largos paseos a caballo, durmiendo al sereno o pasando la noche entre los gitanos, por cuya cultura se sintió fascinada. Asimismo, pasó largas temporadas con su madre en Lanjarón.
En 1834, por la muerte de su cuñado sin sucesión directa, María Manuela quedó convertida en condesa de Montijo y duquesa de Peñaranda, con acceso directo a palacio. Deseosa de figurar entre las gentes de la nobleza y los círculos artísticos, la condesa promovió en su casa de Madrid continuas reuniones, tertulias y fiestas, siendo la introductora en España de los bailes de disfraces. Dedicaría todos sus esfuerzos a conseguir ventajosos matrimonios para sus dos hijas: Francisca y Eugenia.Francisca de Sales –llamada familiarmente Paca- era la primogénita; una morena cuyo carácter dulce, sosegado y espiritual contrastaba con el de su hermana, un solo año menor, de cabello rojizo, vocinglera, vivaz y segura de sí misma; lo que con el paso del tiempo llegaría a conferirle una falsa apariencia de aventurera de lengua suelta. Ambas hermanas eran muy bellas. En casa de los Montijo se hablaba francés, hasta el punto de que sólo a la edad de doce años pudo escribir Eugenia a su padre: “ Empiezo a leer español”.
En 1837, María Manuela anunció a don Cipriano su traslado a París con las niñas para ingresarlas en el colegio del Sagrado Corazón. Instalada en la capital del Sena, la condesa probó las mieles de aquella brillante sociedad que su inquieta naturaleza reclamaba, hasta el punto de que circularon rumores en torno a una estrecha relación con el elegante Lord Clarendon, de quien se decía que había sido su amante, e incluso con un retrechero polaco de alta cuna y baja estofa, aparte del escritor Prosper Mérimée, a quien había conocido en España y que tuvo gran interés en la educación de las niñas. Aseguraban que María Manuela había inspirado el personaje de su Carmen inmortal.La vida en París prosiguió durante los años de formación de Paca y Eugenia, alternándose con breves estancias en Madrid -donde don Cipriano falleció en 1839- y Granada, donde la condesa acudía a vender alguna que otra finca a fin de mantener su tren de vida parisino. Una anécdota, relatada por la propia Eugenia, debió de hacer mella por aquel entonces en su ánimo. La contó así: Fue en Granada. Una tarde subíamos al Sacromonte y varias gitanas nos acosaron pidiendo limosna. Una de ellas quiso decirme la buena ventura. Mi aya no la dejaba pero ella insistió: “Aunque no me muestre la mano, yo sé que esta niña será más que reina …” Estas palabras quedaron grabadas en mi mente. Cuál no sería mi sorpresa cuando años más tarde, en París, el abate Boudinet, reputado quiromante, durante una fiesta insistió en leerme las líneas de la mano y luego me confió, asombrado: “¡ He visto en su diestra una corona imperial !”
María Manuela todos los domingos ofrecía en su quinta de Carabanchel copetines a la sociedad que contaba. Su obsesión era velar por el porvenir de sus hijas y a este propósito invitaba a una legión de codiciados solteros de la nobleza. Las audacias casamenteras de la condesa llegaron a hacerse insoportables incluso para sus hijas. Entre los que rondaban a las señoritas de Montijo destacaban dos, que gozaban de la predilección de la condesa por tratarse, según ella misma admitía sin recato, de los mejores partidos de España: Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba, y Pepe Alcañices, duque de Sesto.El duque de Alba durante algún tiempo estuvo indeciso entre Paca y Eugenia, finalmente se decidió por la primera, muy atractiva en su languidez decimonónica. Se ha escrito que Eugenia se sintió tan contrariada por la elección y el malogro de las esperanzas en Alba depositadas, que intentó envenenarse con fósforos diluidos en leche. Era la primera decepción sentimental de su vida y poco después este desengaño sería seguido por otro, tal vez no tan impetuoso, pero que pareció dejar huella más profunda. Pepe Alcañices, el galán que se había ofrecido a consolarla, resultó ser un donjuán voluble que la desdeñó enseguida. Desde entonces, en las relaciones sentimentales de Eugenia rigió una frialdad que encubría, a la vez, prevención y cálculo. No iba a volver a fiarse de ningún hombre. Ni siquiera de su futuro marido.
Cuando en octubre de 1847, dos días después de hacerse con el gobierno, el general Narváez consiguió para su protegida, la condesa de Montijo, el cargo de camarera mayor de la reina Isabel II, María Manuela creyó haber colmado todas sus aspiraciones: su hija mayor duquesa de Alba y ella ocupando el puesto más importante e influyente de la corte de España, desde donde casaría a Eugenia con quien mejor le pluguiera. Dio una gran fiesta en la quinta de Carabanchel, con todo Madrid rendido a sus pies, creía ella. Pero se equivocaba: muchas linajudas familias no la consideraban más que una advenediza; se lo hicieron notar abiertamente y ella, orgullosa, presentó su dimisión y salió hacia París con Eugenia pegada a sus faldas.
En Francia se proclamó una república y fue nombrado presidente el príncipe Luis Napoleón Bonaparte. Conoció a Eugenia en abril de 1849 en el palacio del Elíseo, quedando hechizado ante la belleza de la joven aristócrata granadina y comenzó a cortejarla. Bien aleccionada por su madre, Eugenia sabía mostrarse fascinadora pero sin permitirse sucumbir jamás a las tretas galantes desplegadas por el burlado estratega. El príncipe estaba desconcertado: a pesar de su predisposición a la coquetería, ella parecía sexualmente tan fría como el hielo. Si había dado la impresión de ser una aventurera, desde luego no se comportaba como tal.
Una noche, el príncipe intentó juguetear con su mano derecha que empezaba a impacientarse, un golpe seco del abanico de Eugenia le recordó que no se hallaba ante una piruja. En la recepción de Año Nuevo insistió en besarla bajo el muérdago.- Es una costumbre francesa- objetó el príncipe.- Pero yo soy española, señor, y en mi país las mujeres sólo besan a sus padres, a sus hermanos y a sus esposos- replicó Eugenia bajando púdicamente la mirada.
En otra ocasión, después de haber dedicado sus atenciones a la joven a lo largo de toda la velada y creyendo que la conquista era ya cosa hecha, Bonaparte se decidió a preguntar:
- ¿ Cómo llegar a su dormitorio, señorita?
A lo que la granadina respondió:
- Por la capilla, monseñor.
Tras lo cual, el príncipe que ya estaba un poco harto, decidió dejarla tranquila durante una temporada.
El 21 de noviembre de 1852, el príncipe-presidente era elegido por una mayoría de sus compatriotas, emperador de los franceses con el nombre de Napoleón III. Entonces María Manuela decidió que había que poner toda la carne en el asador. No había tiempo que perder, era necesario estrechar el cerco de manera definitiva. El 31 de diciembre, durante la recepción de fin de año en el palacio de las Tullerías, la mujer del ministro del Interior tuvo la osadía de empujar a Eugenia al ir a cruzar una puerta, mientras exclamaba:- ¡Yo no cedo el paso a una aventurera!Cuando se sentó al lado del emperador, en la mesa de la cena, Eugenia tenía los ojos arrasados en lágrimas y manifestó la razón:
- Señor, he sido insultada por alguien que ha dudado de mi reputación. Procuraré que no se repita en lo sucesivo, ausentándome de la corte.
- No será necesario- respondió Napoleón III- desde mañana nadie se atreverá a insultarla.
Luego formuló una pregunta que lo atormentaba: ¿ la joven española era aún pura a sus veintiséis años ? Eugenia le miró sin mover una pestaña y contestó:
- Os engañaría, Majestad, si no os confesase que mi corazón ha hablado ya varias veces: pero lo que si puedo aseguraros es que continuo siendo la señorita de Montijo.
Transcurrió una semana sin que nada ocurriera. Las Montijo vivían en vilo, mientras el clan de los Bonaparte discutía con el sobrino enamorado:- Se puede fornicar con la señorita de Montijo- decía uno, especialmente grosero-, pero no casarse con ella.- Para asegurar el Imperio naciente es necesario que os caséis con una princesa de sangre real – opinaba otro.El duque de Morny, medio hermano del emperador, fue el único miembro de la familia que apoyó siempre a Eugenia. El príncipe Napoleón, llamado familiarmente Plon Plon y primo del emperador, estaría detrás de todos los pasquines que se escribieron contra "la española". No pudiendo quedar en la incertidumbre y viendo, por otro lado, las vacilaciones del emperador, Eugenia se dirigió a las Tullerías para forzar las cosas. Le dijo sencillamente al emperador:
- Adiós. Yo me voy y no me volveréis a ver.
Entonces él le respondió:
- No os marcharéis.
Le pidió que se casara con él y Eugenia, precavida, logró que le hiciera la propuesta por escrito. La misiva del emperador dirigida a su futura suegra María Manuela, rezaba:
Señora Condesa:
Hace tiempo que amo a vuestra hija y que deseo hacerla mi esposa. Me permito, pues, pedir su mano, considerando que no existe en el mundo una mujer más capaz de labrar mi dicha, ni más digna de llevar una corona.
Napoleón
A continuación el soberano se dirigió personalmente al Parlamento y a la nación, defendiendo su proyectado enlace matrimonial con Eugenia de Montijo, ya que, aunque esta era de noble estirpe, no llevaba sangre real en sus venas. Su futuro esposo la describió ante su pueblo: graciosa, buena, dotada de todas las cualidades del alma, ornamental y valiente, católica y piadosa, francesa de educación y corazón. El anuncio de la boda, aun esperado, fue como la explosión de una bomba. El emperador hubo de declarar terminante y sin dejar lugar a réplicas: Señores, no hay nada que discutir. La boda ha sido decidida. Es mi voluntad.En vísperas de su boda, Eugenia escribió a su hermana la duquesa de Alba: " No puedo evitar tener un cierto terror: la responsabilidad es inmensa y me atribuirán el bien y el mal ". Creía, a la hora de la boda, a ciegas en el amor y el apoyo de su marido, en sus virtudes y entereza, en su talento y calidades de hombre de Estado para hacerle llevadera la vida de obligaciones que la esperaba y, sin embargo, " tiemblo no de miedo a los asesinos sino de aparecer en la historia menos de lo que fueron Blanca de Castilla y Ana de Austria".
El 30 de enero de 1853, en la basílica de Notre-Dame de París se celebró la boda. Desde el atrio de la iglesia, vuelta hacia la muchedumbre, Eugenia, tercera emperatriz de Francia, ostentando sobre su frente la diadema que habían llevado sus dos predecesoras, se inclinó ante el pueblo soberano en la primera de aquellas sus reverencias que habían de hacerse famosas en el mundo. Sería un primer gran gesto político y en aquel momento la turba la amó. Y más aún cuando hizo entrega para caridades de los seiscientos mil francos que la Municipalidad parisina le regaló para diamantes, enorme cantidad con la cual se fundó en el arrabal de San Antonio el asilo Eugenia-Napoleón para muchachas pobres en número de trescientas. Y destino semejante encontraron otros doscientos cincuenta mil francos regalados por su marido.
Convertida en soberana de Francia, imbuida de sus obligaciones, vio partir a España a su madre, con la que, a confesión propia, vivía en triste relación “motivada por la incompatibilidad de nuestros genios”. A poco de la boda se anunció el embarazo, la noticia tenía que caer mal en los círculos antibonapartistas de dentro y fuera de Francia. Y cuando ocurrió el aborto, el embajador inglés informó jubiloso a su ministro, poniendo en duda, por un lado, la existencia de tal embarazo, y haciéndose eco, por otro, de la maledicencia que aseguraba que la concepción había tenido lugar tres meses antes de la boda y que el aborto había sido provocado para preservar el buen nombre de la emperatriz. En realidad era un embarazo de tres meses y Eugenia sufrió tremendamente la pérdida del hijo ansiado. Y para mitigar su dolor buscaba distracción en fiestas, vestidos y una correspondencia nutrida con su hermana, pretendiendo ocultarse a sí misma las primeras infidelidades de su marido. El emperador, disipados los primeros ardores, la engañaba de manera continua y hasta rutinaria.
La vida de la corte del Segundo Imperio resultó, gracias a ella, brillantísima y alcanzó su cenit con la exposición universal y la apertura del canal de Suez, que fue inaugurado el 17 de noviembre de 1869 con un espectacular programa que consistía en fiestas y celebraciones junto con invitados de diversos lugares del mundo. Era la primera obra de ingeniería que cambió los mapas, una vía artificial de navegación que unia el mar Mediterráneo con el mar Rojo, construida por el francés Ferdinand de Lesseps. La invitada especial del evento fue la emperatriz Eugenia, su principal impulsora, también estuvieron el emperador de Austria, el príncipe de Gales, entre otros miembros de la monarquía europea.En la mañana de la fecha inaugural, miles de personas esperaban en ambas orillas del canal para observar el paso de los grandes navíos que traían a los huéspedes. La parada naval iba precedida por el yate imperial L’Aigle con la emperatriz Eugenia a la cabeza y más de 6000 invitados, la compañía del canal pagó todos los gastos de esta ceremonia. Adicionalmente se había construido un teatro especialmente para la presentación de la célebre ópera "Aida" de Giuseppe Verdi.
Gracias a su belleza y elegancia, Eugenia contribuyó de forma destacada al encanto que desprendía el régimen imperial. Como no había nacido en las gradas de un trono, Eugenia ansiaba parecer más soberana que las auténticas. Jugaba a ser la más elegante, la más sonriente y cordial de toda Europa. Sus escrúpulos llegaron al punto de tomar lecciones con una famosa actriz. Pero además de gracia, derrochaba el dinero en joyas y una de sus aparatosas faldas logró alinear ciento dos volantes ( la emperatriz Sissi la consideraba una hortera).
Eugenia dictó la moda durante decenios, marcó tendencia con la crinolina, las amplísimas pamelas, los collares de chatones, el perfume, el maquillaje, la gastronomía y el color malva, que tenía el tono exacto de sus ojos. Su forma de vestir era alabada e imitada en toda Europa. Las damas iban escotadas siguiendo el ejemplo de la emperatriz, tratando de imitar incluso sus hombros caídos. El modisto Worth fue el autor de la imagen de la emperatriz de Francia, sus damas y, por extensión, del Segundo Imperio. Por encargo de la emperatriz Eugenia, el perfumista Pierre François Pascal Guerlain creó para ella un perfume: la famosa y refinada Eau de Cologne Impériale. En el frasco se reproducen las abejas imperiales del manto de Napoleón III, así como las fuentes de París, símbolo de frescor. Guerlain fue nombrado perfumista de su Majestad y proveedor oficial de la corte imperial. Poner en el plato de los invitados el menú de la cena fue un invento de Eugenia vigente hasta nuestros días.
Tanto en Paris como en sus residencia veraniegas de Fonteneblau, Saint-Cloud o Compiègne, a sus fiestas acudían los personajes mas importantes de la aristocracia, la política, la literatura y las artes, como Merimé, Halevy y Labiche. Pero si importante fue su vida social también lo fue su intervención en política y en las realizaciones y obras, fundando el orfanato Eugenia-Napoleón, un asilo en Vincennes, la Sociedad del Príncipe Imperial cuyo objetivo era conceder préstamos a pequeños empresarios e industriales, una caja para inválidos, protección a la infancia, convirtió las cárceles de niños en penitenciarias agrícolas, concediendo el indulto a 3.000 procesados políticos. Dio ideas para convertir París en la Ciudad de la Luz, creó el estilo decorativo Napoleón III, consiguió que por primera vez se concediese la Legión de Honor a una mujer, abogó por el sufragio femenino y las ideas humanistas, apoyó las investigaciones de Louis Pasteur, que acabarían en la vacuna contra la rabia.Gracias a ella se hizo muy popular el veraneo en Biarritz. La emperatriz se enamoró perdidamente de Biarritz, construyéndose un palacio casi en plena playa, que hoy es el lujoso Hotel Du Palais, además de un manantial, el Eugene les Bains. Bajo su auspicio se cultivó en una finca de Baños de Rioja, de la cual era propietaria, una viña que todavía existe con el nombre de La Emperatriz.
Después del nacimiento de su hijo, el príncipe imperial, Eugenia decidió tomar parte activa en la política del Segundo Imperio. Ferviente católica, se opuso a la política de su marido en lo tocante a Italia y defendió los poderes y prerrogativas del Papa en dicho país. Desempeñó la regencia del imperio en tres ocasiones: durante las campañas de Italia en 1859; durante una visita de su marido a Argelia en 1865 y en los últimos momentos del Segundo Imperio, ya en 1870. La emperatriz secundó la desafortunada expedición destinada a situar a Maximiliano de Habsburgo en el trono imperial de México (1862-1867) y en 1869 empujó a Napoleón a la guerra contra Prusia que concluyó al año siguiente con la derrota de Sedán, donde el emperador cayó prisionero y Francia perdió Alsacia y Lorena.
Era Domingo de Ramos de 1856 y el cañón de los Inválidos hizo 101 disparos. El parto había sido terrible y fueron necesarios los fórceps. El propio ginecólogo dijo que nunca había visto sufrir tanto a una parturienta. Napoleón III se agitaba descompuesto y luego su alegría le hacía gritar y llorar simultáneamente. Le costó dominarse y serenarse.Eugenia, agotada, tardó mucho en reponerse y se aplazó el bautizo hasta después de la convalecencia. Sin reponerse del todo, la emperatriz –que estaba hermosísima- asistió en Nuestra Señora al bautizo de su hijo que recibió los nombres de Napoleón Eugenio Luis Juan José. El padre, lleno de orgullo, mostró la criatura en sus brazos alzados, estallando en una ovación los asistentes, entre los cuales figuraban la reina María Cristina de España, los duques de Alba y una nutrida concurrencia cosmopolita y cortesana.El Papa envió a la emperatriz, excusándose de no poder asistir por su edad a la ceremonia, la Rosa de Oro. Los emperadores apadrinaron a todos los niños nacidos el mismo día que el pequeño príncipe y Eugenia personalmente hizo innumerables donativos de caridad, entre ellos el Orfanato del príncipe Imperial.
El 14 de enero de 1858, tres bombas intentaron acabar con la vida de los emperadores cuando acudían a la Ópera. Hubo ciento cuatro heridos y siete muertos. Todos los testigos del atentado señalaban la presencia de ánimo de la emperatriz y su valor sin histerismos. “No penséis en nosotros, cuidad a los heridos”, decía a los que se acercaban al verla cubierta de sangre. Aquella noche París la admiró.Era un complot de patriotas italianos que vieron en un atentado el modo de provocar la revolución en Francia y, como consecuencia, otra en Italia en favor de la unidad nacional. Uno de los acusados por el atentado, Orsini, escribió una carta desde la cárcel al emperador que conmovió a la emperatriz. Eugenia se sintió horrorizada por el fin que esperaba al acusado e intentó salvarle la vida implorando a su esposo. Napoleón, preso de tremendas vacilaciones, se vio obligado a firmar la sentencia y Orsini fue ajusticiado.
El otoño de 1860 fue demasiado triste y melancólico para la emperatriz, estaba en un momento de depresión atroz y deseaba huir. A las ligerezas del emperador, se unía las conmociones de España y la muerte de su hermana Paca tras una larga enfermedad. Se decidió marchar a Londres y desde allí a Escocia, en pleno invierno. Un vendaval de rumores se desató por Europa llegando a hablarse de divorcio. Eso era desconocer el sentido del deber de la emperatriz, aunque la mujer sufriera hasta lo indecible. Cuando desembarcó de nuevo en Boulogne, su marido –que la amaba a su manera- estaba esperándola en el puerto. El 19 de diciembre, Eugenia puso las últimas flores en el féretro de su hermana embarcada ya en el tren que la llevaría a España.
Las aventuras extramatrimoniales del emperador irritaba y deprimía a Eugenia. Hubo escenas, al parecer, muy desagradables entre la imperial pareja. Napoleón instaló en Saint Cloud, cerca del palacio imperial, a la última de sus amantes y la dejó embarazada. Eugenia se humilló hasta el punto de ir a visitarla: “ Señorita, estáis matando al emperador. Si tenéis alguna estimación por él, dejad de verle. Para él es la vida o la muerte”. Pero Napoleón no dejó a su amante y Eugenia hubo de dejar al emperador, marchándose a hacer una cura a Alemania, seguida por apremiantes telegramas de su marido. Y si la emperatriz de Francia volvió junto al emperador, Eugenia no volvió junto a Napoleón. La ruptura última no afectó a las relaciones públicas de los cónyuges y las heridas abiertas solo cicatrizaron mucho después cuando la desgracia política, el exilio y la enfermedad volvieron a unirlos de nuevo.
Eugenia se ocupaba con celo y amor de la educación de su hijo y estaba orgullosa de él, al tiempo que no le perdonaba excepciones a las reglas casi militares impuestas por sus innumerables preceptores. El resultado de tal educación, a pesar de las condescendencias del emperador- más abuelo que padre- fue bueno y el príncipe resultó un modelo de conducta en tanto que la limitación de su edad se lo permitió. En Biarritz conoció y jugó con otro niño de años semejantes y que, a diferencia de él, llegaría a sentarse en un trono y ser un rey modelo. Se llamaba Alfonso de Borbón y también su madre, la reina Isabel II de España, sería destronada un día.
La derrota en la Guerra Franco-Prusiana (1870) fue completa, cayendo incluso el emperador prisionero del ejército prusiano en la batalla de Sedán. Eugenia huyó de París sin apenas equipaje con una de sus damas, camino de Inglaterra. Cuando al atravesar el canal de la Mancha se dio cuenta de que efectivamente había perdido el imperio, casi se volvió loca de desesperación. Tenía cuarenta y cinco años y había reinado durante diecisiete.Con la paz, Napoleón fue liberado y marchó a unirse con su familia a Inglaterra, solo para arrastrar una vida de exiliado amargado y triste, alimentado de vanas esperanzas de lo imposible. Falleció víctima de una afección de vejiga en 1873. El príncipe imperial, de dieciocho años, quedaba convertido en el teórico Napoleón IV para los mantenedores de la llama bonapartista. Era un joven bien plantado, inteligente y prometedor. Pero el sueño de la ex emperatriz que, acaso sin motivo, creía compartido por la reina Victoria de Inglaterra – quien generosamente había acogido a la familia imperial desterrada en Gran Bretaña - era casar a su único hijo con la princesa Beatriz, hija menor de la soberana inglesa.
Eugenia soñaba para su hijo un destino esplendoroso. Pero el primero de enero de 1879 el príncipe moría en África combatiendo al lado del ejército británico contra los insurrectos zulúes. Influenciado por su madre, el infeliz muchacho se había embarcado en tan descabellada empresa para hacer méritos ante las potencias europeas, dado que ella no había perdido la esperanza de una posible restauración. El vigoroso cuerpo del príncipe imperial, traspasado a lanzadas, se convirtió en un guiñapo, como las ilusiones de la emperatriz.Eugenia envió una escalofriante nota de advertencia a su madre: “ Vivo todavía porque el dolor no mata. Te ruego, mamá, que no intentes siquiera venir. Tengo una pena salvaje. Necesito soledad. Deseo únicamente estar sola frente al caos de mi vida”. Madre e hija vivieron separadas durante el resto de sus días. Probablemente Eugenia guardaba rencor a doña María Manuela por haberla arrastrado tras su desmedida ambición.
Con el tiempo se apaciguaron los odios y un día pudo volver a Francia, de riguroso incógnito. No obstante, prefería vivir en Inglaterra donde tramó casar a su ahijadaVictoria Eugenia de Battenberg – la hija de aquella princesa Beatriz que Eugenia deseara como esposa de su fallecido hijo- con el joven rey Alfonso XIII de España.Tenía noventa y cuatro años cuando regresó a Madrid en 1920, acogiéndose al cuidado de sus sobrinos, los duques de Alba, y de su ahijada la reina Victoria Eugenia. El doctor Barraquer le extirpó las cataratas que la habían dejado prácticamente ciega. Eugenia, muy contenta, evocó con su familia su gusto por los toros, los rejoneos y el fandango.Tres días antes de su previsto regreso a Inglaterra, encontrándose en el madrileño palacio de Liria propiedad de los Alba, perdió el habla. Llamó junto a sí a uno de sus sobrinos nietos. Garrapateó en un pedazo de papel unas líneas: “Alfonso, hace mucho calor.” Después cerró los ojos y expiró. Era la madrugada del 11 de julio de 1920. Alabarderos españoles rindieron, por expreso deseo de los Reyes de España, honores reales durante el traslado de sus restos desde Liria a la estación del Norte con dirección a Inglaterra, donde la aguardaban en sus sarcófagos Napoleón III y el príncipe imperial.