A ver, por favor, empezamos ya. ¿De qué está hecho todo? Responder a esta pregunta no ha sido nada fácil. Es más hasta hace poco creíamos que todos los materiales son una mezcla de solo cuatro elementos: aire, tierra, agua y fuego. Ah fuego. Y la idea tenía su lógica. Al fin y al cabo, sI quemas un tronco, las llamas transforman la madera en ceniza o tierra, humo o aire y un poco de resina o agua. Y esta observación se podía extrapolar a cualquier material si le echabas suficiente imaginación.
Aunque nos costó unos cuantos milenios, al final lo dimos cuenta de que el agua, la tierra, el aire y el fuego no son elementos de verdad y de que nos habíamos quedado muy cortos, porque resultó que no había cuatro elementos, sino 118. 14 los conocemos desde la antigüedad. En los siglos XVII y XVIII descubrimos 27 más. En el XIX 42, 30 en el XX y cinco más en lo que llevamos de siglo XXI. Y seguro que aún nos faltan muchos por descubrir, pero ha surgido un contratiempo. Hace 16 años que no descubrimos ningún elemento nuevo y no se sabe cuánto podría durar esta sequía elemental.
Así que oficialmente estamos estancados. No lo entiendo. ¿Cómo es posible que nos esté costando tanto descubrir elementos nuevos sin nuestra tecnología y nuestros conocimientos están más avanzados que nunca? Pues porque ya nos hemos pasado la tabla periódica. Nada, es porque nos hemos vuelto tontos. Ni lo uno, ni lo otro. Para descubrir la verdadera causa de esta pausa elemental tendremos que viajar en el tiempo.
Los primeros elementos con los que entramos en contacto son los que se pueden encontrar en la naturaleza en estado puro, como el oro, el cobre, o el carbono. Pero hace unos 5000 años aprendimos un truco que nos daría acceso a muchos más. Cuando triturábamos ciertas rocas y las calentamos con carbón, brotaban de ellas metales que no habíamos visto antes como, el estaño, o el plomo. SIn embargo, en la antigüedad nadie se planteaba que estos metales fuesen elementos, porque todo el mundo estaba obsesionado con la tierra, el agua, el aire y el fuego.
Y esa fijación duraría hasta el siglo XVIII, cuando Antoine Lavoisier el padre de la química moderna observó un detalle que cambiaría la historia para siempre. Sacre Blue. El aire es en realidad una mezcla de varios gases y el agua es un compuesto formado por hidrógeno y oxígeno. Los cuatro elementos que hemos venerado durante milenios no son elementos de verdad. Ante este hallazgo sin precedentes, los químicos se lanzaron a procesar todo tipo de materiales en busca de los verdaderos pilares de la materia y su búsqueda reveló que todo está hecho de unas partículas indivisibles, los átomos, unidas entre ellas como piezas de Lego.
Y resultó que había átomos de decenas de elementos superdiversos, metales el doble de densos que el plomo como el osmio o que explotan al contacto con el agua como el sodio, gases superreactivos y mortíferos como el flúor o metales que se funden en la mano como el galio. Y aunque la mayoría de estos elementos se extrajeron de las rocas, algunos se hallaron en lugares inesperados. El helio se identificó antes en el Sol que en la Tierra, el iodo se extrajo de las algas y el fósforo de la orina. Y así, en 1939 ya habíamos inmortalizado 90 elementos químicos puros en la famosa tabla periódica de Dmitri Mendeléyev.
Pero entonces ocurrió algo inesperado. De repente dejamos de encontrar elementos nuevos en la naturaleza. Entonces, ya estábamos. Nuestro viaje por la tabla periódica terminaba aquí en el uranio. No, aquí viene el primer giro de guión de esta historia fascinante. Pero volvamos al siglo XIX, para ver por qué la tabla periódica había dejado de crecer.
En 1896, Henry Becquerel notó que el uranio y el torio emitían una energía invisible que activaba las sustancias fluorescentes y velaba las placas fotográficas. Había descubierto el fenómeno de la radiactividad, pero lo más loco estaba por llegar. Cinco años después Frederick Sody y Ernest Rutherford se dieron cuenta de que el torio genera sin parar un gas que también es radiactivo y ese gas resultó ser un elemento nuevo, el radón. Los dos científicos habían presenciado algo que en su época era impensable, un elemento convirtiéndose en otro.
La transmutación con la que los alquimistas habían soñado durante milenios era posible. Pero por supuesto, esto no era alquimia. Los alquimistas intentaban convertir unos elementos en otros mediante reacciones químicas, es decir, moviendo los electrones de un lado a otro. Pero así lo único que conseguían era reorganizar los átomos y montar y desmontar moléculas.
La verdadera transmutación, la que habían observado Rutherford y Sody, ocurre en el corazón de los átomos. Lo que diferencia un elemento de otro es su número atómico, es decir, el número de protones que contienen sus átomos en sus núcleos, que es por lo que están ordenados los elementos en la tabla periódica. El hidrógeno tiene uno, el hierro 26, el oro 79 y el elemento que más protones conocido el oganesón, tiene 118. Sin embargo, los protones no pueden formar un núcleo atómico por sí solos porque su carga positiva lo repele entre ellos.
Por suerte existen los neutrones, unas partículas sin carga que atraen a los protones mediante la fuerza nuclear fuerte y que normalmente los mantienen retenidos en el núcleo atómico. Ojo, normalmente, porque si un núcleo atómico tiene más de 82 protones, ningún número de neutrones puede contrarrestar del todo su repulsión eléctrica. Como resultado, el núcleo tiende a expulsar los protones que sobran o transformarlos en neutrones y viceversa.
¿Y qué creéis que pasa cuando el número de protones del átomo cambia? que se convierte en otro elemento. Te repItes más que el ajo, bro. Pues tenéis razón, lo he explicado muchísimas veces. Así que resumiendo, como la identidad de un elemento depende de su número atómico, cuando un átomo inestable gana o pierde protones, se convierte en un elemento distinto. Y esta transformación era lo que habían observado Sody y Rutherford. Los átomos de torio con 90 protones estaban perdiendo 4 protones, convirtiéndose así en el elemento 86, el radón.
Y el torio no era un caso único. Todos los elementos que siguen al plomo en la tabla periódica son inestables, así que están perdiendo protones y transformándose en otros elementos todo el rato, aunque no todos lo hacen al mismo ritmo. En otras ocasiones he hablado de la semivida, el tiempo que tarda la mitad de una muestra de un elemento radiactivo en transmutarse en otros elementos. El isótopo más longevo del uranio, el uranio 238, tiene una semivida de 4.500 millones de años. Así que a la tierra que tiene esa edad aún le queda más o menos la mitad de su horario original.
Sin embargo, a partir del uranio, la semivida baja rápidamente con cada protona adicional que se añade a un núcleo atómico. Como resultado, los elementos con más protones conocidos son tan endiabladamente inestables que su semivida ronda las horas, minutos o segundos. Y por eso dejamos de encontrar elementos nuevos a nuestro alrededor en 1939. No es que no hubiese más, es que los que nos faltaban por descubrir tienen semividas tan cortas que desaparecieron de la faz de la Tierra hace miles de millones de años.
Y eso solo podía significar una cosa. Nuestro viaje por la tabla periódica aún no había terminado. Ahora que habíamos descifrado los secretos de la transmutación, descubrir elementos nuevos sería facilísimo. Solo teníamos que añadir protones a los átomos hasta alcanzar un número atómico que no se hubiese observado antes. Y la idea funcionó. En 1940 Edwin MacMillan y Philip Abelson dispararon un haz de neutrones contra una diana de uranio con 92 protones. Esta irradiación provocó que algunos átomos de uranio absorbiesen un neutrón, se desestabilizasen y convirtiesen uno de sus neutrones en un protón y eso los transformó en el elemento con el número atómico 93, el neptunio.
La tabla periódica tenía una casilla nueva y durante los siguientes años le añadiríamos muchas más. Irradiando el uranio con deuterio se sintetizó el elemento 94, el plutonio. Disparando contra el plutonio neutrones y núcleos de helio se obtuvieran los elementos 95 y 96. Irradiando estos dos con más núcleos de helio se produjeron el 97 y el 98. El 99 y el 100 se sintetizaron. Ah bueno, con una explosión nuclear, eso lo traté en otra ocasión. Y fusionándole elemento 99 con núcleos de helio se llegó al 101 en 1995.
Pero aquí nos topamos con un nuevo obstáculo. Cuantos más protones se añadían a los núcleos atómicos, más inestables se volvían. De hecho los núcleos con más de 101 protones están en un equilibrio tan precario que añadirles una sola partícula más suele provocar que se fiisionen, es decir, que se partan repentinamente en dos núcleos mucho más pequeños. Como resultado, a mediados del siglo XX, tomar el elemento con un mayor número atómico conocido y añadirle uno o dos protones más dejó de ser un método viable para seguir extendiendo la tabla periódica. Solo había una manera de esquivar este obstáculo, a lo bruto, que en este caso significa meter una diana de un elemento con muchos protones en un acelerador de partículas y dispararle billones de núcleos de elementos ligeros cada segundo. Con suerte, tras unos cuantos días o semanas o meses un puñado de núcleos se fusionan, mal, se fusiona, se fusionarían y formarían un núcleo nuevo con la suma de protones de la diana y el proyectil.
Y la idea volvió a funcionar. Disparando átomos de neón con 10 protones contra un objetivo de uranio con 92, se obtuvo el elemento 102. El 103 y el 104 se produjeron bombardeando californio con boro y carbono y usando dianas y proyectiles cada vez más pesados conseguimos llegar hasta el elemento 118, el oganesón obtenido fusionando californio y calcio. Y ahora que hemos alcanzado el final de la tabla periódica conocida, por fin podemos entender por qué nos hemos estancado. El siguiente número atómico de la lista sería el 119, el elemento con el nombre provisional de ununenio.
Y la forma más viable de sintetizarlo es disparar iones de calcio con 20 protones contra una muestra de einstenio con 99. 20 + 99 = 119. Fácil ¿no? claro ¿no? Si claro. No, cuantos más protrones contienen dos núcleos atómicos, con más fuerza se repelen entre ellos. Así que la probabilidad de que un núcleo de calcio y uno de einstenio se fusionen y produzcan uno de ununenio es bajísima. En teoría, este obstáculo no es insalvable.
De hecho se ha calculado que una diana de einstenio de solo unas decenas de miligramos bastaría para sintetizar unos cuantos átomos del elemento 119. Sin embargo, la práctica es otra historia porque el einstenio es tan inestable que solo podemos producir muestras del orden de microgramos, mil veces menos de lo que necesitamos. Como resultado nadie ha conseguido sintetizar aún el elemento 119 por la ruta del einstenio.
Y diréis. Tengo la solución. Podemos usar una diana con menos protones que el einstenio y por tanto más estable y bombardearla con iones con más protones que el calcio. Mientras los dos sumen 119 protones, debería dar igual, ¿no? no es mala idea, pero hay un pero. Los núcleos de calcio, o siendo más concretos los de calcio 48, no solo son muy ricos en neutrones, también tienen un número mágico de estas partículas o lo que es lo mismo, una cantidad de neutrones particularmente estable.
Por tanto, también es el proyectil que tiene una mayor probabilidad de estabilizar un núcleo atómico recién informado abarrotado de protones, como en ununenio, aunque sea durante una fracción de segundo. Por eso, los elementos del 113 al 118 se sintetizaron usando proyectiles de calcio. Sabiendo esto, tampoco os extrañará que los intentos de producir ununenio con otros proyectiles con menor proporción de neutrones y sin números mágicos, como el titanio 50 o el vanadio 51, hayan fracasado.
Y diréis, Bueno, pero tampoco pasa nada, ¿no? Dejamos el acelerador de partículas funcionando un par de años y en algún momento, por pura estadística, se tendrá que formar algún átomo de ununenioE eso tampoco es viable, porque por un lado mantener un acelerador de partículas activo cuesta del orden de cientos de miles de dólares al día. Y por otro, está feo acaparar un acelerador con un experimento abocado al fracaso, pudiendo usarlo para hacer cosas más útiles.
O sea, que la razón por la que nos hemos atascado en la tabla periódica es que todavía no hemos encontrado una combinación de diana y proyectil que sea tecnológicamente viable y que tenga una probabilidad de fusión razonable. Por eso nos está costando tanto producir el elemento 119. Y todos estos problemas se agravan cuantos más protones tiene un nucleo atómico. Así que sintetizar los elementos del 120 en adelante será un reto aún mayor.
Entonces, ¿qué sentido tiene tomarse tantas molestias para producir unos pocos átomos de un elemento que desaparece al momento? ¿No es una pérdida de dinero y energía? Pues no. Igual que algunos elementos sintéticos que se descubrieron a mitad del siglo XX resultaron tener usos como el americio o el californio, podría quedar algún otro elemento radiactivo útil por descubrir, especialmente si existe una isla de estabilidad más allá de la tabla periódica conocida, es decir, combinaciones de protones y electrones que son menos inestables de lo esperado, como ya expliqué otro día.
Pero incluso, aunque no fue así, crear elementos súper pesados nos permite poner a prueba los límites de los modelos físicos actuales y entender mejor la materia. Y eso nos ayuda a descubrir cosas nuevas a todas las escalas. Vaya, pues qué pena que no haya otra manera de conseguir elementos nuevos. Bueno, a ver, también hay científicos que los están buscando en la naturaleza como hacíamos antes, y algunos incluso dicen haber encontrado algo, pero esa es una historia para otro día. De momento, a menos que os queráis unir a la caza elemental, tendréis que esperar un número indeterminado de años, para ver un elemento nuevo.